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martes, 16 de abril de 2024

LA LAICIDAD, INVENTO CRISTIANO

Luigi Ferrajoli
(“Derecho y moral. A propósito del embrión”) no deja de admitir -explícitamente- que la laicidad es invento cristiano: “¿en qué consiste la laicidad del derecho y del Estado? Creo que la mejor definición es la ofrecida por la separación entre el César y Dios, expresada en la frase del Evangelio: Al César lo que es del César a Dios lo que es de Dios”. No era habitual, en efecto, en cualquier otra cultura afirmación semejante por aquellos idus.

Significativo, a la vez, de la consciente laicidad de D’Agostino es su convicción de que la expresión “jurista católico describiría de modo óptimo, mucho mejor que la de católico jurista, a un hombre que no esconde su identidad de creyente”. No en vano, para él, el derecho era una “práctica antropológica y no religiosa”. Estuvo convencido de que “lo justo radica en el bien y que este no tiene un carácter confesional; es siempre y en todo lugar bien humano, que todo hombre tiene el deber, en su relación con cualquier otro, de defender y promover”.

Conviene no olvidar, desde este comienzo, el alcance que el término laico cobra en la cultura italiana, que me llamó poderosamente la atención en mis primeros contactos con ella. D’Agostino resalta las “polémicas ásperas y contingentes que parecen, en ciertos casos, dividir a nuestro país en dos frentes contrapuestos: el de los progresistas, ilustrados, moralizadores, autores de las reformas y de la democracia y el de los conservadores, tradicionalistas, defensores de privilegios, del desgobierno y el oscurantismo cultural”. Sin duda, tal descripción le sonará familiar también a más de un español. 

Buen conocedor de la cultura clásica, añadiría socarronamente que “la pretensión de modernidad de privatizar la experiencia de la fe no es, pese a las apariencias, moderna del todo. Corresponde -al menos en parte- a una típica pretensión del mundo precristiano, para el que el carácter privado de la fe se fundaba en un principio bien preciso: los dioses no tenían interés alguno por nuestro mundo”. 

A la vez duda de la existencia de no creyentes. “La gran alternativa no estaría entre los que creen en Dios y los que no creen, sino entre los que creen en un Dios personal y los que creen en un dios impersonal (como la materia o la historia)” . 

ENTRE LAICIDAD Y LAICISMO 

Ferrajoli se adentrará en la delicada frontera entre la laicidad y el laicismo, apelando a que es en una “neutralidad moral, ideológica o cultural donde reside la laicidad del derecho y del Estado liberal, del mismo modo que es en la exclusión de todo apoyo jurídico o heterónomo donde reside la auténtica ética laica”. Se verá, sin embargo, de inmediato obligado a matizar -a pie de página- que “el principio de la neutralidad no quiere decir en modo alguno que la acción de las instituciones públicas y específicamente de las de gobierno sea, deba, o pueda ser ética y políticamente neutral, es decir, que no exprese, no deba o no pueda expresar, en cuanto, a los resultados alcanzados o las razones que la inspiran, determinadas opciones o concepciones ético-políticas del interés público, lo que sería una tesis carente de sentido”. 

D’Agostino, por el contrario, funda la laicidad “sobre la aceptación confiada del mundo y sus potencialidades por parte del hombre”, aunque la autonomía que de ello deriva “se entiende referida a la esfera eclesiástica, no respecto al orden moral. No cabe por tanto consentir que, en nombre de la laicidad, se neutralice el debate público sobre la identificación y promoción del bien humano y, menos aún, excluir a individuos o asociaciones (en particular a las confesiones religiosas) de la participación en tal debate”. A su juicio, el “mal entendimiento del principio de laicidad merece ser calificado de laicismo”. 

LAICIDAD Y VERDAD 

Puesto a profundizar, Ferrajoli plantea una conexión entre laicidad y teoría del conocimiento, girando en torno a un dilema entre lo que él -o su traductor- identifica como “cognoscitivismo” -que quizá podría podarse un poco y dejarlo en cognitivismo- al que considera abocado a convertirse en dogmatismo, y un anticognitivismo, que nos llevaría a la tolerancia. A su juicio, “la posición laica excluye que la verdad o falsedad pueda predicarse de los valores”, marcando, precisamente, distancia con el maestro de D’Agostino, al recordar que Sergio Cotta “proponía una ética basada en la verdad y llena de verdad” . Mientras, él apelará a Scarpelli , muy en la línea del "Contra la ética de la verdad" de Zagrebelsky

Actitud similar fue asumida en España por Peces Barba, al que la expresión “la verdad os hará libres” producía una alergia especial, que le llevaba a sustituirla por la de “la libertad os hará verdaderos”; utilizada quizá -en términos retóricos- por su maestro Ruiz Giménez. A propósito de ello solía yo preguntarle -en nuestros cordiales encuentros en el rectorado de la Carlos III- si la interdicción constitucional de la arbitrariedad, no rechazaba precisamente una libertad incompatible con la verdad. 

D’Agostino, por el contrario, resalta que la vinculación al logos lleva consigo una hondura antropológica, que enlaza derecho y verdad y nos adentra en el campo de la razón práctica. Hace suya la afirmación de que el “empeño por la verdad es el alma de la justicia. Quien está empeñado por la verdad tiene que rechazar la ley del más fuerte”. A su juicio, en la efectiva superación –y no mera remoción- de la escisión, típicamente moderna, entre derecho y verdad, es en lo que se juega en estos años el destino del pensamiento postmoderno. Por eso, para él, el derecho es laico, como es laica cualquier forma de la praxis constituida a través del recto uso de la razón, no a través de una referencia inmediata, prerracional o preconsciente a la palabra de Dios . 

A VUELTAS CON EL DERECHO NATURAL 

Coherente con sus planteamientos, Ferrajoli rechazaba “la pretensión iusnaturalista de la imposición jurídica de una determinada moral, religión o ideología, como fuentes exclusivas y exhaustivas del derecho justo”. D’Agostino, por su parte, por lo que llamamos derecho positivo no entiende un ordenamiento normativo separado y subordinado a un hipotético ordenamiento normativo natural, sino como la determinación histórico-contingente del principio natural de la juridicidad. Considera pues que “la actividad del jurista-intérprete será interpretativa, en la medida en que proponga la antecedencia del ius respecto a la lex, del derecho respecto a la ley positiva. Pero ese derecho, que antecede a la ley, es un derecho que no puede formularse positivamente, es un derecho no escrito, es -brevemente- el derecho natural, que confía precisamente a los intérpretes la defensa de sus exigencias

Para él, el -quizá modesto- “cometido del iusnaturalismo es lograr que el derecho sea siempre puesto frente al tribunal de la razón humana, y que ninguna dinámica histórica -fundada, por ejemplo, en tradiciones ancestrales - pueda nunca justificar la humillación de la razón”. Lo considera un logro esencial de la conciencia occidental. No lo entiende pues como un supercódigo, sino que radica en las mismas normas del derecho positivo, que -en su ausencia- quedarían privadas de sentido y perderían con facilidad su obligatoriedad social . 

De ahí que acabe sugiriendo que “esta época posmoderna esté, en consecuencia, necesitada de una nueva reflexión sobre el derecho, a la vez post-iusnaturalista y post-positivista . Sugiere que puede haber acabado generando un cansancio excesivo esta polémica, que considera hoy prácticamente abandonada por parte de los iusnaturalistas; (quizá) por la dificultad teórica de encontrar al derecho natural un fundamento adecuado; y, por parte de los positivistas, por la dificultad ética de hacer pesar únicamente sobre el derecho positivo todo el complejo mundo de valores que afectan al derecho. 

LAICIDAD Y DEMOCRACIA 

El reto final de la laicidad consistirá en descifrar si la democracia exige partir de una ética sin verdad o cabría una democracia basada en la argumentación de lo que cada cual considere más cercano a ella

Ferrajoli plantea un neto dilema: “Si la ética es verdad, se entenderá que equivalga a un sistema de preceptos heterónomos y que pretenda traducirse en normas de derecho. Al contrario, si la ética es sin verdad y con fundamento en la autonomía individual, es claro que el derecho, en cuanto sistema de normas válidas para todos debe secularizarse como convención, pacto de convivencia, capaz de garantizar a todos, cualesquiera que sean los valores profesados por cada uno, renunciando a invadir el terreno de la conciencia y limitándose a garantizar la convivencia pacífica y los derechos de todos, a comenzar por su libertad de conciencia. Por eso resulta incompatible con un ordenamiento liberal la pretensión de la Iglesia y de la religión de autoproponerse como depositarias de la verdad, y por ello de un derecho ‘natural’ basado en la ética religiosa, en cuanto a su vez basada en la verdad”. 

D’Agostino detecta en este dilema que “la alergia del laicismo a la Iglesia sería fruto de su fatiga ante los creyentes, por lo que considera una desconcertante paradoja: la Iglesia pretende estar en la historia, teniendo una raíz que la trasciende”. Él, sin embargo, considera -en una línea, por lo demás compartida por el alemán Habermas y el norteamericano Rawls- que “la animación religiosa es esencial para la democracia. Se equivoca -bien lo sabía Tocqueville- el que defiende, en nombre de un malentendido laicismo, que tal animación deba ser maginada o incluso sofocada: debe, por el contrario, ser aceptada e incluso favorecida, naturalmente en un pleno contexto de libertad”. Recurre incluso a lo que considera una constatación social: “el hecho de que preguntas básicas en la defensa de lo humano se vayan convirtiendo en empeño casi exclusivo de los cristianos debería constituir para los laicos una ocasión, si no de conversión, al menos de un radical y honesto replanteamiento de sus propias visiones del mundo. 

Personalmente, considero que el problema del laicismo deriva de que convierte lo político en criterio último de su enjuiciamiento. De ahí que la sociológica autoridad moral de la Iglesia la interprete como poder sin más; un poder que no ha pasado por las urnas. Para D’Agostino esto implicaría enquistarse en un retroceso, porque, “una vez demostrado que el fin último del hombre es más que político y que la vida humana tiene una excedencia respecto a la situación social en la que está enclavada, de ello derivaba fácilmente la reivindicación a cargo de la misma de una nueva dignidad, que la antigüedad no había conocido”  y ahora se estaría rechazando. 

Más de una vez he pensado que tal situación, en  España, no es tanto fruto de un empeño laicista con apoyo del poder -que en más de un momento no ha faltado- sino, sobre todo, de un laicismo autoasumido por no pocos católicos, al no encontrar respuesta al pintoresco tópico de que no cabe imponer las propias convicciones a los demás; cuando la democracia sirve de escenario para dictaminar cuáles habrá que imponer, si no se prefiere quedar en manos de los que -solo en teoría- no tendrían ninguna. 

D’Agostino se vale de la experiencia italiana, para describir las etapas de este proceso. “el cristiano sufre evidentes apuros. Corre el riesgo, a causa de su constante invocación al primado de la verdad, de verse asimilado a un movimiento fundamentalista”. “La lejanía material de cristianismo y fundamentalismo no excluye que uno y otro puedan reencontrarse en una preocupante vecindad formal”. “Dado que la asimilación al fundamentalismo es indebida y desagradable, los cristianos ceden frecuentemente a la tentación de transformarse -en contra de sus mejores intenciones- en pálidos, atrasados y un tanto pasivos apologistas de la democracia procedimental; aportando así agua a molino ajeno, sin recibir a cambio simpatías ni agradecimientos”. “No parecen ser pocos los cristianos convencidos de que el imperio planetario del modelo democrático hubiera de una vez por todas convertido en superfluo su empeño social como cristianos, ‘laicizando’ [en el peor sentido] así definitivamente la política”. 

No duda en suscribir que “la democracia es hoy universalmente considerada como la única forma de gobierno naturalmente justificable”. Descubre, sin embargo, en ello una paradoja, pues -a su juicio- “ninguna época como la nuestra ha erosionado tanto la idea de que existan valores o principios que se presentan como naturales, objetivamente compartidos por todos los hombres, independientemente de las relevantes diferencias en el plano religioso, político o cultural”. 
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Fragmentos de Andrés Ollero Tassara, LA LAICIDAD EN EL DIFÍCIL DIÁLOGO FILOSÓFICO-JURÍDICO ITALIANO. Ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Foto: atarifa CC


miércoles, 3 de febrero de 2021

Notas sobre la verdad

Notas tomadas de la ponencia de Pablo Pérez, Decano de la Facultad de Educación de la Universidad de Piura, titulada «Amor a la verdad», durante un congreso sobre la figura de San Josemaría Escrivá.


La verdad va más allá de la corta capacidad de nuestra inteligencia.
No podemos reducirla a lo que entendemos. El corazón y la inteligencia se hacen grandes mediante la apertura, no mediante la afirmación personal. Y cuando en lugar de mirar la realidad con los ojos turbios de nuestras pasiones e intereses inmediatos (o con los de la razón instrumental, que solo cree en los datos materiales y "verdades" científicas) lo hacemos con los ojos clarificados de la búsqueda sincera de lo que es auténtico, verdadero, justo y humanizador, tanto nuestro propio mundo como nuestro entorno inmediato se dilata, mostrando dimensiones escondidas. 

El hombre moderno piensa que su tarea en el mundo, para ser libre, ha de ser informe. Le molesta recibir el sentido de su tarea desde fuera, haber nacido para algo, y no para lo que se le ocurra en cualquier esquina. De esto dice nuestro santo: «Algunos no oyen, no desean oír, más que las palabras que llevan en su cabeza. Y prefieren seguir en su suerte, fuera del Paraíso, antes de volver a su interior aceptando ese árbol* intocable que es la Voluntad de Dios». 

En los primeros pasos de la filosofía en Grecia, cuando la inteligencia humana, admirablemente preclara en algunos hombres de aquella época, supo rectificar algunas creencias religiosas fuera de toda razón, la mente humana pudo dar alguna luz a aspiraciones de los hombres encerradas hasta entonces en unos mitos religiosos que habían sosegado parcialmente sus corazones. 

El hombre moderno quiso repetir la historia, volviendo de nuevo a la Edad Antigua, al pretender sustituir la fe por la filosofía, primero, y después por la ciencia experimental y la técnica**.  Orgulloso de su inteligencia, quiso dar por sentado que estaba de nuevo ante mitos, así quiso considerar a toda la tradición cristiana. Opuso así revelación y ciencia, contrarios imposibles de aceptar, pues la revelación, si es tal, no admite oposición en la ciencia; y la ciencia, si es verdad, no podrá desmentirla. 

Esta oposición sólo puede mantenerse con la negación de toda posibilidad de revelación, es decir, transformándola, como en aquel mundo antiguo, en mera mitología, en creaciones humanas que consuelen y den pseudo sentido a lo que la ciencia no puede responder. Aunque no pocas veces esas creaciones humanas se transforman en supersticiones ridículas. 

La ciencia positiva sustituye a las certezas provenientes de tradiciones compartidas, o de la fe, pero desde el siglo XX ya se han abandonado las certezas modernas, la creencia en el mito del progreso, y el corazón se encuentra sin verdad, y para calmar el sentimiento, el hombre acude a su imaginación, a diversos modos de placer sin otro sentido que el bienestar que producen. Las múltiples formas de mitologías pseudo-religiosas que ha inventado el mundo moderno, son búsqueda de remedios para un corazón sediento, para un sentimiento que busca expresarse. No estamos ante la esperanza de lo amado, sino en el consumo de la droga que calma la inquietud. La consecuencia es una persecución desesperada tras fantasmas, que mantiene al hombre sin rumbo y constantemente activo.
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* Nota: se trata, evidentemente, del Árbol de la ciencia del bien y del mal
** Nota: el autor no niega la separación entre razón y fe, más bien pone en cuestión que aquella sustituya, englobe a esta.
Foto: Nevada sobre el Santuario de Torreciudad, Huesca, España.

lunes, 3 de julio de 2017

EL VALOR DE LO OPINABLE Y SU RELACIÓN CON LO VERDADERO

Un año más, me corresponde exponer en varias reuniones de profesionales de los más diversos órdenes una cuestión de fondo, en este caso, el valor de lo opinable y su relación con la verdad.

Me he basado para la primera exposición en un guion del profesor y filósofo Alfredo Cruz; aunque es de esperar que la charla varíe en las cinco exposiciones que se avecinan, enriquecida o simplemente ajustada por la experiencia. Estas son las ideas en este momento.

Se suele calificar de "opinable" aquello cuyo conocimiento carece de certeza.

Se entiende por certeza el conocimiento de las materias que son objeto de la ciencia exacta o de un argumento de autoridad (Revelación divina, por ejemplo).

En principio, esto es perfectamente sostenible.

El problema radica en que, con frecuencia, la carencia de certeza se toma como equivalente a la carencia de verdad.

Se piensa que un conocimiento en el que no es posible alcanzar una completa certeza es un conocimiento en el que tampoco cabe, propiamente hablando, verdad o falsedad, es decir, que se trata de una idea o concepción mental que no puede ser calificada como verdadera o como falsa en sentido estricto .

Se llega así a pensar que lo opinable es aquello sobre lo cual las ideas, juicios o valoraciones que se puedan tener son completamente subjetivas, injustificables racionalmente y, por lo tanto, equivalentes a cualquiera otras.

Declarar que un asunto es opinable acaba significando que toda postura sobre ello es equivalente, que, en consecuencia, saber o no saber sobre dicho asunto no afecta significativamente a la posibilidad de juzgar sobre él, y que, en el fondo, todo juicio sobre tal asunto no es más que una postura emotiva o interesada. Recordemos la famosa frase de Pablo Iglesias (el de Podemos) de que si hubiera que saber de lo que se habla, no podría hablarse de casi nada.

"Opinable" se convierte en una categoría que, aplicada a una cuestión, sirve para legitimar la superficialidad, la pereza intelectual y la renuncia a la argumentación sobre todo lo referente a esa cuestión.

Desde este planteamiento, se puede terminar concibiendo la libertad y la verdad como antagónicas, pues, en cierto sentido, lo opinable se presenta como el campo para la libre determinación del sujeto, para el posicionamiento original y autónomo de la propia mente, mientras que lo verdadero, lo racional aparece como un límite que se impone desde fuera a la libre subjetividad, "sometiéndola" a una medida uniforme y universal. La verdad se hace externa y antipática, a la par que el ejercicio de la libertad se hace gratuito y trivial. Hace unos años se hizo famosa la controversia a este respecto entre el profesor Gregorio Peces-Barba y el banquero Rafael Termes en las "terceras" de ABC. Peces-Barba publicó una "tercera" bajo el título "La libertad os hará verdaderos". Termes replicó con otra titulada con la cita evangélica "La verdad os hará libres". En ambas frases están contenidas dos concepciones verdaderamente antagónicas del hombre y de la sociedad, protagonistas del actual combate cultural, social y político del alma occidental.

Se produce así esa llamativa combinación -tan extendida en la actualidad- de superficialidad y despreocupación en lo opinable, y afán obsesivo de rigor en lo científico. Subjetivismo y cientifismo conviven sin aparente dificultad en nuestra cultura. En buena medida, esta combinación es deudora del racionalismo moderno y, más exactamente, del fracaso del proyecto racionalista.

El racionalismo aspiró a convertir en ciencia exacta y deductiva, en conocimiento "more geometrico" todos los saberes sobre el hombre: la moral, la política, el derecho, la economía ... Al igual que el conocimiento sobre la Naturaleza, el conocimiento de lo propiamente humano tenía que adoptar el paradigma de la ciencia matemática para elevarse a la condición de auténtica ciencia, que era lo mismo que decir a la condición de auténtico conocimiento. Se pretendía que el grado de certeza en los asuntos humanos fuera el mismo que el que cabe en los fenómenos físicos. Para el racionalismo, no hay más razón que la razón matemática y, por ello, todo lo que no es conclusión apodíctica es mera conjetura.

Pero el proyecto racionalista fracasó, como era inevitable. Por su riqueza, complejidad y profundidad, la realidad humana no es sometible ni a la cuantificación ni a la racionalidad lógico­ deductiva. Cuanto más propiamente humano es algo, y cuanto más es considerado en su integridad, menos cabe ciencia exacta sobre ello.

Sin embargo, este fracaso no ha llevado a una suficiente revisión del concepto de razón que el racionalismo sostenía. Este concepto reduccionista de razón ha pervivido ampliamente, y lo que, en muchos ámbitos de nuestra cultura, se ha seguido del fracaso racionalista no ha sido otra cosa que un resignado escepticismo que niega la posibilidad de verdad en todo lo que no es susceptible de conocimiento estrictamente científico. Lo que queda fuera del alcance de la ciencia -de una ciencia respetada y venerada casi hasta la idolatría- no es más que sentimiento y preferencia subjetiva.

La cultura afectada por el racionalismo ha olvidado la distinción que el pensamiento clásico establecía entre ciencia (episteme) y opinión (doxa), y la acertada advertencia de Aristóteles, de que no es propio de hombres razonables buscar el mismo grado de certeza en todos los asuntos. Para Aristóteles y para buena parte del pensamiento medieval, hay materias sobre las que cabe ciencia, conocimiento estrictamente lógico y demostrativo, y hay materias sobre las que sólo cabe un tipo de conocimiento que no es lógico-deductivo, sino dialéctico o retórico. En ambos casos hay conocimiento y, por tanto, verdad, pero en el primero, la verdad es objeto de estricta demostración, mientras que en el segundo es objeto de argumentación o de persuasión. Esto es así porque, en este segundo caso, las premisas del razonamiento no son necesarias, es decir, siempre o generalmente pueden ser otras, y el razonamiento depende de la selección de premisas que se haga. Esta selección puede ser, ciertamente, mejor o peor, pero nunca llega a ser unívoca o inapelable. En el campo de lo opinable, lo verdadero no es lo que un solo razonamiento lineal concluye apodícticamente, sino aquello en lo que converge una pluralidad de argumentos que, sin ser concluyentes por sí mismos ninguno de ellos, son los mejores argumentos formulables a partir de las mejores premisas. (Convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo).

Para que la diferencia entre lo científico (o lo dogmático) y lo opinable no conduzca al subjetivismo y a la frivolidad en lo segundo, es preciso superar el reduccionismo racionalista y volver a reconocer la posibilidad y el valor de una razón no demostrativa y de una verdad no demostrable . Este es un punto en el que, frente al simplismo del planteamiento moderno, destaca la sabiduría de los clásicos. La razón tiene también competencia en el campo de lo opinable, en el ámbito de las cuestiones sobre las que no cabe demostración, que es en realidad un ámbito mucho más extenso que el ámbito de lo científico. Dentro de lo opinable es posible saber más o saber menos, tener razones mejores o peores, y estas diferencias son de decisiva relevancia.

Que el conocimiento que se pueda alcanzar sobre una materia sea sólo opinión, y no ciencia, no significa que cualquier opinión que se tenga valga lo mismo que cualquier otra y que lo único importante sea que la opinión que se tenga sea verdaderamente propia. La opinión no es mero capricho de la subjetividad, y cada opinión vale lo que valen las razones que la sostienen; por esto, lo más razonable es que un mismo sujeto no esté en condiciones de opinar -de tener opinión- sobre cualquier asunto. Sentirse en la obligación de opinar sobre cualquier materia, o en condiciones de tener opinión acerca de todas las cuestiones, es reflejo de un concepto subjetivista de la opinión, cuando no simple manifestación de vanidad (o estupidez. Visitando la Universidad de Navarra, preguntaron al cardenal Ratzinger sobre cierta cuestión, a lo que respondió: no puedo decirle nada, no he pensado suficientemente sobre esto).

Respecto de lo opinable, lo importante es alcanzar la opinión mejor fundada, la opinión que cuente a su favor con razones más fuertes y menos vulnerables que las razones que se podrían presentar en contra . El valor de toda opinión es el valor de los argumentos que es posible aducir en su favor. Se echan en falta controversias como las que llenaban teatros en Inglaterra entre Hilaire Belloc y H.G. Wells, Bernard Shaw y G.K. Chesterton, o la más reciente entre Ratzinger y Habermas, recogida en el libro Dialéctica de la secularización).

“Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido.” (Jesús de Nazaret II.- Benedicto XVI).



jueves, 21 de agosto de 2008

¿Qué es la verdad?

Una mala persona puede expresar una verdad moral, pero no puede conocerla por sí misma

Por Ignacio Sánchez-Cámara, en La Gazeta de los Negocios, el 9.IV.2007

Lo cuenta el Evangelio de San Juan. Jesús, ante Pilato, afirma que su Reino no es de este mundo. El pretor le dice: «Entonces, ¿tú eres Rey?» Y Jesús responde: «Sí; soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Y, entonces, Pilato pregunta: «¿Qué es la verdad?» Pero no espera la respuesta. En otro momento de su vida, Jesús había afirmado que Él era la Verdad. Por lo tanto, no que la conociera o anunciara, o que sólo diera testimonio de ella, sino que la era. «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Si esto es cierto, entonces, Pilato tenía ante sí la respuesta a su pregunta. Y la Verdad, sólo unas horas después, colgaba en una cruz.

En realidad, no hay pregunta más urgente y radical que la que hace Pilato, el buen escéptico, bastante cobarde, que no encontraba mal alguno en el hombre cuya condena le pedían y al que acabó por entregar. El hombre no puede vivir sin la verdad. Es, en este sentido, el «animal verdadero». O se está en la verdad (¡qué profundo sentido encierra esta expresión: «estar en la verdad»!; la verdad no se tiene o posee, sino que es ella la que nos tiene y sostiene), o se cree estar en ella, o se la busca. No hay más alternativas. Y la verdad, como nos enseña la filosofía, no es sino el Ser y su sentido. No hay verdad sin aclaración del sentido y finalidad de la vida humana.

Todo lo grande que el hombre emprende es una exigencia de la verdad o de su búsqueda: el arte, la ciencia, la filosofía y la religión. También el arte (el verdadero y sublime, no sus sucedáneos, como la artesanía del entretenimiento) tiene como tarea la verdad de la vida, es decir, la vida verdadera. Y la ciencia busca las verdades de su propio ámbito mundano y con arreglo a sus métodos propios. Y la filosofía persigue la verdad absoluta a través de la razón. Y la religión, las verdades sobrenaturales reveladas. Y todas ellas son compatibles porque las verdades no pueden contradecirse ni ser incompatibles entre sí. El error procede más bien de que cada una de ellas pretenda negar la validez de los otros ámbitos de verdad. Pero, en su más profundo y radical sentido, la Verdad es el Ser.

Nada es tan absurdo como esa extraña pretensión de que la verdad somete o esclaviza al hombre arrebatándole su libertad. Lo que destruye la libertad es el error. ¿Es que somos acaso menos libres cuando tomamos una decisión en función de elementos verdaderos que cuando lo hacemos bajo presupuestos falsos? En realidad, muchos defensores del escepticismo y del relativismo lo son en gran medida por soberbia o resentimiento. No pueden soportar que haya una verdad por encima del criterio humano. Como si sólo pudiera ser libre un ser que determinara arbitrariamente el contenido de la verdad. Como si la ignorancia y el error pudieran ser liberadores.

La verdad, la más profunda y radical, es sencilla. Está siempre a la mano. Lo extraño es que los hombres le vuelvan la espalda con tanta frecuencia. Acaso la explicación sea también sencilla. En realidad, la verdad no es ajena a la forma de vida. Las verdades inferiores, las que afectan a escalas más bajas de la jerarquía de los asuntos, son asequibles casi para cualquiera por igual. Pero las verdades más elevadas sólo pueden ser conocidas directa y plenamente por quienes viven una vida elevada. Hay verdades a las que sólo es posible llegar a través de una vida buena. Se suprime así o, al menos, se atenúa la paradoja que muchos perciben entre la alta calidad de algunas obras humanas y la ínfima de las vidas de quienes las crearon. Un hombre mediocre o inmoral puede descubrir una verdad científica, o crear una obra artística excelente, o idear una certera tesis filosófica. Con frecuencia, nos perturba la baja calidad moral de algunos grandes pensadores y artistas. No es necesario citar casos. En realidad, esas grandes obras nunca son la consecuencia de los errores de sus autores, sino más bien algo así como pepitas de oro entre el fango. Por lo demás, las bondades de sus obras pertenecen siempre a ámbitos ajenos a aquel en el que manifiestan sus miserias. O las obras no son tan sublimes, o sus creadores no son tan mezquinos. Una mala persona puede enunciar o expresar una gran verdad moral, pero no puede descubrirla o llegar a conocerla por sí misma. Sólo mediante la forma de vida correcta se revelan las verdades morales, y sólo quienes viven la vida del espíritu pueden llegar a conocer y descubrir las verdades espirituales. Ninguna obra puede ser superior a su creador. Nadie puede dar lo que no tiene. Hay verdades que sólo pueden ser descubiertas mediante la vivencia de la vida verdadera. Esta es acaso la razón por la que la expresión de las verdades resulta, en general, incomprendida por la mayoría de los hombres actuales. Todo el problema consiste en acertar con el destinatario de la eterna pregunta: ¿qué es la verdad?

viernes, 22 de febrero de 2008

Los derechos de lo invisible

Por Ignacio Sánchez Cámara, 8 de junio de 2007

Parece que sólo están invitados a participar en los debates morales quienes previamente renuncien a la posibilidad de tener razón.

Los debates morales contemporáneos parecen entablarse con la, acaso impremeditada, intención de alfombrar el paso al error. En ocasiones, parece que sólo están invitados a participar en ellos quienes previamente renuncien a la posibilidad de tener razón.

Sólo son admitidos quienes renuncian a tenerla (al menos, hasta que se decida por mayoría). Se trataría así de decidir cuál es el error dominante o mayoritario. Las reglas de juego generalmente aceptadas representan el triunfo de uno de los participantes en los debates: una mezcla de consecuencialismo, emotivismo y relativismo.

La pretensión de verdad es estigmatizada como signo perverso de dogmatismo e intolerancia.

Por este camino, quienes se opusieron a la esclavitud deberían haber tolerado la moral particular de los negreros. Un médico que prescribe un tratamiento correcto no es intolerante; sólo lo es si obliga al paciente a tratarse por la fuerza. La tolerancia no se nutre del error, sino del respeto a quien se equivoca.

El caso de los debates bioéticos resulta especialmente penoso. Las cuestiones más acuciantes para la dignidad de la persona y el valor de la vida se debaten entre la ciencia y la política. Pero la ciencia no puede proporcionar ninguna solución moral, sino sólo los términos del problema.

La ciencia y la técnica suministran el problema; nunca la solución.

La política, si se trata de una democracia, puede consagrar la solución preferida por la mayoría, pero no la preferible en sí misma.

El sufragio universal no dirime cuestiones de verdad, bondad o belleza.

La filosofía moral queda convertida en silente convidada de piedra al festín de la ¿bioética?

Sólo el científico, el político o el votante tienen la palabra. La verdad moral no existe. No es extraño que vayamos un tanto a la deriva (por no hablar de absoluto y letal naufragio).

La reciente Ley Española de Investigación Biomédica consagra la indignidad del embrión, de la vida humana en su primera etapa; es decir, de aquello que fuimos todos un día. Al final, clonar seres humanos no estará mal en sí mismo; todo dependerá del fin. El fin de la curación justifica el medio de la eliminación de embriones. El fin de la fecundación "in vitro" justifica el medio de la destrucción de los embriones sobrantes o su utilización como mercancía.

Ya se anuncia la venta de un "nuevo" anticonceptivo que impide la menstruación. Toda una revolución hormonal. La naturaleza es vuelta del revés, a la vez que se le rinde un tributo reverencial. Pero si damos la espalda a la naturaleza, ella terminará por volvernos la espalda.

No estamos ante un enfrentamiento entre creyentes y ateos, o entre cristianos y quienes no lo son. Hay, sin duda, un ideal cristiano de vida, cuyo modelo es Jesús de Nazaret, pero no hay algo así como una bioética (o una ética) cristiana, sino un orden moral universal que debe ser debatido y descubierto (pero no arbitrariamente creado) a través de la razón.

El diálogo es entonces un método (no el único) para el descubrimiento y discernimiento de la verdad moral, del que nadie de buena fe debe ser excluido, pero no para su arbitraria determinación por mayoría o por unanimidad.

Omitiremos los nombres para excluir el ensañamiento intelectual. Hay "eminentes" científicos y moralistas, con cátedra en universidades de caducado prestigio, que sostienen, al parecer en serio, que un gran simio tiene más derechos "humanos" que un niño de dos años. O que la vida, esta vez sólo la humana, posee dignidad y merece protección sólo cuando es autoconsciente y puede sufrir en su autoestima. La consecuencia es que los niños de menos de dos años, los enfermos terminales, o incluso quienes duermen, carecen de la protección del derecho a la vida. Incluso hay quien piensa que el durmiente deja de ser la persona que era y al despertar pasa a ser otra distinta. Paradojas del seudoempirismo radical.

La protección del embrión resultará entonces para ellos pura irrisión. Tampoco faltan argumentos falaces, como el que pretende que si el mal ya está hecho en el propio país o en otro vecino, no queda más remedio que perseverar en la senda del mal y del error.

La verdad es que la cosa ya empezó con la aceptación de la fecundación "in vitro" y continuó con la legalización del aborto. Como no cabe, por lo visto, dar marcha atrás, hay que continuar con la huida mortal hacia delante. En este sentido, se argumenta que no cabe oponerse a la clonación terapéutica por la razón de que ya se eliminan embriones en la fecundación "in vitro" o en los abortos provocados.

Por lo demás, lo usual o lo mayoritario no es sinónimo de lo bueno. Vivimos todavía moralmente de los restos de un universalismo que no nos pertenece sino del que somos herederos y depositarios y al que renunciamos. Pero al defenderlo, no nos justificaríamos a nosotros mimos, sino a una presencia y realidad superiores y anteriores. Esclavos de lo visible, ignoramos que, como ha afirmado Robert Spaemann, "entregarse a la realidad, es entregarse a lo invisible". No hacemos aquí sino reivindicar los derechos de lo invisible.

martes, 29 de enero de 2008

Retórica y verdad

Lo más preocupante del engaño de Zapatero es que no ha extrañado a nadie que esté al tanto de las vicisitudes políticas


Alejandro Llano en La Gaceta de los Negocios, el 19 de enero de 2008

ENTRE los derechos humanos básicos se encuentra el derecho a la información. Negar a los ciudadanos la información que se les debe es un contrafuero más injusto aún que privarles de los bienes materiales que también les son necesarios para desarrollar dignamente su vida en sociedad. Porque nuestra mente se nutre de conocimientos y sin ellos se reseca y se agosta. Ahora bien, la manera más negativa de escatimar a otros los conocimientos debidos es la mentira, que constituye la mayor de las injusticias. Pero lo peor no es decir mentiras, lo peor es vivir en la mentira. Porque hacer del escamoteo de la verdad un modo estable de comportarse constituye, como dice Montaigne en sus Ensayos, un vicio maldito, el cual, por cierto, no lleva muy lejos.

Antes se coge al mentiroso que al cojo. La mentira ofrece un recorrido muy corto. Ciertamente, no es fácil de detectar, ya que, así como la verdad tiene un sólo camino, la mentira es polifacética, presenta mil caras: todas menos la faz de la verdad. Pero, antes o después, el mentiroso acaba por delatarse. Cae en su propia trampa y perece víctima de su incoherencia. Ya sabemos que no es posible engañar a todos continuamente.

Lo más preocupante del engaño de Zapatero, recientemente confirmado por él mismo, es que no le ha extrañado a nadie medianamente al tanto de las vicisitudes de nuestra vida política. Es más, quien haya tenido la paciencia de leer completa tan desmesurada entrevista —¡ocho horas!— habrá captado el aire de irrealidad que recorre de punta a cabo las respuestas del presidente del Gobierno. Estamos ante un ejercicio retórico en supuesto provecho del entrevistado y no ante un empeño por informar a la ciudadanía sobre sus planteamientos y proyectos. Ya en el diálogo Gorgias advirtió Platón que, cuando la retórica pretende ser el arma decisiva, no está al servicio de la verdad, sino al servicio del poder. La realidad se convierte entonces en algo prescindible y su lugar resulta ocupado por las apariencias. Pero lo malo de la realidad es que termina siempre —más pronto que tarde— por comparecer.

La retórica se convierte en sofística. La verdad se funcionaliza y deja de ser un valor fundamental. Ya conocemos, por su propia boca, cuál es la elemental filosofía de Zapatero: no es la verdad la que nos hace libres, es la libertad la que nos hace verdaderos. Lo cual, traducido al rampante pragmatismo de la política socialista, significa que se da por verdadero aquello que más nos conviene en cada caso. Aunque Marx ya quede muy lejos, todavía recordamos una de sus Tesis sobre Feuerbach, según la cual la verdad separada de la praxis es una cuestión puramente escolástica. También el pensamiento alemán del siglo XX se ocupó del tema. Martin Heidegger mantuvo que la libertad es el fundamento de la verdad, mientras que Karl Jaspers sostuvo lo opuesto: que la libertad se fundamenta en la verdad. No es de extrañar que el primero derivara al totalitarismo y se alineara con los verdugos, mientras que el segundo fue un impecable demócrata y se puso de parte de las víctimas.

La vida pública española necesita un coeficiente de transparencia mucho más alto; y una perentoria exigencia ética respecto a sus gobernantes. Quien mienta, se descalifica. Porque no lo hará una o dos veces, sino que seguirá ocultando y confundiendo la realidad de las cosas. En este lamentable caso, el engaño respecto a las relaciones con ETA ha sido pertinaz y continuado. ¿Quién podrá creer la promesa, repetida hasta la saciedad en la dichosa entrevista, de que nunca jamás se negociará políticamente con la banda terrorista? Siempre habrá, para volverlo a hacer, una disculpa plausible: la interrupción del reguero de sangre, las presiones internacionales, la cultura de paz… Y, pasando a algo de mayor actualidad todavía, ¿cómo estar seguros de que, desde el Gobierno, se nos va a dar una información económica cierta, precisamente en fase preelectoral?

La devaluación de la verdad todo lo contamina y acaba por afectar al aspecto más decisivo de la vida social: la educación. Si bien se mira, el factor común de las nuevas ordenaciones educativas, desde la universidad a la enseñanza primaria, no es otro que la instrumentalización del conocimiento. Ya no se anima a los niños y jóvenes a que busquen el saber por sí mismo, justo porque la verdad constituye la perfección del ser humano. No, hay que dejar de lado los despreciables contenidos y poner toda la agitación didáctica que prescribe la burocracia pedagógica al servicio de las competencias, las habilidades y las destrezas. Y, entonces, sólo cabe preguntarse con Antonio Machado: ¿Dónde está la utilidad de nuestras utilidades? Y recordar su inapelable respuesta: volvamos a la verdad, porque todo lo demás es vanidad de vanidades. La verdad es el único camino abierto a la esperanza, la sola vía por la que discurre el optimismo.

sábado, 19 de enero de 2008

La verdad os hará libres

Por Juan Manuel de Prada en XLSemanal, 19 de enero de 2008

Llama la atención que en los Evangelios no se haga denuncia alguna de la esclavitud; y que, sin embargo, ya entre los primeros cristianos fuese costumbre manumitir a sus esclavos. Resulta casi imposible detectar en las palabras de Jesús alusiones que lo liguen a las contingencias de su tiempo; pero la esclavitud no era, desde luego, una mera contingencia, sino una realidad oprobiosa sobre la que se sostenía un orden social injusto. Jamás la condenó Jesús; y, sin embargo, sus seguidores más coherentes se distinguieron enseguida combatiéndola. ¿Cómo podemos explicar esta aparente contradicción? Hay una frase de Jesús que vale por todo un tratado abolicionista; una frase que ha propiciado las más diversas interpretaciones tergiversadoras, pero que en su escueta simplicidad incorpora un inequívoco mandato: «La Verdad os hará libres». Esa Verdad a la que Jesús se refiere es Él mismo: abrazándola, el hombre se libera de toda esclavitud; e, inevitablemente, quien la abraza no puede soportar que quienes están a su lado sigan sujetos a ella. Jesús se convierte así en el gran libertador; pero la libertad que promete es una libertad que se funda sobre un vínculo (y quienes hayan estudiado latín saben que `vínculo´ significa cadena): el cristiano es libre, y cree en la libertad de los demás, porque está encadenado a Jesús.

Creo que fue Chesterton quien definió a los católicos como esa gente que se había puesto de acuerdo sobre los catorce puntos del Credo, para poderse sentir libre y disentir en todo lo demás. Se trata de una libertad fundada sobre el vínculo que entablamos con la Verdad en la que creemos, muy distinta de la libertad que nos ofrece nuestra época, que es básicamente una incitación a desprendernos de cualquier vínculo, esto es, una incitación insidiosa a la esclavitud. La verdadera libertad es aquella que nos libera de la contingencia, aquella que nos ata a un algo permanente, como el náufrago se ata al mástil; la libertad a troche y moche que proclama nuestra época es en realidad el extravío del náufrago que ni siquiera tiene una tabla a la que agarrarse y se deja arrastrar por las corrientes: queremos ser libres para envilecernos, libres para hacer con nuestra vida lo que nos dé la gana, libres para destruirnos.

Leonardo Castellani, un escritor argentino hoy olvidado, formidable detractor del liberalismo, escribió en cierta ocasión: «La verdadera libertad es un estado de obediencia. El hombre se liberta de la corrupción de la carne obedeciendo a la razón, se liberta de la materia sujetándose al perfil diamantino de una forma, se liberta de lo efímero atándose a un estilo, de lo caprichoso adaptándose a los usos; se liberta de su infecundidad solitaria obedeciendo a la vida, y de su misma vida caduca y mortal se liberta, a veces, perdiéndola en obediencia a Aquel que dijo: `Yo soy la Vida´. (...) La máxima libertad nace del máximo rigor, dijo Leonardo da Vinci: porque el hombre es más libre a medida que es más fuerte, y la obsesión de la libertad es la prueba de la máxima debilidad, que es la debilidad de la mente».

La libertad se ha convertido en uno de los talismanes más hinchados de nuestra época: la invocan a porrillo los políticos de izquierda y de derecha; la anteponen a cualquier otro principio, quizá porque carecen de principios. Más sorprendente me resulta que este lenguaje haya contagiado a muchos católicos españoles; pues la libertad en el católico es el corolario natural de una adhesión a la Verdad, nunca un apriorismo sobre el que se pueda fundar la vida. Ahora entre los católicos españoles se está poniendo de moda proclamarse `liberal´ o `neoliberal´, que es tanto como presumir de doncella y regentar un burdel. Y lo que caracteriza a estos católicos liberales o neoliberales es, precisamente, la conformidad en aquello en lo que deberían disentir, según la definición de católico que aportaba Chesterton, esto es, en lo que afecta a lo contingente, a la cetrina política. A veces me pregunto si esos católicos que tan unánimes se muestran en lo que deberían porfiar y discutir no habrán extraviado el sentido de obediencia y adhesión a la Verdad.

Concluiré este artículo citando otra vez a Castellani: «El filósofo Santayana soñó una vez que veía pasar cuatro caballeros en cuatro caballos, negro, alazán, bayo, y el último era blanco. Los vio pasar empenachados y armados y les dijo: `¿Adónde van?´. `Vamos a libertar a los pueblos´, le contestaron. `¿Libertarlos de qué?´, les gritó el filósofo. El hombre coronado del caballo blanco le dijo: «De las consecuencias de la libertad».