miércoles, 30 de septiembre de 2009

La libertad religiosa exige la enseñanza de la religión en la escuela

El respeto de la libertad religiosa exige que los alumnos de las escuelas públicas y privadas puedan recibir voluntariamente una enseñanza de la religión en coherencia con su fe. Esta es la postura que mantiene la Santa Sede en una Carta circular de la Congregación para la Educación Católica que, con motivo del inicio del curso escolar en el hemisferio Norte, está siendo distribuida a los obispos.

Firmado por Aceprensa, 9 Septiembre 2009

Aunque la enseñanza de la religión está presente en las escuelas de la mayoría de los países, la Carta reconoce que hoy “se ha convertido en objeto de debate y en algunos casos de nuevas normativas civiles, que tienden a reemplazarla por una enseñanza del hecho religioso de naturaleza multiconfesional o por una enseñanza de ética y cultura religiosa, incluso en contraste con las elecciones y la orientación educativa que los padres y la Iglesia quieren dar a la formación de las nuevas generaciones”.

Un elemento esencial para la formación

Ante estas controversias, la Carta mantiene que “la enseñanza de la religión en la escuela constituye una exigencia de la concepción antropológica abierta a la dimensión trascendente del ser humano: es un aspecto del derecho a la educación. Sin esta materia, los alumnos estarían privados de un elemento esencial para su formación y para su desarrollo personal, que les ayuda a alcanzar una armonía vital entre fe y cultura.

La Carta defiende que en una sociedad pluralista este derecho supone que los padres puedan escoger para sus hijos una enseñanza religiosa coherente con su fe, y no solo una mera exposición del hecho religioso. “En una sociedad pluralista, el derecho a la libertad religiosa exige que se asegure la presencia de la enseñanza de la religión en la escuela y, a la vez, la garantía que tal enseñanza sea conforme a las convicciones de los padres”, dice el documento.

El Concilio Vaticano II recuerda que: “[A los padres] corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas”, y que se violan esos derechos “si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa”.

Esta afirmación encuentra correspondencia en el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, según el cual “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.

En cambio, “la marginación de la enseñanza de la religión en la escuela equivale, al menos en la práctica, a asumir una posición ideológica que puede inducir al error o producir un daño en los alumnos. Además, se podría crear también confusión o engendrar relativismo o indiferentismo religioso si la enseñanza de la religión fuera limitada a una exposición de las distintas religiones, en un modo comparativo y neutral”.

En el caso de las escuelas católicas, la enseñanza de la religión es “característica irrenunciable de su proyecto educativo”. “También en ellas –advierte la Carta– debe ser respetada la libertad religiosa de los alumnos no católicos y de sus padres”. La Iglesia tiene el derecho-deber de enseñar públicamente la fe, pero teniendo en cuenta que “en la divulgación de la fe religiosa y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión deshonesta o menos recta”.

Diferente de la catequesis

Frente a los que dicen que la enseñanza de la religión debe hacerse en el marco de la parroquia y de la familia, la Carta distingue: “La enseñanza de la religión es diferente y complementaria a la catequesis, en cuanto es una enseñanza escolar que no solicita la adhesión de fe, pero transmite los conocimientos sobre la identidad del cristianismo y de la vida cristiana”.

Por eso, constituye una auténtica disciplina escolar para los que la estudian: “La especificidad de esta enseñanza no disminuye su naturaleza de disciplina académica; al contrario, el mantenimiento de ese estatus es una condición de eficacia: es necesario que la enseñanza religiosa escolar aparezca como disciplina escolar, con la misma exigencia de sistematicidad y rigor que las demás materias”.

En esta materia escolar, “corresponde a la Iglesia establecer los contenidos auténticos de la enseñanza de la religión católica en la escuela, que garantiza, ante a los padres y los mismos alumnos la autenticidad de la enseñanza que se transmite como católica”. La iglesia reivindica esta competencia “independientemente de la naturaleza de la escuela (estatal o no estatal, católica o no católica) donde viene impartida”.

Cuando la laicidad deviene en laicismo

Por Eleuterio Fernández Guzmán, Licenciado en Derecho, en Análisis Digital, 12 de septiembre de 2009.

Se predica la laicidad de un sistema político cuando se entiende que ninguna religión puede tener el carácter de estatal.

Esto no es nada extraño para el catolicismo porque es más que conocida la expresión de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios” y, aunque a lo largo de los siglos no siempre ha habido separación entre la Iglesia y el Estado o, mejor entre la Iglesia y lo mundano, hace ya muchos años que la situación cambió.

No quiere, por tanto, la Iglesia fundada por Cristo que el Estado siga sus principios o su doctrina; tampoco quiere, sin embargo, que el Estado o, mejor, los gobernantes del mismo, olviden que la religión no es algo superficial ni caprichoso ni, sobre todo, algo que se puede manipular a su antojo.

El Estado laico

Es de esperar que, en Occidente, una Constitución diga en su texto que la nación para la que se elabora no tiene religión alguna y que, por tanto, ninguna será la del Estado o, lo que es lo mismo, que ninguna creencia regirá el funcionamiento del mismo, de sus organizaciones y de las funciones que cumplen.

Es algo que, por lo demás, es la mejor forma de que no se vean mezcladas dos realidades que en sí mismas consideradas deben estar separadas: Iglesia y Estado.

Entonces, en tal caso, las organizaciones que constituyen la nación han de llevar a cabo una labor no distanciada de las distintas confesiones que en su territorio pueden coexistir sino, muy al contrario, teniéndolas todas en cuenta, actuar con respeto hacia ellas.

¿En qué se basa el necesario respeto?

Sencillamente, debido a que si bien para el Estado, como organización, se haya decidido el alejamiento de confesión religiosa alguna, las personas que conforman la nación sí creen (una gran mayoría así lo manifiesta) y, por tanto, los sujetos activos que constituyen la nación merecen la correspondiente consideración de quienes, al fin y al cabo, no son, sino, los gestores del convivir de la nación.

Por tanto, tal situación es la ideal y la que debe cumplirse para que, en realidad, podamos considerar que un Estado, pongamos el español, tiene una actitud en el que la laicidad juega un papel importante en el desarrollo económico, político y social de aquel.


El Estado laicista

Pero hay algo más avieso y torcido, una forma de comportarse que determina que se han violado los principios arriba citados: cuando la laicidad deviene laicismo. Y, aún peor, cuando la actitud gravemente laicista de sus gobernantes tiene el claro objetivo de menospreciar a una religión en concreto que, no obstante, es la que dice seguir la gran mayoría de la población.

Bien sabemos, en tal aspecto, que España es una de las naciones en las que religión católica tuvo, ha tenido y tiene una acogida, implantación y desarrollo más arraigado y en la que, no sin alguna que otra dificultad de siglos (por la invasión musulmana) se ha mostrado la fortaleza de la fe en Dios.

Extrañaría, por tanto, que algún gobernante se manifestase en contra o muy en contra de la Iglesia católica. Pero, más que nada porque sería atacar, directamente, a la población (en amplia mayoría) que entiende que aquella es importante para sus vidas y que no se trata, exclusivamente, del seguimiento de unos ritos o la percepción de unos sacramentos lo que les guía sino que es una forma de comportarse, de entender la vida.

Sin embargo, no otra cosa ha pasado cuando, en nuestra patria, del principio de laicidad se ha pasado al comportamiento laicista sin solución de continuidad.

¿Qué ha pasado o, mejor, qué está pasando al respecto?

Tan sólo con echar una mirada a nuestro alrededor y, también, teniendo algo de visión (no demasiado profética) de lo que se nos viene encima, respondemos con facilidad a tal pregunta.

Así, paso a paso se están socavando los principios sociales sobre los que se asienta España. Se lleva a cabo, además, a conciencia de lo que se hace porque eso es lo que parece y lo que se quiere.

Se implantó, en el ámbito familiar, el divorcio llamado exprés porque supone una forma rápida de que determinada situación en la que pueda existir una desavenencia, se termine. Sin más problemas... adiós a tal familia.

Se implantó el imposible “matrimonio homosexual”, contrario, en su propio sentido a lo que dice la constitución española.

Se ha facilitado la investigación con células madre embrionarias con fines según los cuales los embriones (seres humanos ya no sólo en potencia sino en acto por ser seres diferenciados unos de otros) se convierten en “medios” y no en un fin en sí mismo.

Se ha implantado una asignatura adoctrinadora, llamada Educación para la Ciudadanía, en pos de la destrucción de la moral social y la adaptación al pensamiento al que lo es socialista. Y todo para “compensar”, de mala manera y mala forma, la existencia de la asignatura de Religión católica a la que, además, se zahiere ninguneándola frente a las demás, que lo son, materias escolares.

Se tiene previsto, a punto ya, de que el aborto sea, en realidad, una barra libre para matar a seres humanos indefensos.

Se tiene previsto, y no tardará, la modificación de la Ley de Libertad Religiosa con la malsana intención de posibilitar que todo valga para que, así, no valga nada.

Y todo lo aquí, apenas, traído, lo es, exclusivamente porque se quiere hacer una labor de ingeniería social y se tiene la intención de dar al traste con una sociedad de raíz religiosa y, aquí, católica, que no se limita, como pretenden hacer ver, al espacio de tiempo que, tras la Guerra Civil, ejerció el gobierno el General Franco sino que, como es sabido por todos, tiene, tras de sí, 2000 años de tradición y fe.

Sin embargo, no todo está perdido porque esto también tiene solución: que el Estado, cumpla con su deber de respeto a la religión católica y deje de legislar en contra de su doctrina (socialmente admitida) y se comporte no como uno que lo es laicista sino, mejor, como uno en el que el principio de laicidad sea, en verdad, lo que debe ser: respeto, sin desprecio, hacia la religión.

sábado, 12 de septiembre de 2009

El mal llamado “Estado laico”

Estado no confesional y Estado laicista
Por Juan Moya, Doctor en Medicina y en Derecho Canónico, en Análisis Digital

En estos últimos años, cada vez que los gobernantes quieren tomar una decisión que lleva consigo apartar a la religión de la vida pública, se apoyan en que estamos en un Estado laico. La confusión sobre qué es un Estado laico y cuáles son sus exigencias legítimas es considerable. Tratemos de precisar un poco estas cuestiones.

Conviene empezar por recordar que la palabra “laico” es propia de la terminología eclesiástica, del Derecho Canónico, que distingue –básicamente- entre “laicos” y “clérigos” o “religiosos”. Los laicos son, expresado de modo negativo, los que no son ni clérigos (sacerdotes) ni religiosos (miembros de Congregaciones religiosas: frailes y monjas, para entendernos). Pero los laicos, pueden ser, evidentemente, personas creyentes y practicantes (cristianos o de otras confesiones religiosas) o no creyentes. Por tanto, “laico” se opone a “clérigo” o a “fraile”, pero no a creyente. El término “laico” es tomado del griego “laos”, que significa “el pueblo”.

La versión legítima del confusamente llamado Estado laico sería la de “Estado no confesional”. Pero sin embargo lo que en la práctica quieren decir es “Estado laicista”. Como veremos, esta interpretación es contraria a la libertad de los ciudadanos, y por tanto inadmisible. Veamos estos conceptos.

Estado “no confesional” es el que no tiene una religión propia como religión oficial, pero respeta el derecho a la libertad religiosa de sus ciudadanos, que pueden tener una religión u otra, o no tener ninguna, y no tienen más límite para el ejercicio de sus creencias religiosas que el orden público. El Estado es libre para abrazar o no una determinada religión, pero en todo caso, si es un país libre y democrático y por tanto respeta los derechos humanos, tiene el deber de respetar el derecho a la libertad religiosa de sus súbditos. Esta laicidad del Estado es una “laicidad positiva”, válida y legítima.

El Estado mal llamado “laico” y que realmente es “Estado laicista” es no el que simplemente no tiene ninguna religión, sino el que en la práctica es contrario a toda religión –y más especialmente a la católica-, a la que considera un obstáculo para la convivencia y una limitación a la libertad por las normas morales que esa religión –repito, la cristiana en particular- pretende difundir. Por eso hace todo lo posible por restringir al máximo las manifestaciones religiosas en la vida pública: quitar crucifijos, dificultar que se pueda explicar la religión en la escuela, tratar por igual a todas las confesiones religiosas independientemente de su arraigo en la historia y en la vida real del país, etc. Esta laicidad es una “laicidad negativa”, ilegítima porque invade la libertad legítima de los ciudadanos, negándoles o al menos obstaculizando el derecho fundamental a la libertad religiosa.

Por tanto, entre la laicidad positiva del Estado no confesional y la laicidad negativa del Estado laicista existen diferencias esenciales:

a) La laicidad positiva respeta el derecho a la libertad religiosa de las personas singulares de modo eficaz; el Estado laicista, por el contrario, tiende a restringirlo en todo lo que pueda;

b) La laicidad positiva considera que la religión es una dimensión esencial de la persona, que afecta a todas las manifestaciones de su vida –tanto en la vida privada como en la vida pública-, mientras que el laicismo considera que la religión es algo no sólo secundario, sino incluso perjudicial para la convivencia (esta consideración produce sonrojo y una gran pena).

c) La laicidad positiva distingue entre la neutralidad estatal con respecto a las religiones, y el derecho fundamental de sus ciudadanos a vivir en todo momento de acuerdo con sus creencias, como algo que no sólo se le tolera –se tolera lo malo, lo bueno no necesita ser tolerado-, sino que se le reconoce y protege. La laicidad negativa o laicismo, por el contrario, pretende imponer su “credo” laicista –agnóstico o ateo, contrario incluso a la ley natural- a todos los ciudadanos, obstaculizando en todo lo posible el ejercicio de su fe e imponiendo de modo obligatorio modelos de enseñanza de una determinada orientación moral, contra el derecho de los padres a la educación de sus hijos en el campo de la conciencia.

De lo anterior se deduce que no tiene justificación, ni moral, ni jurídica, ni democrática la interpretación negativa de la laicidad. Invocar el “Estado laico” para recortar derechos, es un abuso y un engaño.

El Estado laicista fácilmente llega a ser un Estado fundamentalista. Hay Estados fundamentalistas religiosos (algunos musulmanes, como es sabido, en los que no se admite más religión que la del Estado y se persigue a las demás). Pero puede haber Estados fundamentalistas laicistas, en los que se tiende a ahogar toda religión, y en particular la católica [de hecho los ha habido y los hay, los comunistas, por ejemplo].

Si el derecho a la libertad religiosa que reconoce la Constitución española no corresponde a lo que hemos llamado manifestaciones de la laicidad positiva, entonces ese derecho sería negado en la práctica.

Concretamente, en aras de la laicidad del Estado, ¿tiene justificación la prohibición de los signos religiosos en la vida pública, en los colegios estatales? Esta pregunta se podría contestar planteándose previamente otras: ¿existe el derecho a manifestar públicamente las propias creencias o éstas deben permanecer encerradas en el interior de la conciencia?; ¿quitar los crucifijos es algo “neutro” con respecto a la religión católica o algo expresamente contrario?; ¿los alumnos tienen derecho a exigir que en sus centros docentes se respete su religión y puedan tener símbolos visibles de sus creencias, sobre todo si se trata de una mayoría de alumnos que profesan esa misma religión?; y, en fin, ¿el crucifijo es un símbolo que realmente moleste la sensibilidad religiosa de los no cristianos?

A los cristianos les parece muy bien que se reconozcan los derechos de los no cristianos –aunque sean minoría-, pero no es legítimo ampararse en esta exigencia para mermar los derechos de los creyentes y concretamente de los católicos, porque ambos derechos han de ser compatibles.

[nota del editor]

jueves, 3 de septiembre de 2009

Laicidad del Estado y signos religiosos

No suelo compartir los puntos de vista de este autor, profesor de la Universidad de Granada; aunque sí aprecio su capacidad para hacerse preguntas y presentar de forma clara los muchos aspectos de tantas cuestiones complejas, como en este caso.

Por Juan A. Estrada en Granada Hoy, La Tribuna, el 1 de septiembre de 2009

De grafiti
La mejor sociedad no es la que se ajusta a un credo determinado, sino aquella en la que pueden convivir personas que pertenecen a diversas religiones y otras que no son creyentes. La secularización de la sociedad y la laicidad lleva a la separación del ámbito político y religioso, a la no confesionalidad del Estado y al rechazo de privilegios para una iglesia. Esta perspectiva legitima la ausencia de signos religiosos en las instituciones públicas, sobre todo estatales. Responde a las demandas laicistas, que impugnan la dimensión pública de la religión, y se satisfacen las demandas de las religiones minoritarias contra la hegemonía del catolicismo en España. Estas y otras razones avalan la legitimidad de una ley gubernamental que ponga fin a formas tradicionales del cristianismo sociológico. Si la sociedad y el Estado no son cristianos, hay que acabar con tradiciones religiosas centenarias, hoy rechazadas.

El problema, sin embargo, no se reduce a esto. Abordarlo desde la mera legitimidad e ignorar otras dimensiones implica menospreciar a la opinión pública. No todo lo legal es moral, ni lo técnicamente factible, aconsejable. La política es el arte de lo posible y de lo prudente, sin voluntarismos simplificadores. Hay que partir de que somos ciudadanos y no súbditos. No es la sociedad la que debe someterse al Estado sino a la inversa. Si los dirigentes son los representantes del pueblo, hay que consultarlo y no prescindir de él. "Todo por el pueblo pero sin el pueblo" es la tentación de gobernantes paternalistas, que apelan a la voluntad popular en las elecciones, para luego olvidarse de ella. Ellos saben lo que conviene hacer, en lugar de dejar a la sociedad que resuelva libremente los asuntos.

El problema es si la sociedad española demanda una ley general de exclusión de los signos religiosos o si obedece a una iniciativa con motivaciones políticas. Vivimos una sociedad fracturada, con graves problemas como el desempleo, la corrupción en los partidos y cargos políticos, el desencanto ante un poder judicial politizado, la crisis del modelo educativo y la alarma social ante la violencia de menores de edad. En este contexto, ¿tienen sentido nuevas leyes que polarizan y crispan a la sociedad? ¿Es el momento adecuado para legislaciones que aceleran un proceso que puede desarrollarse de forma espontánea y progresiva? ¿No hay que dar la primacía a la paz social en un momento social delicado? ¿No hay urgencia política por marcar signos de izquierda en la cultura, ya que ha fracasado la política económica? ¿Se pueden ignorar la sensibilidad y emociones de generaciones y personas tradicionales, todavía marcadas por los ataques a la religión del pasado?

A esto se añaden otras cuestiones. El núcleo de los problemas son los acuerdos Iglesia-Estado de 1979. ¿Tiene sentido promulgar leyes nuevas sin modificar el acuerdo marco que las limita? Si se quitan signos religiosos del ámbito público habría que eliminar los políticos en el religioso. ¿Se está seguro de que la mayoría quiere que policía, ejercito y autoridades dejen de participar en manifestaciones religiosas y ciudadanas, como procesiones, romerías, fiestas patronales, etc? ¿Qué hacemos con celebraciones religiosas que son también tradiciones de nuestra identidad cultural, histórica y folklore? Además, ¿qué signos se quitan y cuáles quedan ?¿Quién determina lo que es artístico, además de religioso? ¿Dejamos que decidan los políticos y que, según quién gobierne, cambie de una legislatura a otra? El catolicismo ha marcado nuestra historia, tradiciones y formas de convivencia. ¿Lo tratamos por igual que otras religiones sin arraigo en España? ¿Asumimos la demanda de laicistas que no buscan la neutralidad del Estado, sino excluir la religión del ámbito público? ¿No caemos así en una confesionalidad de signo inverso, en este caso antirreligioso? ¿Hay que escuchar a grupos religiosos que rechazan la presencia pública de la religión mayoritaria de los españoles y que en sus países no toleran nada que se aparte de su religión oficial? ¿Es aconsejable, además, regular el velo islámico por ley y entrar en una espiral de conflictos, que hasta ahora, sabiamente, se han obviado?

Son preguntas que exigen un debate social sereno, complejo, plural y abierto. La preferencia personal que tengamos no debe confundirse con lo que siente y piensa la mayoría. El proceso de secularización es gradual y responde a una transformación de la sociedad. No es el Estado ni el Gobierno, el que debe tener la iniciativa, sino la sociedad. Hay que legislar lo mínimo posible, sólo lo necesario, huir del intervencionismo en la vida ciudadana, y aplicar el principio de subsidiariedad. Hay que distinguir entre esfera estatal y el ámbito público en que cada institución resuelve los conflictos según tiempos, lugares, personas y circunstancias. Ante demandas concretas sobre signos religiosos, que cada caso se resuelva atendiendo a las opiniones de los implicados. Es una imprudencia política tensionar más a la sociedad con leyes posiblemente legítimas, pero que no urgen. Habría que aprender de otros países con larga tradición laica y democrática que, sin embargo, mantienen signos religiosos, aunque para muchos ciudadanos sean más parte de la tradición y de la cultura que signos de fe. ¿No hay nada que tengamos que aprender de ellos?