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sábado, 31 de enero de 2015

Una sociedad con sed de emociones

foto atarifa
El creciente protagonismo de las emociones en la sociedad contemporánea ha traído aspectos positivos como el replanteamiento de las relaciones entre mujeres y hombres o entre padres e hijos. Pero también ha agudizado ciertos problemas en la vida social y política. El diagnóstico de esta nueva cultura emocional puede servir de punto de partida para buscar el equilibrio entre razón y sentimientos.

ACEPRENSA 93/14.

De los jóvenes del milenio, nacidos entre 1980 y 2000, se dice que pasan demasiado tiempo entre series de televisión, viajes low cost, redes sociales y selfies. Pero la que ha sido retratada como la generación más narcisista de la historia, también tiene su corazoncito. Así lo explica un reportaje del New York Times que analiza varias encuestas realizadas en EE.UU.

De entrada, son menos materialistas que sus mayores. Entre otras cosas, casi dos tercios están dispuestos a ganar menos con tal de trabajar en un empleo de su agrado; sus hábitos de consumo denotan cierto compromiso cívico: el 89% de ellos prefiere comprar productos de empresas que destinan parte de sus beneficios a proyectos sociales.

Tomados en conjunto –concluye Sam Tanenhaus en el reportaje–, estos hábitos y gustos están más cerca de lo comunitario que del narcisismo. El valor que más aprecian [estos jóvenes] no es la promoción personal, sino sus opuestos: la empatía y las relaciones sinceras y generosas con los demás”.

La gente vota a los candidatos que suscitan los sentimientos correctos, no a los que presentan los mejores argumentos

Emociones e identidad

El artículo del New York Times es un buen ejemplo de cómo el análisis de los estilos de vida y las prácticas cotidianas de la gente –en este caso, los jóvenes del milenio– pueden ayudar a comprender la sociedad actual. Donde unos ven un narcisismo generacional, una mirada más atenta descubre que la empatía y la autenticidad se han convertido en valores nucleares para los jóvenes de hoy.

Es el enfoque que sigue el proyecto “Cultura emocional e identidad”, del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra. “Sería un error no advertir que, para muchos de nuestros contemporáneos, la sed de emoción tiene que ver con la búsqueda de indicios, pistas, acerca de quiénes somos: al ver cómo nos afectan las cosas, conocemos algo de nosotros mismos”, explica Ana Marta González, profesora de Filosofía Moral y directora académica del ICS.

Pero el carácter variable de las emociones, dice en otra entrada del blog del proyecto, impide distinguir entre aquellos rasgos personales “que responden a una situación momentánea y aquellos otros que arraigan en estratos más profundos de nuestro ser”. Por eso hace falta analizar, junto a las emociones, las acciones y las producciones culturales en las que aquellas se expresan.

Aquí, el cine y los medios de comunicación son de gran ayuda, como puso de manifiesto el encuentro “Taking the Pulse of Our Times: Media, Therapy and Emotions”, organizado por el ICS del 20 al 22 de noviembre. A partir del análisis de varias películas, expertos de distintos países reflexionaron sobre algunas actitudes que dan forma al “clima emocional” de nuestra época: desde el miedo a la vejez, la discapacidad y la muerte hasta el éxito de todo lo que hable sobre la gestión de emociones, el lenguaje terapéutico o la inteligencia emocional.

Política con corazón

Pero el auge de la cultura emocional también nos habla de ciertos riesgos que se han acentuado últimamente en la política. Uno de los más destacados es que las relaciones políticas ya no se estructuran en torno a la convicción racional, sino a la adhesión emocional, explica Lourdes Flamarique, profesora de Corrientes Actuales de la Filosofía e investigadora del ICS (1).

Cuando se abandona el concepto de verdad objetiva, cualquier crítica a “mi verdad” se considera un ataque personal

El ascenso de Podemos en España es un caso paradigmático. Este partido se está aprovechando de los sentimientos de indignación de muchos ciudadanos ante la corrupción, el paro o la crisis, pero importa poco si sus propuestas son realistas o no. “¿Cuándo fue la última vez que votaste con ilusión?” es uno de los eslóganes de Podemos, que aún sigue sin programa definido.

El psicólogo estadounidense Drew Westen se ocupó ampliamente de este fenómeno en su libro The Political Brain (2): “La noción de mente que cautivó a los filósofos, los científicos cognitivos, los economistas o los politólogos desde el siglo XVIII es la de una mente desapasionada que toma decisiones tras sopesar los datos y razonar hasta llegar a la conclusión más válida”.

Pero no es así como funciona el cerebro del votante actual, que es un “cerebro emocional”. Más bien se parece a una red que obtiene su visión del mundo gracias a una combinación de “pensamientos, sentimientos, imágenes e ideas que han logrado conectarse a través del tiempo”. Son los famosos marcos inconscientes de los que también habla el lingüista George Lakoff.

La gente vota a los candidatos que suscitan los sentimientos correctos, no al candidato que presenta los mejores argumentos”, sostiene Westen a partir de las conclusiones de varios estudios. Y Lakoff insiste: “Los hechos son importantes. Son cruciales. Pero hay que enmarcarlos adecuadamente para que se conviertan en una parte eficaz del discurso público”.

De todos modos, el pinchazo de la “obamanía” en las elecciones legislativas de noviembre de 2014 sugiere que estos análisis pueden ser exagerados: al final, el votante exige resultados, no afecto. Pero tanto Westen como Lakoff aciertan a detectar la influencia de las emociones en las preferencias ideológicas, lo que a su vez alimenta una política de gestos donde lo importante es tocar fibra (cfr. Aceprensa, 23-09-1998).

Un Estado de Derecho más débil

Desde una perspectiva mucho más crítica que la de estos autores, el filósofo Gabriel Albiac denunció la deriva emotivista que adoptó la política española con el primer mandato de José Luis Rodríguez Zapatero: “Vivimos, desde hace casi cuatro años, en la sentimentalización de la política: la ciénaga de la cual nadie sale indemne. Y en la cual toda inteligencia muere. Con bellos sentimientos se hace mala literatura, apostrofaba Gide. En política es peor. En política, con bellos sentimientos se edifica infierno” (3).

Lo que preocupaba a Albiac de las propuestas “sentimentalistas” al estilo Educación para la Ciudadanía, la Memoria Histórica o la Alianza de Civilizaciones era el progresivo proceso de vaciamiento del Estado de Derecho y su sustitución por un nuevo “Estado sentimental”, donde las emociones pueden tener más peso que la seguridad jurídica, el equilibrio de poderes, las instituciones y las leyes.

El vaciamiento del Estado de Derecho tiene múltiples manifestaciones en el espacio público. Una de ellas es el populismo penal, que lleva a endurecer los castigos para ciertos delitos atendiendo exclusivamente a la indignación popular. Pero la exigencia de mano dura no siempre tiene en cuenta que “la frialdad del Derecho, que ahora lamentamos, es la que en otras ocasiones puede protegernos de abusos arbitrarios”, advierte Ana Marta González.

Otra manifestación es el empobrecimiento del debate público con eslóganes y clichés que “disparan el reflejo condicionado de una respuesta social previsible, siempre bajo el signo del conflicto, provocando reacciones estereotipadas en uno y otro bando”, añade González. Un problema que se agrava cuando las empresas de medios de comunicación detectan que el refuerzo de las convicciones se vende mucho mejor que la información (cfr. Aceprensa, 10-04-2012).

Cuando los sentimientos crean Derecho

En la misma línea, Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, critica en El País la práctica del nacionalismo catalán de apelar a los sentimientos para configurar la realidad e incluso fundar Derecho.

Lo que dice Cruz podría aplicarse perfectamente a otras reivindicaciones identitarias que consideran que “del hecho de que un determinado sentir esté muy generalizado entre la ciudadanía se desprende la necesidad de que las autoridades proporcionen una respuesta que dé satisfacción al sentir en cuestión o, como mínimo, lo alivie”.

También el Derecho de familia –y antes que él, el concepto de matrimonio– ha sido víctima de un proceso de vaciamiento llevado a cabo en virtud de un nuevo paradigma según el cual bastaría la capacidad de darse amor, afecto y apoyo mutuo para reconocer como matrimonio cualquier forma de convivencia.

En España, este proceso se desencadenó con la reforma del Código civil de 1981 que legalizó el divorcio, y se consumó con la ley del “divorcio exprés” y la que permite casarse a las personas del mismo sexo, aprobadas ambas en 2005. Leyes que han ido despojando al matrimonio civil de su contenido caracterizador hasta convertirlo en “una cáscara vacía”, en palabras de Carlos Martínez de Aguirre, catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Zaragoza (cfr. Aceprensa, 7-12-2012).

Emociones fuertes para el pensamiento débil

Para el canadiense Dennis Buonafede, en la raíz de esta sentimentalización está lo que Benedicto XVI ha llamado el eclipse de la razón. “En términos sencillos –escribe este profesor de filosofía–, esto significa que el concepto de una verdad objetiva se ha abandonado y ha sido sustituida por el de la verdad subjetiva. Ya no existe una verdad en sí, sino una verdad para mí”;.

Esta manera de pensar ha traído dos consecuencias. “Primera: la verdad ha llegado a personalizarse hasta límites insospechados. Dado que es mi verdad, yo me identifico con ella. No es algo distinto de mí Y la segunda: puesto que hemos personalizado tanto la verdad, cualquier crítica a mi verdad es en realidad una crítica contra mí, un ataque personal” (cfr. Aceprensa, 18-10-2011).

Lo que explica el auge en nuestros días de refinados mecanismos de censura como la descalificación de lo tachado como “lenguaje del odio” (hate speech) y las leyes antidiscriminación, que invocando la igualdad de trato otorgan en realidad unos derechos distintos y privilegiados al colectivo LGTB; y las alertas o trigger warnings frente a ideas que pueden herir algunas susceptibilidades.

De esta forma, las estructuras de corrección política arraigadas en las sociedades amplían su ámbito de influencia, que ahora abarcan desde los pensamientos y las ideas hasta “lo emocionalmente correcto”.

La intolerancia emocional

No en vano Claudia Wassmann, investigadora del ICS, advertía en el encuentro mencionado antes que “el modo en que las sociedades tratan con las emociones de sus ciudadanos –cuáles se aceptan, desean y toleran, y cuáles se prohíben– habla del grado de libertad del que gozan los individuos”.

Un contraste significativo en las sociedades occidentales es que la generosa tolerancia hacia las emociones de las minorías no se aplica por igual a la protección de los sentimientos religiosos. Sobre esto es interesante lo que dice Rafael Palomino Lozano, catedrático de Derecho eclesiástico del Estado en la Universidad Complutense de Madrid: “En general, tanto en América como en Europa, en la colisión entre religión y otras formas de identidad, la religión lleva siempre las de perder” (4).

El motivo es que mientras que “las reclamaciones surgidas de la ideología de género han logrado instalarse en el área de la identidad (más permanente y no electiva)”, la religión sigue enmarcada en el terreno de las opciones individuales. De aquí algunos concluyen que “los ciudadanos no deben discriminar una identidad, que no es cuestión de elección, desde una posición que sí es electiva.

Los conflictos de este tipo no se resuelven así en aquellos países donde la adscripción religiosa se concibe como un marcador identitario fuerte. Pero, al menos en este punto, el “individualismo expresivo” del mundo occidental parece haber desbancado a la religión como marcador de identidad.

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Notas

(1) Cfr. Lourdes Flamarique y Madalena d’Oliveira-Martins (eds.), Emociones y estilos de vida. Radiografía de nuestro tiempo, Biblioteca Nueva, 2013.
(2) Cfr. Drew Westen, The Political Brain: The Role of Emotion in Deciding the Fate of the Nation, Public Affairs, 2007. Westen publicó un extracto de este libro en The Guardian: “Voting with their hearts”, 8-08-2007.
(3) Gabriel Albiac, Contra los políticos, Temas de Hoy, 2008.
(4) Rafael Palomino Lozano, Neutralidad del Estado y espacio público, Thomson Reuters Aranzadi, Pamplona, 2014, pp. 49-50.

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lunes, 29 de diciembre de 2008

¿Se meten en política los obispos?

Por Juan Manuel de Prada, en ABC, hoy lunes 29 de diciembre de 2008

Hay quienes afirman misteriosamente que los obispos «se meten en política» por organizar una misa en la plaza de Colón, coincidiendo con la festividad de la Sagrada Familia. Pero celebrar misa y propagar el Evangelio es la misión primordial de la Iglesia de Cristo; el día en que los obispos estuviesen dispuestos a renunciar a esa misión sería cuando, por fin, podría decirse con propiedad que «se meten en política». La misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, pero comprende los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana. ¿Y qué hay más naturalmente humano que la institución familiar? La Iglesia nos recuerda en esta festividad que Cristo buscó cobijo en una familia. Como Dios que era, no habría requerido el concurso de una mujer que lo gestase en su vientre, no habría requerido tampoco la figura de un padre que velase su andadura terrenal; pero su asunción plena de la naturaleza humana lo impulsó a hacerlo. Desvinculado de un padre y una madre, Cristo no habría sido hombre pleno, sino hombre mutilado; esto es, hombre desnaturalizado.

Ahora los propagandistas de la mentira pretenden hacernos creer que la desnaturalización del hombre no es una mutilación; y que, por lo tanto, la transmisión de vida, valores y afectos que sólo se produce en el ámbito familiar es algo de lo que el hombre puede prescindir, o algo que se puede sustituir con sucedáneos. También el hombre mutilado puede sustituir el miembro que le ha sido amputado por una prótesis; mas no por ello deja de estar mutilado. Y hasta es posible que la prótesis le avive la conciencia de su mutilación.

La Iglesia no hace sino recordar al hombre que la familia es una institución natural a la que Dios comunica una gracia sobrenatural. Los propagandistas de la mentira disfrazan su odio a la naturaleza humana combatiendo esa gracia sobrenatural; pero ya se sabe que, cuando quitamos lo sobrenatural, no nos encontramos con lo natural, sino con lo antinatural. Los propagandistas de la mentira odian la naturaleza humana; y una de las formas más agresivas de demostrar ese odio consiste en perseguir lo que ellos llaman «familia tradicional», como si pudiera haber familia sin «tradición», esto es, sin transmisión de vida, afectos y valores. La «tradición» entabla vínculos entre generaciones; es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo; y la gran familia humana ha crecido sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después.

Los propagandistas de la mentira saben que, mientras esa cadena no se quiebre, mientras el hombre no esté desvinculado, no podrán imponer sus designios de ingeniería social. De ahí que odien tanto la institución familiar; de ahí que exalten y promocionen falsificaciones de esta institución: saben que, en lo más hondo de su corazón, los seres humanos sienten que no lo son en plenitud si no los cobija una familia, si ellos mismos no se vinculan con otros seres humanos formando otra familia; y, puesto que borrar ese anhelo hondamente natural es tarea ímproba, tratan de satisfacerlo mediante sucedáneos.

En los últimos tiempos hemos asistido en Occidente a una concienzuda destrucción de la familia, tejido celular de la sociedad humana que ningún sucedáneo puede reemplazar. Hoy contemplamos los efectos de esta devastadora acción: matrimonios deshechos a velocidad exprés; hogares desbaratados con el menor pretexto, o convertidos en un campo de Agramante donde triunfan las más execrables formas de violencia (porque cuando las personas se desnaturalizan dejan de mirar a quienes están a su lado como algo sagrado); hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra; abortos en cantidades industriales; nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Pero aún quedan familias que se resisten a esta ingeniería social desnaturalizadora; aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; aún hay fidelidad y perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya parecía pervertida. Y hay una Iglesia de Cristo dispuesta a seguir proclamando que existen unos principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, entre los que ocupa un lugar sustantivo, medular, la institución familiar. Frente a la intemperie desnaturalizada que nos proponen los propagandistas de la mentira, la Iglesia propone la familia natural como creadora de vínculos, como cobijo frente a violencias, desarraigos y desarreglos psíquicos, como transmisora de los bienes que garantizan la supervivencia social, empezando por el bien supremo de la vida.

¿A quién puede amenazar u ofender que la Iglesia predique el Evangelio de la familia? Sólo a quienes desean vernos mutilados; sólo a quienes anhelan una sociedad desvinculada, convertida en carne de ingeniería social. Decía Chesterton que necesitamos sacerdotes que nos recuerden que vamos a morir, pero también y sobre todo sacerdotes que nos recuerden que estamos vivos. Los obispos, al convocar esta misa en Colón, han demostrado ser curas de esta segunda especie. Lo cual, sin duda, tiene que resultar insoportable a los propagandistas de la mentira, que nos quieren desnaturalizados y fiambres; por eso dicen que los obispos «se meten en política».

lunes, 31 de diciembre de 2007

Familia y tradición

Por JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, el 31 de diciembre de 2007

LA celebración de la fiesta de las familias cristianas les ha dejado el cuerpo a los progres como a la niña de «El exorcista». El progre, que es analfabeto y se vanagloria de serlo, cuando se refiere a la familia le añade desdeñosamente el calificativo de «tradicional»; pero decir «familia tradicional» es como decir «cigüeña ovípara». El progre es ese tío que está dispuesto a defender la existencia de cigüeñas que se reproducen al modo mamífero, o por esporas; y, del mismo modo, pretende vendernos la moto de que existen familias no tradicionales. Al decir «familia tradicional», el progre revela dos rasgos constitutivos de su idiosincrasia: su incultura supina (ignora el muy zoquete que traditio significa «entrega», «transmisión»; y huelga explicar que no puede existir familia si no existe transmisión de vida, afectos y valores) y su odio atávico, inveterado, insomne a la tradición.

Y es que la razón vital del progre no es otra que acabar con la tradición, romper los vínculos que unen a unas generaciones con otras. La tradición es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado como pretende el progre, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo, en el arte y en la vida; y la civilización humana ha crecido de este modo, sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después. El progre sabe que, mientras esta cadena no se quiebre, no logrará imponer sus designios; de ahí que quiera destruir el mundo heredado de nuestros antepasados y sustituirlo por otro nuevo en el que ya no existan vínculos entre generaciones. Por supuesto, este afán destructivo no es inocente: el progre sabe que el hombre desvinculado deja de ser hombre para degenerar en monicaco; sabe que, desamparado de la tradición, el hombre se convierte en carne de ingeniería social. Por eso, el progre abomina de las fiestas y ritos que nos vinculan al pasado, por eso destierra de sus planes educativos el Latín y lo sustituye por Educación para la Ciudadanía, por eso trata de matar los afectos que sólo en el seno de la familia adquieren sentido. Pero el progre no puede completar su designio destructivo sin ofrecer algo a cambio, una pacotilla que anestesie el desvalimiento humano. Y así, aprovechándose de ese desasosiego que deja en el corazón del hombre la falta de asideros, le vende progreso y modernidad como lenitivos de su terrible desvalimiento; y se los vende a través de la propaganda de los medios de adoctrinamiento de masas, logrando que el hombre alienado de su naturaleza (de la tradición que lo constituye) crea que esos lenitivos son más atractivos, logrando arrasar esa silenciosa y pensativa conversación de generaciones que a lo largo de los siglos había garantizado la transmisión de afectos y valores morales.

El progre sabe que para llevar a cabo su misión necesita destrozar el tejido celular de la sociedad, los vínculos que unos hombres entablan con otros según un impulso cordial y sagrado. También sabe que la primera sociedad natural es la familia: destruida ésta, será mucho más sencillo llevar a cabo sus designios. Y disfruta orgiásticamente contemplando los efectos de su devastadora acción: matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Cuando, por el contrario, descubre que aún hay familias que se resisten a su ingeniería social; cuando descubre que aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; cuando descubre la fidelidad y la perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya creía pervertida; cuando descubre que, además, toda esa resistencia numantina se funda en Dios... bueno, es natural que se le ponga el cuerpo como a la niña de «El exorcista».