A nadie sorprendería que, planteado el problema de cuál sea el fundamento de los llamados derechos fundamentales, el relativismo ético apareciera como el principal obstáculo. Si nada es verdad ni mentira, si cada uno tiene su idea de la justicia y todo el mundo es bueno, empeñarse en calificar como fundamental un derecho es un modo de perder el tiempo como otro cualquiera. Responder que habría que considerar fundamentales a los derechos humanos replantearía desde otro ángulo idéntica cuestión: qué es eso de la naturaleza humana, desde qué semana y hasta qué año somos humanos y, sobre todo, una cosa es predicar los derechos humanos (que todo el mundo se apuntará...) y otra dar trigo.
Como no sería bueno que mi función introductoria se desarrollara por los trillados cauces de lo previsible, comenzaré a poner en cuestión que la principal amenaza para los derechos humanos derive del relativismo que nos invade; y no por no considerar irreal tal invasión. Suscribo sin mayores dudas que nos movemos “en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola” (BENEDICTO XVI Caritas in veritate, 2). Es esto sin duda lo que lleva a convertir a la ley natural en una fórmula indescifrable, descartándola como posible fundamento de esos derechos. Es lógico pues que se identifique al relativismo como su decisivo enemigo.
Mis dudas provienen del convencimiento de que nuestra sociedad, lo sepa o no, no es en absoluto relativista; ni lo son tampoco las figuras más comerciales de la reflexión ética en España. Todos ellos y ellas han coincidido en excluirse de tan estrafalario club. Habría que reservar semejante audacia a algunos libertarios anarcoides, como Rorty (al que ya tuve ocasión de aludir con más detenimiento en Congreso anterior). Vayamos a ejemplos concretos.
Toda España ha estado durante estos días en vilo ante la trágica situación de unos pescadores, compatriotas nuestros con bandera o sin ella, secuestrados por unos piratas notoriamente relativistas. Los efectos del relativismo se han hecho sin duda notar entre nosotros. Cuando se suscribe alegremente que la ley es la ley, y que no tiene nada que ver con lo que sobre la justicia pueda pensar cada cual, pues por visto eso sería ética privada, el resultado es previsible: la que públicamente se desprestigia no es la justicia sino la ley. A nadie se le ha ocurrido poner públicamente en duda que liberar a un secuestrado sea exigencia elemental de justicia y ningún defensor gubernamental de que la ley es la ley, contra toda posible objeción de conciencia, ha salido en defensa de unos abnegados jueces empeñados, ante los asombrados ciudadanos, en que no cabe soltar piratas porque lo dice no se sabe qué librito que ellos llaman ley. Obviamente se da por hecho que los piratas por uno u otro sistema acabarán en libertad.
Dejando al margen este pequeño detalle, nadie ha cometido tampoco el error de pretender que la mancha de relativismo con relativismo se quita. El argumento más contundente ha sido: "Dos delincuentes no pueden perjudicar a treinta y seis inocentes"; más claro agua. Las cifras no son irrelevantes. Si se hubiera tratado de treinta y seis delincuentes y sólo dos inocentes, alguien se estaría pasando varios pueblos; de relativismo nada...
Al relativismo se lo invoca para socavar la ética objetiva de la ley natural, heredada de nuestra cultura cristiana; pero el resultado no es un vacío relativista, sino algo aún más grave: la asimilación inconsciente de otra ética no sólo objetiva sino incluso empírica. Bentham descubrió esa ética verdadera, fruto del cálculo de expectativas de placer y dolor, que ha llegado a presentarse con acierto como una aritmética en imperativo. Es la que nos ilustra, por ejemplo, sobre cuántos seres humanos embrionarios podemos sacrificar para poder participar en el sorteo de la curación del Alzheimer. De relativismo nada; en nuestra sociedad hay una ética objetiva que, en términos informáticos, acaba imponiéndose por defecto: el utilitarismo. Algunos la califican engoladamente de ética pública, pero no es sino la mera expresión de las únicas leyes hoy fuera de discusión: las del mercado.
Los medios de comunicación, más de una vez inconscientemente, nos adoctrinan en ella a diario. El bebé medicamento es recibido como el no va más del altruismo. El problema no es en este caso que sean menos los piratas que los inocentes; es que ahora ni se habla de cuántos hayan sido los inocentes embriones sacrificados, porque cualquier cantidad se consideraría utilitariamente despreciable.
El bueno de Habermas, al que la falta de fe no le impide negarse a renunciar a la razón con el mismo denuedo que Benedicto XVI, se enfada no poco ante a una escéptica opinión pública, que considera que la dinámica imparable de ciencia, técnica y economía genera unos hechos consumados que no cabe someter a control ético; de ahí que, preocupado por El futuro de la naturaleza humana, lamente las poco entusiastas posturas disidentes ante el avance de las investigaciones que el mercado de capitales haya tenido a bien financiar.
Queda sólo por descifrar lo del dopaje. No es difícil en un país de héroes del ciclismo. El dopaje ha empujado a la ciencia a estudiar no sólo sustancias capaces de permitir subir una pared, sino también otras destinadas a enmascararlas en cualquier posible control. De ahí que se considere producido un positivo también cuando aparecen restos de este intento de camuflaje. Lo mismo ocurre con el relativismo. Es en efecto pieza decisiva del actual dopaje ético de nuestra sociedad; pero sólo como vía insuperable para facilitar la callada e inconsciente generalización del utilitarismo. No sé si escandalizo a alguien, pero me encantaría verme rodeado de más relativistas; vivir sometido a la ética por la cuenta de la vieja de los utilitaristas me da un asco invencible; qué quieren que les diga...