lunes, 3 de julio de 2017

EL VALOR DE LO OPINABLE Y SU RELACIÓN CON LO VERDADERO

Un año más, me corresponde exponer en varias reuniones de profesionales de los más diversos órdenes una cuestión de fondo, en este caso, el valor de lo opinable y su relación con la verdad.

Me he basado para la primera exposición en un guion del profesor y filósofo Alfredo Cruz; aunque es de esperar que la charla varíe en las cinco exposiciones que se avecinan, enriquecida o simplemente ajustada por la experiencia. Estas son las ideas en este momento.

Se suele calificar de "opinable" aquello cuyo conocimiento carece de certeza.

Se entiende por certeza el conocimiento de las materias que son objeto de la ciencia exacta o de un argumento de autoridad (Revelación divina, por ejemplo).

En principio, esto es perfectamente sostenible.

El problema radica en que, con frecuencia, la carencia de certeza se toma como equivalente a la carencia de verdad.

Se piensa que un conocimiento en el que no es posible alcanzar una completa certeza es un conocimiento en el que tampoco cabe, propiamente hablando, verdad o falsedad, es decir, que se trata de una idea o concepción mental que no puede ser calificada como verdadera o como falsa en sentido estricto .

Se llega así a pensar que lo opinable es aquello sobre lo cual las ideas, juicios o valoraciones que se puedan tener son completamente subjetivas, injustificables racionalmente y, por lo tanto, equivalentes a cualquiera otras.

Declarar que un asunto es opinable acaba significando que toda postura sobre ello es equivalente, que, en consecuencia, saber o no saber sobre dicho asunto no afecta significativamente a la posibilidad de juzgar sobre él, y que, en el fondo, todo juicio sobre tal asunto no es más que una postura emotiva o interesada. Recordemos la famosa frase de Pablo Iglesias (el de Podemos) de que si hubiera que saber de lo que se habla, no podría hablarse de casi nada.

"Opinable" se convierte en una categoría que, aplicada a una cuestión, sirve para legitimar la superficialidad, la pereza intelectual y la renuncia a la argumentación sobre todo lo referente a esa cuestión.

Desde este planteamiento, se puede terminar concibiendo la libertad y la verdad como antagónicas, pues, en cierto sentido, lo opinable se presenta como el campo para la libre determinación del sujeto, para el posicionamiento original y autónomo de la propia mente, mientras que lo verdadero, lo racional aparece como un límite que se impone desde fuera a la libre subjetividad, "sometiéndola" a una medida uniforme y universal. La verdad se hace externa y antipática, a la par que el ejercicio de la libertad se hace gratuito y trivial. Hace unos años se hizo famosa la controversia a este respecto entre el profesor Gregorio Peces-Barba y el banquero Rafael Termes en las "terceras" de ABC. Peces-Barba publicó una "tercera" bajo el título "La libertad os hará verdaderos". Termes replicó con otra titulada con la cita evangélica "La verdad os hará libres". En ambas frases están contenidas dos concepciones verdaderamente antagónicas del hombre y de la sociedad, protagonistas del actual combate cultural, social y político del alma occidental.

Se produce así esa llamativa combinación -tan extendida en la actualidad- de superficialidad y despreocupación en lo opinable, y afán obsesivo de rigor en lo científico. Subjetivismo y cientifismo conviven sin aparente dificultad en nuestra cultura. En buena medida, esta combinación es deudora del racionalismo moderno y, más exactamente, del fracaso del proyecto racionalista.

El racionalismo aspiró a convertir en ciencia exacta y deductiva, en conocimiento "more geometrico" todos los saberes sobre el hombre: la moral, la política, el derecho, la economía ... Al igual que el conocimiento sobre la Naturaleza, el conocimiento de lo propiamente humano tenía que adoptar el paradigma de la ciencia matemática para elevarse a la condición de auténtica ciencia, que era lo mismo que decir a la condición de auténtico conocimiento. Se pretendía que el grado de certeza en los asuntos humanos fuera el mismo que el que cabe en los fenómenos físicos. Para el racionalismo, no hay más razón que la razón matemática y, por ello, todo lo que no es conclusión apodíctica es mera conjetura.

Pero el proyecto racionalista fracasó, como era inevitable. Por su riqueza, complejidad y profundidad, la realidad humana no es sometible ni a la cuantificación ni a la racionalidad lógico­ deductiva. Cuanto más propiamente humano es algo, y cuanto más es considerado en su integridad, menos cabe ciencia exacta sobre ello.

Sin embargo, este fracaso no ha llevado a una suficiente revisión del concepto de razón que el racionalismo sostenía. Este concepto reduccionista de razón ha pervivido ampliamente, y lo que, en muchos ámbitos de nuestra cultura, se ha seguido del fracaso racionalista no ha sido otra cosa que un resignado escepticismo que niega la posibilidad de verdad en todo lo que no es susceptible de conocimiento estrictamente científico. Lo que queda fuera del alcance de la ciencia -de una ciencia respetada y venerada casi hasta la idolatría- no es más que sentimiento y preferencia subjetiva.

La cultura afectada por el racionalismo ha olvidado la distinción que el pensamiento clásico establecía entre ciencia (episteme) y opinión (doxa), y la acertada advertencia de Aristóteles, de que no es propio de hombres razonables buscar el mismo grado de certeza en todos los asuntos. Para Aristóteles y para buena parte del pensamiento medieval, hay materias sobre las que cabe ciencia, conocimiento estrictamente lógico y demostrativo, y hay materias sobre las que sólo cabe un tipo de conocimiento que no es lógico-deductivo, sino dialéctico o retórico. En ambos casos hay conocimiento y, por tanto, verdad, pero en el primero, la verdad es objeto de estricta demostración, mientras que en el segundo es objeto de argumentación o de persuasión. Esto es así porque, en este segundo caso, las premisas del razonamiento no son necesarias, es decir, siempre o generalmente pueden ser otras, y el razonamiento depende de la selección de premisas que se haga. Esta selección puede ser, ciertamente, mejor o peor, pero nunca llega a ser unívoca o inapelable. En el campo de lo opinable, lo verdadero no es lo que un solo razonamiento lineal concluye apodícticamente, sino aquello en lo que converge una pluralidad de argumentos que, sin ser concluyentes por sí mismos ninguno de ellos, son los mejores argumentos formulables a partir de las mejores premisas. (Convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo).

Para que la diferencia entre lo científico (o lo dogmático) y lo opinable no conduzca al subjetivismo y a la frivolidad en lo segundo, es preciso superar el reduccionismo racionalista y volver a reconocer la posibilidad y el valor de una razón no demostrativa y de una verdad no demostrable . Este es un punto en el que, frente al simplismo del planteamiento moderno, destaca la sabiduría de los clásicos. La razón tiene también competencia en el campo de lo opinable, en el ámbito de las cuestiones sobre las que no cabe demostración, que es en realidad un ámbito mucho más extenso que el ámbito de lo científico. Dentro de lo opinable es posible saber más o saber menos, tener razones mejores o peores, y estas diferencias son de decisiva relevancia.

Que el conocimiento que se pueda alcanzar sobre una materia sea sólo opinión, y no ciencia, no significa que cualquier opinión que se tenga valga lo mismo que cualquier otra y que lo único importante sea que la opinión que se tenga sea verdaderamente propia. La opinión no es mero capricho de la subjetividad, y cada opinión vale lo que valen las razones que la sostienen; por esto, lo más razonable es que un mismo sujeto no esté en condiciones de opinar -de tener opinión- sobre cualquier asunto. Sentirse en la obligación de opinar sobre cualquier materia, o en condiciones de tener opinión acerca de todas las cuestiones, es reflejo de un concepto subjetivista de la opinión, cuando no simple manifestación de vanidad (o estupidez. Visitando la Universidad de Navarra, preguntaron al cardenal Ratzinger sobre cierta cuestión, a lo que respondió: no puedo decirle nada, no he pensado suficientemente sobre esto).

Respecto de lo opinable, lo importante es alcanzar la opinión mejor fundada, la opinión que cuente a su favor con razones más fuertes y menos vulnerables que las razones que se podrían presentar en contra . El valor de toda opinión es el valor de los argumentos que es posible aducir en su favor. Se echan en falta controversias como las que llenaban teatros en Inglaterra entre Hilaire Belloc y H.G. Wells, Bernard Shaw y G.K. Chesterton, o la más reciente entre Ratzinger y Habermas, recogida en el libro Dialéctica de la secularización).

“Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido.” (Jesús de Nazaret II.- Benedicto XVI).