domingo, 30 de marzo de 2008

Educación en España

La base del progreso científico continuado es la educación exigente de las generaciones jóvenes

Por Alejandro Llano, en LA GACETA de los Negocios, Domingo 21 de enero de 2007

ESTAMOS perdiendo un tiempo precioso. Mientras los países más avisados apuestan decididamente por invertir en recursos humanos y científicos para la promoción de la sociedad del saber, nuestro país se pierde en polémicas ideológicas y territoriales que agudizan los problemas ya planteados en lugar de resolverlos. La propia vida política padece aquí una sobrecarga de pasión y un déficit de racionalidad. Es cierto que en España, un país empobrecido desde hace más de dos siglos, casi nunca ha medrado la ciencia. Pero hoy día disponemos por fin de los recursos económicos que permitirían encaminarnos decididamente por el sendero de la educación seria y de la investigación avanzada.

La base del progreso científico continuado es la educación exigente de las generaciones jóvenes. En un proyecto de largo aliento, las disciplinas científicas y humanísticas fundamentales son la baza decisiva. Por el contrario, deben pasar a segundo término las enseñanzas de tipo meramente ornamental o pragmático, sobre las que no es posible basar la creatividad intelectual. El tributo que, en la ordenación escolar española, se está pagando a las modas de la época, a lo políticamente correcto y a las servidumbres ideológicas resulta a todas luces excesivo. En cambio, está disminuyendo hasta desaparecer la atención a las humanidades y a las ciencias teóricas. Lamentablemente, se va haciendo realidad la broma de Julio Camba, cuando decía que él era lo más distinto de un alemán: porque, entre otras particularidades, los alemanes saben matemáticas y griego. “Yo, en cambio, —decía el agudo humorista— tengo una ignorancia enciclopédica con la que confirmo mi españolismo”.

El núcleo de una educación sólida es la formación intelectual, la capacidad de forjar una imagen rigurosa del mundo y de la historia, de alcanzar comprensiones creativas de la naturaleza y del hombre, de dominar un uso penetrante y exacto del lenguaje y de otras formas de expresividad cultural. Pero cuando se van haciendo públicos los nuevos diseños para la enseñanza primaria y secundaria, uno observa perplejo que, a contrapelo de las orientaciones pedagógicas emergentes, en nuestra ordenación educativa aumentan las materias instrumentales y disminuyen las ya magras disciplinas sustantivas.

Advirtamos que lo propio de la sociedad del saber no es que en ella se acumulen numerosos conocimientos: es que se tenga capacidad de innovarlos. No se trata de saber mucho, sino de saber siempre más. Esta posibilidad de progresión es la que, en el plano operativo, constituye la base de la competitividad, la cual no se mueve en la dimensión del espacio, sino en la del tiempo.

Orientar la enseñanza universitaria hacia unas presuntas exigencias del mercado equivale a poner las tejas antes que los cimientos. Porque si algo caracteriza a la economía de libre oferta y demanda es, justamente, su carácter dinámico. El mercado del año 2010 ya no será el de hoy. De manera que el destino de los programadores de nuevas titulaciones y sofisticadas tecnologías didácticas es el propio del que se apresura a correr tras un tren que está punto a de pararse en un andén de la estación, mientras que otro convoy se dispone a salir de una vía distinta.

Es una lástima advertir que, no sólo las carreras de humanidades, sino también las de ciencias teóricas, están siendo abandonadas por los jóvenes estudiantes, al paso que en las titulaciones encaminadas a aplicaciones profesionales concretas, que no siempre ofrecen una formación intelectual armónica, se acumulan unos candidatos que cada vez tendrán más dificultades para encontrar un puesto de trabajo. A la larga, el utilitarismo resulta muy poco práctico, porque se agota en rendimientos inmediatos y no abre perspectivas de largo recorrido.

Tanto el pragmatismo como el emotivismo son tendencias culturales y éticas que revelan planteamientos antropológicos insuficientes. Éste es hoy el caldo de cultivo de no pocos enfoques educativos, tanto públicos como privados, que presentan escasas perspectivas de futuro. La enseñanza de calidad será cada vez más la que apueste por una preparación intelectual exigente, en la que no se tenga miedo al esfuerzo, y se capacite a los jóvenes para acceder con el tiempo a grados y postgrados que ofrezcan una altura comparable a la de los mejores del mundo. También en esto hay que aprender la lección de EEUU: la mayoría de los más prestigiosos programas de doctorado y de máster los cursan predominantemente estudiantes extranjeros, orientales sobre todo, porque los propios norteamericanos no tienen la preparación necesaria para acceder a ellos. Y ya empieza a suceder —yo no lo lamento— que en algunas universidades españolas los alumnos más brillantes son latinoamericanos y asiáticos. Para recoger frutos ganados, hay que hundir el arado en tierras profundas.

sábado, 22 de marzo de 2008

La miseria de una ética inferior

Por José Javier Esparza. Periodista

El gobierno de Castilla-La Mancha ha difundido en las escuelas un manual de sexualidad que pondera los beneficios de la masturbación y las relaciones lésbicas. La iniciativa ha suscitado escándalo: hay ciudadanos que quieren mantener su derecho a vivir y a enseñar la sexualidad conforme a una moral tradicional libremente elegida. Ese derecho y esa libertad han sido atacados. ¿En nombre de qué? Aparentemente, estamos ante un nuevo episodio de esa revolución sexual que, a falta de ideología política, el zapaterismo abandera.

Pero en este asunto hay algo que va más allá del sexo, también más allá de esa ola de laicidad radical promovida desde el actual Gobierno. Lo que estamos viendo es una inversión expresa de la moral tradicional. Y aquí “tradicional” no quiere decir “antiguo”, sino clásico, canónico. Esa ética tradicional ha sido refrendada por la historia y por el pensamiento en el largo camino de nuestra cultura, y ello en nombre no sólo de la Cruz, sino también de la Ciudad. En sus rasgos esenciales, toda ética tradicional, cristiana y no, reposa sobre un mismo principio: el deber, el sacrificio generoso, la renuncia a sí. El camino virtuoso es el de quien logra elevarse sobre sí mismo –dominándose. Nuestro repertorio ético está lleno de expresiones que sancionan este modelo de virtud: “vence quien se vence”, “vale quien sirve”, “nobleza obliga”. Pero lo que ahora estamos viviendo camina en sentido inverso: vence quien se satisface, vale quien puede comprarse placer, nada obliga a la voluntad salvo el imperativo del bienestar. Y no es la primera vez que esto ocurre, pero sí es la primera vez que el propio orden, el poder público, patrocina la empresa de la inversión moral.

No es difícil rastrear el origen de esta operación. Aquí se dan cita el materialismo, que suprimía la dimensión espiritual en provecho del dominio físico; el individualismo, que ensalzaba al hombre como centro del cosmos, y aquel liberacionismo sexual que traspasaba al principio del placer la dialéctica de la lucha de clases. Pero, oh, desolación: resulta que tan ambiciosos principios, que habían sido los dogmas de la modernidad, terminan ahora reduciéndose a una apología de la masturbación, a una risible reductio ad clítoris. En esta ética de postrimerías, el materialismo ya no es una voluntad de dominio, sino una mutilación del horizonte de la existencia; el individualismo ya no es una glorificación de la autonomía del sujeto, sino una reducción al universo mínimo personal; la liberación sexual ya no es una potencia emancipadora frente al orden, sino una vía rápida y conformista para la satisfacción inmediata del individuo. Es como si el Hombre Moderno, elevado a estatua por las revoluciones y el progreso, hubiera decidido bajarse del pedestal y orinar en una esquina. Es la imagen del hombre caído que se refocila en su nueva situación, en su propia caída.

En la ética clásica, el hombre bueno es el que se desprende de sí mismo. Inversamente, en esta especie de nueva ética que hoy se propugna, el buen camino es el de quien se abandona, el de quien se deja llevar. Hemos cambiado el modelo del hombre superior por la apología del hombre inferior. Ya estamos pagando las consecuencias.

viernes, 21 de marzo de 2008

El ancestral desprecio de la política

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, 13 de marzo de 2008

La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía

En el origen de la tradición occidental de la filosofía política se encuentra, como advirtió Hanna Arendt, el desprecio de Platón hacia la política. Los hombres sabios siempre han tendido al descrédito de la política, percibida como un mal necesario. “En suma, cuando los filósofos empezaron a ocuparse de la política de un modo sistemático, la política se convirtió para ellos al punto en un mal necesario”. Los filósofos forman una comunidad de hombres dedicados a la vida contemplativa en busca de la verdad.

El problema es que este ideal de vida no es posible sin un arreglo razonable de los asuntos que conciernen a la vida social. Desde entonces, la filosofía política tiene como finalidad esencial la determinación de las condiciones de la vida social que permitan la existencia de la vida filosófica. Ya que no pueden gobernar los más sabios, que al menos se establezcan unas condiciones de vida colectiva que permitan a unos pocos la posibilidad de una vida virtuosa dedicada a la filosofía. La buena política es la que no impide la vida filosófica. La justicia no es sino el conjunto de condiciones que permiten, o no impiden, la vida en la verdad. Algo parecido sucede en Aristóteles, para quien la política no es un fin en sí misma, sino un medio. Por sí misma, la política carece de fin. “La filosofía política nunca se recuperó de este golpe asestado por la filosofía a la política en el comienzo mismo de nuestra tradición”. Nadie llegó tan lejos como Platón en el recelo hacia la política; tampoco ningún filósofo estuvo tan cerca de sucumbir a su hechizo. Fue el primero en comprender la imposibilidad de un Estado fundado sobre la autoridad espiritual. El Gobierno de los sabios, lejos de ser una utopía totalitaria, es una pura imposibilidad. En su República estableció de manera persuasiva la dificultad insalvable de la realización de la política socrática. La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía. Y no sólo lo afirmó porque experimentara la decadencia de la democracia ateniense, o la condena de su maestro Sócrates, o la derrota frente a Esparta. El filósofo no puede (acaso tampoco debe) gobernar. Sólo puede aspirar a preservar, de manera precaria, su vida filosófica en el seno de la comunidad política.

Los pueblos democráticos se parecen a un tribunal de niños que tuviera que elegir entre el médico y el pastelero. Pocas dudas pueden caber acerca del resultado de su elección.

En este sentido, la democracia, como la política en general, viene a ser en nuestra tradición, un mal necesario, deseable más por los males que evita que por los bienes que proporciona. La democracia permite tanto la elección de Churchill, como la de Hugo Chávez. No vienen sus ventajas por el lado de la selección de dirigentes. En el mejor de los casos, reflejará el nivel de educación y de buen sentido de sus ciudadanos. Sus ventajas provienen de los males que evita y, en particular, de la garantía de los derechos y la protección frente a los abusos del poder. Y ni siquiera esto lo garantiza del todo. La justicia no radica en las convenciones democráticas, sino en aquello que permite la existencia de la vida virtuosa bajo la autoridad espiritual. Desde Platón y Aristóteles, la tradición de la filosofía política occidental intenta escapar de este oscuro dictamen filosófico sobre la política. La verdad es que sólo lo consigue parcialmente y en algunos escasos momentos. Decía Ortega y Gasset que quien no se ocupa de política es un inmoral, pero quien sólo se ocupa de ella y todo lo ve políticamente es un majadero.

jueves, 13 de marzo de 2008

La eutanasia nacional

Una penosa impresión de hundimiento colectivo


Por José Javier Esparza, en El Semanal Digital el 19 de enero de 2007

Ya es casualidad que la obstinación disgregadora del Gobierno haya venido a coincidir, noticiosamente hablando, con el último caso de eutanasia. Pero a lo mejor no es sólo casualidad.

Son como la Santa Compaña, ¿verdad?, pero envueltos en moralina progresista, y ya no llevan en cabecera a un vivo que enarbola una cruz, según dice la tradición, sino a una periodista de El País con su grabadora y su canesú. Tampoco entonan cantos lúgubres en los senderos del bosque, sino que ahora los rodea una cohorte de opinadores concienciados que narra al mundo sus hazañas. Hay alguien que quiere dejar de vivir. Ellos ayudan a morir. Llegan al domicilio de la víctima. La rodean de comprensión y zalamerías, de besos y ternura, y entonces, ¡zas!: viaje directo al otro barrio. Lo han hecho ahora con una señora en Alicante. Lo vimos, ya digo, ampliamente sahumado en El País, siempre dispuesto a defender cualquier cosa que signifique romper algo importante. El hijo de la víctima –porque no deja de ser una víctima- dice que va a denunciar a la Santa Compaña, o sea a la Asociación Derecho a Morir Dignamente, por llevar a su madre a la muerte. La Asociación Compaña dice que no, que ellos lo hacen por generosidad. Claro.

Cuestiones de principio. Primera: una comunidad no puede reconocer a un particular el derecho de "ayudar a morir" al prójimo, por la simple razón de que ese derecho tendría que reconocérsele a todos, y si todos nos ayudamos a morir unos a otros, entonces entraríamos en una especie de homicidio generalizado. Segunda: una comunidad no puede reconocer a nadie el derecho a acabar con su propia vida, porque la muerte es un mal objetivo en sí mismo, luego es absurdo concebirla como derecho (otra cosa es que uno se tome tal atribución por su propia mano, pero esto nada tiene que ver con el mundo de los "derechos"). Tercera, más genérica, pero también más práctica: en los países donde se ha legalizado la eutanasia, los casos de abusos son lo suficientemente abundantes como para tentarse la ropa. Cuarta, y quizá más honda: ¿no es llamativo que sea precisamente hoy cuando con más insistencia se muestra la muerte como algo bonancible, "generoso", guay del Paraguay, lo mismo para la eutanasia que para el aborto, y que esto sólo ocurra en países ricos y gordos, tanto en España como fuera de aquí? ¿No es como si estuviéramos en una cultura no ya de la muerte, sino, más específicamente, del suicidio?

Después de todo, tiene su lógica que estos asuntos se planteen en el mismo momento en que los poderes del Estado acarician el sueño de la capitulación ante sus enemigos. ¿Disparatamos? Quizá. Pero en un cierto sentido, en un estrato profundo, a veces invisible, es como si todas estas cosas fueran hijas de una sola fuerza, como si estuvieran animadas por un mismo espíritu: el espíritu de la cancelación, de un irse cansado y hastiado, de un acabarse blandito y suave, de una eutanasia colectiva. Por eso el Coro de los lémures que jalea a la Santa Compaña, a esos que caminan por ahí llevando el mensaje de la muerte inminente, es el mismo orfeón que entona cánticos al diálogo con los que ponen bombas y matan, y también el mismo que identifica el aborto con un gesto de libertad. Es el mismo coro que pretende aislarnos a los demás, a los que pensamos que la vida tiene un sentido y un valor, que la nación es algo importante, como lo son la justicia y la dignidad colectiva; a los que pensamos que los pueblos fuertes son los que quieren vivir, mientras que los pueblos débiles sólo piensan en gozar. A esos –a nosotros- quieren ponernos un cordón sanitario, según la ingeniosa estupidez de Federico Luppi.

Esta impresión de que todo se va hundiendo alrededor no es algo que pueda borrarse con un cambio electoral. Hacen falta fuerzas más poderosas, fuerzas que están en el plano del espíritu más que en el de la política. De momento, podemos ir haciendo gimnasia: ser capaces de descubrir, bajo cada ruina, la promesa de un nuevo palacio.

domingo, 9 de marzo de 2008

Obispos y ayatolás

«Es grave que en mi partido comparen a los obispos con los ayatolás»

Entrevista a Gotzone Mora, en La Razón, 8 de marzo de 2008

-¿Cómo compatibiliza el ser católica y socialista?
-No es fácil. Para mí lo más importante es haber descubierto que Dios es real, no un concepto. Dios se ha encarnado y nos deja la fuerza de la Eucaristía, donde reside el auténtico poder de los cristianos. Entendí que el PSOE era una institución donde como cristiana podía dar la vida para que otros tuvieran vida, como hizo Jesús, y pensé que en este partido era respetada en mi fe, mi libertad religiosa y en mi confesión católica.

-Y, en estos momentos, con un conflicto abierto entre algunos miembros de la cúpula del PSOE y la jerarquía de la Iglesia...
-Se hace muy duro ver que no dejan que tus pastores se expresen en libertad, e incluso son chantajeados por no participar del pensamiento reinante. No se puede afirmar que se irá contra los acuerdos Iglesia-Estado si siguen ejerciendo su libertad de expresión. Y me parece grave que miembros eminentes de mi partido hayan comparado a los obispos con los ayatolás. Ya quisieran en esos países haber tenido las consecuencias culturales y las libertades a las que tanto ha contribuido la Iglesia católica. En este momento no es fácil ser católica y socialista aunque hay muchos católicos en el PSOE. Algunos de ellos me dicen: «Gotzone, ¿que hacemos?» Es una respuesta difícil.

-Con una Constitución que proclama la aconfesionalidad del Estado, ¿cómo debe ser tratada la Iglesia?
-Se debe, ante todo, reconocer la libertad religiosa que, no sólo es un derecho humano, sino en el caso de España forma parte de nuestra configuración cultural. Así lo entienden países como Reino Unido, Suecia, Dinamarca o Italia, porque conceptos como el de persona, o instituciones como la Universidad no existirían ni se comprenderían sin la Iglesia Católica, al menos de la manera que los conocemos.

-¿Por qué se empeña la izquierda en una educación pública y laica?
-Quizá en algún momento, por la contraposición izquierda-derecha y religión pudo tener algún sentido, pero hoy proclamar que la enseñanza sea únicamente laica es participar de la concepción del pensamiento único. Si en la izquierda reconocemos distintos modelos antropológicos, tenemos que reconocer modelos distintos en educación. Si se ponen impedimentos a la libertad de elección de centro, el sistema se puede acabar convirtiendo en una forma de control de la formación de las personas al arbitrio del partido que esté en el poder. Urge un pacto entre todos en este tema, que ahonde en la libertad de pensamiento y de educación.

-¿Se enmarca en este contexto la polémica por la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía?
-Algunos han dicho que la Iglesia quería tutelar desde la fe a los españoles. Que yo sepa el proyecto católico no se impone a nadie, es para los católicos y para aquellos que libremente quieran optar por él. Sin embargo, Educación para la ciudadanía si que es tutelar la moral de todos los españoles por decreto ley. Es muy peligroso.

-Su oposición a ETA, le ha hecho muy popular, y ahora, militando en el PSOE, trabaja para un ejecutivo autonómico del PP. ¿Cree que la valoran suficientemente?
-Estamos en Cuaresma, no me tiente que soy una pobre mujer. Las gentes buenas me quieren y siento cada día el amor y la ternura de Dios y de mi familia. En todos los sitios hay dificultades, pero en este momento mi deber como católica, responsable política, pero sobre todo madre, esposa e hija, es decir que no se puede votar a José Luis Rodríguez Zapatero, no sólo porque no se llega a final de mes, o porque se ha dejado que el terrorismo tenga ventaja. La gente buena de los distintos lugares de España no se fía de quien falta a la verdad, queriendo provocar tensión y drama para que a él le vaya bien. ¿Quién quiere tener un presidente así? Yo no.

-¿Qué le parece la elección de Rouco al frente del Episcopado?
-En tiempos difíciles hacen falta referentes claros. El cardenal Rouco ha transformado muy positivamente la diócesis de Madrid. Los católicos, a nivel nacional e internacional, miran hacia él. Su palabra es de identidad clara, aliento y esperanza.

viernes, 7 de marzo de 2008

Giuliano Ferrara en Madrid

Discurso de Giuliano Ferrara en la Universidad CEU San Pablo, Madrid, 5 de marzo 03 de 2008, con motivo de la presentación en España de la petición a la ONU de una moratoria del aborto.

Queridos amigos, señoras y señores,

Hace muchos años se decidió en Occidente que ninguna mujer podía ser legalmente obligada a dar a luz y que ninguna debería ser encarcelada por haber abortado. Fue una solución obligada y digna que hoy no sería ni justo ni posible anular y que se tomó para combatir el aborto ilegal. Sin embargo, desde entonces hasta hoy, el planeta ha sido golpeado con más de mil millones de abortos y una capa de desesperación ha calado en la humanidad. Los abortos se siguen practicando con una media de 50 millones al año. Ningún anticonceptivo ha limitado el número de abortos por la sencilla razón de que el aborto quirúrgico y farmacológico se ha convertido en el anticonceptivo más utilizado. Nuestro planeta ha envejecido precozmente y la vida ha sido maltratada y deshumanizada. De un tiempo a esta parte, el aborto también se ha trasladado desde el seno materno al tubo de fertilización artificial. Y se ha ido haciendo cada vez más selectivo, genéticamente despótico y es la nueva esclavitud a través de la cual una cultura fuerte y dominante, orgullosa de su pacto faustiano con el cientifismo, actúa sobre los seres humanos más débiles. Decide sobre la piel de las mujeres y de los niños en un naufragio universal en el cual ya nadie tiene la valentía de pronunciar el grito de la salvación que siempre ha sido el orgullo de navegantes y socorristas: ¡Primero las mujeres y los niños!

Esta cultura de radical descristianización actúa de manera similar al Monte Taigeto que domina Esparta: se declaran anticuadas la atención de los pacientes, la aceptación de los distintos, y en cambio, fue considerada moderna la aniquilación de la vida no digna de ser vivida: no es digna de ser vivida la vida de millones de niñas en Asia, víctimas de políticas antinatalistas basadas en la exclusión sexista de quien se considera como una carga para la linealidad del eje hereditario o para el trabajo agrícola. No es digna de ser vivida una vida de los niños que padecen síndromes con los cuales se puede llevar una vida ordinaria o extraordinaria en búsqueda de la felicidad y del reconocimiento de una naturaleza humana común. Hace dos semanas, en un hospital de Nápoles fue eliminado, en condiciones infernales, un bebé de 21 semanas con síndrome de Klinefelter, una anomalía cromosómica que afecta a uno de cada 500, que se cura con métodos clásicos y llevando vida normal. Ni un solo periódico o telediario lo ha destacado. A los desechos urbanos que preocupan a la población italiana cuando montañas de basura se acumulan en las calles de una ciudad, se ha sumado, en la indiferencia general, otro desecho humano al que se le considera incluso indigno de sepultura.

En Italia, se ha llegado a la locura de debatir si se deben o no acoger y curar a los neonatos vivos que son el fruto de abortos terapéuticos en la vigésimo segunda o vigésimo tercera semana de gestación. A nuestra ministra de Sanidad, una católica que abdicó de su cultura y sensibilidad en aras de la ideología, le parece una “crueldad” que estos niños reciban atención médica sin antes pedir permiso a los padres. La lógica del aborto fácil, que la píldora RU 486 está destinada a reactivar, entregando a la antigua soledad femenina la práctica abortiva, persigue a su presa, el bambino “nasciturus”, hasta en el aire que todos respiramos, hasta dentro del mundo en el cual todos deberían ser titulares de la libertad de vivir.Una cultura mortífera -de la que todos somos más o menos cómplices- condena a la mujer a una lógica de miedo y rechazo violento y antinatural de la maternidad, a la ignorancia, a acostumbrarse al desamor y la infelicidad. Esta cultura despacha como derecho de autodeterminación y como libertad o soberanía procreativa la tendencia nihilista de disponer de la libertad de los demás a nacer, se ensaña con el cuerpo femenino imponiendo como modelo social libertario el acto más contrario a las más elementales consideraciones de humanidad y de piedad que todos los seres racionales, sean o no creyentes, comparten en el fondo del alma y en su propia conciencia: las mujeres y los bebés que están por nacer padecen el engaño y la práctica del homicidio perfecto.

Un poder ideológico históricamente masculino lleva a la negación total del futuro para las criaturas humanas concebidas por amor y arrancadas con violencia y dolor del refugio natural en el que habían recibido la promesa sagrada de la vida y del amor. Todo esto ocurre en la más absoluta indiferencia moral y filosófica y solo la Iglesia Católica y otras confesiones cristianas alzan la voz sin escuchar contra la costumbre de la muerte y su miserable significado de esclavitud y demencia civil.

El pasado 6 de enero, en su discurso al Cuerpo Diplomático, Benedicto XVI pidió reabrir el debate sobre el valor sagrado de la vida después de que una votación de Naciones Unidas pidiera la suspensión, la moratoria, de las ejecuciones legales en el mundo. Cuando era teólogo y cardenal, el Papa advirtió al planeta afirmando que con esta elección de “curar” la vida negándola “declaramos como herejes al amor y al buen humor”. En efecto, ¿cómo podemos alegrarnos de un gesto humanitario como la moratoria sobre la pena de muerte si no somos capaces de favorecer una moratoria sobre el aborto?

El Secretario de las Naciones Unidas ha declarado recientemente que las mujeres son objeto de violencia y la exclusión en el mundo, y que en muchos países "no tienen ni siquiera el derecho a la vida" y ha considerado “un flagelo” esta práctica criminal. Un gran jurista italiano, el fallecido Norberto Bobbio, liberal socialista, prototipo de intelectual laico, dijo en 1981 que, de todos los derechos, "el derecho a nacer debe ser defendido con intransigencia”, por la misma razón por la que se opuso a la pena de muerte. Un gran y añorado poeta italiano, Pier Paolo Pasolini, marxista y católico, dijo recordar su propia vitalidad de niño nasciturus, de sentir físicamente en su cuerpo la señal de una vida iniciada en el seno de su madre y definió como homicidio cualquier tipo de aborto.

Pero estas afirmaciones, estos sentimientos, estos pensamientos que unen a la esperanza con el voto de los creyentes y no creyentes han sido archivadas por el pensamiento dominante. Estas certezas y evidencias de la mente y del corazón son frecuentemente vilipendiadas como expresiones del oscurantismo liberal por la comunidad tecnocientífica, por los gurús en bata blanca que teorizan el derecho a morir y apoyan incluso la eutanasia según las reglas del protocolo holandés de Groningen. Ideólogos de buena fe, fanatizados por la presunción de estar en lo justo y de trabajar a favor del progreso de la historia, se arrogan el derecho de definir con pretensiones científicas los límites de la libertad de existir. Qué más da que en las salas de concierto se pueda escuchar la música divinamente orquestada por un director con la espina bífida, los que tienen la espina bífida han de morir por decisión legal. Estos gurús posmodernos quieren entrar en los Parlamentos, como ocurre hoy en Italia con la candidatura del profesor Umberto Veronesi en la filas del Partido Democrático. Copan las primeras páginas de los periódicos y de las revistas que venden el espejismo de una vida indefectiblemente sana y confortable, predican el derecho de fabricar niños a la carta según deseos y gustos subjetivos, difunden una cultura sanitaria que excluye cualquier salvación y esperanza para los débiles, los anormales y por los indefensos de cualquier tipo. Y todo en nombre de su mismísima felicidad, que la nada conseguiría mejor que la existencia. Y en nombre de la libertad y autodeterminación de las mujeres, cuando, en sus orígenes, el feminismo hacía de la lucha contra el aborto, del cual las mujeres son víctimas, su bandera. Dice San Pablo a los Romanos que “en la esperanza hemos sido salvados”. Y ahora, en la negación de cualquier esperanza, predicada por una medicina convertida en pura técnica que ha traicionado hasta el juramento hipocrático, estamos inevitablemente perdidos.

La batalla contra el aborto y la eugenesia, contra el gesto más antifemenino que uno pueda imaginar y contra el programa de mejora de la raza, es la frontera decisiva de nuestro siglo. No se trata de una contienda ética ni de una disputa sobre los valores morales. La batalla que se libra en torno a la familia, al amor, al matrimonio, al vínculo entre placer unitivo y el don de uno mismo, entre el eros y el ágape, es la gran batalla sobre el futuro de la humanidad, sobre el poder del buen humor y de la paz cristiana contra la lógica de guerra súper “hombrista” y “transhumanista” de la civilización occidental en la hora de su debilidad y de su resignación a la nada.

Nada es más importante en el frente cultural, civil y político. No existe salvación para el encanto de la vida moderna, para la ironía y la alegría en las relaciones personales, para las grandes posibilidades que la ciencia abre a la vida, si esta batalla no se libra con el ruido y fragor necesarios. No existe salvación de nuestro estilo de vida liberal si no se restaura la antigua alianza de vida y libertad, proclamada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Entre la mentalidad abortista y la idea “binladenista” según la cual se debe amar más a la muerte que a la vida hay un sutil pero visible elemento de continuidad. El aborto masculino, moralmente indiferente, condena a las mujeres a la misma sumisión y soledad a las que les condena el natalismo forzado y de la obligación de dar a luz contemplada en la umma islámica. Hemos conquistado, contra el aborto clandestino, la posibilidad de elegir; y venceremos la batalla de civilización solo si conseguimos elegir la vida, a poner a toda mujer en situación de ser libre de no abortar. Esta es la frontera de una modernidad liberada de la esclavitud femenina y de la esclavitud infantil; es capaz de reproducir sin fanatismo y sin cinismo el futuro de nuestro mundo y de nuestro modo de vivir en el respeto absoluto de los inocentes y del descarte de cualquier relativismo y subjetivismo nihilista.

Queridos amigos, tengo mucho respeto por su presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, y no solo porque soy extranjero. Cuando vi a vuestro soberano responder a un dictadorzuelo latinoamericano con la ya famosa frase “¿Por qué no te callas?”, aplaudí ante mi televisión. Sin embargo, las ideas de Zapatero sobre matrimonio y familia, su concepción de lo que es la identidad de género y su filosofía sobre un poder democrático únicamente procesal basado únicamente sobre los números, lo considero como la negación de un racionalismo laico y moderno, como una superstición democrática capaz de promover horrores como la reforma del Código Civil que ha eliminado el concepto de padre y de madre del derecho de familia.

Para los liberales, la igualdad se realiza en el reconocimiento de la diversidad. Son los jacobinos y, luego, los totalitarismos del siglo XX, los que han cortado la cabeza al derecho liberal para traer a la tierra el paraíso de la igualdad como homologación que ha sido de los horrores del siglo pasado.
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domingo, 2 de marzo de 2008

"Una sociedad sin religión es una dictadura"

Entrevista al profesor Andrés Ollero Tassara, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), en el semanario Época.


"El Gobierno está incurriendo en un cierto despotismo ilustrado".

"Cuando se tiene una visión inmanente de la vida, todo acaba reducido a poder".

"Si frente a una ley no cabe objetar, ¿sobre qué cabe hacerlo? ¿Sobre el resultado de la primitiva?".