viernes, 20 de marzo de 2009

Giuliano Ferrara, la agresión verbal a Benedicto XVI y el sida en África

Giuliano Ferrara, director de Il Foglio (Italia), sobre la agresión verbal a Benedicto XVI a propósito del sida en África

Comentario y traducción de Juan José García Noblejas y artículo de giuliano ferrara
 www.scriptor.org y www.ilfoglio.it jueves 19 de marzo de 2009

COMENTARIO

Antes de traducir lo que hoy publica Ferrara, quisiera presentar el contexto de lo que dice y al tiempo manifestar mi sorpresa ante la unánime simultaneidad de ayer en portavoces gubernativos franceses, españoles y alemanes, y la de hoy en los editorialistas (Le MondeEl País, etc.).

Es como asistir a una especie de acuerdo previo (o confabulación con visos de coincidencia) internacional que se auto-erige en inteligentsia global y que nos dice taxativamente a la ciudadanía lo que hemos de juzgar bueno o malo.

 Es sorprendente que los políticos europeos, tan difíciles de poner de acuerdo en casi todo, en esto haya unanimidad instantánea, urgente y sabrosa como el café instantáneo... El caso es que esta vez se trata de agredir abierta y obscenamente a quien dice lo que piensa sobre un asunto debatido. No es un loco que disiente sobre algo que todos sabemos con certeza y aceptamos sin sombra de duda.

 

El asunto del preservativo y el sida africano no son, con perdón, como el asunto del holocausto judío, o la ley de la gravedad. El Papa no es el "negacionista" del preservativo que cínicamente se quiere hacer de él en Europa, con subidos tonos agresivos de "preocupación" ante su falta de adhesión a un presunto e inexistente saber compartido.

 

Es sorprendente esta cínica agresión directamente dirigida a Benedicto XVI por decir lo que piensa acerca del uso de los preservativos como prevención del Sida en África.

 

No sé cuanto saben esos portavoces y editorialistas que nos pontifican con ideas ideales acerca de la realidad de los preservativos en África. Quizá les vendrá bien, al menos, leer y sopesar lo que recoge John Allen en su crónica, sobre la realidad real en el terreno, con palabras del arzobispo John Onaiyekan:


(...) the condoms that are actually distributed in Africa, especially rural areas, are often unreliable. “A condom in New York is not the same thing as a condom twenty kilometers inside the bush,” he said. 

Some of them sat in a container in a port, under the sun, for maybe two or three months. By the time they bring them out on bicycles, passing them out in the bush, many are no good, but what people hear is: ‘Put this on, and you’re safe.’ 

Tampoco sé -no aparecen razones, sólo descalificaciones irracionales- por qué les repugna a esos portavoces y editorialistas que la solución anti-sida, empíricamente comprobada como la más efectiva, justo en África, es un comportamiento sexual más responsable, en el que se conjuga la fidelidad y la abstinencia.

ARTICULO

En cualquier caso, lo que Giuliano Ferrara escibe hoy en Il Foglio (L'aggressione a B-XVI) me parece de gran relieve e interés. Lo he traducido, y espero que no se enfade por ofrecer la integridad se su razonamiento:

 

"La agresión a Benedicto XVI resulta cada vez más apremiante, grosera, rencorosa, bien orquestado mediáticamente y mal argumentada racionalmente. Ayer ha sido el turno de Francia, Alemania y el Fondo monetario internacional. Con un lenguaje presumido de censor, portavoces de París, de Berlín y del Fondo Monetario Internacional de Washington han puesto bajo acusación al jefe de la iglesia católica por sus opiniones bien documentadas sobre la inutilidad sustancial del preservativo como eje estratégico en la lucha contra la grave epidemia de Sida en África.

 

"Hablamos de burocracias, naturalmente, no de pueblos. Burocracias y diplomacias que se ponen al servicio de pequeñas pero insidiosas cruzadas ultrasecularistas contra un Papa que ha tenido, como su predecesor,  el descaro de empuñar la razón para afirmar en el espacio público europeo y mundial el contenido y el sentido de la fe cristiana. Una fe que asume algunos principios liberales del tiempo moderno sin someterse a su deriva nihilista. Y contra un Papa que ha tenido la sabiduría de empuñar la razón occidental y el depósito laico de la mejor Ilustración cristiana, justo en el momento en que nos encontramos con un posmodernismo banal que deslegitima la noción de verdad y exorciza la realidad, anteponiendo una falsa conciencia del sujeto, una ideología sectaria y en el fondo extremadamente intolerante.

 

"Esta vez, en nombre de la defensa de la vida, atacan los portavoces institucionales de una cultura cuyos pilares éticos globales consisten en los espermicidas, en el aborto moralmente indiferente, en la planificación familiar forzosa del sexo de los nasciturus, en la selección eugenésica de la vida y su reproducción artificial como medio para la investigación, hasta la eutanasia. Se quejan porque Benedetto XVI ha reafirmado, en el curso del viaje en África, su convicción: no se combate la pandemia del Sida con condones. Se trata de una convicción que, a la luz del sentido común, es capaz de aguantar cualquier posible prueba y verificación, puesto que el preservativo sólo es el viático de la promiscuidad sexual masiva a la que remite la responsabilidad del contagio. Y esta convicción es notoriamente compartida en África por la gran mayoría de los operarios sanitarios y sociales, no sólo en la vasta red misionera católica o cristiana de otras denominaciones, sino también entre los laicos.

 

"Todos saben algo que no muchos se arriesgan a repetir en público, por temor a ser sancionados y desterrados como herejes del pensamiento único dominante: todos saben, como dice una noticia de la BBC hace dos días, que la tasa de infección de Washington D.C., la capital americana que hospeda esas babosas del Fondo monetario que harían mejor ocupándose de otras cosa… Todos saben que la tasa de infección en Washington es igual a la de Uganda (el 3 por ciento de la población mayor de los doce años), demostración patente de que la diferencia proviene de los comportamientos de riesgo y no de la disponibilidad de los profilácticos, que es universal en la ciudad de Washington. Todos saben o deberían saber que entre los negros varones, la tasa de infección es tres veces la de los varones blancos y dos veces la de los hispánicos, y que el vector de contagio todavía mucho más potente es el sexo promiscuo entre varones.

 

"La cultura políticamente correcta ha hecho del Sida una epopeya angelical, ha creado una enfermedad a la que adorar idolátricamente y a la que exorcizar en la mística de la solidaridad. Y todo para esconder el hecho que el síndrome de inmunodeficiencia adquirida es solamente la consecuencia de comportamientos sociales nuevos y libertarios, en los que una sexualidad emancipada y sin valores reemplaza los viejos condicionamientos "oscurantistas" de la continencia y el amor-eros como fundamento del ágape familiar.

 

"Cualquiera que piense de otro modo no sólo será rebatido, sino que será escarnecido y censurado como retrógrado. Y no digamos cuando se trata del jefe de una iglesia que dedica  sus mejores energías en la defensa de la vida humana. Faltaría más: un Papa que es escándalo y locura para el pan-sexualismo del neo-paganismo contemporáneo, que cree en la educación, en la sobriedad de las costumbres, en una sexualidad humana orientada a la construcción de sentidos vitales y no a la destrucción del amor en la caricatura del placer.

 

"Las burocracias situadas en la cumbre de las potencias civiles de la vieja Europa y las nomenclaturas globalistas acusan al Papa, con increíble jactancia, con infinita presunción, con un lenguaje de chantaje moral, desde lo alto de la obscena práctica de un mil millones de abortos en treinta años, acusan al Papa de “atentado a la vida en África." Una repugnante paradoja."

 

Gracias, Giuliano Ferrara.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El problema del relativismo (y 4)

4. Los problemas antropológicos del relativismo

Hemos dicho que el relativismo en el campo ético-social se apoya en una motivación de orden práctico: quiere permitir hacer algo a quien lo desea, sin hacer daño a los demás, y esto sería una ampliación de la libertad. Pero el valor de esa motivación es sólo aparente. La mentalidad relativista comporta un profundo desorden antropológico, que tiene costes personales y sociales muy altos. La naturaleza de este desorden antropológico es bastante compleja y altamente problemática. Aquí voy a mencionar sólo dos problemas.

El primero es que la mentalidad relativista está unida a una excesiva acentuación de la dimensión técnica de la inteligencia humana, y de los impulsos ligados a la expansión del yo con los que esa dimensión de la inteligencia se relaciona, lo que lleva consigo la depresión de la dimensión sapiencial de la inteligencia y, por consiguiente, de las tendencias transitivas y trascendentes de la persona, con las que esta segunda dimensión de la inteligencia está emparentada.

Lo que aquí se llama dimensión técnica de la inteligencia humana, y que otros autores llaman con otros nombres 24, es la evidente y necesaria actividad de la inteligencia que nos permite orientarnos en el medio ambiente, garantizando la subsistencia y la satisfacción de las necesidades básicas. Acuña conceptos, capta relaciones, conoce el orden de las cosas, etc. con la finalidad de dominar y explotar la naturaleza, fabricar los instrumentos y obtener los recursos que necesitamos. Gracias a esta función de la inteligencia las cosas y las fuerzas de la naturaleza se hacen objetos dominables y manipulables para nuestro provecho. Desde este punto de vista conocer es poder: poder dominar, poder manipular, poder vivir mejor.

La función sapiencial de la inteligencia mira, en cambio, a entender el significado del mundo y el sentido de la vida humana. Acuña conceptos no con la finalidad de dominar, sino de alcanzar las verdades y las concepciones del mundo que puedan dar respuesta cumplida a la pregunta por el sentido de nuestra existencia, respuesta que a la larga nos resulta tan necesaria como el pan y el agua.

La sistemática huida o evasión del plano de la verdad, que hemos llamado mentalidad relativista, comporta un desequilibrio de estas dos funciones de la inteligencia, y de las tendencias que les están ligadas. El predominio de la función técnica significa el predominio a nivel personal y cultural de los impulsos hacia los valores vitales (el placer, el bienestar, el poseer, la ausencia de sacrificio), a través de los cuales se afirma y se expande el yo individual. La depresión de la función sapiencial de la inteligencia comporta la inhibición de las tendencias transitivas, es decir, de las tenencias sociales y altruistas, y sobre todo un empequeñecimiento de la capacidad de autotrascendencia, por lo que la persona se queda encerrada en los límites del individualismo egoísta. En términos más sencillos: el afán de tener, de triunfar, de subir, de descansar y divertirse, de llevar una vida fácil y placentera, prevalece con mucho sobre el deseo de saber, de reflexionar, de dar un sentido a lo que se hace, de ayudar a los demás con el propio trabajo, de trascender el reducido ámbito de nuestros intereses vitales inmediatos. Queda casi bloqueada la trascendencia horizontal (hacia los demás y hacia la colectividad) y también la vertical (hacia los valores ideales absolutos, hacia Dios).

El segundo problema está estrechamente vinculado con el primero. La falta de sensibilidad hacia la verdad y hacia las cuestiones relativas al sentido del vivir lleva consigo la deformación, cuando no la corrupción, de la experiencia de la libertad; de la propia libertad en primer lugar. No puede extrañar que la consolidación social y legal de los modos de vida congruentes con el desorden antropológico del que estamos hablando se fundamenten siempre invocando la libertad, realidad ciertamente sacrosanta, pero que hay que entender en su verdadero sentido. Se invoca la libertad como libertad de abortar, libertad de ignorar, libertad de ser soez, libertad de no dar razón de las propias posiciones, libertad de molestar y, ante todo y sobre todo, libertad de imponer a los demás una filosofía relativista que todos tendríamos que aplaudir como filosofía de la libertad. Quien le niega el aplauso será sometido a un proceso de linchamiento social y cultural muy difícil de aguantar. Pienso que estas consideraciones pueden ayudar a entender en qué sentido Benedicto XVI ha hablado de “dictadura del relativismo”.

Todo esto también tiene mucho que ver, negativamente, con la fe cristiana. Quien piensa que existe una verdad, y que esa verdad se puede alcanzar con certeza aun en medio de muchas dificultades, quien piensa que no todo puede ser de otra manera, es decir, quien piensa que nuestra capacidad de modelar culturalmente el amor, el matrimonio, la generación, la ordenación de la convivencia en el Estado, etc. tiene límites que no se pueden superar, piensa, en definitiva, que existe una inteligencia más alta que la humana. Es la inteligencia del Creador, que determina lo que las cosas son y los límites de nuestro poder de transformarlas. El relativista piensa lo contrario. El relativismo parece un agnosticismo. Quien pueda pensarlo coherentemente hasta el fondo lo verá mucho más afín al ateísmo práctico. No me parece compatible la convicción de que Dios ha creado al hombre y a la mujer 25, con la idea de que puede existir un matrimonio entre personas del mismo sexo. Esto sólo sería posible si el matrimonio fuese simplemente una creación cultural: nosotros lo estructuramos hace siglos de un modo, y nosotros somos libres de estructurarlo ahora de otro modo.

El relativismo responde a una concepción profunda de la vida que trata de imponer. El dogma relativista afirma que el modo de alcanzar la mayor felicidad que es posible lograr en este pobre mundo nuestro, que siempre es una felicidad fragmentaria y limitada, es evadir el problema de la verdad, que sería una complicación inútil y nociva, causa de tantos quebraderos de cabeza 26. El relativismo es una filosofía dogmática de la felicidad. Como tal se encuentra con el problema de que los hombres tenemos también una inteligencia, y no podemos ser felices sin conocer el sentido de nuestro vivir. Aristóteles inició su Metafísica diciendo que todo hombre, por naturaleza, desea saber 27. Y Cristo añadió que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» 28.

El deseo de saber y el hambre de la palabra que procede de la boca de Dios son inextinguibles, y ningún aparato comunicativo o coercitivo podrá hacerlos desaparecer de la vida humana. Por eso estoy convencido de que la hora actual es una hora llena de esperanza y de que el futuro es mucho más prometedor de lo que parece, con tal de que los que buscan la verdad sepan demostrar que su vida es más plena y más humana que la preconizada por el relativismo. Y esto es sin duda un desafío también para los que desean contribuir a la difusión de la fe cristiana en el mundo actual.

Para ir a la fuente original, el artículo y sus notas.

El problema del relativismo (3 de 4)

3. El relativismo ético-social

Pasamos a ocuparnos del relativismo ético-social. Esta expresión significa no sólo que el relativismo actual tiene muchas y evidentes manifestaciones en al ámbito ético-social, sino también — y principalmente — que se presenta como si estuviese justificado por razones ético-sociales. Esto explica tanto la facilidad con que se difunde cuanto la escasa eficacia que tienen ciertos intentos de combatirlo.

Veamos cómo formula Habermas esa justificación ético-social. En la sociedad actual encontramos un pluralismo de proyectos de vida y de concepciones del bien humano. Este hecho nos plantea la siguiente alternativa: o se renuncia a la pretensión clásica de pronunciar juicios de valor sobre las diversas formas de vida que la experiencia nos ofrece; o bien se ha de renunciar a defender el ideal de la tolerancia, para el cual cada concepción de la vida vale tanto como cualquier otra o, por lo menos, tiene el mismo derecho a existir 17. La misma idea se puede expresar de modo más sintético: «Si la existencia de razones para modos de vida no fuese utilizada para justificar el empleo de la coacción, la tolerancia sería compatible con los compromisos más profundos» 18. La fuerza de este tipo de razonamientos consiste en que históricamente ha sucedido muchas veces que los hombres hemos sacrificado violentamente la libertad sobre el altar de la verdad. Por eso, con un poco de habilidad dialéctica no es difícil hacer pasar por defensa de la libertad actitudes y concepciones que en realidad caen en el extremo opuesto de sacrificar violentamente la verdad sobre el altar de la libertad.

Esto se ve claramente en el modo en que la mentalidad relativista ataca a sus adversarios. A quien afirma, por ejemplo, que la heterosexualidad pertenece a la esencia del matrimonio, no se le dice que esa tesis es falsa, sino que se le acusa de fundamentalismo religioso, de intolerancia o de espíritu antimoderno. Menos aún se le dirá que la tesis contraria es verdadera, es decir, no se intentará demostrar que la heterosexualidad nada tiene que ver con el matrimonio. Lo característico de la mentalidad relativista es pensar que esta tesis es una de las tesis que hay en la sociedad, junto con su contraria y quizá con otras más, y que en definitiva todas tienen igual valor y el mismo derecho a ser socialmente reconocidas. A nadie se obliga a casarse con una persona del mismo sexo, pero quien quiera hacerlo debe poder hacerlo. Es el mismo razonamiento con el que se justifica la legalización del aborto y de otros atentados contra la vida de seres humanos que, por el estado en que se encuentran, no pueden reivindicar activamente sus derechos y cuya colaboración no nos es necesaria. A nadie se le obliga a abortar, pero quien piense que debe hacerlo, debe poder hacerlo.

Se puede criticar a la mentalidad relativista de muchas formas, según las circunstancias. Pero lo que nunca se debe hacer es reforzar, con las propias palabras o actitudes, lo que en esa mentalidad es más persuasivo. Es decir: quien ataca el relativismo no puede dar la impresión de que está dispuesto a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad. Más bien se debe demostrar que se es muy sensible al hecho, de suyo bastante claro, de que el paso desde la perspectiva teórica a la perspectiva ético-política ha de hacerse con mucho cuidado. Una cosa es que sea inadmisible que los que afirman y niegan lo mismo tengan igualmente razón, otra cosa sería decir que sólo los que piensan de un determinado modo pueden disfrutar de todos los derechos civiles de libertad en el ámbito el Estado. Se debe evitar toda confusión entre el plano teórico y el plano ético-político: una cosa es la relación de la conciencia con la verdad, y otra bien distinta es la justicia entre las personas. Siguiendo esta lógica se podrá mostrar después, de modo creíble, que de una afirmación que pretende decir cómo son las cosas, es decir, de una tesis especulativa, sólo cabe decir que es verdadera o que es falsa. Las tesis especulativas no son ni fuertes ni débiles, ni privadas ni públicas, ni frías ni calientes, ni violentas ni pacíficas, ni autoritarias ni democráticas, ni progresistas ni conservadoras, ni buenas ni malas. Son simplemente verdaderas o falsas. ¿Qué pensaríamos de quien al exponer una demostración matemática o una explicación médica, empezase a decir que esos conocimientos científicos tienen sólo una validez privada, o que constituyen una teoría muy democrática? Si hay completa certeza de que un fármaco permite detener un tumor, se trata de una verdad médica, a secas, y no hay nada más que añadir. En cambio a una forma de concebir los derechos civiles o la estructura del Estado sí cabe calificarla de autoritaria o democrática, de justa o injusta, de conservadora o reformista. A la vez hay que recordar que existen realidades, como el matrimonio, que son a la vez objeto de un conocimiento verdadero y de una regulación práctica según justicia. En caso de conflicto, hay que encontrar el modo de salvar tanto la verdad cuanto la justicia con las personas, para lo cual se ha de tener muy en cuenta —entre otras cosas — el aspecto “expresivo” o educativo de las leyes civiles 19.

En el Discurso del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI ha distinguido con mucha nitidez la relación de la conciencia con la verdad de las relaciones de justicia entre las personas. Transcribo un párrafo muy significativo: «Si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad desde el plano de la necesidad social e histórica hasta el nivel metafísico y se le priva de su auténtico sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese conocimiento, en virtud de la dignidad interior de la libertad. Algo completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el Decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la Iglesia» 20.

Benedicto XVI da muestras de un fino discernimiento cuando reconoce que en el Concilio Vaticano II la Iglesia hizo suyo un principio ético-político del Estado moderno, y que lo hizo recuperando algo que pertenecía a la tradición católica. Su posición está llena de matices. Y así aclara que «quien esperaba que con este “sí” fundamental a la edad moderna iban a desaparecer todas las tensiones y que esa “apertura al mundo” transformase todo en armonía pura, había minimizado las tensiones interiores y las contradicciones de la misma edad moderna; había infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todos los períodos de la historia». Y si afirma que «no podía ser la intención del Concilio abolir esta contradicción del Evangelio en relación a los peligros y errores del hombre» 21, dice también que es un bien hacer todo lo posible por evitar «las contradicciones erróneas o superfluas con el fin de presentar a este mundo nuestro las exigencias del Evangelio con toda su grandeza y pureza» 22. Y señalando el fondo del problema, añade que «el paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como “apertura al mundo”, pertenece en definitiva al problema perenne de la relación entre fe y razón, que se muestra siempre con formas nuevas» 23.

El razonamiento de Benedicto XVI muestra un modo de hacer frente de modo justo y matizado a una posición tremendamente insidiosa como es el relativismo ético-social.

El problema del relativismo (2 de 4)

2. El relativismo religioso

La fuerza del Cristianismo, y el poder para configurar y sanar la vida personal y colectiva que ha demostrado a lo largo de la historia, consiste en que implica una estrecha síntesis entre fe, razón y vida 9, en cuanto la fe religiosa muestra a la conciencia personal que la razón verdadera es el amor y que el amor es la razón verdadera 10. Esa síntesis se rompe si la razón que en ella debería entrar es relativista. Por ello dijimos al inicio que el relativismo se ha convertido en el problema central que la evangelización tiene que afrontar en nuestros días. El relativismo es tan problemático porque, aunque no llega a ser una mutación epocal de la condición y de la inteligencia humanas, sí comporta un desorden generalizado de la intencionalidad profunda de la conciencia respecto de la verdad, que tiene manifestaciones en todos los ámbitos de la vida.

En primer lugar existe hoy una interpretación relativista de la religión. Es lo que actualmente se conoce como “teología del pluralismo religioso”. Esta teoría teológica afirma que el pluralismo de las religiones no es sólo una realidad de hecho, sino una realidad de derecho. Dios querría positivamente las religiones no cristianas como diversos caminos a través de los cuales los hombres se unen a Él y reciben la salvación, independientemente de Cristo. Cristo a lo más tiene una posición de particular importancia, pero es sólo uno de los caminos posibles, y desde luego ni exclusivo ni inclusivo de los demás. Todas las religiones serían vías parciales, todas podrían aprender de las demás algo de la verdad sobre Dios, en todas (o en muchas) habría una verdadera revelación divina.

Esta posición descansa sobre el presupuesto de la esencial relatividad histórica y cultural de la acción salvífica de Dios en Jesucristo. La acción salvífica universal de la divinidad se realizaría a través de diversas formas limitadas, según la diversidad de pueblos y culturas, sin identificarse plenamente con ninguna de ellas. La verdad absoluta sobre Dios no podría tener una expresión adecuada y suficiente en la historia y en el lenguaje humano, siempre limitado y relativo. Las acciones y las palabras de Cristo estarían sometidas a esa relatividad, poco más o menos como las acciones y palabras de las otras grandes figuras religiosas de la humanidad. La figura de Cristo no tendría un valor absoluto y universal. Nada de lo que aparece en la historia puede tener ese valor 11. No nos detenemos ahora en explicar los diversos modos en que se ha pretendido justificar esta concepción 12.

De estas complejas teorías se ocupó la encíclica Redemptoris Missio 13 de Juan Pablo II y la declaración Dominus Iesus 14. Es fácil darse cuenta de que tales teorías teológicas disuelven la cristología y relativizan la revelación llevada a cabo por Cristo, que sería limitada, incompleta e imperfecta 15, y que dejaría un espacio libre para otras revelaciones independientes y autónomas 16. Para los que sostienen estas teorías es determinante el imperativo ético del diálogo con los representantes de las grandes religiones asiáticas, que no sería posible si no se aceptase, como punto de partida, que esas religiones tienen un valor salvífico autónomo, no derivado y no dirigido a Cristo. También en este caso el relativismo teórico (dogmático) obedece en buena parte a una motivación de orden práctico (el imperativo del diálogo).

Se hace necesario aclarar que lo que acabamos de decir en nada prejuzga la salvación de los que no tienen la fe cristiana. Lo único que se dice es que también los no cristianos que viven con rectitud según su conciencia se salvan por Cristo y en Cristo, aunque en esta tierra no le hayan conocido. Cristo es el Redentor y el Salvador universal del género humano. Él es la salvación de todos los que se salvan.

Para ir a la fuente original, el artículo y sus notas.

El problema del relativismo (1 de 4)

Por Prof. Mons. Ángel Rodríguez Luño, Universidad Pontificia de la Santa Cruz
Publicado en el Boletín ROMANA, n° 42 • Enero - Junio 2006

1. La fe cristiana ante el desafío del relativismo

Las presentes reflexiones toman como punto de partida algunas enseñanzas de Benedicto XVI, pero sin la pretensión de hacer una exposición completa de su pensamiento 1. En diversas ocasiones y con diversas palabras, Benedicto XVI ha manifestado su convicción de que el relativismo se ha convertido en el problema central que la fe cristiana tiene que afrontar en nuestros días 2. Algunos medios de comunicación han interpretado esas palabras como referidas casi exclusivamente al campo de la moral, como si respondiesen a la voluntad de calificar del modo más duro posible a todos los que no aceptan algún punto concreto de la enseñanza moral de la Iglesia Católica. Esta interpretación no es acertada, porque el relativismo es un problema mucho más hondo y general, que se manifiesta primariamente en el ámbito filosófico y religioso, y que se refiere a la actitud intencional profunda que la conciencia contemporánea —creyente y no creyente— asume fácilmente con relación a la verdad.

La referencia a la actitud profunda de la conciencia ante la verdad distingue el relativismo del error. El error es compatible con una adecuada actitud de la conciencia personal con relación a la verdad. Quien afirmase, por ejemplo, que la Iglesia no fue fundada por Jesucristo, lo afirma porque piensa (equivocadamente) que ésa es la verdad, y que la tesis opuesta es falsa. Quien hace una afirmación de este tipo piensa que es posible alcanzar la verdad. Los que la alcanzan —y en la medida en que la alcanzan— tienen razón, y los que sostienen la afirmación contradictoria se equivocan.

La filosofía relativista dice, en cambio, que hay que resignarse al hecho de que las realidades divinas y las que se refieren al sentido profundo de la vida humana, personal y social, son sustancialmente inaccesibles, y que no existe una única vía para acercarse a ellas. Cada época, cada cultura y cada religión habría utilizado diversos conceptos, imágenes, símbolos, metáforas, visiones, etc. para expresarlas. Estas formas culturales pueden oponerse entre sí, pero con relación a los objetos a los que se refieren tendrían todas igual valor. Serían diversos modos, cultural e históricamente limitados, de aludir de modo muy imperfecto a unas realidades que no se pueden conocer. En definitiva, ninguno de los sistemas conceptuales o religiosos tendría bajo algún aspecto un valor absoluto de verdad. Todos serían relativos al momento histórico y al contexto cultural, de ahí su diversidad e incluso su oposición recíproca. Pero dentro de esa relatividad, todos serían igualmente válidos, en cuanto vías diversas y complementarias para acercarse a una misma realidad que sustancialmente permanece oculta.

En un libro publicado antes de su elección como Romano Pontífice, Benedicto XVI se refería a una parábola budista 3. Un rey del norte de la India reunió un día a un buen número de ciegos que no sabían qué es un elefante. A unos ciegos les hicieron tocar la cabeza, y les dijeron: “esto es un elefante”. Lo mismo dijeron a los otros, mientras les hacían tocar la trompa, o las orejas, o las patas, o los pelos del final de la cola del elefante. Luego el rey preguntó a los ciegos qué es un elefante, y cada uno dio explicaciones diversas según la parte del elefante que le habían permitido tocar. Los ciegos comenzaron a discutir, y la discusión se fue haciendo violenta, hasta terminar en una pelea a puñetazos entre los ciegos, que constituyó el entretenimiento que el rey deseaba.

Este cuento es particularmente útil para ilustrar la idea relativista de la condición humana. Los hombres seríamos ciegos que corremos el peligro de absolutizar un conocimiento parcial e inadecuado, inconscientes de nuestra intrínseca limitación (motivación teórica del relativismo). Cuando caemos en esa tentación, adoptamos un comportamiento violento e irrespetuoso, incompatible con la dignidad humana (motivación ética del relativismo). Lo lógico sería que aceptásemos la relatividad de nuestras ideas, no sólo porque eso corresponde a la índole de nuestro pobre conocimiento, sino también en virtud del imperativo ético de la tolerancia, del diálogo y del respeto recíproco. La filosofía relativista se presenta a sí misma como el presupuesto necesario de la democracia, del respeto y de la convivencia. Pero esa filosofía no parece darse cuenta de que el relativismo hace posible la burla y el abuso de quien tiene el poder en su mano: en el cuento, el rey que quiere divertirse a costa de los pobres ciegos; en la sociedad actual, quienes promueven sus propios intereses económicos, ideológicos, de poder político, etc. a costa de los demás, mediante el manejo hábil y sin escrúpulos de la opinión pública y de los demás resortes del poder.

¿Qué tiene que ver todo esto con la fe cristiana? Mucho. Porque es esencial al Cristianismo el autopresentarse como religio vera, como religión verdadera 4. La fe cristiana se mueve en el plano de la verdad, y ese plano es su espacio vital mínimo. La religión cristiana no es un mito, ni un conjunto de ritos útiles para la vida social y política, ni un principio inspirador de buenos sentimientos privados, ni una agencia ética de cooperación internacional. La fe cristiana ante todo nos comunica la verdad acerca de Dios, aunque no exhaustivamente, y la verdad acerca del hombre y del sentido de su vida 5. La fe cristiana es incompatible con la lógica del “como si”. No se reduce a decirnos que hemos de comportarnos “como si” Dios nos hubiese creado y, por consiguiente, “como si” todos los hombres fuésemos hermanos, sino que afirma, con pretensión veritativa, que Dios ha creado el cielo y la tierra y que todos somos igualmente hijos de Dios. Nos dice además que Cristo es la revelación plena y definitiva de Dios, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» 6, único mediador entre Dios y los hombres 7, y por lo tanto no puede admitir que Cristo sea solamente el rostro con que Dios se presenta a los europeos 8.

Quizá conviene aclarar que la convivencia y el diálogo sereno con los que no tiene fe o con los que sostienen otras doctrinas no se opone al Cristianismo; más bien es verdad todo lo contrario. Lo que es incompatible con la fe cristiana es la idea de que el Cristianismo, las demás religiones monoteístas o no monoteístas, las místicas orientales monistas, el ateísmo, etc. son igualmente verdaderos, porque son diversos modos cultural e históricamente limitados de referirse a una misma realidad que ni unos ni otros en el fondo conocen. Es decir, la fe cristiana se disuelve si en el plano teórico se evade la perspectiva de la verdad, según la cual quienes afirman y niegan lo mismo no pueden tener igualmente razón, ni pueden ser considerados como representantes de visiones complementarias de una misma realidad.

Para ir a la fuente original, el artículo y sus notas.

lunes, 2 de marzo de 2009

Laicidad y pluralismo (y 3)

El pluralismo político de los católicos

La Nota doctrinal no olvida que la actividad política no es, mera declaración de valores ético-políticos abstractos, sino que mira a «la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un determinado contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural» (23).

En este nivel de concreción, los ciudadanos católicos gozan de un legítimo pluralismo político (24). Aunque la conciencia cristiana esté vinculada por algunos valores sustanciales de fondo, para su realización concreta a menudo son concebibles distintas estrategias. Y también cabe tener opiniones diferentes acerca de la interpretación de los principios fundamentales de la teoría política que mejor se adecua a la idiosincrasia de un pueblo; o bien la complejidad técnica de algunos problemas políticos puede dejar espacio a diversas soluciones moralmente aceptables.

Es derecho y deber de la Iglesia pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando la fe o la moral así lo requieren. Pero excede de su misión señalar y sugerir propuestas concretas, y menos aún propuestas únicas vinculantes, a problemas que, según la conciencia cristiana, admitan diversas soluciones (25) . Proponer y asumir las opciones que se consideran más adecuadas para el bien común es en cambio cometido y responsabilidad específica de todos los que son propiamente sujetos activos de la política: los ciudadanos creyentes o no creyentes, los partidos, las instituciones, los gobernantes.

Cosa muy distinta es, para un católico -y, por otro título, también para cualquier ciudadano-, confundir la pluralidad de opciones políticas legítimas «con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los que se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que remite directamente a la doctrina moral y social cristiana. Con esta enseñanza están obligados a confrontarse siempre los laicos católicos, para tener la certeza de que su participación en la vida política se caracteriza por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales» (26).

Para entender el fondo de esta delicada cuestión hay que tener presentes a la vez dos principios igualmente importantes:

1) La fe cristiana no se identifica con ninguna síntesis cultural y política concreta. La fe no es una cultura política, ni contiene una cultura política completa, alternativa a las culturas políticas humanas, que por tanto podría ser recibida sólo por quien careciera de cultura política, es decir, podría ser recibida sólo en un escenario mental vado por lo que concierne a las ideas políticas.

2) A la vez la fe cristiana tiene muchas consecuencias para la actividad política. La fe es para los creyentes el criterio supremo de vida, y por ello la fe informa, confirma, añade o modifica las diversas culturas políticas de los creyentes. La historia demuestra que la fe ha sido más de una vez innovadora y creadora en el ámbito social y político.

Compaginar ambos principios requiere atención y equilibrio. Porque lo religioso y lo moral, en la práctica, pueden ir en un vehículo político, y por tanto es fácil la confusión. Se requiere tacto, y no dejar que se instrumentalicen políticamente las cuestiones morales. Si aunque sea solamente por razones sociológicas, la fe cristiana acabara identificándose con una parte política, se cometería un error que a la larga será extremamente nocivo para la fe. Se ha de evitar por ello la visión «partidista» de las cuestiones éticas y religiosas, que entre otras cosas haría muy difícil que los creyentes que legítimamente militan en diversas partes políticas puedan sostener eficazmente una posición común en materias éticas. Los creyentes deben oponerse a las estrategias sectarias que pretenden recluir la fe en el ámbito de una opción política determinada.

Por otra parte, el pluralismo no tiene nada que ver con el relativismo ético, para el que toda concepción del bien del hombre es tan valiosa como cualquier otra (2). Ni siquiera cabe invocarlo legítimamente a propósito de comportamientos o estrategias políticas (aborto, destrucción de embriones humanos, etc.) que se oponen de modo frontal a exigencias esenciales del bien común (28).

Las aclaraciones sobre la laicidad y el pluralismo son un aspecto importante de la Nota que aquí comentamos. Ahora bien, no constituyen su principal objetivo. Frente al conformismo y al relativismo propagado en muchos ambientes políticos, y que a veces asumen connotaciones de intolerancia y de injusticia, la Nota trata sobre todo de convocar a los ciudadanos católicos a un compromiso social y político coherente con la conciencia cristiana.

La presión ambiental, que se sirve frecuentemente de slogans que no resisten un análisis racional, y la atribución de mayor peso a desacuerdos en cuestiones contingentes que a la común adhesión a valores sustanciales de fondo, puede dar lugar a un desdoblamiento de la conciencia, una especie de esquizofrenia mental por la cual una cosa es lo que en la intimidad de la conciencia se considera conveniente para el bien común, y otra distinta -quizás incluso contraria-lo que se sostiene en la actividad social y política.

El Concilio Vaticano 11 advierte que «la separación, que se constata en muchos, entre la fe que profesan y su vida diaria se cuenta entre los más graves errores de nuestro tiempo» (29). La recta comprensión de la laicidad y del pluralismo es necesaria para enmarcar mejor, en el contexto de las actuales sociedades democráticas, la urgente necesidad de comprometerse para conseguir que la vida pública se ordene conforme a los valores de libertad, justicia, paz, respeto a la vida, solidaridad, etc., que son inseparables de la conciencia cristiana.

Notas
23 ibid. n. 3.
24 Sobre el pluralismo político de los católicos y su significado, remitimos a lo dicho en el capítulo 3.
25 Cfr. Nota doctrinal, 11. 6.
26 ibid. n. 3.
27 Cfr. ibid., n. 2-3.
28 Cfr. ibid., n. 4.
29 CONCILIO VATICANO 11, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, 7-XII-1965, n. 43.

Laicidad y pluralismo (2 de 3)

Laicidad y coherencia en la acción política

La enseñanza de la Iglesia en materia social y política intenta ser plenamente respetuosa de la distinción entre la esfera religiosa y la política, así como del legítimo pluralismo político de los fieles. Tal enseñanza se dirige a la conciencia de los ciudadanos católicos, y de los no católicos que libremente quieran escucharla, para ilustrar las exigencias éticas pertenecientes a la conciencia cristiana que atañen al recto ordenamiento de una sociedad política de personas humanas, y no de una comunidad religiosa particular.

La Iglesia católica es muy consciente de «que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la, competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni puede exigirlos o impedirlos de ningún modo, salvo por razones de orden público» (16). La enseñanza social de la Iglesia no propone valores o principios que presuponen la profesión de la fe cristiana (17), sino exigencias éticas «radicadas en el ser humano» (18) que, «por su naturaleza o por su papel fundamental de la vida social, no son 'negociables'» (19). Se trata de valores relevantes para el bien común político que, por sí mismos, comprometen moralmente la conciencia de todo ciudadano.

Para la moral cristiana, que en su estructura interna responde a la lógica de la Encarnación, resulta enteramente connatural la asunción de todo lo que es auténtico valor humano, individual o social, aun cuando en ella la fe se mantenga siempre como criterio definitivo de vida. De aquí la exhortación de San Pablo: «En conclusión, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, honrado, lo que es virtud y merece alabanza, ha de ser objeto de vuestros pensamientos» (20).

Razón y fe no son principios autoexcluyentes. Especialmente en el campo moral, la fe es también confirmación de verdades alcanzables por todos. Por eso se afirma que «el hecho de que algunas de estas verdades sean también enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la «laicidad» del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desempeñado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la «laicidad» indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una» (21).

Y acertadamente se añade que quienes, «en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante» (22).

Obrando según su conciencia, los cristianos han introducido en la cultura política valores e instancias –por ejemplo, la superación gradual de la esclavitud-, que en su momento eran rechazados por todos, pero que hoy nadie los consideraría confesionales o, en cualquier caso, contrarios a la laicidad de la política.

Notas
16 Nota doctrinal n. 6.
17 Cfr. ibid., n. 5.
18 ibid., n. 5.
19 ibid., n. 3.
20 Fi14, 8.
21 Nota doctrinal n. 6.
22 Ibidem.

Laicidad y pluralismo (1 de 3)

Ángel Rodríguez Luño, “Cultura política y conciencia cristiana. Ensayos de ética política”. Ed. Rialp 2007. Cap. VII. Laicidad y pluralismo (l), pp. 157-167.

La laicidad del Estado en el pensamiento social cristiano

La laicidad del Estado se invoca con frecuencia de manera ambigua e impropia y, a veces, hasta para enmascarar actitudes o recursos poco respetuosos hacia la sensibilidad religiosa de los ciudadanos. Sin embargo, la laicidad constituye un valor positivo, que no debería generar desconfianza o sospecha. Lo mismo cabe decir del pluralismo político, consecuencia inmediata de la libertad, que el Estado reconoce a todos los ciudadanos y la Iglesia católica a sus fieles (2).

La Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 24 de noviembre de 2002 (3), precisa oportunamente que «para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica -pero nunca de la esfera moral-, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio alcanzado de civilización» (4).

La concepción monista, propia del mundo greco-romano y de otras civilizaciones no cristianas, de una comunidad política que unificaba orgánicamente las exigencias religiosas con las éticas y con las más específicamente políticas, se vuelve inaceptable tras la venida de Cristo. Con el Cristianismo entra en escena un concepto más alto de persona, cuya dignidad y libertad se fundan en última instancia en una esfera de valores que trascienden la política (5).

De la enseñanza evangélica, según la cual hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (6), se colige la existencia de una dualidad de esferas y autoridades, llamadas a desempeñar sus cometidos específicos de modo autónomo y armónico: quien da a Dios lo que es de Dios puede, sin contradicción, dar al César lo que es del César (7). San Pablo parece avanzar un paso más: al invocar las razones de conciencia, viene a afirmar que no se puede dar a Dios lo que es de Dios sin dar al César lo que es del César (8). El Estado que actúa rectamente dentro de su ámbito de competencia nada tiene que temer de esa otra enseñanza apostólica, que sostiene que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (9).

Para el pensamiento cristiano, sin embargo, la esfera política y la religiosa están conectadas en virtud de las razones de conciencia invocadas por San Pablo (10); es decir, en virtud del terreno moral en que ambas coinciden. La política es «la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común» (11). Por su esencial referencia al bien de los hombres que viven en comunidad, la praxis política no sólo tiene importantes dimensiones morales, sino que ella misma es praxis moral, aunque no toda praxis moral sea praxis política.

En base a estos presupuestos, la concepción cristiana de la laicidad consiste en la afirmación simultánea de tres principios:

1) La política es inseparable de la moral, porque la política remite esencialmente al bien común, y éste comprende la promoción y la tutela de los bienes relevantes para la vida en común de las personas humanas, tales como el orden público y la paz, la libertad, la justicia y la igualdad, el respeto de la vida humana y del ambiente, la solidaridad, etc. (12).

2) La índole moral de la praxis política no puede dar lugar a confusión alguna entre la sociedad política y la comunidad religiosa, entre sus finalidades y entre los ámbitos de competencia propios de sus respectivas autoridades.

Si en la naturaleza misma de las cosas está que la esfera política y la religiosa tengan puntos en común, igualmente está en la naturaleza misma de las cosas que el lugar privilegiado en que tal conexión hace sentir su peso sea la conciencia personal de cuantos son simultánea e inseparablemente ciudadanos -o incluso gobernantes del Estado y fieles de la Iglesia.

De ahí que la existencia de puntos de contacto entre la esfera política y la religiosa no desdibuje la distinción y la autonomía de ambas esferas. Es más, para evitar cualquier ambigüedad, la Iglesia católica prohíbe a los clérigos «asumir cargos públicos que comportan una participación en el ejercicio del poder civil» (13), así como tomar parte activa en los partidos políticos (14), si bien los clérigos siguen siendo ciudadanos que ejercitan todos los derechos políticos compatibles con su condición de ministros sagrados (derecho al voto, etc.).

3) Por lo que atañe a la religión, laicidad del Estado no significa irreligiosidad, agnosticismo o ateísmo de Estado. El Estado laico reconoce la importancia y el papel tanto del fenómeno religioso en cuanto tal, como de las convicciones religiosas de los ciudadanos y de las tradiciones religiosas de los pueblos. A la vez, es consciente de que no es la fuente ni el juez de la conciencia religiosa de los ciudadanos, a los que reconoce el más amplio derecho a la libertad religiosa, con tal de que se respeten las justas exigencias del orden público. Y «si, consideradas las peculiares circunstancias de los pueblos, en el ordenamiento jurídico de una sociedad se otorga un especial reconocimiento civil a una determinada comunidad religiosa, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete a todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en materia religiosa» (15).

Notas
1 Publicado en lengua italiana en «L'Osservatore Romano», 24 de enero 2003, 9. Hemos introducido algunas modificaciones.
2 «Los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables» (Código de Derecho Canónico, c. 227).
3 A partir de ahora se citará como Nota doctrinal
4 Nota doctrinal n. 6.
5 Cfr. D'ADDIO, M., Storia delle dottrine politiche, cit., vol. 1, pp. 127-128.
6 Cfr. Mt22, 15-22; Mc12, 13-17; Lc20, 20-26.
7 Sobre el sentido del pasaje de Mt22, 15-22, véase el comentario de
SCHNACKENBURG, R., I1 messaggio morale del Nuovo Testamento, Nuova
Edizione, Paideia, Brescia 1989, vol. 1, p. 169 (trad. espafiola: El mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1991).
8 Cfr. Rm 13, 1-7.
9 At 5, 29.
10 Rm 13,5.
11 Nota doctrinal, n. 1.
12 Cfr. ibid., n. 1.
13 Código de Derecho Canónico, c. 285 § 3.
14 Nota doctrinal, n. 1, nota 1.
15 CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7-XII-1965, n. 6.