jueves, 26 de noviembre de 2009

Relativismo y dopaje ético

Intervención de Andrés Ollero, Universidad Rey Juan Carlos, en el XI Congreso de católicos y vida pública. 20 de noviembre de 2009

A nadie sorprendería que, planteado el problema de cuál sea el fundamento de los llamados derechos fundamentales, el relativismo ético apareciera como el principal obstáculo. Si nada es verdad ni mentira, si cada uno tiene su idea de la justicia y todo el mundo es bueno, empeñarse en calificar como fundamental un derecho es un modo de perder el tiempo como otro cualquiera. Responder que habría que considerar fundamentales a los derechos humanos replantearía desde otro ángulo idéntica cuestión: qué es eso de la naturaleza humana, desde qué semana y hasta qué año somos humanos y, sobre todo, una cosa es predicar los derechos humanos (que todo el mundo se apuntará...) y otra dar trigo.

Como no sería bueno que mi función introductoria se desarrollara por los trillados cauces de lo previsible, comenzaré a poner en cuestión que la principal amenaza para los derechos humanos derive del relativismo que nos invade; y no por no considerar irreal tal invasión. Suscribo sin mayores dudas que nos movemos “en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola” (BENEDICTO XVI Caritas in veritate, 2). Es esto sin duda lo que lleva a convertir a la ley natural en una fórmula indescifrable, descartándola como posible fundamento de esos derechos. Es lógico pues que se identifique al relativismo como su decisivo enemigo.

Mis dudas provienen del convencimiento de que nuestra sociedad, lo sepa o no, no es en absoluto relativista; ni lo son tampoco las figuras más comerciales de la reflexión ética en España. Todos ellos y ellas han coincidido en excluirse de tan estrafalario club. Habría que reservar semejante audacia a algunos libertarios anarcoides, como Rorty (al que ya tuve ocasión de aludir con más detenimiento en Congreso anterior). Vayamos a ejemplos concretos.

Toda España ha estado durante estos días en vilo ante la trágica situación de unos pescadores, compatriotas nuestros con bandera o sin ella, secuestrados por unos piratas notoriamente relativistas. Los efectos del relativismo se han hecho sin duda notar entre nosotros. Cuando se suscribe alegremente que la ley es la ley, y que no tiene nada que ver con lo que sobre la justicia pueda pensar cada cual, pues por visto eso sería ética privada, el resultado es previsible: la que públicamente se desprestigia no es la justicia sino la ley. A nadie se le ha ocurrido poner públicamente en duda que liberar a un secuestrado sea exigencia elemental de justicia y ningún defensor gubernamental de que la ley es la ley, contra toda posible objeción de conciencia, ha salido en defensa de unos abnegados jueces empeñados, ante los asombrados ciudadanos, en que no cabe soltar piratas porque lo dice no se sabe qué librito que ellos llaman ley. Obviamente se da por hecho que los piratas por uno u otro sistema acabarán en libertad.

Dejando al margen este pequeño detalle, nadie ha cometido tampoco el error de pretender que la mancha de relativismo con relativismo se quita. El argumento más contundente ha sido: "Dos delincuentes no pueden perjudicar a treinta y seis inocentes"; más claro agua. Las cifras no son irrelevantes. Si se hubiera tratado de treinta y seis delincuentes y sólo dos inocentes, alguien se estaría pasando varios pueblos; de relativismo nada...

Al relativismo se lo invoca para socavar la ética objetiva de la ley natural, heredada de nuestra cultura cristiana; pero el resultado no es un vacío relativista, sino algo aún más grave: la asimilación inconsciente de otra ética no sólo objetiva sino incluso empírica. Bentham descubrió esa ética verdadera, fruto del cálculo de expectativas de placer y dolor, que ha llegado a presentarse con acierto como una aritmética en imperativo. Es la que nos ilustra, por ejemplo, sobre cuántos seres humanos embrionarios podemos sacrificar para poder participar en el sorteo de la curación del Alzheimer. De relativismo nada; en nuestra sociedad hay una ética objetiva que, en términos informáticos, acaba imponiéndose por defecto: el utilitarismo. Algunos la califican engoladamente de ética pública, pero no es sino la mera expresión de las únicas leyes hoy fuera de discusión: las del mercado.

Los medios de comunicación, más de una vez inconscientemente, nos adoctrinan en ella a diario. El bebé medicamento es recibido como el no va más del altruismo. El problema no es en este caso que sean menos los piratas que los inocentes; es que ahora ni se habla de cuántos hayan sido los inocentes embriones sacrificados, porque cualquier cantidad se consideraría utilitariamente despreciable.

El bueno de Habermas, al que la falta de fe no le impide negarse a renunciar a la razón con el mismo denuedo que Benedicto XVI, se enfada no poco ante a una escéptica opinión pública, que considera que la dinámica imparable de ciencia, técnica y economía genera unos hechos consumados que no cabe someter a control ético; de ahí que, preocupado por El futuro de la naturaleza humana, lamente las poco entusiastas posturas disidentes ante el avance de las investigaciones que el mercado de capitales haya tenido a bien financiar.

Queda sólo por descifrar lo del dopaje. No es difícil en un país de héroes del ciclismo. El dopaje ha empujado a la ciencia a estudiar no sólo sustancias capaces de permitir subir una pared, sino también otras destinadas a enmascararlas en cualquier posible control. De ahí que se considere producido un positivo también cuando aparecen restos de este intento de camuflaje. Lo mismo ocurre con el relativismo. Es en efecto pieza decisiva del actual dopaje ético de nuestra sociedad; pero sólo como vía insuperable para facilitar la callada e inconsciente generalización del utilitarismo. No sé si escandalizo a alguien, pero me encantaría verme rodeado de más relativistas; vivir sometido a la ética por la cuenta de la vieja de los utilitaristas me da un asco invencible; qué quieren que les diga...

lunes, 23 de noviembre de 2009

Maquiavelos

Por Miguel Aranguren, ALBA, 17 de Septiembre 2009

No nos chupemos el dedo: en el laicismo hay cálculos muy sutiles, como que alguno de sus miembros más reconocidos se declare cristiano y haga un uso torticero de su pertenencia a la Iglesia. En nuestro país tenemos dos casos bien significativos por su maquiavelismo: el del presidente de la Cámara Baja y el del inefable ministro de Fomento. El primero, José Bono, utiliza su pertenencia a la Iglesia con un soniquete que recuerda a la caricatura de un mal beato: empasta la voz, arrebola los ojos y se proclama seguidor de Jesús de Nazaret para después comenzar a poner los puntos sobre las íes a la Iglesia en todos aquellos asuntos que forjan el esqueleto de su programa ideológico. No en vano, a Bono se le recuerda por su decisión de cercenar la libertad de los padres castellano-manchegos a la hora de escoger libremente la escuela de sus hijos, aunque también por los arrullos al delicadísimo Zerolo y a toda la caterva de asociaciones unidas por la promiscuidad, así como por aquel gesto grotesco de desplazarse hasta Entrevías para zamparse un trozo de pan de hogaza contra la llamada al orden del cardenal al díscolo párroco. Tampoco ha dado su brazo a torcer en las leyes que sostienen la cultura de la muerte; se sale por peteneras cuando le preguntan sobre el aborto. El segundo, Pepiño Blanco, es todavía más mendaz. Pisa en los mismos lugares que su compañero de partido (ataque a la libertad de educación, samba con gays y lesbianas, tirones de orejas a la Iglesia española y, como no, justificación de lo injustificable: que la liberación del aborto viene a convertir en derecho el hasta ahora fraude de ley, para que los abortorios de España maten más y mejor).

La soltura con la que proclaman su cristianismo (Pepiño aclara que no va a misa todos los domingos, como si los fieles estuviésemos llamados únicamente a calentar banco en una parroquia) fortalece aún más su capacidad de dañar a la gente de bien. Por eso echo de menos una voz con autoridad que nos aclare si un cristiano puede permitirse el lujo de abanderar la causa del aborto sin que nadie le enmiende la plana y, además, dar lecciones a la Iglesia*.

Prender el hilo de la confusión es la mejor de las estrategias para que el laicismo arraigue. Muchas personas han terminado por admitir los atentados contra la vida como un mal menor gracias a la retranca de estos políticos que lanzan guiños de meapilas. A este paso, terminaremos por embelesarnos con su corazón público el día que les veamos comulgar por la tele.

* La Conferencia Episcopal Española ha dejado bien claro que no hace unos pocos días. Nota del Editor.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Afrentosos crucifijos

Por JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, Lunes, 09-11-09

POR paradojas del azar, la conmemoración de la caída del murito de Berlín ha coincidido con una sentencia del sarcásticamente llamado Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que ordena la retirada de los crucifijos de las aulas. La caída del murito de Berlín supuso, según nos martillea la propaganda, la «victoria de la libertad»; y las consecuencias de esa libertad victoriosa las contemplamos por doquier. La retirada de los crucifijos quizá sea la más aparente, por lo que tiene de simbólica; pero detrás de esa retirada está el suicidio de Occidente, que ha decidido, como los alacranes asediados, inyectarse el veneno de su propio aguijón. Y, en su arrebato de autodestrucción, disfrazado con los bellos ropajes de la libertad, reniega de los logros que han fundado su identidad.

Eso que la propaganda denomina «victoria de la libertad» no ha sido sino victoria de la más feroz de las tiranías, que no es otra que aquélla que despoja a los seres humanos de su capacidad de discernimiento moral. Las tiranías clásicas, ataviadas con los ropajes hoscos de la represión, al ejercer sobre las conciencias una violencia coactiva, aún permitían a sus oprimidos cierto grado de resistencia: pues todo expolio de lo que es constitutivamente humano genera en quien lo padece una reacción instintiva de defensa. La nueva tiranía no actúa reprimiendo la conciencia moral, sino desembridándola, de tal modo que sus sometidos dejan de regir su conducta por la capacidad de discernimiento, dejan de ser propiamente humanos, para guiarse únicamente por la satisfacción de sus intereses y caprichos. Y la nueva tiranía, ataviada con los bellos ropajes de la libertad, otorga a esos intereses el estatuto jurídico de «derechos», sin importarle que sean intereses egoístas o criminales; porque en la protección de tales intereses la nueva tiranía ha encontrado el modo de mantener a sus sometidos satisfechos. Ya no son hombres, sino bestias satisfechas, porque han extraviado la capacidad para discernir lo que es justo y lo que es injusto; pero las bestias satisfechas en sus intereses y caprichos egoístas o criminales, además de adorarse a sí mismas, adoran a quien les permite vivir sin conciencia, pues si alguien les devolviera la capacidad de discernimiento la vida -su vida infrahumana- se les tornaría insoportable.

Y ésa es la razón por la que la nueva tiranía ordena la retirada de los crucifijos: constituyen un recordatorio lacerante de que hemos dejado de ser propiamente humanos. Nos recuerdan que nuestra naturaleza caída fue abrazada, acogida, redimida, perdonada por aquel Cristo que murió colgado de un madero. Pero la noción de redención, como la de perdón, exigen una previa capacidad de discernimiento moral; exigen un juicio sobre la naturaleza de nuestros actos. Y cuando alguien se niega a juzgar sus actos, por considerar que están respaldados por una libertad omnímoda, la presencia de un crucifijo se torna lesiva, agónica y culpabilizadora. Y lo que la nueva tiranía nos promete es que podemos vivir sin ser redimidos ni perdonados, que podemos vivir sin culpa ni agonía; esto es, sin lucha con nuestra propia conciencia, por la sencilla razón de que hemos sido exonerados de tan gravosa carga. La nueva tiranía nos promete que todo lo que nuestra naturaleza caída apetezca o ansíe será de inmediato garantizado, protegido, consagrado jurídicamente; lo mismo da que sean meros caprichos de chiquilín emberrinchado que crímenes infrahumanos como el aborto. Frente a esta promesa de libertad omnímoda, el crucifijo aparece entonces a los ojos de esos hombres convertidos en bestias como una oprobiosa cadena: les recuerda que han renunciado a su verdadera naturaleza; les recuerda que esa naturaleza a la que han renunciado era su posesión más preciosa; les recuerda que Dios mismo entregó su vida por abrazarla. ¡Afrentoso recordatorio!

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Matar al mensajero

Por Rafael NAVARRO VALLS, EL MUNDO. MIÉRCOLES 4 DE NOVIEMBRE DE 2009

Un tribunal tiene la última palabra no porque tenga siempre la razón, sino más bien porque es la última instancia. Conviene tener presente esta verdad para no convertir cada sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en una especie de icono mediático que merece adoración indiscutida.

La sentencia Lautsi c. Italia es un ejemplo de cómo un tribunal puede caer en las redes del activismo político trasladado al ámbito judicial: un tema sensible, la hipotética influencia de la presencia tradicional de crucifijos en la escuela en las conciencias infantiles, se ha convertido en campo de batalla para recortar la posición de la religión en la esfera pública. Una suerte de estímulo para que los estados sólo toleren la manifestación pública de valores morales que no sean religiosos o que, al menos, estén desprovistos de su connotación religiosa, a pesar de que esos valores constituyan, paradójicamente, el humus donde el mismo Estado tiene su origen. Una curiosa percepción de la laicidad del Estado que permite quedarse con los frutos siempre que se tale el árbol. Quedarse con el mensaje, pero matando al mensajero.

No es una sentencia aislada. Se inserta en una serie de decisiones del citado tribunal a favor de políticas de eliminación de símbolos religiosos personales –sobre todo islámicos– en entornos educativos, en Francia y en Turquía, duramente criticadas por juristas de muy diversos países e ideologías. De ahí la preocupación manifestada en agosto por la Comisión sobre Libertad Religiosa Internacional de EEUU.

Uno de los expertos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) en materia de libertad religiosa, el profesor Javier Martínez-Torrón, observaba con razón que el Tribunal de Estrasburgo ha iniciado una deriva «demasiado tributaria de una concepción que entiende la laicidad no como neutralidad del Estado ante el hecho religioso o ideológico, sino como ausencia de visibilidad de la religión, es decir, como una situación artificial que garantiza entornos libres de religión, pero no libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable».

Contrasta esa deriva, por ejemplo, con una declaración del Constitucional alemán en 2003: «No es inconstitucional que todos los niños desde su infancia –también los hijos de padres de ideología atea– conozcan que hay en la sociedad personas con creencias religiosas, y que desean practicarlas». O con el Supremo de EEUU (Marsh v. Chambers, 1983), que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en la apertura de las sesiones legislativas del Senado, lo calificaba como «un reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de este país y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial».