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martes, 16 de abril de 2024

LA LAICIDAD, INVENTO CRISTIANO

Luigi Ferrajoli
(“Derecho y moral. A propósito del embrión”) no deja de admitir -explícitamente- que la laicidad es invento cristiano: “¿en qué consiste la laicidad del derecho y del Estado? Creo que la mejor definición es la ofrecida por la separación entre el César y Dios, expresada en la frase del Evangelio: Al César lo que es del César a Dios lo que es de Dios”. No era habitual, en efecto, en cualquier otra cultura afirmación semejante por aquellos idus.

Significativo, a la vez, de la consciente laicidad de D’Agostino es su convicción de que la expresión “jurista católico describiría de modo óptimo, mucho mejor que la de católico jurista, a un hombre que no esconde su identidad de creyente”. No en vano, para él, el derecho era una “práctica antropológica y no religiosa”. Estuvo convencido de que “lo justo radica en el bien y que este no tiene un carácter confesional; es siempre y en todo lugar bien humano, que todo hombre tiene el deber, en su relación con cualquier otro, de defender y promover”.

Conviene no olvidar, desde este comienzo, el alcance que el término laico cobra en la cultura italiana, que me llamó poderosamente la atención en mis primeros contactos con ella. D’Agostino resalta las “polémicas ásperas y contingentes que parecen, en ciertos casos, dividir a nuestro país en dos frentes contrapuestos: el de los progresistas, ilustrados, moralizadores, autores de las reformas y de la democracia y el de los conservadores, tradicionalistas, defensores de privilegios, del desgobierno y el oscurantismo cultural”. Sin duda, tal descripción le sonará familiar también a más de un español. 

Buen conocedor de la cultura clásica, añadiría socarronamente que “la pretensión de modernidad de privatizar la experiencia de la fe no es, pese a las apariencias, moderna del todo. Corresponde -al menos en parte- a una típica pretensión del mundo precristiano, para el que el carácter privado de la fe se fundaba en un principio bien preciso: los dioses no tenían interés alguno por nuestro mundo”. 

A la vez duda de la existencia de no creyentes. “La gran alternativa no estaría entre los que creen en Dios y los que no creen, sino entre los que creen en un Dios personal y los que creen en un dios impersonal (como la materia o la historia)” . 

ENTRE LAICIDAD Y LAICISMO 

Ferrajoli se adentrará en la delicada frontera entre la laicidad y el laicismo, apelando a que es en una “neutralidad moral, ideológica o cultural donde reside la laicidad del derecho y del Estado liberal, del mismo modo que es en la exclusión de todo apoyo jurídico o heterónomo donde reside la auténtica ética laica”. Se verá, sin embargo, de inmediato obligado a matizar -a pie de página- que “el principio de la neutralidad no quiere decir en modo alguno que la acción de las instituciones públicas y específicamente de las de gobierno sea, deba, o pueda ser ética y políticamente neutral, es decir, que no exprese, no deba o no pueda expresar, en cuanto, a los resultados alcanzados o las razones que la inspiran, determinadas opciones o concepciones ético-políticas del interés público, lo que sería una tesis carente de sentido”. 

D’Agostino, por el contrario, funda la laicidad “sobre la aceptación confiada del mundo y sus potencialidades por parte del hombre”, aunque la autonomía que de ello deriva “se entiende referida a la esfera eclesiástica, no respecto al orden moral. No cabe por tanto consentir que, en nombre de la laicidad, se neutralice el debate público sobre la identificación y promoción del bien humano y, menos aún, excluir a individuos o asociaciones (en particular a las confesiones religiosas) de la participación en tal debate”. A su juicio, el “mal entendimiento del principio de laicidad merece ser calificado de laicismo”. 

LAICIDAD Y VERDAD 

Puesto a profundizar, Ferrajoli plantea una conexión entre laicidad y teoría del conocimiento, girando en torno a un dilema entre lo que él -o su traductor- identifica como “cognoscitivismo” -que quizá podría podarse un poco y dejarlo en cognitivismo- al que considera abocado a convertirse en dogmatismo, y un anticognitivismo, que nos llevaría a la tolerancia. A su juicio, “la posición laica excluye que la verdad o falsedad pueda predicarse de los valores”, marcando, precisamente, distancia con el maestro de D’Agostino, al recordar que Sergio Cotta “proponía una ética basada en la verdad y llena de verdad” . Mientras, él apelará a Scarpelli , muy en la línea del "Contra la ética de la verdad" de Zagrebelsky

Actitud similar fue asumida en España por Peces Barba, al que la expresión “la verdad os hará libres” producía una alergia especial, que le llevaba a sustituirla por la de “la libertad os hará verdaderos”; utilizada quizá -en términos retóricos- por su maestro Ruiz Giménez. A propósito de ello solía yo preguntarle -en nuestros cordiales encuentros en el rectorado de la Carlos III- si la interdicción constitucional de la arbitrariedad, no rechazaba precisamente una libertad incompatible con la verdad. 

D’Agostino, por el contrario, resalta que la vinculación al logos lleva consigo una hondura antropológica, que enlaza derecho y verdad y nos adentra en el campo de la razón práctica. Hace suya la afirmación de que el “empeño por la verdad es el alma de la justicia. Quien está empeñado por la verdad tiene que rechazar la ley del más fuerte”. A su juicio, en la efectiva superación –y no mera remoción- de la escisión, típicamente moderna, entre derecho y verdad, es en lo que se juega en estos años el destino del pensamiento postmoderno. Por eso, para él, el derecho es laico, como es laica cualquier forma de la praxis constituida a través del recto uso de la razón, no a través de una referencia inmediata, prerracional o preconsciente a la palabra de Dios . 

A VUELTAS CON EL DERECHO NATURAL 

Coherente con sus planteamientos, Ferrajoli rechazaba “la pretensión iusnaturalista de la imposición jurídica de una determinada moral, religión o ideología, como fuentes exclusivas y exhaustivas del derecho justo”. D’Agostino, por su parte, por lo que llamamos derecho positivo no entiende un ordenamiento normativo separado y subordinado a un hipotético ordenamiento normativo natural, sino como la determinación histórico-contingente del principio natural de la juridicidad. Considera pues que “la actividad del jurista-intérprete será interpretativa, en la medida en que proponga la antecedencia del ius respecto a la lex, del derecho respecto a la ley positiva. Pero ese derecho, que antecede a la ley, es un derecho que no puede formularse positivamente, es un derecho no escrito, es -brevemente- el derecho natural, que confía precisamente a los intérpretes la defensa de sus exigencias

Para él, el -quizá modesto- “cometido del iusnaturalismo es lograr que el derecho sea siempre puesto frente al tribunal de la razón humana, y que ninguna dinámica histórica -fundada, por ejemplo, en tradiciones ancestrales - pueda nunca justificar la humillación de la razón”. Lo considera un logro esencial de la conciencia occidental. No lo entiende pues como un supercódigo, sino que radica en las mismas normas del derecho positivo, que -en su ausencia- quedarían privadas de sentido y perderían con facilidad su obligatoriedad social . 

De ahí que acabe sugiriendo que “esta época posmoderna esté, en consecuencia, necesitada de una nueva reflexión sobre el derecho, a la vez post-iusnaturalista y post-positivista . Sugiere que puede haber acabado generando un cansancio excesivo esta polémica, que considera hoy prácticamente abandonada por parte de los iusnaturalistas; (quizá) por la dificultad teórica de encontrar al derecho natural un fundamento adecuado; y, por parte de los positivistas, por la dificultad ética de hacer pesar únicamente sobre el derecho positivo todo el complejo mundo de valores que afectan al derecho. 

LAICIDAD Y DEMOCRACIA 

El reto final de la laicidad consistirá en descifrar si la democracia exige partir de una ética sin verdad o cabría una democracia basada en la argumentación de lo que cada cual considere más cercano a ella

Ferrajoli plantea un neto dilema: “Si la ética es verdad, se entenderá que equivalga a un sistema de preceptos heterónomos y que pretenda traducirse en normas de derecho. Al contrario, si la ética es sin verdad y con fundamento en la autonomía individual, es claro que el derecho, en cuanto sistema de normas válidas para todos debe secularizarse como convención, pacto de convivencia, capaz de garantizar a todos, cualesquiera que sean los valores profesados por cada uno, renunciando a invadir el terreno de la conciencia y limitándose a garantizar la convivencia pacífica y los derechos de todos, a comenzar por su libertad de conciencia. Por eso resulta incompatible con un ordenamiento liberal la pretensión de la Iglesia y de la religión de autoproponerse como depositarias de la verdad, y por ello de un derecho ‘natural’ basado en la ética religiosa, en cuanto a su vez basada en la verdad”. 

D’Agostino detecta en este dilema que “la alergia del laicismo a la Iglesia sería fruto de su fatiga ante los creyentes, por lo que considera una desconcertante paradoja: la Iglesia pretende estar en la historia, teniendo una raíz que la trasciende”. Él, sin embargo, considera -en una línea, por lo demás compartida por el alemán Habermas y el norteamericano Rawls- que “la animación religiosa es esencial para la democracia. Se equivoca -bien lo sabía Tocqueville- el que defiende, en nombre de un malentendido laicismo, que tal animación deba ser maginada o incluso sofocada: debe, por el contrario, ser aceptada e incluso favorecida, naturalmente en un pleno contexto de libertad”. Recurre incluso a lo que considera una constatación social: “el hecho de que preguntas básicas en la defensa de lo humano se vayan convirtiendo en empeño casi exclusivo de los cristianos debería constituir para los laicos una ocasión, si no de conversión, al menos de un radical y honesto replanteamiento de sus propias visiones del mundo. 

Personalmente, considero que el problema del laicismo deriva de que convierte lo político en criterio último de su enjuiciamiento. De ahí que la sociológica autoridad moral de la Iglesia la interprete como poder sin más; un poder que no ha pasado por las urnas. Para D’Agostino esto implicaría enquistarse en un retroceso, porque, “una vez demostrado que el fin último del hombre es más que político y que la vida humana tiene una excedencia respecto a la situación social en la que está enclavada, de ello derivaba fácilmente la reivindicación a cargo de la misma de una nueva dignidad, que la antigüedad no había conocido”  y ahora se estaría rechazando. 

Más de una vez he pensado que tal situación, en  España, no es tanto fruto de un empeño laicista con apoyo del poder -que en más de un momento no ha faltado- sino, sobre todo, de un laicismo autoasumido por no pocos católicos, al no encontrar respuesta al pintoresco tópico de que no cabe imponer las propias convicciones a los demás; cuando la democracia sirve de escenario para dictaminar cuáles habrá que imponer, si no se prefiere quedar en manos de los que -solo en teoría- no tendrían ninguna. 

D’Agostino se vale de la experiencia italiana, para describir las etapas de este proceso. “el cristiano sufre evidentes apuros. Corre el riesgo, a causa de su constante invocación al primado de la verdad, de verse asimilado a un movimiento fundamentalista”. “La lejanía material de cristianismo y fundamentalismo no excluye que uno y otro puedan reencontrarse en una preocupante vecindad formal”. “Dado que la asimilación al fundamentalismo es indebida y desagradable, los cristianos ceden frecuentemente a la tentación de transformarse -en contra de sus mejores intenciones- en pálidos, atrasados y un tanto pasivos apologistas de la democracia procedimental; aportando así agua a molino ajeno, sin recibir a cambio simpatías ni agradecimientos”. “No parecen ser pocos los cristianos convencidos de que el imperio planetario del modelo democrático hubiera de una vez por todas convertido en superfluo su empeño social como cristianos, ‘laicizando’ [en el peor sentido] así definitivamente la política”. 

No duda en suscribir que “la democracia es hoy universalmente considerada como la única forma de gobierno naturalmente justificable”. Descubre, sin embargo, en ello una paradoja, pues -a su juicio- “ninguna época como la nuestra ha erosionado tanto la idea de que existan valores o principios que se presentan como naturales, objetivamente compartidos por todos los hombres, independientemente de las relevantes diferencias en el plano religioso, político o cultural”. 
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Fragmentos de Andrés Ollero Tassara, LA LAICIDAD EN EL DIFÍCIL DIÁLOGO FILOSÓFICO-JURÍDICO ITALIANO. Ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Foto: atarifa CC


miércoles, 11 de abril de 2012

Pilatos, el demócrata

Ya he tratado antes este interesante ejemplo de Pilatos en el inicuo juicio a Jesús, que se ha recordado esta semana pasada, por esto llamada Santa.

Una nueva vuelta de tuerca a la cuestión da Juan Manuel de Prada en su artículo del pasado 1 de abril en XLSEMANAL, advirtiendo del riesgo de fundar la Democracia en el relativismo, porque es causa de la más lacerante injusticia y, al final, se auto destruye.

En la condena del justo hay siempre algo que nos estremece, porque todos tenemos muy arraigada, casi podríamos decir que inscrita en los genes (aunque muchos traten de oscurecerla), una noción natural de la justicia; y si la conculcación de la justicia es siempre aborrecible, cuando sirve para condenar al inocente resulta aberrante. A quienes estudian leyes se les debería proponer el análisis del proceso a Jesús, en el que la injusticia adquiere una densidad rabiosa, pululante de irregularidades que lo convierten en una monstruosidad jurídica: el Sanedrín se reunió en el tiempo pascual, cosa que le estaba vedada; los testimonios contra Jesús fueron falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo, ni se permitió que el reo dispusiera de defensor; la sentencia del Sanedrín no fue precedida de la preceptiva votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal establecida entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue después enviado a la autoridad romana, que el Sanedrín no reconocía como legítima y que, además (como el propio Pilatos observa), no tenía jurisdicción sobre delitos religiosos; el delito de conspiración contra el César, que los miembros del Sanedrín promovieron después, no estaba penado con la crucifixión, a menos que hubiese mediado sedición armada, cosa que manifiestamente no hizo Jesús; y, en fin, dejando aparte otras irregularidades, el procurador romano lo mandó a la muerte sin pronunciar la sentencia oficial, cosa que un juez no puede hacer, pues es tanto como abdicar de su oficio.

Son solo algunas de las irregularidades que pueblan este proceso; y cualquiera de ellas bastaría para que se considerase nulo. Pero quizá lo que más nos conturba de este proceso oprobioso no sea la actitud furibunda o fanática de los miembros del Sanedrín, sino la cobarde y frívola del procurador Poncio Pilatos, que tras reconocer públicamente la inocencia del acusado («No encuentro culpa en él») lo manda sin embargo a la muerte, entregándolo para que lo crucifiquen, por miedo a la chusma. Analizando este pasaje evangélico, Hans Kelsen, el célebre teórico del Derecho y pope del positivismo jurídico, concluye que Pilatos se comporta como un perfecto demócrata, al menos en dos ocasiones. La primera, cuando en el interrogatorio primero que hace a Jesús, este le responde: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz»; a lo que Pilatos replica con otra pregunta: «¿Qué es la verdad?». Para Kelsen, un demócrata debe guiarse por un necesario escepticismo; las indagaciones filosóficas o morales en torno a la verdad deben resultarle, pues, por completo ajenas. La segunda ocasión en la que Pilatos, a juicio de Kelsen, se comporta como un perfecto demócrata es cuando, ante la supuesta imposibilidad de determinar cuál es la verdad, se dirige a la multitud congregada ante el pretorio y le pregunta: «¿Qué he de hacer con Jesús?». A lo que la multitud responde, sedienta de sangre: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!». Pilatos resuelve el proceso de forma plebiscitaria; y puesto que la mayoría determina que lo que debe hacerse con Jesús es crucificarlo, Pilatos acata ese parecer.

La exposición de Kelsen puede parecernos brutal, pero nadie podrá negar que, en efecto, Pilatos es un modelo de político demócrata: escéptico hasta la médula, considera inútil tratar de determinar cuál es la verdad; y, en consecuencia, somete a votación popular el destino de Jesús. Y esta es la encrucijada en la que se debaten las democracias: renunciando a emitir un juicio ético objetivo (renunciando, en definitiva, a establecer la verdad de las cosas), el criterio de la mayoría se erige en norma; y, de este modo, la norma ya nunca más obedecerá a la justicia, sino a las preferencias caprichosas o interesadas de dicha mayoría. Es una solución relativista que está gangrenando las democracias; y que, de no corregirse, acabará destruyéndolas desde dentro, que por lo demás es como han sucumbido siempre todas las organizaciones humanas que no han preservado un núcleo de nociones morales netas; y en las que, inevitablemente, el justo acaba siendo perseguido y condenado, como un criminal cualquiera, para regocijo de los auténticos criminales.

Pero Kelsen tenía razón: Pilatos es un perfecto demócrata; por lo que las democracias relativistas deberían alzarle monumentos en los parques públicos e instituir fiestas –con lavatorio de manos incluido– que celebren su memoria.

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sábado, 29 de octubre de 2011

En la tierra debe haber sitio para todos. También para Dios [El creador en el ordenamiento jurídico]

Artículo de Rafael Domingo, catedrático de la Universidad de Navarra e investigador del Straus Institute de la Universidad de Nueva York. En El Mundo, miércoles 26 de octubre de 2011

En las últimas décadas, el resurgimiento de un constitucionalismo teocrático, especialmente en el mundo islámico, que sitúa la religión en el corazón de la esfera pública y del debate político, ha coincidido con el desarrollo de un secularismo liberal beligerante que mira con escepticismo cualquier aproximación a una realidad trascendente y trata de relegar la religión al terreno de lo privado.

Para los constitucionalistas teocráticos, toda comunidad política tiene el derecho de abrazar una religión concreta, hasta el punto de considerarla incluso fuente legal de su propio ordenamiento jurídico. La comunidad política sería así una extensión de la comunidad religiosa, y el mismo derecho una destilación de la religión.

De acuerdo con esta posición, el famoso muro jeffersoniano de separación entre la Iglesia y el Estado no pasaría de ser una ligera cortina de un vestuario de playa.

Para los secularistas liberales, la religión como tal no tiene, no debe tener, sustantividad propia, y el derecho a la libertad religiosa se trata más bien de una mera concreción de un derecho más general a la autonomía individual en cuestiones éticas. La religión como fenómeno cultural o social no es, en modo alguno, generador de valor público, por lo que debe quedar totalmente aislada del debate político.

Como afirma Thomas Nagel en su último libro, la religión es una «cuestión temperamental». La religión puede ser tu problema, pero nunca nuestro problema. La libertad religiosa, entonces, en un estado tolerante secular de estas características, implicaría tan sólo el derecho a tener ese temperamento y el consiguiente deber, para los demás, de soportarlo como se soporta un mal olor de una habitación poco ventilada.

Los ecos de la reciente visita de Benedicto XVI a España y la presencia en nuestro país del famoso jurista judío Joseph Weiler, con ocasión de recibir mañana el doctorado honoris causa en la Universidad de Navarra, constituyen un buen acicate para abordar el tema de la libertad religiosa, sin miedos ni tapujos. Y hablar de libertad religiosa es hablar de religión.

Es hora, en mi opinión, de fijar un paradigma global de libertad religiosa, basado en la dignidad de la persona humana, compatible con los diversos modelos constitucionales y sobre la base de un desacuerdo generalizado en cuestiones religiosas, como es el que realmente existe en nuestro planeta.

Porque, de la misma manera que no hay un ordenamiento jurídico ideal, tampoco existe un modelo constitucional perfecto para proteger la libertad religiosa. Cada modelo, como cada ordenamiento jurídico, es producto de la historia, la cultura, la tradición, el consenso público y, tantas veces, la propia religión. Pero si bien cada ordenamiento debe proteger la libertad religiosa de acuerdo con su propia identidad, no cabe duda de que existe un quid común a todos ellos, que justifica la abstracción.

El paradigma que voy a ofrecer sólo rechaza aquellos modelos constitucionales que promueven o toleran cualquier clase de fanatismo religioso o que desprecian la propia libertad religiosa, olvidando que se trata de una de las grandes aportaciones de Occidente a la Humanidad.

En este sentido, es más abierto que el elaborado por el padre de la libertad religiosa, John Locke, que excluyó a los ateos por desconfianza y a los católicos por una cuestión de doble jurisdicción,
o del recientemente propuesto por el filósofo estadounidense Ronald Dworkin, que ningunea la tradición monoteísta.

El modelo que ofrezco considera la libertad religiosa un patrimonio irrenunciable de toda comunidad pluralista y democrática, compuesta por creyentes y no creyentes. Pero parte de la idea, a diferencia del modelo de Dworkin, de que la religión como tal tiene una justificación intrínseca, es decir, se trata de un valor en sí mismo, de gran relevancia social. Esto es precisamente lo que permite que exista un derecho específico a la libertad religiosa.

En efecto, de la misma manera que no se puede regular adecuadamente el derecho a la vida partiendo de la base, aunque a veces sea cierta, de que vivir es la mayor fuente de males y desgracias sin mezcla de felicidad alguna, o el derecho al trabajo desde el presupuesto de que trabajar es el mejor modo de contribuir a la expansión del mal en el mundo, así tampoco se puede proteger ni regular la libertad religiosa partiendo de la presunción de que la religión es un producto obsoleto de sociedades ancestrales y cavernícolas o un fruto maligno de la superstición.

Quienes piensen así, también han de tener cobijo bajo este derecho humano básico, pero esta aproximación conceptual no puede agotar el contenido mismo del derecho de libertad religiosa.

El paradigma que ofrezco está basado en tres argumentos, que son como tres reglas de juego. El primero se centra en la misma idea de religión; el segundo, en la idea de libertad; el tercero, en la idea de derecho. Los voy a formular en términos negativos porque el aspecto positivo de la libertad religiosa (búsqueda libérrima del sentido de lo transcendente) debe sustentarse sobre una base negativa (inmunidad de coacción).

Tres argumentos
Los tres argumentos son los siguientes:

Primero, ningún sistema jurídico o modelo constitucional democrático puede proteger el derecho de libertad religiosa sin estar de alguna manera abierto a la transcendencia, reconociendo, al menos implícitamente, la posibilidad de la existencia de Dios, en el sentido abrahámico del término. No me estoy refiriendo aquí, por supuesto, a que Dios deba tener un estatus jurídico propio, ni a que las constituciones deban contener mención alguna a Dios (que decida el pueblo si procede o no), sino más bien al hecho de que el ordenamiento reconozca de alguna forma las consecuencias jurídicas implícitas en el hecho de que los ciudadanos sujetos a dicho ordenamiento puedan creer en Dios y puedan vivir, en privado o en comunidad comunidad, su propia religión.

Así, la existencia de Dios vendría a ser un presupuesto social, y por tanto un presupuesto legal. Desde este presupuesto nació el mismo derecho a la libertad religiosa, y pienso que sigue siendo irrenunciable. En otras palabras, en una sociedad construida sobre la idea de que Dios no existe, no cabe, en mi opinión, un pleno respeto a la libertad religiosa.

Utilizando terminología cristiana diré que para poder «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», es necesario que el César reconozca al menos implícitamente la posibilidad de la existencia de Dios. Y hablo de Dios y no de dioses porque desde el punto de vista jurídico la identificabilidad de un Dios como fuente y fundamento de moralidad tiene mucha mayor relevancia que el reconocimiento de muchos dioses de difícil identificación, o el no reconocimiento de dios alguno. Por lo demás, me estoy refiriendo a un Dios, el de las religiones reveladas monoteístas, en el que cree más de la mitad de la población de la Tierra.

El segundo argumento defiende que ningún ordenamiento jurídico o modelo constitucional puede proteger adecuadamente la libertad religiosa sin la existencia de una estructura dualista que garantice la autonomía necesaria tanto de la comunidad política como de las comunidades religiosas. Esta estructura se basa en la idea de que las comunidades políticas, en razón de sus fines, pueden ser cuasicompletas (Navarra, Galicia, por ejemplo), completas (España, Alemania) o incompletas (la Unión Europea o la comunidad global), pero las comunidades religiosas, al menos desde la perspectiva política, son siempre incompletas.

La razón es que el fin de una comunidad religiosa no es la satisfacción de todas las necesidades humanas (o al menos de la mayor parte de ellas), sino tan sólo de aquellas de tipo espiritual o religioso.

Este argumento limita sustancialmente la posibilidad de la existencia de las llamadas teocracias, pero no las excluye completamente, siempre y cuando se constituyan conforme a criterios y procedimientos democráticos y garanticen la libertad religiosa de todos los ciudadanos.

El tercer argumento es una consecuencia del anterior: ningún ordenamiento jurídico o modelo constitucional puede proteger adecuadamente la libertad religiosa sin el necesario poder para regular aquellas materias religiosas que afectan al orden público, o a los derechos de los ciudadanos, creyentes o no creyentes. Este argumento permite la colaboración entre las comunidades políticas y religiosas y protege a los ciudadanos de una comunidad pluralista de posibles contaminaciones religiosas en la esfera pública (la denominada freedom from religion).

Sin el reconocimiento teórico y práctico del derecho a la libertad religiosa, el Estado, cualquier Estado, por democrático que sea, se totaliza. La Historia nos muestra experiencias muy amargas. El problema es complejo. Pero tiene solución. Mejor dicho, soluciones. Todas ellas confluyen en la misma idea: en la Tierra, debe haber sitio para todos. También para Dios.

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viernes, 24 de septiembre de 2010

En Westminster Hall

Por Jorge Hernández Mollar, en Málaga, el 24 de septiembre de 2010

La visita del Papa al Reino Unido nos ha dejado, en particular a los católicos, todo un legado doctrinal sobre los complejos y conflictivos debates que sobre materias éticas o morales, se producen en el seno de las sociedades democráticas occidentales.

Acertadamente escogió el Palacio de Westminster, lugar donde fue juzgado y condenado santo Tomás Moro por oponerse a Enrique VIII para no traicionar su conciencia. El contenido de su discurso no era otro que hacer unas profundas reflexiones sobre el vasto campo de la política y la incardinación o, mejor dicho, la proyección personal de las creencias religiosas en esa noble y secular actividad del ser humano.

Lo primero que hizo el Papa fue elogiar el parlamentarismo del que Gran Bretaña es ejemplo y referencia universal, como "democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley…". No caben, pues, en esa loa a la democracia, a las libertades y a la propia ley, signos de autoritarismo doctrinal ni radicalismo conservador en la mente de quien, por su suprema autoridad, está obligado a defender los principios doctrinales y morales sobre los que se asienta la sociedad humana.

Benedicto XVI plantea como reto para la democracia si el consenso social es suficiente para avalar los principios éticos que sostiene el proceso democrático. La vida política no es un valor absoluto. La persona no puede perder su "individualidad" en su actuar político, en aras de aquellas decisiones colectivas que no tengan un sustento moral o ético aunque cuenten con el consenso social.

El nudo gordiano de la cuestión radica, pues, en una pregunta central: "¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas?". Aquellos que excluyen al individuo como ser integral capaz de proyectar sus principios, sus pensamientos, sus convicciones religiosas en su trabajo ordinario sea la política o cualquier otra, pretenden que su conciencia personal se supedite y se diluya en favor de lo social, lo colectivo, en definitiva en favor del Estado.

El discurso del Papa en Westminster Hall clarifica cuál es el papel de la religión en estas cuestiones: "El papel de la religión en el debate político no es… proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos".

En definitiva, no hay contraposición entre razón y moral, razón y religión. Las dos se necesitan e incluso se corrigen en determinados supuestos. Tan distorsionador, según algunas reflexiones del Papa, es la razón cuando es manipulada por las ideologías como cuando la religión se deforma bajo fórmulas de sectarismo y fundamentalismo. Una y otra pueden actuar de elementos correctores para paliar sus excesos.

Sus palabras alcanzan también al creciente laicismo que, desde la llegada al poder del actual Gobierno socialista, se detecta en la sociedad española: "Desde este punto de vista no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie o al menos que se relegue a la esfera meramente privada".

Huelga decir que recientes debates de la vida política nacional han provocado declaraciones de políticos de la izquierda socialista y comunista en este sentido. Se trata de silenciar a los católicos y que dejen al salir de casa colgadas en el ropero, sus ideas, sus creencias y sus principios y que acepten sin rechistar la aplicación de las leyes que, aun siendo moralmente injustas, tienen la legitimidad de una mayoría que se hace portavoz de un consenso social sin más fundamento que un relativismo materialista y consumidor en todas sus acepciones.

Vale la pena pues, que no sólo los católicos, leamos y estudiemos los discursos y reflexiones de un Papa que, como Benedicto XVI, tratan sólo de aportar serenidad, sensatez y profundidad teológica a las grandes cuestiones que hoy preocupan y angustian a la sociedad en el mundo: los pecados y errores de la propia Iglesia, la crisis económica y moral, los movimientos migratorios y la pobreza, el terrorismo y el fundamentalismo integrista, los conflictos bélicos, las catástrofes medioambientales, etcétera.

lunes, 8 de febrero de 2010

Fundamentalismo democrático

«¿Es la corrupción un mal menor que se produce en nuestro sistema democrático, como se suele pensar, o es un rasgo inherente a la propia democracia? ¿Pueden los instrumentos del Estado de derecho acabar con la corrupción política como si de cualquier caso de delincuencia común se tratase? ¿Acaso es la democracia un sistema inmune, inatacable y perfecto que no puede verse dañado nunca por la corrupción?

Con gran sutileza conceptual y mordacidad polémica, el filósofo Gustavo Bueno analiza las ideas de corrupción y de democracia y trata de establecer su conexión interna. A continuación, hace un estudio exhaustivo de algunos de los casos más sonados de perversión democrática (corrupción no delictiva) que se han producido en España en los últimos años: el proyecto de ley de plazos del aborto, el «complejo de Jesucristo» del juez Garzón, los estatutos de autonomía y la opa hostil a Endesa, así como las leyes de memoria histórica, de matrimonios homosexuales o contra la violencia de género.

Una obra que somete a crítica los principios ideológicos del fundamentalismo democrático, que considera a la democracia como la forma perfecta de la sociedad política, el fin de la historia y el mejor de los mundos posibles.»

El fundamentalismo democrático
La democracia española a examen

Temas de Hoy, Madrid 2010
157×235 mm, 416 páginas, ISBN 978-84-8460-826-4
Primera edición: enero 2010 [en las librerías el 13 de enero]

jueves, 17 de diciembre de 2009

La Declaración de Manhattan

Un llamamiento a que los cristianos defiendan sus ideas como ciudadanos

Ante los intentos de intimidación de algunos grupos, 152 líderes religiosos de tres confesiones cristianas de EE.UU. (ortodoxos, católicos y evangélicos) han firmado la Declaración de Manhattan. Se trata de un llamamiento a los cristianos para que no abdiquen de sus convicciones en los debates públicos sobre la vida, el matrimonio, la libertad religiosa y la objeción de conciencia.

Ahora toca a los cristianos de a pié actuar.

El origen del manifiesto se encuentra en la polémica que ha suscitado la reforma sanitaria de Barack Obama, donde la financiación del aborto se ha convertido en un tema conflictivo (cfr. Aceprensa, 9-11-2009).

domingo, 12 de julio de 2009

La democracia hipertrofiada

Por Javier Redondo, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid, en El Mundo, 9 de julio de 2009

Argumenta Ignatieff que al tratar de convertir por inercia demandas en derechos corremos el riesgo de debilitar los ya existentes y, sobre todo, los fundamentales. La razón es sencilla: lo menos se equipara con lo más; lo accesorio se iguala a lo prioritario. Algo similar, aunque en otro plano, ocurre con la democracia. Recurrir al verbo democratizar para referirse a todo buen propósito, por difuso y etéreo que sea, y al adjetivo democrático como cualidad adhesiva a cualquier sustantivo que se precie, oscurece el verdadero significado de la democracia y la vacía de contenido.

El afán por democratizarlo todo pervierte la esencia de la democracia, provoca una mutación semántica y la consecuente pérdida de perspectiva respecto delo que es y significa en las sociedades libres. La democracia se torna a la postre en un fin en sí mismo, intangible e inabarcable mientras corremos el riesgo de ningunear o erosionar los medios e instrumentos que permiten garantizar la verdadera naturaleza de las sociedades abiertas y plurales: la libertad de los individuos y la solidez de las instituciones sujetas a Derecho, sobre cuyas espaldas descansan las democracias. Muchas de estas instituciones son democráticas por el mero hecho de estar bajo el imperio de la ley, independientemente de criterios relativos a su composición o funcionamiento. ¿No sería una extravagancia democratizar el acceso a las Reales Academias o las oposiciones para la Administración?

En este sentido, en los últimos meses la prensa ha recogido afirmaciones de este tipo:
«Hay que democratizar la energía»; «Hay que democratizar la educación»; «Hay que democratizar el conocimiento»; «Hay que democratizar el lenguaje»; «Hay que democratizar el periodismo»; «Hay que democratizar la justicia»; «Hay que democratizar el fútbol»; «Hay que democratizar las herramientas de trabajo» y, atentos; se han de «democratizar los sentimientos». A pesar de que todos estos buenos deseos hayan sido expresados por profesionales muy competentes, convendrán conmigo en que cuando no se incurre en el absurdo la fórmula se resiente por el abuso. Tanto se manosea la palabra democracia que su valor se ha depreciado, lo cual nos sitúa ante una singular paradoja: la democracia se devalúa por deificación.

Por otra parte, aunque no esté muy claro el objetivo último de algunos de estos empeños democratizadores, dichas expresiones se vuelven irrebatibles, a pesar de su ambigüedad, simplemente porque se han construido bajo la rúbrica divinizada, lo que les otorga una aparente pero en el fondo débil consistencia. Como se trata de democratizar, no cabe discusión. De tal modo que el frenesí democratizador reduce el espacio para la confrontación de ideas y amplía el horizonte inquisitorio de la corrección política. Apelar a la necesidad de democratizar no sólo denota un gusto pertinaz por el adorno, constituye un recurso muy útil para la vacuidad e imposición ya que fagocita el discurso en sentido contrario. Es fácil defender un argumento utilizando el prestigioso comodín de la democracia, pero resulta complejo rebatirlo sin enfrentarse a un pelotón de biempensantes.

En suma, el aparentemente inofensivo manoseo de la palabra democracia contribuye a revisar las reglas del juego. El collage resultante acaba por distraemos y socavar los principios asociados a los regímenes pluralistas y competitivos. En la mayoría de los contextos citados ha de entenderse que democratizar es sinónimo de aproximar. Hasta aquí, nada que objetar, al margen de lo alambicado de algunas de las propuestas mencionadas.

Pero democratizar significa también ampliar el ámbito de decisión y, en consecuencia, hacer partícipes, en igualdad de condiciones, a todos los ciudadanos qué se crean afectados por ella. No podemos pasar por alto que, en última instancia, democratizar implica diluir las jerarquías porque la bondad o idoneidad de una decisión no estaría basada en el juicio competente, riguroso o técnico, en el mérito o en la capacidad de quien lo emite, sino en la mera suma de voluntades.

Siguiendo este razonamiento, el fervor democratizador pone el acento en el lado más perverso de la igualdad, derivando en la tiranía provisional y circunstancial de la mayoría y eliminándola validez de la decisión basada en el conocimiento. En definitiva, democratizar es igualmente relativizar y, por descontado, ideologizar, ya que de alguna forma hay que instruir la voluntad de las que deciden desde la inopia: Por eso, sólo hay una manera de poner a salvo las democracias del funambulismo conceptual: asumir que tienen una dimensión horizontal que las legitima y una dimensión vertical que las protege...

sábado, 4 de julio de 2009

Racionalidad democrática

Por Alejandro Llano, en Análisis Digital, 18 de junio de 2009

La tarea de la España actual es la regeneración de la vida democrática

La democracia es el régimen político en el que la sociedad se rige por la razón y no por la fuerza. De ahí lo paradójico de que, en una democracia consolidada, el uso de la razón esté sofocado por el pragmatismo rampante o una ideología de cadencia totalitaria. Pongo un ejemplo cercano y patético. En plena campaña para las elecciones europeas, Leire Pajín anuncia un acontecimiento de alcance planetario: la coincidencia histórica de que dos políticos progresistas, Obama y Zapatero, dirijan los respectivos destinos de América y Europa.

Bajo algunos aspectos, vivimos en una democracia ficción. Los modos de pensar dominantes no reflejan una racionalidad humanista, según la cual el poder surge libremente de los ciudadanos, sino que las burocracias y tecnocracias intentan imponer ese “inmenso poder tutelar” que Tocqueville atribuía a la corrupción del régimen democrático.

Entre los conservadores rige aún la ilusión de que la razón económica es la decisiva para la toma de decisiones. Pero, como ha advertido Jesús Ballesteros, el economicismo es nihilista, pues se atiene a una lógica de medios de la que están ausentes los fines y valores que han de dar razón de las acciones humanas. Las limitaciones de este planteamiento se están palpando con ocasión de la crisis económica. Tras afirmar durante años que el avance de la economía y del management haría imposible otro episodio semejante al del 29, no sabemos a ciencia cierta cuáles son las causas de la actual situación y cómo se pueden remediar. Sólo hay algo seguro: el origen de la crisis se sitúa en un nivel más hondo que el vislumbrado por los modelos económicos y las técnicas empresariales.

Si precaria es la situación de las derechas, peor es la de las izquierdas europeas, que llevan años sin levantar cabeza. El hecho de que en España aún gobiernen los socialistas se debe a la penuria conceptual de los conservadores y a la escasa cultura política que arrastramos como pesada herencia de la dictadura franquista. Del marxismo que les inspiró durante décadas —y que abandonaron sin ninguna autocrítica— sólo les queda el determinismo económico que, paradójicamente, comparten con la derecha capitalista. Pero se mueven con prepotencia en el terreno ético y cultural, con un vocabulario ideológico supuestamente progresista que oculta su carencia de un paradigma intelectual que hoy pudieran defender públicamente.

La gran tarea de la España actual es la regeneración de la vida democrática. Lo perentorio de este cometido ha quedado claro, por si hiciera falta, en esta campaña electoral, especialmente con las intervenciones de Zapatero y sus colaboradores más próximos, que se han movido en vuelo rasante.

No bastan las apelaciones retóricas a la moral, sobre todo si se sitúan en ámbitos como la ética empresarial y la bioética. Porque el espectacular despliegue de la ética de los negocios ha coincidido con los grandes escándalos financieros; mientras que los principales valedores de leyes notoriamente injustas, como es el caso del proyecto de ampliación del aborto, son precisamente algunos de los que figuran al frente de comités de bioética. El paso del moralismo al inmoralismo es un movimiento tan repetido históricamente que no debe asombrar a nadie.

Precisamente porque estamos tocando fondo, es la hora de comenzar a plantearnos las cosas con hondura y radicalidad. La democracia no se puede fundamentar en el relativismo ni en la ausencia de valores; tampoco en la grandilocuencia de discursos ideológicos definitivamente archivados. Es preciso abrir espacios para el pensamiento político riguroso y para el despliegue de una vida cultural que no se confunda con el mecenazgo publicitario ni con ambiciones de alcance municipal. Una sociedad democrática es una sociedad culta y educada que no se alimenta de placebos ni traga lo que le echen. Ojalá las elecciones de este domingo primaveral supongan avances hacia una seria racionalidad humanista, no menguada ni arqueológica, inspiradora de una democracia que deje de ser ficticia.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Fundamentalismo democrático

Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gaceta de los Negocios.

Si cabe una democracia totalitaria, también es posible un fundamentalismo democrático. Una de las anomalías de nuestro tiempo es la pretensión de que el creyente, especialmente si es cristiano, y, más aún, si es católico, no puede ser un ciudadano democrático, y debe ser excluido de la vida pública, a menos que renuncie en ella a sus creencias religiosas.

Es la consecuencia de un equivocado entendimiento de las exigencias de la secularización y de la separación entre Iglesia y Estado. Probablemente se trate de algo peor. El principio democrático que atribuye a cada ciudadano un voto no queda condicionado por la forma en que se haya decidido ese voto.

En una sociedad democrática, no se le pregunta a cada ciudadano sobre la procedencia, religiosa o no, de sus principios, convicciones y valores. Basta con que exponga su posición y razones, sin imponerlas. El problema es que la falacia del laicismo militante pretende que toda creencia religiosa entraña la asunción del fundamentalismo. En realidad, el fundamentalista es él.

Quizá convenga precisar algo el término. El fundamentalismo consiste, al menos en su sentido más genuino, en la pretensión de convertir una determinada revelación religiosa, un texto sagrado, en Derecho. Las leyes jurídicas vendrían así a contenerse en el texto sagrado o en la interpretación dominante de él. Pero cuando un hombre religioso participa en la vida pública democrática, al menos en España y en las sociedades occidentales, no pretende nada de eso. Se limita a expresar su posición y convicciones. Igual que los agnósticos o ateos. El fundamentalismo religioso considera que el texto sagrado es el texto legal (en sentido jurídico). Cabría entonces hablar también de un fundamentalismo democrático que pretende lo contrario, es decir, convertir el texto jurídico en verdad sagrada y el Derecho en Moral.

En realidad, estamos ente una interesada y antidemocrática estrategia de exclusión del adversario. La prueba está en que no se le reprocha nada al creyente cuando coincide con la opinión progresista dominante, pero sí cuando se aparta de ella. Un ejemplo. Cuando un creyente se opone a la legalización del aborto o la eutanasia, no exhibe sus creencias religiosas particulares ni pretende imponerlas a los demás; simplemente, extrae las consecuencias lógicas del precepto: «no matarás». Y apela a argumentos y razones, y no a su fe religiosa.

La prueba es que muchos agnósticos pueden compartir y de hecho comparten esa posición. Su actitud en esto es semejante a la de los demás ciudadanos, a quienes no se les interroga acerca del origen de sus seculares y laicas convicciones. En definitiva, la creencia religiosa sólo excluye de la práctica democrática a quien la posee si renuncia a apelar a argumentos y razones o trata de imponerla por la fuerza. La pretensión de convertir al creyente, especialmente al cristiano, en un apestado democrático es un atentado contra la democracia y contra la verdad histórica.

En conclusión, si el fundamentalismo religioso aspira a convertir una moral derivada de la fe en Derecho, el fundamentalismo seudodemocrático pretende convertir la ley democrática en moral absoluta. Son dos caras del mismo mal.

La diferencia estriba en que mientras el primer riesgo es prácticamente inexistente en las religiones cristianas, el segundo es muy frecuente entre los fundamentalistas ateos. El fundamentalismo se combate con una distinción nítida, que no separación, entre el Derecho y la Moral. Mientras que la Moral es, ante todo, asunto de la conciencia personal y está orientada al perfeccionamiento del hombre, el Derecho persigue fines sociales y, concretamente, la búsqueda de la justicia y de la paz social.

Pero cuando el Derecho aspira a suplantar a la Moral, abandona la democracia y se adentra en el ámbito del fundamentalismo. Una cosa es que, en una democracia, el Estado no asuma ninguna confesión religiosa, y otra muy distinta y antidemocrática, que la democracia se fundamente en el agnosticismo.

domingo, 19 de octubre de 2008

La muerte de Sócrates

Por Ignacio Sánchez-Cámara. Obtenido en Quaestio.

Pocos acontecimientos hay tan clarificadores y memorables en la historia espiritual de Occidente como la muerte de Sócrates en la democracia ateniense. Pocas lecturas, por tanto, tan esclarecedoras como la Defensa redactada por Platón, iluminada por el diálogo Gorgias y su contraste entre la enseñanza socrática y la de los sofistas, mercaderes de los alimentos del alma. Víctor Pérez-Díaz acaba de titular un excelente ensayo así: El malestar de la democracia.

Y este malestar acaso tenga mucho que ver, como ha afirmado Olegario González de Cardedal en una perdurable Tercera de ABC, con la conversión de la democracia en ídolo, al margen de toda consideración de la idea del bien y la justicia, y de la ejemplaridad de las figuras morales. “La medida y grandeza de un país es proporcional al número de hombres y mujeres que se afirman desde la voluntad de verdad frente a la voluntad de poder”. Y, sin embargo, se pretende que la democracia pueda prescindir de la verdad moral hasta llegar a suplantarla.

Cuando las masas son divinizadas en las democracias es para utilizarlas con fines perversos. Nunca se insistirá lo bastante en la primacía de la cultura. Así lo hace Pérez-Díaz. Una sociedad obsesa con la riqueza, el placer y el poder tiende a subestimar la importancia de la cultura. Pero, en verdad, ni la política ni la economía poseen autonomía frente a ella. No existen ellas por sí mismas, sino insertas en el ámbito de la cultura.

Las oligarquías que tienden a apoderarse de la democracia, degradándola, lo saben muy bien. Siempre procuran controlar la cultura, aunque, en realidad, sólo son capaces de alentar una decadente contracultura adormecedora y estéril. El mal no es exclusivo de la derecha ni de la izquierda, pero ésta última revela una capacidad muy superior en el arte engañoso de la manipulación cultural. No es superior en la cultura. Sólo es superior en el arte de la propaganda (pseudo) cultural. En esto, sólo tiene competencia en los nacionalismos.

Puede comprobarse en la habilidad que exhiben para hacerse con las consejerías de Educación y Cultura en las regiones en las que gobiernan. Así sucedió en el País Vasco. Uno de los episodios más lamentables de nuestra democracia fue la cesión del poder al PNV por parte del Partido Socialista, que había ganado las elecciones autonómicas. Se impone así en las democracias decadentes una falsa cultura sofística. Y vuelve aquí Platón. Sócrates no era de derechas ni de izquierdas, sino del minoritario partido de la búsqueda de la verdad y la justicia. Frente a él, tiende a imponerse en las democracias la falacia de la cultura sofística de la oligarquía, que halaga al pueblo para mantenerse en el poder. Un poder que sólo es un bien para el que lo posee si lo utiliza al servicio de la justicia. Tres son los medios para este proceso de apropiación ilegítima y suplantación de la verdadera cultura: el control de la Educación, la utilización abusiva de los medios y el empleo de los aparatos de propaganda política.

El resultado es la reducción al silencio de lo que González de Cardedal llama figuras morales frente a los ídolos. El secreto de la manipulación cultural se reduce a una norma: reducir al silencio, ningunear como se suele decir, a los socráticos, a las nobles figuras morales que se ocupan ante todo de los fines últimos y supremos. El secreto de la política demagógica y oligárquica se reduce hoy a un sólo principio: renovar la muerte de Sócrates.

viernes, 21 de marzo de 2008

El ancestral desprecio de la política

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, 13 de marzo de 2008

La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía

En el origen de la tradición occidental de la filosofía política se encuentra, como advirtió Hanna Arendt, el desprecio de Platón hacia la política. Los hombres sabios siempre han tendido al descrédito de la política, percibida como un mal necesario. “En suma, cuando los filósofos empezaron a ocuparse de la política de un modo sistemático, la política se convirtió para ellos al punto en un mal necesario”. Los filósofos forman una comunidad de hombres dedicados a la vida contemplativa en busca de la verdad.

El problema es que este ideal de vida no es posible sin un arreglo razonable de los asuntos que conciernen a la vida social. Desde entonces, la filosofía política tiene como finalidad esencial la determinación de las condiciones de la vida social que permitan la existencia de la vida filosófica. Ya que no pueden gobernar los más sabios, que al menos se establezcan unas condiciones de vida colectiva que permitan a unos pocos la posibilidad de una vida virtuosa dedicada a la filosofía. La buena política es la que no impide la vida filosófica. La justicia no es sino el conjunto de condiciones que permiten, o no impiden, la vida en la verdad. Algo parecido sucede en Aristóteles, para quien la política no es un fin en sí misma, sino un medio. Por sí misma, la política carece de fin. “La filosofía política nunca se recuperó de este golpe asestado por la filosofía a la política en el comienzo mismo de nuestra tradición”. Nadie llegó tan lejos como Platón en el recelo hacia la política; tampoco ningún filósofo estuvo tan cerca de sucumbir a su hechizo. Fue el primero en comprender la imposibilidad de un Estado fundado sobre la autoridad espiritual. El Gobierno de los sabios, lejos de ser una utopía totalitaria, es una pura imposibilidad. En su República estableció de manera persuasiva la dificultad insalvable de la realización de la política socrática. La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía. Y no sólo lo afirmó porque experimentara la decadencia de la democracia ateniense, o la condena de su maestro Sócrates, o la derrota frente a Esparta. El filósofo no puede (acaso tampoco debe) gobernar. Sólo puede aspirar a preservar, de manera precaria, su vida filosófica en el seno de la comunidad política.

Los pueblos democráticos se parecen a un tribunal de niños que tuviera que elegir entre el médico y el pastelero. Pocas dudas pueden caber acerca del resultado de su elección.

En este sentido, la democracia, como la política en general, viene a ser en nuestra tradición, un mal necesario, deseable más por los males que evita que por los bienes que proporciona. La democracia permite tanto la elección de Churchill, como la de Hugo Chávez. No vienen sus ventajas por el lado de la selección de dirigentes. En el mejor de los casos, reflejará el nivel de educación y de buen sentido de sus ciudadanos. Sus ventajas provienen de los males que evita y, en particular, de la garantía de los derechos y la protección frente a los abusos del poder. Y ni siquiera esto lo garantiza del todo. La justicia no radica en las convenciones democráticas, sino en aquello que permite la existencia de la vida virtuosa bajo la autoridad espiritual. Desde Platón y Aristóteles, la tradición de la filosofía política occidental intenta escapar de este oscuro dictamen filosófico sobre la política. La verdad es que sólo lo consigue parcialmente y en algunos escasos momentos. Decía Ortega y Gasset que quien no se ocupa de política es un inmoral, pero quien sólo se ocupa de ella y todo lo ve políticamente es un majadero.

domingo, 10 de febrero de 2008

Iglesia, laicismo y sociedad civil

¿Puede la Iglesia proponer estilos de vida beneficiosos para la sociedad?


Por Emilio Chuvieco, Forumlibertas, el 15 de junio de 2005


Cualquier persona medianamente instruida no debería sorprenderse ante las críticas de la Iglesia a los matrimonios de homosexuales, pues ésa ha sido siempre su postura, que basa en argumentos bien asentados en la moral, la Historia y el derecho comparado. No es el objeto ahora comentar esos razonamientos, sino la legitimidad de la Iglesia para proclamarlos, e incluso para sugerir a los católicos que opongan la razón de su conciencia al cumplimiento estricto de la ley que ha aprobado mayoritariamente el Congreso.


Diversos dirigentes de partidos de izquierda, además de –como es lógico- los colectivos más directamente afectados por la reforma jurídica, tildan a la Iglesia de no estar de acuerdo con la realidad social, de ponerse al margen de la democracia, e incluso –nada menos- que en contra de la Constitución. Así lo afirmaba, con las escasas matizaciones que suele utilizar en su lenguaje, Gaspar Llamazares en una entrevista televisiva.


Para estas personas, parece evidente que sigue confundiéndose el concepto de estado laico, con el de estado ateo, donde la Iglesia debería desaparecer, o al menos estar lo más oculta posible en las catacumbas. Que un grupo religioso, o de cualquier otro tipo, califique una ley como contraria al bien común, no debería sorprender a ninguna persona amiga de la libertad, por más que piense que estén equivocados. Que una ley sea votada en el Parlamento no la hace moralmente más aceptable, por mucha legitimidad democrática que tenga.


Supongo que no será preciso recordar las muchas barbaridades que se han aprobado en los Parlamentos de nuestras democracias occidentales; sin ir más lejos, la postura del gobierno –de entonces- sobre la guerra de Irak. Me parece recordar que en ese momento ni a Gaspar Llamazares ni a otros dirigentes de izquierda les pareció antidemocrático manifestarse en contra de tal resolución, y recomendar a sus seguidores que hicieran todo lo posible para dejarla sin efecto.


Si lo que quieren decir es que la Iglesia no debería existir en una sociedad democrática, que lo digan tal cual: algunos partidarios encontrarán, aunque otros muchos pensarán que eso es contrario a la Constitución, que acepta la libertad de pensamiento. Ahora bien, si admiten que exista la Iglesia, tendrán que admitir que sus representantes se manifiesten a favor de lo que consideran progreso, y en contra de lo que no estiman que lo sea.

Me parece que nadie tiene la exclusiva para calificar algo como progresista, salvo que demuestre con claridad que implica un verdadero progreso, y eso no es el caso en el tema que nos ocupa. La Iglesia no invade el ámbito político cuando se manifiesta en contra de una regulación jurídica que tiene claramente unas implicaciones morales, que son de su competencia, como no lo invade Greenpeace cuando se declara en contra de los transgénicos o la energía nuclear, que son de la suya. Ambas sociedades cumplen su función primordial: proponen un estilo de vida que consideran beneficioso para la especie humana.

Si miembros de Greenpeace obstaculizan el paso de un convoy nuclear, pueden tener sanciones –incluso penales- pero nadie lo considerará como retrógrado o antidemocrático. No veo por qué tendría que serlo alguien que se oponga a lo que, honradamente, piensa que va a deteriorar gravemente a la familia.

Cuando Greenpeace califica la acción de un gobierno como positiva o negativa para el medioambiente no está haciendo política, sino únicamente aplicando su experiencia sobre ese ámbito y es consecuencia de los valores que defiende. No supone que imponga esa concepción a personas que no se sientan ecologistas, aunque las medidas que sugiere vayan a afectarles a todos, porque piensa, honradamente, que a todos van a beneficiar.


Cuando la Iglesia califica la nueva regulación del matrimonio como nefasta podemos al menos asumir que lo hace con el mismo ánimo. Se dirige a todos, no solo a los católicos, porque estima que todos se verán perjudicados por esa disposición, y no hace política por ello: tan solo expresa, honradamente, su opinión.

jueves, 17 de enero de 2008

La izquierda anacrónica

Por JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS, Director de ABC, el 13 de enero de 2008

EL pasado mes de agosto falleció en París su arzobispo emérito, el cardenal Lustiger. Fue un hombre importante de la Iglesia en Francia y en Europa. Nicolás Sarkozy, a la sazón de vacaciones en los Estados Unidos, regresó a la capital francesa para asistir a las honras fúnebres del prelado de origen judío y se fotografió al pie del féretro. Estaba allí, junto al ataúd de un cardenal, el presidente de la República laica por definición, la francesa. En el Reino Unido de la Gran Bretaña -cuyo himno comienza con las palabras «Dios salve a la Reina»- la soberana es la cabeza de la Iglesia anglicana, y ni conservadores ni laboristas -ahora en el Gobierno- han puesto en duda, de una parte, la separación nítida y neta entre la Iglesia y el Estado, y, de otra, la continuidad de esta fórmula tradicional que personaliza el régimen constitucional consuetudinario de los británicos.

En Italia, el Papa es considerado un referente para unos y otros, como quedó demostrado el jueves cuando Benedicto XVI recibió en audiencia al alcalde de la ciudad eterna -Walter Veltroni- llamado a suceder en el liderazgo de la izquierda a Romano Prodi. El Papa habló ante el edil romano -homosexual según su sincera declaración- en los mismos términos que utilizó el siete de enero ante el Cuerpo diplomático acreditado cerca de la Santa Sede y el 30 de diciembre pasado con motivo de la concentración en defensa de la familia celebrada en la plaza de Colón de Madrid. Como el viernes recordaba en esta misma página el eminente jurista Manuel Jiménez de Parga, el ex presidente Bill Clinton declaró, con motivo de la presentación del mapa oficial del genoma humano, lo siguiente: «Hoy estamos aprendiendo el lenguaje con el que Dios creó la vida. Estamos llenándonos aún más de asombro por la complejidad, la belleza y la maravilla del más divino y sagrado regalo de Dios». Por fin, Angela Merkel, en su imparable ascensión al liderazgo de los critianodemócratas alemanes, pronunció un memorable discurso en el que reivindicó la vigencia de los valores morales del cristianismo como criterio ético para el ejercicio de la responsabilidad de gobierno.

Todos estos países son democracias avanzadas en las que el anticlericalismo ha desaparecido -y es, además, despreciado- como recurso de agitación y propaganda. Sus gobiernos en ningún caso entran en polémica pública e institucional con la Iglesia, a pesar de que los prelados -como ocurre en España- tanto en instrucciones pastorales de las Conferencias respectivas como a título individual critican -y lo hacen con diafanidad- decisiones políticas, legislativas y administrativas de los poderes públicos.

Sin embargo, la izquierda española, recurriendo a la peor de sus tradiciones, precisa de arremeter contra la Iglesia -cuya jerarquía, se esté o no de acuerdo con sus mensajes, no ha dejado de decir las mismas cosas desde siempre- para legitimar medidas que quiebran el esquema de valores cívicos mayoritarios en nuestro país que son de extracción confesional católica. Y es que este es el problema: que, a diferencia de lo que sucede en otras democracias, la izquierda en el Gobierno de la nuestra se comporta con un nihilismo camuflado en una supuesta tolerancia que se formula así: «¿Y por qué no?».

Cuando no hay un sustrato cívico, un proyecto ético comunitario, cuando se transmite el falso dogma de que lo «democrático» moraliza cualquier tipo de decisión, sucede lo que aquí ocurre: que nuestra sociedad no está vertebrada por un sistema común de criterios y principios. Y ese vacío de proyecto se sustituye con comportamientos reactivos y de agitación social ante el discurso -formulado en alguna ocasión con mayor o menor fortuna dialéctica- de la jerarquía eclesiástica. Es lo que hacía la izquierda de hace muchos años; pero no es la práctica de las izquierdas europeas que mayoritariamente recelan del aventurerismo ético y social del Gobierno de Rodríguez Zapatero.

domingo, 13 de enero de 2008

En honor de Dios

Cebrián pretende que los obispos no puedan emitir opiniones sobre la moralidad de las leyes

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 10 de enero de 2008

Juan Luis Cebrián publicó ayer en El País un artículo titulado “El honor de dios” (si se le disputa la existencia, no es extraño que se le confisque la mayúscula). Los académicos son inmortales, pero no, desde luego, infalibles. El autor puede adherirse al laicismo radical, pero no invocando la Constitución española. Nuestra Carta Magna no instituye el laicismo; ni siquiera lo menciona. Ni tampoco la “separación” entre el Estado y la Iglesia (o las iglesias). Lo que establece es esto: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. (artículo 16.3).

El artículo de Cebrián arranca con un descubrimiento sorprendente. “Sabemos que el cardenal Rouco Varela no es partidario del divorcio”. Bueno, ni el Papa, ni el resto de cardenales y obispos, ni Jesucristo (se lo puede decir el teólogo José Blanco), ni la tradición de la Iglesia, ni el Código de Derecho Canónico lo son. La verdad es que en esto monseñor Rouco no es nada original. También se equivoca el periodista por lo que se refiere al entusiasmo del cardenal por un divorcio concreto, el de la princesa Letizia, que le permitió oficiar la ceremonia religiosa de su boda con el Príncipe de Asturias. Lo cierto es que, aunque no se hubiera divorciado, habría podido contraer matrimonio canónico, ya que su matrimonio anterior fue sólo civil. A efectos canónicos era soltera, no divorciada.

El articulista sostiene que la concentración religiosa de la plaza de Colón en defensa de la familia fue un acto político porque se expresaron críticas al Gobierno. Es su criterio, pero, en ese caso, también lo habría sido aunque se hubiera apoyado al Gobierno e incluso aunque no se hubiera dicho nada al respecto. Lo que se pretende es que los obispos no puedan emitir opiniones sobre la moralidad de las leyes, que es lo que han venido haciendo, entre otras cosas, desde los orígenes del cristianismo. La crítica a los poderosos se remonta a los profetas de Israel y llega hasta Benedicto XVI, pasando por la Escuela de Salamanca. Se diría que el académico quisiera abolir tan larga tradición crítica, en beneficio de los poderosos de la tierra. Tampoco puede reprimir su adhesión a la marea crítica contra la Transición. Y no parece que tenga muy claras las ideas acerca del fundamentalismo. Pretender que la moral cristiana influya en las leyes no es rasgo fundamentalista. Si cualquier organización puede opinar sobre ellas, no se ve por qué si es la Iglesia la que lo hace incurre en fundamentalismo. No es, por eso, muy feliz su comparación entre las madrazas islámicas y las escuelas católicas, ya que lo que puede resultar intolerable en aquéllas no es su carácter religioso, ni su aspiración a influir en la moral social y en las leyes, sino sus eventuales ataques a los principios fundamentales del orden público. No parece, por lo demás, que el Islam haya contribuido tanto como el cristianismo a la civilización democrática y liberal. Su afirmación de que la Iglesia española es el ariete intelectual y el instrumento de propaganda del Partido Popular, que cuenta poco más de dos décadas de existencia, da un poco de risa. De ser cierto, que no lo es, sería más bien al contrario.

Pero claro, la cuestión fundamental es ¿quién manda? Y, ciertamente, si hablamos de mando o poder político, hay que contestar que el Gobierno (aunque no sólo él, si es que estamos en una verdadera democracia liberal). Pero una cosa es el poder político y otra la autoridad espiritual. Y ésta la tiene no quien decide el Gobierno o la mayoría parlamentaria, sino quien la tiene. Pero el Ejecutivo actual parece inútilmente empeñado en que a él le corresponde también la autoridad moral. Por lo demás, hay que exhibir una inmensa ignorancia acerca de los escritos de Ratzinger para atribuir al Santo Padre la consolidación de “las corrientes integristas y retrógradas dentro de la institución”. En caso de duda, puede Cebrián consultar a Habermas, y le corroborará el intenso y fecundo diálogo filosófico-teológico que Ratzinger ha promovido entre el cristianismo y la modernidad. Por cierto, Ortega y Gasset afirmó que la modernidad era el fruto tardío de la idea de Dios. Es muy probable que la Iglesia española se equivocara en su adhesión al franquismo, pero quien critique esa posición haría bien en recordar también la atroz persecución que acababa de sufrir. No es esto una justificación, pero sí una verdad. Sobre la democracia interna de la Iglesia, baste decir que la democracia es un principio válido para regir los asuntos políticos, pero ni Dios es un jefe de gobierno ni la Iglesia una organización política. Hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Eso no significa, ciertamente, que el César tenga legitimidad para derogar el Decálogo o el sermón de la montaña. De lo que ahora se trata, al parecer, y nada tiene que ver ni con la Biblia ni con la democracia liberal, es de fingir un poder político que ha comido del árbol de la ciencia del bien y del mal, de fabricar un César sin Dios.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Sociedad democrática y religión

Por José María Beneyto, en ABC, el 7 de enero de 2006

Una sociedad democrática que socave sus fundamentos morales está condenada al fracaso. De la misma manera, una sociedad democrática avanzada, como a la que aspira nuestra Constitución de 1978 desde su preámbulo, es aquella en la que la libertad y el respeto a los derechos humanos tienen un fuerte anclaje en convicciones que no dependen de la voluntad política o de los humores de los Gobiernos de turno. Desde los orígenes del pensamiento liberal y democrático, desde Adam Smith, Kant o Tocqueville, el consenso sobre el fundamento ético de las sociedades modernas es incuestionado.

Hay aquí un elemento esencial para la convivencia, que ha sido resaltado desde órbitas ideológicas muy distintas en las últimas décadas. La sociedad democrática, como escribiera hace años el jurista y juez constitucional alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar. La democracia vive y pervive gracias al humus ético y moral que procede de otras instancias distintas a las instituciones del Estado: la religión; una historia e identidad comunes; o instituciones de solidaridad natural, como la familia.

Por ello pensar que la fragmentación de la sociedad y de instituciones básicas para la misma, o una falsa politización a través del pluralismo de grupos enfrentados y la entronización del discurso de las minorías, puedan suponer una mejora de la convivencia de los españoles es caer en una de aquellas fantasías de Alicia que tanto entretuvieron a Lewis Carroll.

También Jürgen Habermas y Francis Fukuyama han coincidido en su diagnóstico sobre la tentación de querer prescindir de esas otras instancias sociales generadoras de sentido. Los dos han estado de acuerdo en alertar sobre el hecho de que nuestra civilización bien pudiera estar tentada por quebrar las vasijas de barro que contienen su más preciado grial: la idea de la dignidad humana y de preservación y defensa de la vida que da sentido y continuidad a nuestros sistemas democráticos y a la protección de la libertad y los derechos humanos.

Desde los orígenes de la larga lucha de Europa y Occidente por la libertad, su fundamento ha sido la idea de la dignidad humana. De manera particularmente gráfica en Kant y en gran parte de la ilustración liberal, la libertad política y los derechos humanos no se entienden sin el énfasis de esa referencia a algo inalienable, inviolable y sagrado que alienta en el ser humano.

La fundamentación de la moral en la modernidad juega ya con esta doble perspectiva: por una parte, la legítima secularización de los preceptos de la religión, con el fin de constituir un ámbito autónomo de la política; y, por otra, el mantenimiento del eco de una autoridad divina que otorga al cumplimiento de los deberes morales y cívicos una dimensión mucho más amplia que la del puro interés propio. La mayor parte de la historia del pensamiento democrático europeo, así como las solemnes Declaraciones de derechos humanos del último siglo, reposan en ese arco de bóveda que es la creencia en el sentido transcendente de la dignidad de toda vida humana.

En su discurso de recepción en Frankfurt del premio de la paz de los libreros alemanes, Jürgen Habermas llamó lúcidamente la atención sobre la necesidad que experimenta la sociedad democrática avanzada de apoyarse en la tradición religiosa para preservar un espacio público democrático.

Es cierto que a lo largo de la evolución de la modernidad se ha producido un proceso de secularización, a través del cual la filosofía, la ética y la política se han ido apropiando, traduciéndola al lenguaje de la sociedad pluralista, de gran parte de la herencia cultural del cristianismo. Ello supone que, si desde el punto de vista de la evolución cultural, en su inicio la helenización del cristianismo condujo a una simbiosis entre metafísica (griega) y religión (cristiana), la modernidad ha tenido como una de sus tareas principales la disolución de este vínculo, con el objetivo de fundar la sociedad y la política democrática sobre las bases de una ética racional, pública y pluralista.

Sin embargo, la paradójica situación de la cultura europea al inicio del siglo XXI lleva a constatar que la sociedad democrática necesita continuar nutriéndose, para poder seguir fundamentando éticamente sus propias premisas, del cristianismo.

Los derechos fundamentales y los principios sobre los que estos se asientan -dignidad humana, libertad e igualdad de naturaleza, solidaridad entre generaciones y grupos sociales, y apertura al otro-, en definitiva, el núcleo de una Constitución democrática y de la misma idea de tolerancia pluralista, no son preservables sin el vínculo social que aporta la religión.

Nuestra convivencia, el nexo que procede del reconocimiento mutuo como seres dotados de igual dignidad y libertad no consigue basarse exclusivamente en el contrato, en la elección racional o en la idea de máxima utilidad. Incluso el utilitarismo, el contractualismo o la teoría de la elección racional no pueden prescindir -desde la perspectiva de la filosofía política- de la imagen de una comunidad ideal que procede de la idea mundanizada de un paraíso original, en el que libertad y naturaleza coincidirían. Intentar prescindir de la religión y de su proyección pública significa abrir las puertas al terror hobbesiano de la lucha feroz del hombre contra el hombre, eliminar cualquier resto de respeto al otro basándose en su propia dignidad como tal «otro».

Habermas y Fukuyama se refieren también en este contexto al debate sobre los límites de la intervención en la naturaleza humana, y a la prohibición de la eugenesia, de la clonación de seres vivos y de la modificación de esa naturaleza a través de la ingeniería genética. El no respeto de este tabú en favor de la vida provocaría la destrucción de unas libertades democráticas que se basan en el axioma intangible de la igualdad de los seres humanos y en el requisito de su indisponibilidad. Ni los seres humanos, ni las instituciones sociales, pueden estar a la libre disposición del ucase político del partido en el poder.

Ciertamente, el "common sense" de la sociedad liberal no puede basarse ni exclusiva ni directamente en los argumentos de la tradición cristiana, pero la búsqueda de un mínimo denominador común no puede llevar consigo una marginación o abandono de sus fundamentos histórico-culturales, si lo que se pretende es seguir avanzando como sociedad.

Esta fue la razón por la que nuestra Constitución en su artículo 16 definió el Estado como no confesional, pero a la vez entendió que las creencias y los sentimientos religiosos de los ciudadanos tienen una repercusión positiva para la convivencia y la preservación de las libertades y los derechos, por lo que es responsabilidad del Estado democrático favorecer un clima positivo para el florecimiento de esa dimensión esencial de la vida humana que hace que los ciudadanos se comporten de forma más responsable y solidaria. Este compromiso incluye en primer lugar la educación religiosa.

Por ello sorprende el lamentable error de perspectiva que parece haberse instalado en las filas del partido socialista -quizás sólo como una maniobra de distracción para no tener que acometer otras necesidades más urgentes y complejas de la política española-, que ha llegado a desenterrar un más que superado laicismo militante, marginando a la religión católica al exclusivo ámbito de la conciencia privada, o pretendiendo su equiparación con otras creencias y religiones en una idiosincrática versión de multiculturalismo religioso. En este sentido, nuestra Constitución es nítida en el reconocimiento no sólo de la importancia de la proyección pública de la religión para la salud de nuestra sociedad democrática, sino también de la necesidad objetiva de unas relaciones de cooperación particulares con la Iglesia Católica. La negación de la identidad y la tradición religiosa de una sociedad abocaría en último término a la disolución de sus raíces y defensas morales.

martes, 20 de noviembre de 2007

La laicidad del Estado tiene su origen en el cristianismo

Entrevista a Martin Rhonheimer, filósofo y sacerdote, en La Gaceta de los Negocios, hoy.

El profesor de Ética y Filosofía afirma: "la laicidad del Estado tiene su origen en el cristianismo".

Santiago Mata. Madrid.

Filósofo y sacerdote, Martin Rhonheimer nació en Zúrich (Suiza) en 1950. Es profesor de Ética y Filosofía política en la Universidad de la Santa Cruz (Roma); miembro del consejo editorial del American Journal of Jurisprudence y de la Academia Pontificia de Santo Tomás. Ayer pronunció una conferencia en el IESE de Madrid.

¿Cómo encuentra nuestro país después de muchos años sin visitarlo?
Hay muchas tensiones porque está en una situación de transición. Algunos piensan que España es católica y ya no lo es. Como toda crisis es una oportunidad, una crisis de crecimiento, como la adolescencia. Hoy España es un país normal, pero la normalidad incluye cosas problemáticas.

¿No es posible una sociedad cristiana?
Tiene que ser compatible con un Estado laico, con una cultura política que respeta la libertad, también y en primer lugar la libertad religiosa, que mantenga los logros de la modernidad, la democracia occidental que llamamos no-plebiscitaria, una democracia limitada, domada por los derechos constitucionales, porque los derechos humanos limitan la soberanía del pueblo, son estándares de derecho natural que indican que la mayoría no es el último criterio. La democracia no es sólo poder votar, es una cultura política compleja, que incluye la libertad, la competencia, los partidos, los derechos, la independencia judicial, un logro que hay que defender también contra la cultura islámica, que no reconoce la independencia y la separación.

¿Cuáles son esos aspectos problemáticos?
Hay un autor italiano que defiende como meta del laicismo actuar "como si Dios no existiera", es el credo laicista, que se enfrenta a lo dicho por Juan Pablo II de que leyes como la del aborto eran ilícitas y carecían de valor jurídico. Ratzinger explicó eso diciendo que no siempre es derecho lo que decide la mayoría. Para ese autor laicista, esto es fundamentalismo. Pero decir que carecen de valor tales leyes puede decirse en dos sentidos. En un sentido lo dice el que no la acepta y busca una nueva mayoría que la revise, pero reconociendo la estructura democrática: aunque algo sea derecho vigente, puede ser injusto y se puede luchar contra ello. Para eso está la democracia y eso no es fundamentalismo. En cambio, se puede criticar como si la cultura política que produce esas leyes fuera injusta, como si la democracia se deslegitimizara por despenalizar el aborto. No es eso lo que dijo Juan Pablo II: dijo que carece de valor una ley que no cumple los estándares jurídicos objetivos de la ley natural.

¿Debe sentirse cómodo el cristiano en un Estado laico?
El cristianismo es la primera religión que sólo es un proyecto religioso. Todas las otras religiones, también la griega, eran al mismo tiempo proyectos políticos y jurídicos. La Iglesia católica es la primera que no hace depender el orden sociopolítico de la religión y de textos sagrados. La laicidad tiene origen cristiano. Yo veo la modernidad como un encuentro de la Iglesia consigo misma como religión. Pero eso no quiere decir que no pueda pronunciarse en cuestiones de relevancia moral, sino que lo debe hacer sin reprochar ilegitimidad, sin dar la impresión de que la Iglesia quiera someter al poder temporal a su competencia judicial.

¿Existe un fundamentalismo democrático?
Sí, es el de Rousseau, que presupone que la voluntad general es verdadera y que, por tanto, la opinión minoritaria es ilegítima. Eso no es cierto, ya que la opinión minoritaria es tan legítima como la otra y puede ser verdadera. Las reglas del juego dicen que si quieres que tu opinión sea ley, tienes que convencer a la mayoría.

¿Y si el laicismo es anticlerical?
Es lo que sucedió a fines del siglo XIX en la Francia de la III República. Hay que tener en cuenta que la Iglesia francesa era antirrepublicana. Cuando el Papa les propuso el ralliement, la cooperación con la República, los católicos franceses no lo quisieron. La Revolución Francesa no iba contra la monarquía, sino contra la aristocracia, su lema era: "Contra los privilegios".

¿El anticlericalismo hispano es algo rancio?
Hasta cierto punto es un anacronismo. Pero no se debería reaccionar como si hubiera que defender la España católica (algo que suena a confesionalidad), porque España no es un país católico, es un país con muchos católicos, quizá con algunos de los mejores católicos del mundo, un país que tiene raíces católicas. Es verdad que la sociedad se está descristianizando y que eso es un problema, pero volviendo al pasado no se arregla.

¿Tener ideas claras es obstáculo para el diálogo?
Al contrario, no puedo tener una discusión interesante con una persona que no tiene convicciones. Sólo convencemos si argumentamos. Y la Iglesia tiene argumentos. Los documentos del Magisterio hoy día son fantásticos, porque son razonados. Por ejemplo, el documento a las uniones homosexuales alega razones seculares, políticamente aceptables, sin ninguna afirmación deducida de la Biblia: todo es de sentido común. Expone que el matrimonio tiene un estatuto particular porque es responsable de las nuevas generaciones: de su nacimiento, educación, cultura y hasta de la transmisión de la riqueza y el saber. Las uniones homosexuales no producen nada de eso. Pueden ser uniones afectivas, de amistad: la cuestión no es que la Iglesia prefiera el amor entre hombre y mujer como tal.

sábado, 6 de octubre de 2007

Monjes y política

Se me han adelantado, la idea es que hay injerencias religiosas e injerencias religiosas, según; hay religiones que son el opio del pueblo (en España la católica) y otras políticamente correctas, como el budismo (al menos en Occidente, no tanto en Birmania...).

Presenta muy bien la paradoja Birmania: aplausos a la injerencia religiosa en la vida pública, del blog La Iglesia en la prensa.

jueves, 23 de agosto de 2007

Torpedos contra la democracia

Cada vez hay más dificultades para poder sostener que, efectivamente, vivimos en democracia

Por Ramón Pi, en La Gaceta de hoy.

El conflicto provocado por el intento del Gobierno de imponer obligatoriamente a todos los alumnos españoles de primaria y secundaria una asignatura de adoctrinamiento moral, por encima del derecho de los padres a educar a sus hijos según sus propias convicciones religiosas y morales (CE, 27, 3), y bajo el engañoso título de Educación para la Ciudadanía (EpC), ha vuelto a poner de manifiesto algunas deficiencias graves en cómo se interpreta y se vive la democracia entre nosotros, hasta el punto de que empieza a ser inquietante comprobar que cada vez hay más dificultades para poder sostener que, efectivamente, vivimos en democracia.

Lo que nos ocurre no nace ahora con la EpC. Desde muy pronto, tras la aprobación de la Constitución, se dispararon ya los primeros torpedos a la línea de flotación del sistema. El golpe de Estado frustrado de febrero de 1981 fue el primero y más grave, desde luego, pero estuvo propiciado y ejecutado por gentes contrarias a la Constitución: en cierto modo, los golpistas actuaron como se presumía de ellos. Yo me refiero más bien a los torpedos lanzados por quienes se proclaman constitucionalistas y democráticos, que han actuado, y actúan, justo al revés de como se presume que han de actuar.

La incautación de Rumasa, y la sentencia del TC que hubo de decir que la expropiación no tiene que ver con el derecho de propiedad para justificarla, fue el primer golpe bajo. Eso fue en 1983. Dos años después, la Ley Orgánica del Poder Judicial estableció la designación parlamentaria de todos los vocales del CGPJ aprovechándose de la redacción defectuosa del artículo 122.3 de la CE. Aquel abuso, que todavía padecemos, dio lugar a otra sentencia vergonzosa, contraria al espíritu del constituyente con tal de ser complaciente con el poder. Eso fue en 1985, el mismo año que el TC hizo tristes equilibrios para justificar la legislación abortista, en cuya virtud ya nos acercamos al millón de víctimas humanas de abortos en nombre de la ley. Desde entonces, las trampas, los fraudes de ley y los enjuagues políticos para manosear y pervertir las reglas del juego no han cesado: lo ocurrido en el CGPJ en la primera mitad de los 90 para configurar la composición de la Sala Segunda del Supremo, cuando la amenaza penal se cernía sobre el presidente del Gobierno, fue escalofriante desde cualquier punto de vista merecedor del calificativo de democrático. Todo eso ocurrió con Gobiernos socialistas presididos por Felipe González.

Más recientemente, ya con Gobiernos socialistas presididos por Rodríguez Zapatero, se ha impuesto —de momento— la torpe legislación que expulsa el matrimonio civil de nuestro ordenamiento, para sustituirlo por cualquier clase de coyunda aun entre personas del mismo sexo; y el Estatuto de Cataluña vigente —de momento—, retuerce o incluso contradice abiertamente el Título VIII de la Constitución. Estas dos normas, que están sobre la mesa del TC (que ya veremos cómo sale esta vez del atolladero), son los precedentes inmediatos de la EpC. En este último caso, sin embargo, la novedad estriba en que ningún partido político ha querido hasta ahora acudir al TC en defensa del derecho constitucional que asiste a los padres de familia, y han sido ellos mismos los que han tenido que ir a los tribunales ordinarios y plantear objeciones de conciencia para forzar, cuando menos, una cuestión de constitucionalidad planteada por algún juez.

¿De verdad vivimos en democracia? Hugo Chávez, en Venezuela, pretende ser nombrado “timonel vitalicio” de su país. ¿Será democrática una cosa así, aunque se guarden aparentemente las formas? ¿Fue democrático Hitler por haber llegado al poder tras unas elecciones?