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martes, 7 de junio de 2011

Un proyecto de ingeniería social

Por Ignacio Sánchez-Cámara, Catedrático de Filosofía del Derecho, periodista y analista político y cultural, en ABC, el 26 de mayo de 2011

El anuncio de Rodríguez Zapatero de que no se presentará a la reelección como candidato de su partido a la presidencia del Gobierno y su desastre electoral no despejan las dudas sobre la continuidad de su proyecto político, al menos hasta la convocatoria de elecciones generales. Ahora de lo que se trata es de si el PSOE persiste o no en él.

Varias han sido y son las interpretaciones sobre la empresa política y la índole intelectual y moral, valga la exageración, de Zapatero. Entre ellas, el «buenismo», el «pensamiento Alicia», la improvisación permanente, la ausencia de proyecto, la ingenuidad utópica. Algunas aciertan, pero solo en parte. En realidad, sea obra suya o no, y más bien cabe conjeturar lo segundo, existe un proyecto político muy bien definido y, en gran parte, consumado. Sus consecuencias quizá solo en parte serán reversibles.

La naturaleza del proyecto consiste en la transformación moral radical de la sociedad. No se trata de un ingenuo u oportunista improvisador. Está orientado por el relativismo ético, pero acaso se trate de algo aún peor. El relativismo es quizá el medio, pero no el fin. Este fin es más la inversión de la jerarquía natural de los valores que su mera disolución. Al cabo, se trata, en muchos casos, de que lo inferior ocupe el lugar de lo superior, y lo malo el de lo bueno. Si estoy en lo cierto, se trata de un proyecto de ingeniería social, es decir, de conformación de la sociedad a la medida de los valores (o contravalores) del Gobierno. Ignoro si todo su partido lo respalda, aunque lo dudo, pero lo cierto es que los discrepantes son o escasos o silentes.

Los ejemplos son notorios. La crisis económica, solo en este sentido providencial, no ha hecho sino aminorar la intensidad del desmán. La nómina es conocida, aunque demasiadas veces se mire hacia otro lado, como si no se quisiera ver la realidad. La nueva legislación del aborto ha transformado un delito en un derecho de la mujer, solo limitado por un plazo arbitrario. La nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, que muy probablemente contraviene el derecho de los padres a elegir la educación religiosa y moral de sus hijos, entraña una usurpación del Gobierno, cuya misión es garantizar el ejercicio del derecho a la educación, pero no determinar su contenido antropológico y moral. La regulación de la experimentación con embriones y la reproducción asistida asesta un golpe decisivo a la dignidad de la vida. Algo más renuente se encuentra, aparentemente, el Ejecutivo sobre la legalización de la eutanasia. Ha elegido, de momento, una vía vergonzante: la regulación de los cuidados paliativos y la «concesión» de un nuevo derecho: el derecho a la muerte digna. Como si hasta ahora el encarnizamiento terapéutico fuera una exigencia legal y la práctica médica no se preocupara de la administración de los cuidados paliativos; como si la legislación actual nos condenara al deber de una muerte indigna. La consideración como matrimonio de las uniones legales entre personas del mismo sexo ha destruido la concepción tradicional del matrimonio y la familia. La legislación sobre la «memoria histórica» entraña una ruptura de la concordia nacional y un agravio al derecho a la libertad de investigación y de expresión. Y ya está preparado el proyecto de ley de no discriminación e igualdad de trato, de naturaleza totalitaria.

Estos son los elementos principales de este proyecto de ingeniería social, que persigue la modelación de la sociedad y sus costumbres a los dictados del poder político. Un poder que, por cierto, nunca ha obtenido la mayoría absoluta, que sí lograron González y Aznar. Sus raíces ideológicas quizá se encuentren, si es que se encuentran en algún lugar, en el nihilismo derivado del posestructuralismo francés. Y su objetivo es el combate contra el cristianismo y el liberalismo (y no cabe olvidar a este último). Todo proyecto de ingeniería social es enemigo de la libertad. Este lo es también del cristianismo, y, más concretamente del catolicismo. Se trata de derruir los fundamentos católicos de la sociedad española, por más que se invoque solo la aconfesionalidad del Estado y la libertad religiosa.

Y, de manera solo aparentemente paradójica, se ataca a la libertad mientras se reconocen «nuevos derechos». Por lo demás, los derechos no son creaciones ni concesiones del Gobierno, como si se tratara de un nuevo señor feudal democrático que dispensa derechos a sus vasallos agradecidos. Los derechos solo se reconocen y garantizan, pero no se crean. Además, esta apoteosis de los derechos los convierte en enemigos de la libertad. Y no es extraño. Kant afirmó que tener un derecho es tener la capacidad de obligar a los demás. Todo derecho entraña deberes y obligaciones para uno mismo y para los demás. Desde el aborto al aire limpio. Si abortar, contra todo derecho y razón, se convierte en un derecho, generará obligaciones para el personal de la Sanidad y, en general, para toda la sociedad. Si uno tiene derecho a no aspirar humo de tabaco ajeno, se limitará necesariamente el derecho a fumar en espacios públicos. Y así podríamos continuar con otras limitaciones a la libertad, unas justificadas y muchas no, en el nombre de los derechos Los deberes se cobran así su venganza, y el dispensador de derechos se convierte en generador de cargas y obligaciones.

Quizá no exista un síntoma más rotundo de que un gobierno se desliza por la pendiente que conduce al totalitarismo que su pretensión de erigirse en autoridad espiritual. Y esto se manifiesta en su designio de que las leyes por él aprobadas, no por cierto las aprobadas por la oposición cuando estaba en el poder, constituyen la única y verdadera moral exigible a todos. Todo gobernante autoritario pretende que su Derecho se convierta en moral. No quiere rivales. El poder temporal pretende suplantar hoy al poder espiritual. Y esto solo es posible cuando el poder espiritual está vacante.

Ortega y Gasset afirmó en La rebelión de las masas que Europa se había quedado sin moral. Parece que seguimos así, pues, si la hubiera, no podría fabricarla a su antojo el Gobierno. Al final del segundo volumen de La democracia en América, afirmó Tocqueville que las naciones democráticas de sus (nuestros) días no podían evitar la igualdad de condiciones en su seno, pero que de ellas dependía que la igualdad condujera a la libertad, la civilización y la prosperidad, o al despotismo, la barbarie y la miseria. De nosotros, me refiero a los españoles, depende, pero mucho me temo que hayamos emprendido el camino equivocado. Pero el futuro no está determinado, y podemos cambiar el rumbo. Mas conviene advertir que no se trata solo de un cambio de Gobierno, con ser este necesario y urgente, sino de algo mucho más profundo y difícil: la restauración de la moral. Por eso, el único modo de combatir el proyecto de ingeniería social consiste en emprender otro proyecto alternativo de regeneración intelectual y moral. La política, imprescindible, vendrá después y de suyo. Están en juego la libertad, la civilización y la prosperidad.

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domingo, 18 de enero de 2009

La coexistencia de las civilizaciones

La cultura occidental padece una decadencia moral por el declive del cristianismo.

Por Ignacio Sánchez Cámara, La Gaceta de los Negocios, 12 de enero de 2009

En los principales conflictos de nuestro tiempo están presentes las civilizaciones, si es que no se trata directamente de un conflicto entre ellas. Está presente en los atentados terroristas cometidos por el islamismo radical y en la guerra entre Israel y los palestinos. Parece confirmarse así el diagnóstico de Samuel P. Huntington, fallecido poco antes de terminar en 2008. Se trata de uno de los más prestigiosos académicos en el ámbito de las ciencias políticas, que ha podido ver además cómo sus tesis principales eran debatidas incluso más allá de los ámbitos académicos. Su libro más conocido y polémico es El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, que vino precedido de un ensayo más breve sobre el mismo asunto. Su publicación ha permitido asistir a un nuevo episodio de la aversión de cierta izquierda radical hacia la lectura. El erróneo dictamen se extrajo del título, apoyado en la ausencia no ya de una lectura atenta del contenido, sino de lectura sin más. Su autor pasó a ser considerado un defensor de la lucha entre civilizaciones, cuando era exactamente todo lo contrario.

Frente a la tesis de Fukuyama sobre el final de la historia, Huntington defendía la idea de que en el futuro asistiremos a un nuevo tipo de conflicto basado en el “choque de civilizaciones”. De unos conflictos, de naturaleza ideológica, que enfrentaba a las democracias liberales y a los sistemas comunistas, al capitalismo y al socialismo, pasaremos a un nuevo tipo de conflicto asentado en el choque cultural entre civilizaciones. Por lo demás, Huntington proclama el fracaso de todo intento de imponer una civilización universal basada en los principios, sólo aparentemente victoriosos, de Occidente. La cultura, cimentada principalmente en la religión, tomará el relevo de las ideologías, la política y la economía. El choque de civilizaciones sustituye a la rivalidad de las superpotencias.

Aunque Occidente seguirá siendo durante algún tiempo dominante, no caminamos, según él, hacia una civilización universal basada en los principios europeos del legado clásico: el cristianismo, la separación entre la autoridad espiritual y la temporal, la democracia, el liberalismo, la tolerancia, los derechos humanos, el pluralismo y el imperio de la ley. Nada de todo esto en lo que se sustenta la civilización occidental está fuera de peligro. Huntington no descarta la posibilidad de la decadencia de la cultura occidental. En clara alusión a Fukuyama afirma: “Las sociedades que suponen que su historia ha terminado son habitualmente sociedades cuya historia está a punto de empezar a declinar”. La cultura occidental, cuestionada por grupos situados en su interior, padece una decadencia moral favorecida por el declive de su componente central: el cristianismo. Acaso aquí resida el motivo de la tergiversación que han sufrido sus ideas en los ambientes ideológicos de la izquierda radical. Existe, para él, una vía intermedia entre los defensores del multiculturalismo suicida y los creyentes ilusos en la hegemonía de la civilización occidental. Occidente debe renunciar a su tentación universalista. “El imperialismo es la consecuencia lógica del universalismo”. Por mi parte, no puedo compartir esta tesis.

lunes, 8 de diciembre de 2008

La cruz y la democracia

Por Ignacio Sánchez cámara, catedrático de filosofía del derecho, en La Gaceta de los Negocios, el lunes 1 de diciembre de 2008

La sentencia que obliga a retirar un crucifijo de un colegio público de Valladolid carece de buenos fundamentos jurídicos y entraña un agravio a las convicciones cristianas de millones de españoles y a las de quienes, sin ser creyentes, ven, con toda razón, en la Cruz uno de los pilares de nuestra civilización y sus valores. La presencia de un crucifijo en un centro público no atenta contra la aconfesionalidad del Estado, sólo lo haría contra un laicismo militante, que no asume nuestra Constitución. Tampoco puede afirmarse que vulnere ningún derecho, salvo que se convierta en derecho el puro deseo de retirar el crucifijo. Su exhibición no vulnera la libertad de creencias. Y si entraña cierto beneficio de trato para el cristianismo está justificado por su relevancia social y por la mención contenida en la Carta Magna.

Las reacciones políticas, no por esperadas, han sido menos decepcionantes. El PSOE, en general, aplaude la sentencia en un alarde de contradicción con sus propios actos, pues ni los retiró en el pasado ni lo ha hecho en el presente. Se ve que éstos son otros tiempos. El PP se limita, al parecer, a acatar la sentencia y a proclamar que a ellos «no les molesta el crucifijo». Al parecer, les da igual. Salva un poco el honor el presidente de la Junta, que afirma que la sentencia carece de fundamento jurídico y estudia recurrirla. Pero no nos engañemos. No estamos sino ante un nuevo episodio de resentimiento hacia lo más elevado y noble, y de lo que el constitucionalista norteamericano Weyler calificó como «cristofobia».

No se trata de añejo anticlericalismo, sino de furor anticristiano. Hay que padecer un intenso desarreglo del alma para que la presencia pública de un crucifijo pueda ofender. Para un creyente, se trata del sacrificio de Dios para salvar a los hombres, y para quien no lo es, del mensaje moral más sublime, en el que se sustenta, en gran parte, nuestra civilización. Hablar aquí de «higiene democrática» (y hay que tener cuidado con las metáforas fisiológicas) es pura ignorancia, si no se trata de algo mucho peor. No cabe un compromiso más firme con los derechos humanos que el que se revela majestuosamente en el Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó». Suprimir el cristianismo es derribar uno de los pilares de la libertad y la democracia. Como afirmó Tocqueville, es un error considerar a la religión católica como un enemigo natural de la democracia.

El catolicismo conduce a los hombres hacia la igualdad. Sólo la religión asegura la firmeza y la certeza en el orden moral, aunque el mundo político parezca abandonado a la discusión y a los ensayos de los hombres. La religión puede ser considerada en EEUU, según el gran pensador francés, como la primera de sus instituciones políticas. No sólo regula las costumbres, sino que extiende su imperio sobre las inteligencias.

En cualquier caso, el pluralismo debería obligar a conciliar las dos posiciones y no a imponer una de ellas. Pues si a unos ofende, sin razón, su exhibición, a otros ofende, con razón, su retirada. Y tampoco es lo mismo no colocar un crucifijo que retirar uno. No es bueno que nos enzarcemos en una guerra sobre el crucifijo, aunque la verdad, tampoco puede extrañar. Al fin y al cabo, ya lo dejó dicho el Crucificado: «No he venido a traer la paz, sino la discordia». No hay nada en la Cruz que atente contra la democracia política.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Fundamentalismo democrático

Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gaceta de los Negocios.

Si cabe una democracia totalitaria, también es posible un fundamentalismo democrático. Una de las anomalías de nuestro tiempo es la pretensión de que el creyente, especialmente si es cristiano, y, más aún, si es católico, no puede ser un ciudadano democrático, y debe ser excluido de la vida pública, a menos que renuncie en ella a sus creencias religiosas.

Es la consecuencia de un equivocado entendimiento de las exigencias de la secularización y de la separación entre Iglesia y Estado. Probablemente se trate de algo peor. El principio democrático que atribuye a cada ciudadano un voto no queda condicionado por la forma en que se haya decidido ese voto.

En una sociedad democrática, no se le pregunta a cada ciudadano sobre la procedencia, religiosa o no, de sus principios, convicciones y valores. Basta con que exponga su posición y razones, sin imponerlas. El problema es que la falacia del laicismo militante pretende que toda creencia religiosa entraña la asunción del fundamentalismo. En realidad, el fundamentalista es él.

Quizá convenga precisar algo el término. El fundamentalismo consiste, al menos en su sentido más genuino, en la pretensión de convertir una determinada revelación religiosa, un texto sagrado, en Derecho. Las leyes jurídicas vendrían así a contenerse en el texto sagrado o en la interpretación dominante de él. Pero cuando un hombre religioso participa en la vida pública democrática, al menos en España y en las sociedades occidentales, no pretende nada de eso. Se limita a expresar su posición y convicciones. Igual que los agnósticos o ateos. El fundamentalismo religioso considera que el texto sagrado es el texto legal (en sentido jurídico). Cabría entonces hablar también de un fundamentalismo democrático que pretende lo contrario, es decir, convertir el texto jurídico en verdad sagrada y el Derecho en Moral.

En realidad, estamos ente una interesada y antidemocrática estrategia de exclusión del adversario. La prueba está en que no se le reprocha nada al creyente cuando coincide con la opinión progresista dominante, pero sí cuando se aparta de ella. Un ejemplo. Cuando un creyente se opone a la legalización del aborto o la eutanasia, no exhibe sus creencias religiosas particulares ni pretende imponerlas a los demás; simplemente, extrae las consecuencias lógicas del precepto: «no matarás». Y apela a argumentos y razones, y no a su fe religiosa.

La prueba es que muchos agnósticos pueden compartir y de hecho comparten esa posición. Su actitud en esto es semejante a la de los demás ciudadanos, a quienes no se les interroga acerca del origen de sus seculares y laicas convicciones. En definitiva, la creencia religiosa sólo excluye de la práctica democrática a quien la posee si renuncia a apelar a argumentos y razones o trata de imponerla por la fuerza. La pretensión de convertir al creyente, especialmente al cristiano, en un apestado democrático es un atentado contra la democracia y contra la verdad histórica.

En conclusión, si el fundamentalismo religioso aspira a convertir una moral derivada de la fe en Derecho, el fundamentalismo seudodemocrático pretende convertir la ley democrática en moral absoluta. Son dos caras del mismo mal.

La diferencia estriba en que mientras el primer riesgo es prácticamente inexistente en las religiones cristianas, el segundo es muy frecuente entre los fundamentalistas ateos. El fundamentalismo se combate con una distinción nítida, que no separación, entre el Derecho y la Moral. Mientras que la Moral es, ante todo, asunto de la conciencia personal y está orientada al perfeccionamiento del hombre, el Derecho persigue fines sociales y, concretamente, la búsqueda de la justicia y de la paz social.

Pero cuando el Derecho aspira a suplantar a la Moral, abandona la democracia y se adentra en el ámbito del fundamentalismo. Una cosa es que, en una democracia, el Estado no asuma ninguna confesión religiosa, y otra muy distinta y antidemocrática, que la democracia se fundamente en el agnosticismo.

domingo, 19 de octubre de 2008

La muerte de Sócrates

Por Ignacio Sánchez-Cámara. Obtenido en Quaestio.

Pocos acontecimientos hay tan clarificadores y memorables en la historia espiritual de Occidente como la muerte de Sócrates en la democracia ateniense. Pocas lecturas, por tanto, tan esclarecedoras como la Defensa redactada por Platón, iluminada por el diálogo Gorgias y su contraste entre la enseñanza socrática y la de los sofistas, mercaderes de los alimentos del alma. Víctor Pérez-Díaz acaba de titular un excelente ensayo así: El malestar de la democracia.

Y este malestar acaso tenga mucho que ver, como ha afirmado Olegario González de Cardedal en una perdurable Tercera de ABC, con la conversión de la democracia en ídolo, al margen de toda consideración de la idea del bien y la justicia, y de la ejemplaridad de las figuras morales. “La medida y grandeza de un país es proporcional al número de hombres y mujeres que se afirman desde la voluntad de verdad frente a la voluntad de poder”. Y, sin embargo, se pretende que la democracia pueda prescindir de la verdad moral hasta llegar a suplantarla.

Cuando las masas son divinizadas en las democracias es para utilizarlas con fines perversos. Nunca se insistirá lo bastante en la primacía de la cultura. Así lo hace Pérez-Díaz. Una sociedad obsesa con la riqueza, el placer y el poder tiende a subestimar la importancia de la cultura. Pero, en verdad, ni la política ni la economía poseen autonomía frente a ella. No existen ellas por sí mismas, sino insertas en el ámbito de la cultura.

Las oligarquías que tienden a apoderarse de la democracia, degradándola, lo saben muy bien. Siempre procuran controlar la cultura, aunque, en realidad, sólo son capaces de alentar una decadente contracultura adormecedora y estéril. El mal no es exclusivo de la derecha ni de la izquierda, pero ésta última revela una capacidad muy superior en el arte engañoso de la manipulación cultural. No es superior en la cultura. Sólo es superior en el arte de la propaganda (pseudo) cultural. En esto, sólo tiene competencia en los nacionalismos.

Puede comprobarse en la habilidad que exhiben para hacerse con las consejerías de Educación y Cultura en las regiones en las que gobiernan. Así sucedió en el País Vasco. Uno de los episodios más lamentables de nuestra democracia fue la cesión del poder al PNV por parte del Partido Socialista, que había ganado las elecciones autonómicas. Se impone así en las democracias decadentes una falsa cultura sofística. Y vuelve aquí Platón. Sócrates no era de derechas ni de izquierdas, sino del minoritario partido de la búsqueda de la verdad y la justicia. Frente a él, tiende a imponerse en las democracias la falacia de la cultura sofística de la oligarquía, que halaga al pueblo para mantenerse en el poder. Un poder que sólo es un bien para el que lo posee si lo utiliza al servicio de la justicia. Tres son los medios para este proceso de apropiación ilegítima y suplantación de la verdadera cultura: el control de la Educación, la utilización abusiva de los medios y el empleo de los aparatos de propaganda política.

El resultado es la reducción al silencio de lo que González de Cardedal llama figuras morales frente a los ídolos. El secreto de la manipulación cultural se reduce a una norma: reducir al silencio, ningunear como se suele decir, a los socráticos, a las nobles figuras morales que se ocupan ante todo de los fines últimos y supremos. El secreto de la política demagógica y oligárquica se reduce hoy a un sólo principio: renovar la muerte de Sócrates.

jueves, 21 de agosto de 2008

¿Qué es la verdad?

Una mala persona puede expresar una verdad moral, pero no puede conocerla por sí misma

Por Ignacio Sánchez-Cámara, en La Gazeta de los Negocios, el 9.IV.2007

Lo cuenta el Evangelio de San Juan. Jesús, ante Pilato, afirma que su Reino no es de este mundo. El pretor le dice: «Entonces, ¿tú eres Rey?» Y Jesús responde: «Sí; soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Y, entonces, Pilato pregunta: «¿Qué es la verdad?» Pero no espera la respuesta. En otro momento de su vida, Jesús había afirmado que Él era la Verdad. Por lo tanto, no que la conociera o anunciara, o que sólo diera testimonio de ella, sino que la era. «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Si esto es cierto, entonces, Pilato tenía ante sí la respuesta a su pregunta. Y la Verdad, sólo unas horas después, colgaba en una cruz.

En realidad, no hay pregunta más urgente y radical que la que hace Pilato, el buen escéptico, bastante cobarde, que no encontraba mal alguno en el hombre cuya condena le pedían y al que acabó por entregar. El hombre no puede vivir sin la verdad. Es, en este sentido, el «animal verdadero». O se está en la verdad (¡qué profundo sentido encierra esta expresión: «estar en la verdad»!; la verdad no se tiene o posee, sino que es ella la que nos tiene y sostiene), o se cree estar en ella, o se la busca. No hay más alternativas. Y la verdad, como nos enseña la filosofía, no es sino el Ser y su sentido. No hay verdad sin aclaración del sentido y finalidad de la vida humana.

Todo lo grande que el hombre emprende es una exigencia de la verdad o de su búsqueda: el arte, la ciencia, la filosofía y la religión. También el arte (el verdadero y sublime, no sus sucedáneos, como la artesanía del entretenimiento) tiene como tarea la verdad de la vida, es decir, la vida verdadera. Y la ciencia busca las verdades de su propio ámbito mundano y con arreglo a sus métodos propios. Y la filosofía persigue la verdad absoluta a través de la razón. Y la religión, las verdades sobrenaturales reveladas. Y todas ellas son compatibles porque las verdades no pueden contradecirse ni ser incompatibles entre sí. El error procede más bien de que cada una de ellas pretenda negar la validez de los otros ámbitos de verdad. Pero, en su más profundo y radical sentido, la Verdad es el Ser.

Nada es tan absurdo como esa extraña pretensión de que la verdad somete o esclaviza al hombre arrebatándole su libertad. Lo que destruye la libertad es el error. ¿Es que somos acaso menos libres cuando tomamos una decisión en función de elementos verdaderos que cuando lo hacemos bajo presupuestos falsos? En realidad, muchos defensores del escepticismo y del relativismo lo son en gran medida por soberbia o resentimiento. No pueden soportar que haya una verdad por encima del criterio humano. Como si sólo pudiera ser libre un ser que determinara arbitrariamente el contenido de la verdad. Como si la ignorancia y el error pudieran ser liberadores.

La verdad, la más profunda y radical, es sencilla. Está siempre a la mano. Lo extraño es que los hombres le vuelvan la espalda con tanta frecuencia. Acaso la explicación sea también sencilla. En realidad, la verdad no es ajena a la forma de vida. Las verdades inferiores, las que afectan a escalas más bajas de la jerarquía de los asuntos, son asequibles casi para cualquiera por igual. Pero las verdades más elevadas sólo pueden ser conocidas directa y plenamente por quienes viven una vida elevada. Hay verdades a las que sólo es posible llegar a través de una vida buena. Se suprime así o, al menos, se atenúa la paradoja que muchos perciben entre la alta calidad de algunas obras humanas y la ínfima de las vidas de quienes las crearon. Un hombre mediocre o inmoral puede descubrir una verdad científica, o crear una obra artística excelente, o idear una certera tesis filosófica. Con frecuencia, nos perturba la baja calidad moral de algunos grandes pensadores y artistas. No es necesario citar casos. En realidad, esas grandes obras nunca son la consecuencia de los errores de sus autores, sino más bien algo así como pepitas de oro entre el fango. Por lo demás, las bondades de sus obras pertenecen siempre a ámbitos ajenos a aquel en el que manifiestan sus miserias. O las obras no son tan sublimes, o sus creadores no son tan mezquinos. Una mala persona puede enunciar o expresar una gran verdad moral, pero no puede descubrirla o llegar a conocerla por sí misma. Sólo mediante la forma de vida correcta se revelan las verdades morales, y sólo quienes viven la vida del espíritu pueden llegar a conocer y descubrir las verdades espirituales. Ninguna obra puede ser superior a su creador. Nadie puede dar lo que no tiene. Hay verdades que sólo pueden ser descubiertas mediante la vivencia de la vida verdadera. Esta es acaso la razón por la que la expresión de las verdades resulta, en general, incomprendida por la mayoría de los hombres actuales. Todo el problema consiste en acertar con el destinatario de la eterna pregunta: ¿qué es la verdad?

domingo, 27 de julio de 2008

La máscara de la libertad

Por Ignacio Sánchez-Cámara, Catedrático de Filosofía del Derecho, Periodista y analista político y cultural, en conoZe.com el 2.VI.2008

La Fundación Pablo Iglesias acaba de celebrar un seminario titulado Laicidad y Democracia. La Conferencia Episcopal ha sido allí declarada culpable de leso crimen contra la democracia. Al menos, no todos los cristianos seremos declarados, democráticamente, herejes. Un destacado dirigente socialista ha afirmado que la Jerarquía católica española es incompatible con la democracia, ya que se declara «depositaria de verdades por encima de las coyunturales mayorías y del principio de la soberanía popular».

Ante tan absurdo dictamen, uno duda de que sea veraz. Dudo mucho de que sea coherente, pues semejante tesis debería llevar a tan fanático devoto de la teoría de la infalibilidad de la mayoría a aplaudir cualquier decisión mayoritaria, incluidas la licitud de la guerra de Irak o de la pena de muerte. Parece que la furia anticatólica ciega los ojos y obnubila las luces.

La verdad, ni la científica ni la moral, ni la religiosa, dependen del sufragio universal. El poder político, tan inmoderado él, incluido el democrático, no tiene nada que ver con la verdad. No hay nada de ultramontano en semejante afirmación, sino, por el contrario, la más estricta sumisión a los principios ilustrados. Con su tesis, el dirigente socialista no se opone al clericalismo, como acaso pretenda, sino a la Ilustración.

¿Vale Condorcet? Espero que sí. Revolucionario él, acabó siendo víctima del terror revolucionario y llegó a proclamar: «Robespierre es un cura, y nunca dejará de serlo». Tengo para mí que lo malo no es que fuera un cura, que no lo era, sino que estaba drásticamente equivocado. La cita sólo intenta mostrar el escaso apego de Condorcet por los curas.

El sabio ilustrado francés parecía presagiar la EpC cuando afirmaba que la escuela debe abstenerse de adoctrinar ideológicamente. «La libertad de esas opiniones será meramente ilusoria si la sociedad se apropia de las generaciones que nacen y les dicta lo que deben creer». Ese tipo de enseñanza sólo inculcaría prejuicios en el alumno y entrañaría «un atentado contra una de las partes más valiosas de la libertad natural».

Por eso es preciso preservar la capacidad crítica de los individuos y sustraerla del ámbito del poder político. «El objetivo de la formación no es conseguir que los hombres admiren una legislación ya hecha, sino hacerlos capaces de valorarla y de corregirla». Ya ven, ni Wojtila, ni Ratzinger, ni Rouco: Condorcet.

La separación entre el poder espiritual y el temporal es una idea cristiana, aunque no siempre todos los cristianos, incluidos algunos «jerárquicos», hayan sido fieles a ella. El sentido del laicismo es preservar a la autonomía personal de la imposición de la autoridad eclesiástica. De la imposición, pero no del influjo de su ejemplaridad y autoridad. La liberación ilustrada combate la imposición de la religión, no la religiosidad misma. Hoy, en las sociedades occidentales, resulta más urgente preservar la autonomía individual de los ataques del poder temporal que de los del espiritual. Al menos, la Iglesia Católica, desde el Vaticano II, ha defendido, sin reservas, el principio de la libertad religiosa.

Las leyes democráticas no proclaman ninguna verdad, ni siquiera moral o jurídica. No tienen nada que ver con la verdad. Son disposiciones de la autoridad política que deben ir orientadas al bien común. Pero, en ningún caso, proclaman verdades. Por eso, a pesar de las pretensiones del despistado dirigente socialista, no se opone a la democracia quien proclama verdades, presuntas o reales.

David Hume, libre, según espero, de toda contaminación eclesiástica, escribió en 1742: «Aun cuando todo el género humano concluyera de forma definitiva que el Sol se mueve y que la Tierra está en reposo, no por esos razonamientos el Sol se movería un ápice de su lugar, y esas conclusiones seguirían siendo falsas y erróneas para siempre».

La verdad no depende del sufragio universal. Éste sirve para otras cosas, y muy relevantes, pero no para proclamar verdades. Condorcet afirma que un poder que se apropia de las fuentes de conocimiento ejercerá, bajo la máscara de la libertad, una tiranía. Continuará, si Dios quiere.

miércoles, 9 de abril de 2008

La negación de la responsabilidad

Por Ignacio Sánchez Cámara, Gaceta de los Negocios, jueves, 27 de marzo de 2008

Cuenta Arthur Koestler en sus memorias una conversación con Sigmund Freud, viejo y exiliado en Londres. El autor de El cero y el infinito comentó no sé qué perogrullada sobre los nazis. El fundador del psicoanálisis se quedó pensando un instante, mirando con ojos ausentes los árboles a través de la ventana, y luego afirmó, de manera vacilante: “Pues, como usted sabe, están desatando la agresividad que se hallaba reprimida en nuestra civilización. Era inevitable que tarde o temprano ocurriera algo semejante”. Y concluyó con estas enormes palabras: “No estoy seguro de que, desde mi punto de vista, pueda censurarlos”.

Los debates morales actuales no enfrentan a dos o más concepciones alternativas de la persona. En ellos se oponen quienes, respectivamente, afirman o niegan la condición personal del hombre. No existe acontecimiento comparable a este proceso, que ya dura varios siglos, de negación de la realidad personal. Ni tampoco hay otro que produzca tan fatales consecuencias. Detrás de cada uno de los males que padecemos, oculta su rostro esta negación injustificada e injustificable de la libertad y de la responsabilidad del hombre por sus actos.

No deja de ser paradójico, aunque sea más razonable y natural, que justo cuando la soberbia humana conduce a la negación de Dios, se produzca no una exaltación de lo humano, sino su más brutal degradación, el descenso imparable en la escala zoológica. Y no faltan quienes aplauden y alientan todos los intentos de rebajar al hombre por debajo incluso del umbral de la animalidad.

Tampoco puede extrañarse que entonces se produzca la cosificación del hombre, su consideración como mera mercancía. Así, se regocijan ante todos los golpes infligidos a la dignidad humana, ya sean reales o ficticios, verdaderos o falsos: Copérnico, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud. Desde luego, no cabe negar que sienten nostalgia del animal ancestral. Su visión del hombre no es sino la proyección de su propio ser. Pretenden hablar del hombre pero sólo hablan de sí mismos.

La responsabilidad puede ser escamoteada por muchos motivos: el deseo irreprimible de caminar “a cuatro patas” ingresando en una confortable barbarie que algunos confunden con el paraíso perdido; el alivio de la angustia de sentirse libre y responsable de sus actos; la mera ignorancia; o el resentimiento que dictamina que el sabio y el ignorante, el bueno y el malo, valen lo mismo, ya que no existe ni libertad, ni mérito, ni culpa, ni responsabilidad, sino la más perfecta y absoluta igualdad.

Si todos somos puros mecanismos, entonces todos somos iguales. Nada daña a algunos tanto ni los deslumbra hasta la ceguera como la luz de la verdad. Es posible que no seamos absolutamente responsables de todo lo que hacemos, pero somos absolutamente responsables de lo que queremos. Freud era perfectamente coherente al dudar de que, “desde su punto de vista” pudiera censurar a los nazis.

Sus ideas se lo impedían. Desde luego, exhibió la mayor honradez intelectual. Si somos la obra ciega de pulsiones inconscientes y vivimos bajo el poder de dos tiranos, Eros y Tanatos, no queda hueco para la responsabilidad. El problema era quizá su punto de vista. Pero somos libres y responsables en una medida mucho mayor de la que usualmente se admite. Aunque, pese a ello, quizá nunca debamos juzgar a otro, si es cierto que toda subjetividad es maravillosa y sagrada, aunque sí sus acciones. Somos responsables, pero no jueces. Entonces, Freud habría expresado, aunque por motivos erróneos, una profunda verdad.

viernes, 21 de marzo de 2008

El ancestral desprecio de la política

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, 13 de marzo de 2008

La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía

En el origen de la tradición occidental de la filosofía política se encuentra, como advirtió Hanna Arendt, el desprecio de Platón hacia la política. Los hombres sabios siempre han tendido al descrédito de la política, percibida como un mal necesario. “En suma, cuando los filósofos empezaron a ocuparse de la política de un modo sistemático, la política se convirtió para ellos al punto en un mal necesario”. Los filósofos forman una comunidad de hombres dedicados a la vida contemplativa en busca de la verdad.

El problema es que este ideal de vida no es posible sin un arreglo razonable de los asuntos que conciernen a la vida social. Desde entonces, la filosofía política tiene como finalidad esencial la determinación de las condiciones de la vida social que permitan la existencia de la vida filosófica. Ya que no pueden gobernar los más sabios, que al menos se establezcan unas condiciones de vida colectiva que permitan a unos pocos la posibilidad de una vida virtuosa dedicada a la filosofía. La buena política es la que no impide la vida filosófica. La justicia no es sino el conjunto de condiciones que permiten, o no impiden, la vida en la verdad. Algo parecido sucede en Aristóteles, para quien la política no es un fin en sí misma, sino un medio. Por sí misma, la política carece de fin. “La filosofía política nunca se recuperó de este golpe asestado por la filosofía a la política en el comienzo mismo de nuestra tradición”. Nadie llegó tan lejos como Platón en el recelo hacia la política; tampoco ningún filósofo estuvo tan cerca de sucumbir a su hechizo. Fue el primero en comprender la imposibilidad de un Estado fundado sobre la autoridad espiritual. El Gobierno de los sabios, lejos de ser una utopía totalitaria, es una pura imposibilidad. En su República estableció de manera persuasiva la dificultad insalvable de la realización de la política socrática. La democracia oscila entre la demagogia y la tiranía. Y no sólo lo afirmó porque experimentara la decadencia de la democracia ateniense, o la condena de su maestro Sócrates, o la derrota frente a Esparta. El filósofo no puede (acaso tampoco debe) gobernar. Sólo puede aspirar a preservar, de manera precaria, su vida filosófica en el seno de la comunidad política.

Los pueblos democráticos se parecen a un tribunal de niños que tuviera que elegir entre el médico y el pastelero. Pocas dudas pueden caber acerca del resultado de su elección.

En este sentido, la democracia, como la política en general, viene a ser en nuestra tradición, un mal necesario, deseable más por los males que evita que por los bienes que proporciona. La democracia permite tanto la elección de Churchill, como la de Hugo Chávez. No vienen sus ventajas por el lado de la selección de dirigentes. En el mejor de los casos, reflejará el nivel de educación y de buen sentido de sus ciudadanos. Sus ventajas provienen de los males que evita y, en particular, de la garantía de los derechos y la protección frente a los abusos del poder. Y ni siquiera esto lo garantiza del todo. La justicia no radica en las convenciones democráticas, sino en aquello que permite la existencia de la vida virtuosa bajo la autoridad espiritual. Desde Platón y Aristóteles, la tradición de la filosofía política occidental intenta escapar de este oscuro dictamen filosófico sobre la política. La verdad es que sólo lo consigue parcialmente y en algunos escasos momentos. Decía Ortega y Gasset que quien no se ocupa de política es un inmoral, pero quien sólo se ocupa de ella y todo lo ve políticamente es un majadero.

viernes, 22 de febrero de 2008

Los derechos de lo invisible

Por Ignacio Sánchez Cámara, 8 de junio de 2007

Parece que sólo están invitados a participar en los debates morales quienes previamente renuncien a la posibilidad de tener razón.

Los debates morales contemporáneos parecen entablarse con la, acaso impremeditada, intención de alfombrar el paso al error. En ocasiones, parece que sólo están invitados a participar en ellos quienes previamente renuncien a la posibilidad de tener razón.

Sólo son admitidos quienes renuncian a tenerla (al menos, hasta que se decida por mayoría). Se trataría así de decidir cuál es el error dominante o mayoritario. Las reglas de juego generalmente aceptadas representan el triunfo de uno de los participantes en los debates: una mezcla de consecuencialismo, emotivismo y relativismo.

La pretensión de verdad es estigmatizada como signo perverso de dogmatismo e intolerancia.

Por este camino, quienes se opusieron a la esclavitud deberían haber tolerado la moral particular de los negreros. Un médico que prescribe un tratamiento correcto no es intolerante; sólo lo es si obliga al paciente a tratarse por la fuerza. La tolerancia no se nutre del error, sino del respeto a quien se equivoca.

El caso de los debates bioéticos resulta especialmente penoso. Las cuestiones más acuciantes para la dignidad de la persona y el valor de la vida se debaten entre la ciencia y la política. Pero la ciencia no puede proporcionar ninguna solución moral, sino sólo los términos del problema.

La ciencia y la técnica suministran el problema; nunca la solución.

La política, si se trata de una democracia, puede consagrar la solución preferida por la mayoría, pero no la preferible en sí misma.

El sufragio universal no dirime cuestiones de verdad, bondad o belleza.

La filosofía moral queda convertida en silente convidada de piedra al festín de la ¿bioética?

Sólo el científico, el político o el votante tienen la palabra. La verdad moral no existe. No es extraño que vayamos un tanto a la deriva (por no hablar de absoluto y letal naufragio).

La reciente Ley Española de Investigación Biomédica consagra la indignidad del embrión, de la vida humana en su primera etapa; es decir, de aquello que fuimos todos un día. Al final, clonar seres humanos no estará mal en sí mismo; todo dependerá del fin. El fin de la curación justifica el medio de la eliminación de embriones. El fin de la fecundación "in vitro" justifica el medio de la destrucción de los embriones sobrantes o su utilización como mercancía.

Ya se anuncia la venta de un "nuevo" anticonceptivo que impide la menstruación. Toda una revolución hormonal. La naturaleza es vuelta del revés, a la vez que se le rinde un tributo reverencial. Pero si damos la espalda a la naturaleza, ella terminará por volvernos la espalda.

No estamos ante un enfrentamiento entre creyentes y ateos, o entre cristianos y quienes no lo son. Hay, sin duda, un ideal cristiano de vida, cuyo modelo es Jesús de Nazaret, pero no hay algo así como una bioética (o una ética) cristiana, sino un orden moral universal que debe ser debatido y descubierto (pero no arbitrariamente creado) a través de la razón.

El diálogo es entonces un método (no el único) para el descubrimiento y discernimiento de la verdad moral, del que nadie de buena fe debe ser excluido, pero no para su arbitraria determinación por mayoría o por unanimidad.

Omitiremos los nombres para excluir el ensañamiento intelectual. Hay "eminentes" científicos y moralistas, con cátedra en universidades de caducado prestigio, que sostienen, al parecer en serio, que un gran simio tiene más derechos "humanos" que un niño de dos años. O que la vida, esta vez sólo la humana, posee dignidad y merece protección sólo cuando es autoconsciente y puede sufrir en su autoestima. La consecuencia es que los niños de menos de dos años, los enfermos terminales, o incluso quienes duermen, carecen de la protección del derecho a la vida. Incluso hay quien piensa que el durmiente deja de ser la persona que era y al despertar pasa a ser otra distinta. Paradojas del seudoempirismo radical.

La protección del embrión resultará entonces para ellos pura irrisión. Tampoco faltan argumentos falaces, como el que pretende que si el mal ya está hecho en el propio país o en otro vecino, no queda más remedio que perseverar en la senda del mal y del error.

La verdad es que la cosa ya empezó con la aceptación de la fecundación "in vitro" y continuó con la legalización del aborto. Como no cabe, por lo visto, dar marcha atrás, hay que continuar con la huida mortal hacia delante. En este sentido, se argumenta que no cabe oponerse a la clonación terapéutica por la razón de que ya se eliminan embriones en la fecundación "in vitro" o en los abortos provocados.

Por lo demás, lo usual o lo mayoritario no es sinónimo de lo bueno. Vivimos todavía moralmente de los restos de un universalismo que no nos pertenece sino del que somos herederos y depositarios y al que renunciamos. Pero al defenderlo, no nos justificaríamos a nosotros mimos, sino a una presencia y realidad superiores y anteriores. Esclavos de lo visible, ignoramos que, como ha afirmado Robert Spaemann, "entregarse a la realidad, es entregarse a lo invisible". No hacemos aquí sino reivindicar los derechos de lo invisible.

domingo, 17 de febrero de 2008

La conciencia amordazada

Por Ignacio Sánchez Cámara, en ABC, el 22 de marzo de 2005

CUANDO se elimina lo superior, ocupa su lugar lo inferior. El valor siente horror al vacío. Así, la moral viene a ser suplantada por una especie de ética pública destilada de la Constitución. Como si ésta no fuera sólo norma jurídica (si bien, suprema), y debiera convertirse en ley moral. Incluso hay quien encuentra en ella la solución de problemas científicos o filosóficos. Hoy, se pretende que todo lo que rebase esta «ética pública» debe ser relegado al ámbito de lo privado o, en los casos más feroces, a la prohibición, a las catacumbas. Y, sin embargo, la moral en su sentido genuino es, ante todo, personal: el deber y el ideal que cada día trae consigo. Luego cabe hablar de la moral de los sistemas filosóficos o religiosos y de la moral social. Pero los nuevos Licurgos y Solones no se conforman con ser legisladores jurídicos sino que aspiran a determinar la moral al dictado del principio de las mayorías. Mas, como este criterio es de suyo cambiante, la moral queda entonces reducida al resultado de este vaivén parlamentario. Lo que ayer era malo, hoy, con la nueva mayoría, pasa a ser bueno, para dejar mañana de serlo.

Y al cometer este torpe error de hacer de la voluntad de la mayoría criterio moral, se reduce el fundamento de la moral a la sociedad. Pero la moral, como enseñó Max Scheler, define ante todo una determinada relación valiosa de cada hombre con Dios y consigo mismo. El fenómeno moral no es esencial ni exclusivamente social. El núcleo de toda teoría ética es la doctrina del «orden jerárquico objetivo de los valores», y puede edificarse sin atender para nada a las relaciones del individuo con la comunidad. Como afirmó el filósofo alemán, «toda fundamentación social de la ética debe ser rechazada con el máximo rigor». Es decir, que el contenido de la moral es independiente de cualquier opinión social, por mayoritaria que pueda ser.

Pues si es un error, que puede conducir al totalitarismo, imponer la moral desde el Estado, cuando no es esa su función, también lo es, y también puede conducir al totalitarismo, pretender imponer el Derecho como moral, reduciendo ésta última a la voluntad de la mayoría, a la voluntad del Estado. Pretendiendo, en el mejor de los casos, evitar el primer error, los adoradores de la «ética pública» cometen el segundo. Menos mal que se les suele pasar cuando se encuentran en minoría política. Frente a su fanatismo demagógico, conviene recordar que la crítica de las leyes desde la perspectiva de la conciencia personal no sólo es un derecho, sino que también constituye un deber irrenunciable. Quienes pretenden acallar las voces críticas imponiendo la losa de una presunta ética pública (que suele, por cierto, identificarse, con el programa político de la mayoría o de la coalición gobernante) cometen un atropello a la democracia y, lo que es mucho peor, un atentado contra los derechos y deberes de la conciencia personal. Lo que en el fondo pretenden es la identificación de sus programas e intereses con la única moralidad válida. Como pueden mandar, pero no convencer (tener el apoyo de la mayoría no es lo mismo que convencer en el orden moral), quieren silenciar toda voz moral crítica y, en definitiva, amordazar las conciencias. Bueno y malo sería, para estos descarriados, lo que decide la mayoría parlamentaria. Como si la misión de los Parlamentos fuera discernir entre el bien y el mal moral. ¿Qué tiene que ver todo esto con la situación política española?, preguntará acaso un benevolente lector. Todo, absolutamente todo, le responderé. Esta tergiversación se encuentra en la base, por ejemplo, de los intentos del actual Gobierno por acallar «democráticamente» la palabra de la Iglesia Católica. Más que gobernar, se diría que aspiran a elaborar una nueva ley mosaica.

martes, 12 de febrero de 2008

Pensar a cuatro patas

Por Ignacio Sánchez Cámara, no sé dónde, no sé cuándo (por una vez, qué más da)

Comprendo, pero no comparto, el regocijo que a algunos congéneres les produce asemejarse a los chimpancés o a los gorilas. Parecen contemplar en la hipótesis animalista la cima de la dignidad humana. Son evolucionistas al revés, y piensan que el principio de la evolución es la selección de los menos aptos: el hombre es peor que la anguila, y ésta peor que la madreselva. La excelencia pertenecería así al reino mineral. Cuanto menos nos diferencie del resto de los animales, mayor orgullo sienten.

Esta nostalgia del homínido se antoja genuina confesión de parte y latente declaración de intenciones. Animales al cabo, alardean de lo que pueden. Muchos de ellos exhiben los síntomas de una antigua y honda patología: el resentimiento antibíblico. Como la religiosidad les parece el colmo de la indigencia intelectual -al fin y al cabo, ningún otro animal es religioso- todo lo que, a su juicio rastrero, parezca desmentir a la Biblia lo reciben con simiesco alborozo.

Nada les repugna tanto como la idea de que el hombre pueda ser imagen de Dios, es decir, de un Ser Perfecto, y de que se encuentre radicalmente separado del resto de los animales por su espíritu e inteligencia. En el nombre de la dignidad del hombre, se trata de negarle cualquier indicio de dignidad y de realidad personal. Niegan a Dios, pero adoran a Copérnico, a Darwin, a Marx y a Freud, y a todos aquellos que, según sus instintos -cabe suponer que renuncien a la razón, no vaya a ser que no sea fácil encontrarla en otros de sus semejantes-, han infringido un varapalo a la creencia en la suprema dignidad del hombre o, lo que es lo mismo, a la pretensión de ocupar un lugar privilegiado en el conjunto de la creación (término este último que les produce atroces urticarias).

Les reconforta ser producto de un ciego azar evolutivo y les repugna la posibilidad de ser hijos de Dios. Al fin y al cabo, se trata de matar al padre. Se les reconoce con facilidad. Saludan con indisimulado alborozo cualquier anuncio, más o menos científico, que abone sus animalescas pretensiones. Son especialmente sensibles a la genética. Su mayor deleite consiste en enterarse de que el hombre comparte el 99% del material genético con el chimpancé, y aún les produce incomodidad ese exiguo 1% diferencial. Y todavía les reconforta más asemejarse genéticamente al cerdo o a la mosca. Debe de tratarse de extrañas afinidades electivas.

Eso sí, progresistas al cabo, rechazan el determinismo genético por sus posibles consecuencias racistas o neodarwinistas (en este caso, el "neo" resulta nefando). Por lo demás, desprecian ese 1%, acaso decisivo.

Porque lo evidente, e independiente de toda creencia religiosa, es la radical y abismal diferencia entre el hombre y el resto de los seres vivos. Acuden, no sin cierta angustia, a la biología del cerebro humano para intentar, sin éxito, obtener confirmación de sus hipótesis. Naturalmente, una ciencia experimental no puede dar cuenta del alma ni de ninguna realidad espiritual.

Ellos, siempre a lo suyo, se empeñan en que si existiera el alma, ya la habrían encontrado los fisiólogos y los neurólogos. Si hubiera espíritu, parecen decirse, ya lo habríamos visto. Y, sin embargo, la neurofisiología no deja de aguarles la fiesta, ya que el cerebro humano constituye un misterio, hasta ahora insondable, para la ciencia. En dos o tres millones de años, el ser humano ha aumentado el peso de su cerebro en un kilogramo. El hombre en la actualidad posee unas siete veces más peso de cerebro que el que le correspondería por el peso de su cuerpo. Casi los mismos genes, pero un cerebro desmesurado.

Es probable que semejante revelación les cause tantos trastornos que su deseo sea, acérrimos enemigos de las neuronas, no utilizar su cerebro con la secreta intención de que se atrofie y se reduzca, por tanto, a los límites del de los gorilas o, si cabe la posibilidad, del de las moscas. Entonces, así se sentirían orgullosos.

Cada uno piensa cómo vive, y si incómodo es para el hombre andar a cuatro patas, mala e imprudente cosa, y de consecuencias intelectuales y morales irreparables, es pensar a cuatro patas.

domingo, 13 de enero de 2008

En honor de Dios

Cebrián pretende que los obispos no puedan emitir opiniones sobre la moralidad de las leyes

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 10 de enero de 2008

Juan Luis Cebrián publicó ayer en El País un artículo titulado “El honor de dios” (si se le disputa la existencia, no es extraño que se le confisque la mayúscula). Los académicos son inmortales, pero no, desde luego, infalibles. El autor puede adherirse al laicismo radical, pero no invocando la Constitución española. Nuestra Carta Magna no instituye el laicismo; ni siquiera lo menciona. Ni tampoco la “separación” entre el Estado y la Iglesia (o las iglesias). Lo que establece es esto: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. (artículo 16.3).

El artículo de Cebrián arranca con un descubrimiento sorprendente. “Sabemos que el cardenal Rouco Varela no es partidario del divorcio”. Bueno, ni el Papa, ni el resto de cardenales y obispos, ni Jesucristo (se lo puede decir el teólogo José Blanco), ni la tradición de la Iglesia, ni el Código de Derecho Canónico lo son. La verdad es que en esto monseñor Rouco no es nada original. También se equivoca el periodista por lo que se refiere al entusiasmo del cardenal por un divorcio concreto, el de la princesa Letizia, que le permitió oficiar la ceremonia religiosa de su boda con el Príncipe de Asturias. Lo cierto es que, aunque no se hubiera divorciado, habría podido contraer matrimonio canónico, ya que su matrimonio anterior fue sólo civil. A efectos canónicos era soltera, no divorciada.

El articulista sostiene que la concentración religiosa de la plaza de Colón en defensa de la familia fue un acto político porque se expresaron críticas al Gobierno. Es su criterio, pero, en ese caso, también lo habría sido aunque se hubiera apoyado al Gobierno e incluso aunque no se hubiera dicho nada al respecto. Lo que se pretende es que los obispos no puedan emitir opiniones sobre la moralidad de las leyes, que es lo que han venido haciendo, entre otras cosas, desde los orígenes del cristianismo. La crítica a los poderosos se remonta a los profetas de Israel y llega hasta Benedicto XVI, pasando por la Escuela de Salamanca. Se diría que el académico quisiera abolir tan larga tradición crítica, en beneficio de los poderosos de la tierra. Tampoco puede reprimir su adhesión a la marea crítica contra la Transición. Y no parece que tenga muy claras las ideas acerca del fundamentalismo. Pretender que la moral cristiana influya en las leyes no es rasgo fundamentalista. Si cualquier organización puede opinar sobre ellas, no se ve por qué si es la Iglesia la que lo hace incurre en fundamentalismo. No es, por eso, muy feliz su comparación entre las madrazas islámicas y las escuelas católicas, ya que lo que puede resultar intolerable en aquéllas no es su carácter religioso, ni su aspiración a influir en la moral social y en las leyes, sino sus eventuales ataques a los principios fundamentales del orden público. No parece, por lo demás, que el Islam haya contribuido tanto como el cristianismo a la civilización democrática y liberal. Su afirmación de que la Iglesia española es el ariete intelectual y el instrumento de propaganda del Partido Popular, que cuenta poco más de dos décadas de existencia, da un poco de risa. De ser cierto, que no lo es, sería más bien al contrario.

Pero claro, la cuestión fundamental es ¿quién manda? Y, ciertamente, si hablamos de mando o poder político, hay que contestar que el Gobierno (aunque no sólo él, si es que estamos en una verdadera democracia liberal). Pero una cosa es el poder político y otra la autoridad espiritual. Y ésta la tiene no quien decide el Gobierno o la mayoría parlamentaria, sino quien la tiene. Pero el Ejecutivo actual parece inútilmente empeñado en que a él le corresponde también la autoridad moral. Por lo demás, hay que exhibir una inmensa ignorancia acerca de los escritos de Ratzinger para atribuir al Santo Padre la consolidación de “las corrientes integristas y retrógradas dentro de la institución”. En caso de duda, puede Cebrián consultar a Habermas, y le corroborará el intenso y fecundo diálogo filosófico-teológico que Ratzinger ha promovido entre el cristianismo y la modernidad. Por cierto, Ortega y Gasset afirmó que la modernidad era el fruto tardío de la idea de Dios. Es muy probable que la Iglesia española se equivocara en su adhesión al franquismo, pero quien critique esa posición haría bien en recordar también la atroz persecución que acababa de sufrir. No es esto una justificación, pero sí una verdad. Sobre la democracia interna de la Iglesia, baste decir que la democracia es un principio válido para regir los asuntos políticos, pero ni Dios es un jefe de gobierno ni la Iglesia una organización política. Hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Eso no significa, ciertamente, que el César tenga legitimidad para derogar el Decálogo o el sermón de la montaña. De lo que ahora se trata, al parecer, y nada tiene que ver ni con la Biblia ni con la democracia liberal, es de fingir un poder político que ha comido del árbol de la ciencia del bien y del mal, de fabricar un César sin Dios.

viernes, 14 de diciembre de 2007

El paisaje como moral

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 12/12/07

Debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de España, y a pasar un tiempo en el Prado.

Entre todos los males de nuestra educación, existe uno en el que no siempre se repara y nunca lo suficiente: la ignorancia que tienen los alumnos sobre la realidad histórica de España.

Nuestro patriotismo, salvo escasas y nobles excepciones, o no existe, que es lo que suele ser más frecuente, o se manifiesta de manera engreída y convulsa. En ambos casos, no es sino el fruto de la ignorancia. Pero si mala es ésta, peor aún es la tergiversación de la realidad. No es lo peor que los alumnos ignoren, pues quien ignora acaso sepa que ignora. Lo peor es que lo que creen conocer estos alumnos sea falso, pues quien cree falsamente que sabe jamás saldrá de su error.

Acaso el mayor error político cometido en España desde el comienzo de la Transición haya sido la entrega de todas las competencias educativas a las comunidades autónomas. Yo no concedo al Estado el derecho a educar, pero sí el deber de garantizar el ejercicio del derecho a la educación.

Educación Nacional. Antes, se denominaba así el Ministerio. Y tan lejos estoy de creer que cualquier pasado fue mejor como de pensar que todo lo nuevo sea preferible a lo pretérito. Si no hay educación nacional, no puede haber nación.

Si patológica es la ignorancia histórica de los escolares (y, en general, la ignorancia en materias humanísticas), letal es la sumisión de la Historia a los intereses de los nacionalismos. Si España ha de morir como nación, lo hará de pura ignorancia.

Como Franco estableció la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, los antifranquistas sin Franco, esa confortable forma de ser extemporáneo, se ven obligados a ensayar una especie de Destrucción o Deformación del Espíritu Nacional.

Se ha dicho que la enfermedad nacionalista se cura viajando. Y es verdad. Se cura viajando a través del paisaje y a través de la historia. Y leyendo (se entiende, no leer cualquier cosa), pues todo libro sabio nos invita al mejor de los viajes: escuchar a los hombres sabios del pasado. En lugar de manipular conciencias con asignaturas adoctrinadoras, debería obligarse a los alumnos a peregrinar por los caminos de toda España, a leer algunos viejos libros, a visitar iglesias y castillos y, desde luego, a pasar un tiempo en el Museo del Prado. No creo que exista mejor cura contra la hispanofobia que recorrer España de punta a punta, o, aún mejor, que detenerse unos minutos contemplando, por ejemplo, el Cristo de Velázquez. Si alguien, pudiendo hacerlo por ser español, no desea que aquello que mira sea suyo, de su pueblo y que sea de su nación, es que es irremediablemente imbécil. Y sólo es un ejemplo.

La Generación del 98, por poner otro ejemplo, y pese a errores e insuficiencias, es tan grande como su amor a España. ¿Puede ser separatista y antiespañol un lector de las unamunianas Andanzas y visiones españolas? Quizá por eso el regeneracionismo español tanto insistió en la pedagogía del viaje y del paisaje. En esto coincidieron la derecha y la izquierda, antes de que llegaran a trastornarse. Podrá no haber ningún acuerdo sobre las raíces y sentido de nuestra historia, podrán seguir debatiendo eternamente en la otra vida don Américo y don Claudio, pero si en algo queda la contienda en tablas es en su igual amor a España. Únicamente se ama lo que se conoce, y únicamente se conoce lo que se ama. El amor y el conocimiento son la misma cosa.

El odio que se puede tener a España es sólo una forma de ignorancia, inocente o culpable, la obra rencorosa y resentida del desconocimiento. Se cura, por lo tanto, con estudio y excursiones académicas. No pocas verdades podemos aprender, incluso de índole moral, contemplando el paisaje, pues el paisaje no es mera naturaleza, sino naturaleza humana y humanizada.

jueves, 6 de diciembre de 2007

El equívoco laicista

La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana

Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gazeta de los Negocios el 2 de diciembre de 2007

El laicismo invita a actuar, al menos en la vida pública, como si Dios no existiera. La misma formulación entraña ya la debilidad de la tesis, que no afirma que Dios no exista, sino que propone solamente un «como si», al que cabría oponer, al menos, un interrogante: ¿y si sí existiera? Pero no acaba aquí la incoherencia. Fundamentar el Estado laico o aconfesional (que no laicista) en el rechazo del cristianismo es lo mismo que privarlo de su origen y fundamento.

La separación entre Iglesia y Estado, entre el poder espiritual y el temporal, es una novedad cristiana. No existía en los imperios antiguos orientales, ni en Grecia ni en Roma, ni, por supuesto, en el Islam. Estaba ya en el mensaje de Cristo (no sólo en el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios», al fin y al cabo, sabio y divino subterfugio para escapar de la trampa de una pregunta capciosa, sino, sobre todo, en la afirmación «mi reino no es de este mundo»), del que pasó a los Padres de la Iglesia y a San Agustín (las dos ciudades).

La idea está presente y preside toda la teología política medieval. Es indudable que aquí encuentra su raíz la idea de la limitación del poder del Estado y la ilegitimidad de todo intento estatal de erigirse en suprema autoridad moral. Sólo la ignorancia o, lo que no es sino una de sus variantes, la cerrazón ideológica, pueden atribuir la secularización al declive del cristianismo, a su pérdida de vigencia social. Allí donde no derramó su semilla el cristianismo, ni dejó sentir su influencia, no llegó a germinar la secularización. La modernidad, como afirmó Ortega y Gasset, es el fruto tardío de la idea de Dios (del Dios cristiano, cabría completar). Y la secularización es una planta de raíz cristiana, que, como toda planta, muere si se destruyen sus raíces.

Naturalmente, la separación entre la Iglesia y el Estado no significa que la Iglesia no pueda anunciar y proponer su mensaje moral, incluidos aquellos aspectos que puedan tener relevancia jurídica. Como tampoco impide que el Estado tenga autonomía para regular cuestiones que afecten a la moral religiosa. Tampoco significa esta separación una sumisión de un poder a otro, sino distinción de fines y funciones.

Mientras el Estado existe (o debe existir) al servicio del bien común y del bienestar temporal, la Iglesia persigue el perfeccionamiento espiritual y la salvación de los hombres. Que esto último sea más importante que lo primero, no entraña la subordinación. En cualquier caso, sólo con el cristianismo aparece la idea de que la regulación jurídica de la vida social no depende de la fidelidad a unos textos sagrados. En este sentido, cabe entender la afirmación de San Pablo de que el cristiano debe obedecer al poder constituido, lo que no es incompatible con la declaración de San Pedro de que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Así, combatir el cristianismo en nombre de la democracia y la secularización es una incongruencia y un absurdo equívoco que se vuelve contra ellas. Tan cierto es que la democracia y el liberalismo son plantas que sólo han germinado en terrenos abonados por la cultura cristiana, como que allí donde se implantó la cultura de la «muerte de Dios» quedó abierto el camino hacia el totalitarismo y la negación de la libertad y de la dignidad del hombre. Ahora abunda el absurdo que pretende negar la ciudadanía democrática a los cristianos, como si en lugar de la idea de «un hombre un voto», hubiera que adherirse a un discriminatorio «un ateo o agnóstico, un voto».

Por eso es tan ridículo el acomplejamiento democrático de algunos cristianos; como si fueran invitados extravagantes al convite democrático, en lugar de ser los que han permitido la celebración del igualitario festín. Sin el cristianismo, la democracia moderna nunca habría llegado a ser. Nada ha sido tan erróneo como la creencia de que la liberación humana debiera consistir en la negación de la filiación divina. Sin Dios, el hombre no deviene libre sino esclavo, y no hay concepción tan elevada del hombre como aquella que lo concibe como hijo de Dios y, por ello, como criatura creada a su imagen y semejanza, destinada a una vida eterna y perfecta. Daría un poco de risa, si no fuera una terrible tragedia, la pretensión del hombre de suplantar a lo infinito, siendo él radical y esencialmente finito.

Cuanto más pretende elevarse por encima de todo y no reconocer nada más alto que su propia finitud, más se desliza hacia los niveles inferiores de la degeneración y la pura animalidad. Así, podemos comprobar cómo sin Dios el hombre se degrada.

El verdadero superhombre no es la criatura huérfana de Dios, sino el hijo inmortal de un Padre eterno y bueno. De la misma manera, sólo cabe invocar y entender la fraternidad entre los hombres si son verdaderamente hermanos, es decir, hijos del mismo Padre. Si Dios no existiera, ¿cuál sería el fundamento de la fraternidad humana y de la igual dignidad de todos los hombres, que sólo puede derivar de su condición de hijos de un mismo y único Dios?

lunes, 5 de noviembre de 2007

Ciencia e ideología

El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa y rentable mitología, cuando no en pura superchería

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, 5 de noviembre de 2007

Los hombres tenemos obligaciones con relación a la naturaleza. Y no porque ella tenga derechos. El titular de esos eventuales derechos, correlativos a las obligaciones, es también el hombre y sólo él: las generaciones actuales y las futuras. Sólo la persona es titular de derechos y obligaciones. Estas obligaciones relativas a la naturaleza han sido y son, con frecuencia, incumplidas. No son pocos los desmanes perpetrados. Pero si el hombre es capaz de agredir a la naturaleza, acaso sea porque no es un ser meramente natural.

No es fácil negar la realidad, al menos parcial, de lo que ha venido en denominarse “cambio climático”. La agresión a la capa de ozono, junto a otros factores (también conviene evitar el fundamentalismo del factor causal único), ya ha provocado alteraciones y efectos perceptibles, que se manifiestan en un aumento de la temperatura anual media y en el consiguiente deshielo que provoca el aumento del nivel del mar. Es a los científicos, y no a los charlatanes ventajistas, a quienes compete evaluar la dimensión del problema, establecer previsiones verosímiles y proponer las recomendaciones y las medidas políticas supranacionales que habría que adoptar (si bien, esto último ya no les corresponde sólo a ellos). No es infrecuente que algunas predicciones agoreras se funden en la condición, casi nunca cumplida, de un mantenimiento inalterado de las demás condiciones actuales (lo que en Derecho se llama la cláusula rebus sic stantibus, es decir, el presupuesto de que permanezcan inalteradas las demás circunstancias). Cuando comenzaba mis estudios universitarios, circulaba por ahí el dogma del “crecimiento cero”, patraña de la que apenas nadie se acuerda ya. El debate, si ha de serlo auténticamente, tiene que ser científico.

Existen síntomas evidentes de que el debate empieza a transitar más por la senda ideológica que por la científica. Para empezar hay mucho barullo y griterío, y ya decía Galileo que donde se grita no hay verdadera ciencia. El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa, y rentable, mitología, cuando no en pura superchería. La ciencia nunca impone, silencia o censura, nunca amonesta o insulta, sino que persuade. Ciertamente, en ocasiones debe ser algo dura con los charlatanes, pero nunca escamoteando el debate e imponiendo una ortodoxia asfixiante. Ortega y Gasset decía que ciencia es aquello sobre lo que siempre cabe discusión. Y los apóstoles de la nueva “religión” seudoecologista pretenden imponer su creencia. El debate ha pasado ya de su lugar natural científico al ámbito ruidoso de la política y de la ideología, en el sentido de conocimiento deformado por intereses o de falsa conciencia, cuando no al del puro negocio. La naturaleza cotiza al alza en el mercado ideológico. Siempre es fácil traficar con los buenos sentimientos.

El futuro de la vida en nuestro planeta es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de demagogos poco escrupulosos que no desean que los hechos les estropeen una buena causa. Los retos que tiene planteados la humanidad van mucho más allá del logro de un descenso de uno o dos grados de temperatura media anual durante los próximos seis años. Ojalá fuera ese el único o el principal reto. Eso no significa, ciertamente, que no pueda tratarse de un objetivo necesario o conveniente. Por lo demás, como afirmó Popper, nadie cambia mediante argumentos y razones una opinión a la que no ha llegado mediante argumentos y razones. Es cierto que cualquier gobernante responsable debe enfrentarse a las amenazas del “calentamiento global” en toda su gravedad. Pero valorar y determinar las proporciones de esta gravedad no le corresponde a él sino a los científicos, y se da la circunstancia de que en la comunidad científica no existe unanimidad sobre este problema. También hay que evaluar el coste que entrañan las políticas propuestas, pues acaso muchos de los que se adscriben con fervor a la nueva fe no estén dispuestos a asumirlo. Casi siempre el problema son los otros. El pensamiento simple nunca llega a apresar una realidad compleja. Es muy probable que convenga reducir las emisiones de dióxido de carbono, pero no parece razonable convertirlo en el enemigo público número uno. Como he afirmado al principio, a mi juicio, el problema y su debate son de naturaleza moral, pero sus presupuestos y condiciones son científicos.

Nadie debe ser excluido del debate, salvo los que no estén dispuestos a plantearlo a partir de los conocimientos científicos. También la ciencia puede convertirse en una poderosa mitología, pero sus resultados nunca serán tan devastadores como los que puede producir la sustitución de la ciencia por la ideología. Y toda ideología presta al mal una sola cara, ya sea la clase social, la raza, la propiedad privada o, como en este caso sucede, la emisión de dióxido de carbono. La ideología, en el mejor de los casos, simplifica, siempre engaña, y, en el peor, esclaviza. Sustituyamos la ideología por la ciencia, y el fanatismo por la inteligencia.

lunes, 1 de octubre de 2007

Asignatura Totalitaria

El Gobierno ha exhibido una intransigencia incompatible con la propia materia

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, hoy

La aprobación de Educación para la Ciudadanía entraña un triple error: político, jurídico y moral. Es un grave error político crear una nueva asignatura que persigue la formación cívica de los alumnos sin alcanzar, y ni siquiera intentarlo, un acuerdo político con la oposición. El Gobierno y sus aliados parlamentarios han exhibido una intransigencia, incompatible, por lo demás, con la propia naturaleza de lo que se pretende, entre otras cosas, enseñar: nada de diálogo y todo de imposición mecánica de exiguas mayorías. Perfecto ejemplo de educación cívica. Si toda gran reforma educativa debería nacer del consenso general de la sociedad y de sus representantes políticos, lo mismo cabe exigir cuando se trata de la creación de una nueva asignatura obligatoria de naturaleza moral. El fracaso de la nueva asignatura no es cuestión opinable: la asignatura del consenso y la democracia no ha generado sino división social y disenso. Es una pura falsedad afirmar que sólo pretende el conocimiento de la Constitución y de los derechos fundamentales.

Es evidente que va mucho más allá de ello. Basta consultar los descriptores de la asignatura u ojear los manuales existentes, en los que se incluyen cuestiones relativas a la condición humana, la identidad personal, la orientación sexual, la educación emocional o la construcción de la conciencia moral, de las que nada dice la Carta Magna. Es un error político la intromisión del Gobierno en la educación moral que han de recibir los alumnos. Hay que añadir que es falso que se trate de una asignatura equivalente a las que existen en otros países democráticos, pues en éstos no se invade el ámbito de la conciencia moral. Es un error jurídico. Habrá que esperar a lo que decida la Justicia y, especialmente, el TC, pero parece evidente que la imposición de la asignatura entraña una vulneración del artículo 27 de la Constitución, que garantiza el derecho de los padres a decidir la educación moral que han de recibir sus hijos. Las democracias liberales no entregan al Estado el derecho a dirigir la educación, sino sólo la misión de garantizar el libre ejercicio de ese derecho, cuyos titulares son los alumnos y sus padres. El Estado no es el dispensador de una especial sabiduría moral, sino el garante del ejercicio del derecho a la educación. La asignatura, tal como ha sido configurada, entraña la violación de un derecho fundamental de los padres y es, en este sentido, inconstitucional.

Constituye además un grave error moral y filosófico. La asignatura persigue el adoctrinamiento de los alumnos y promueve una determinada visión de la antropología y de la moral, que excluye la dimensión religiosa y trascendente de la persona humana, impone la ideología de género, la manipulación de las emociones y una visión relativista de la cultura y la moral. La concepción del hombre en la que se sustenta resulta incompatible con la fe religiosa, de manera que sus contenidos resultan incompatibles con los de la asignatura de religión católica, optativa elegida por la mayoría de los padres y alumnos. Más que una asignatura, es la imposición de una determinada ideología laicista. El argumento de la adaptabilidad de la asignatura a las preferencias de los padres o a los idearios de los centros no hace sino confirmar su condición adoctrinadora, pues si se tratara de la mera enseñanza de la Constitución y sus principios, valores e instituciones, no sería necesario recurrir al pluralismo ideológico de sus versiones. El contenido de los libros de texto existentes prueba, de modo elocuente, el carácter fuertemente ideologizado y adoctrinador de la asignatura, hasta el punto de que algunos colectivos de homosexuales reclaman la retirada del único texto, al parecer, que se opone a los desmanes de la corrección política y la manipulación ideológica. Es evidente que los centros educativos y los profesores pueden evitar los peores desmanes del engendro, pero acogerse a esa posibilidad y tolerar el mal para los demás sería muestra de insolidaridad con los padres, que no tendrán la misma posibilidad de elegir y de evitar la violación de su derecho. Que un mal sea parcialmente evitable no significa que no sea un mal. Además, lo decisivo no es tanto el contenido concreto de las enseñanzas que se impartan como el hecho de que el Estado invada un ámbito que no es de su competencia, como es el de la formación moral de los alumnos, que corresponde a los padres. Esta invasión es propia de los regímenes políticos totalitarios, que se caracterizan por la invasión por parte del poder político de todos los ámbitos de la vida social y por la decisión de imponer a toda la sociedad un sistema único de (valga la exageración) pensamiento. Es una manera de manipular las conciencias y regimentar las vidas, propia de la pesadilla que denunció Orwell. Un atentado contra el derecho de los padres.

Por todas estas razones políticas, jurídicas y morales, y otras que cabría añadir, resulta debido oponerse a la implantación injusta de esta asignatura totalitaria.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Diversidad cultural

Las amenazas para la cultura europea proceden más del interior que del exterior

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 24 de septiembre de 2007

Las sociedades occidentales serán, previsiblemente, cada vez más pluriculturales. En ellas convivirán, necesariamente, personas procedentes de culturas diversas y aún opuestas. El problema que habrá que resolver consiste en determinar si la convivencia entre personas de distintas culturas exigirá o no la asunción del relativismo ético. La convivencia entre culturas posee dos aspectos o dimensiones: interna e internacional. Sobre el segundo aspecto trató el polémico ensayo de Huntington acerca del choque de civilizaciones. A pesar de las interpretaciones equivocadas o sesgadas, la tesis del autor pronostica que los futuros conflictos no enfrentarán a ideologías o sistemas económicos y políticos, como en la llamada guerra fría, sino a culturas. El elemento fundamental no será el económico o ideológico, sino el cultural y, especialmente, el religioso. El pronóstico se cumplirá o no (y parece que, en buena medida ya ha comenzado a cumplirse), pero no se trata de la expresión del deseo de su autor, quien, por otra parte, se opone a toda pretensión de hegemonía de la civilización occidental sino que, por el contrario, postula que deberán aprender a coexistir.

Alain Touraine ha defendido la tesis de que la convivencia entre las culturas sólo es posible si todas ellas (y, desde luego, no sólo la occidental) renuncian a la pretensión de tener razón. Parece un precio desmedido e improbable. Bastaría con que renunciaran a la pretensión de imponerse mediante la fuerza. En cualquier caso, la convivencia entre culturas no exige la asunción del relativismo cultural y moral. Desde nuestra perspectiva occidental, podemos preguntarnos si las normas y principios que rigen, más o menos, entre nosotros representan algo propio de nuestra particular cultura o, por el contrario, pueden legítimamente aspirar a la universalidad, a ser válidas para todos. Aunque se tratara de lo primero, y no es algo evidente, la cultura occidental tendría, al menos, el derecho a sobrevivir junto a las demás. Alain Finkielkraut se preguntó: ¿podemos matar la cultura europea a fuerza de hacerla acogedora? Y la pregunta no es banal. Corremos el riesgo de defender el pluralismo cultural en Occidente, mientras se propaga la hegemonía cultural y la beligerancia en otras civilizaciones. Pero también es posible pensar que, lejos de constituir eso una debilidad, nos otorgue una fuerza especial.

En cualquier caso, el relativismo cultural y ético, aparte de no ser filosóficamente consistente, tampoco constituye un fundamento adecuado para la diversidad cultural y la convivencia pacífica entre culturas. Por lo demás, las amenazas para la cultura europea proceden más del interior que del exterior. Los bárbaros, como afirmó MacIntyre, no están esperando al otro lado de nuestras fronteras sino que llevan mucho tiempo entre nosotros, incluso gobernándonos. Lo que nos amenaza es la barbarie interior, una de cuyas manifestaciones es el relativismo ético. Un relativismo que goza de un inmerecido prestigio. No se trata del último hallazgo del pensamiento filosófico. Por el contrario, es viejo de más de veinticinco siglos, pues fue defendido por Protágoras en el siglo V antes de Cristo. Esto nada dice en favor de su falsedad, pero tampoco de su verdad. Después de ser formulado, la mayoría de los pensadores se han opuesto a él. Incluido el pasado siglo en el que han prevalecido filosofías morales y políticas no relativistas. Es un error pensar que el relativismo constituye el fundamento de la democracia. Por el contrario, si no hubiera verdades en el orden moral y político, la democracia quedaría en pie de igualdad de legitimidad junto a los demás regímenes.

La tolerancia frenética terminaría por destruirse a sí misma. Si no hay límite en la aceptación de las pautas culturales ajenas, las propias quedarán en peligro. Y los límites no pueden proceder sólo de las leyes ni del respeto a los derechos humanos, ya que aquéllas pueden ser cambiadas, incluida la Constitución, y éstos dependen en cuanto a su contenido de la fundamentación y de las distintas concepciones acerca de la persona. El único límite eficaz reside en las convicciones morales. Por lo demás, no se trata de exhibir una arrogante superioridad de nuestra cultura europea. Somos herederos de unas realidades culturales y morales previas y ajenas. Ni el cristianismo, ni la filosofía griega, ni el derecho romano son creaciones europeas. Europa se constituye como heredera de esas tradiciones ajenas que aspiran a una validez universal. Lo que hay de universal en nuestra cultura es, en su mayoría, heredado. No hay, por tanto, nada de colonialismo cultural ni de injustificada arrogancia en invitar a los demás a asumir unos principios que no son particulares sino universales. Y si en otras latitudes, cosa que no es improbable, se llegaran a defender mejor esos principios y valores, no habría nada que temer de ello. Lo malo es que algún día llegaran a olvidarse. Entonces, la barbarie sería, más que una posibilidad, un futuro tenebroso e irremediable.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Las migajas de Rousseau

La escuela no debe halagar ni complacer las tendencias naturales de los alumnos

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, hoy

Cuando los gobiernos aspiran a determinar el contenido moral de la educación obligatoria, cooperan a la destrucción de la educación. No son los menores errores de la actual legislatura los que se refieren a la política educativa. El principal y más radical de ellos consiste en la profundización de los errores de la Logse, cuyos desastres aún padecemos. Al parecer, en lugar de rectificarlos, se trata de perseverar en ellos y aumentarlos. El mayor error se puede cifrar en la decisión, deliberada o no, de destruir los fundamentos de la educación, que son la exigencia, la disciplina, el estímulo por la obra bien hecha y la adquisición de los hábitos de laboriosidad propios del trabajo intelectual; es decir, lo que alguno de nuestros clásicos contemporáneos llamó la moral de la ciencia.

La escuela no debe halagar ni complacer las tendencias naturales de los alumnos, sino contribuir a forjar hábitos nuevos y mejores y, en cierta medida, contrarios a las pulsiones y deseos más inmediatos. Nada elevado le es regalado al hombre. Todo lujo espiritual y moral es territorio de conquista. No se llega a la cima ni se libera uno de las cadenas de la caverna platónica sin esfuerzo y estudio. Cualquier otra utilidad es benéfica, pero de índole inferior. Todo esto parece haberse olvidado. Y si se recuerda es para repudiarlo, como si se tratara de una antipática e insoportable antigualla. A este mal radical se añade otro de filiación próxima: la pretensión de manipular la educación desde el poder para modelar a su antojo e interés las conciencias. Así, los ciudadanos devienen en súbditos, y la democracia camina hacia el totalitarismo.

Por si esto pareciera al lector demasiado teórico o abstracto, descendamos a las realidades concretas (aunque éstas siempre dependan de las abstractas). Ahí está la nueva asignatura de educación para la ciudadanía, en la que hasta su denominación es torpe (¿por qué no educación cívica?). No es el Estado el que debe formar la conciencia de los ciudadanos, ni determinar el contenido de la opinión pública. Para ello carece de autoridad espiritual. Por el contrario, el Estado (al menos, el democrático) existe para gobernar y legislar de acuerdo con la opinión pública. Pero la formación de ella le es absolutamente ajena. Tampoco tiene el Estado el derecho de educar, sino la obligación de garantizar el ejercicio de ese derecho. Ahí está también la errática decisión de que los alumnos pasen al curso siguiente incluso con cuatro suspensos. O la vulneración del derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna o en la libremente elegida. O la ridícula y totalitaria pretensión de imponer el uso de una determinada lengua hasta en el tiempo de recreo. O la eliminación de las enseñanzas comunes en toda España, puerta abierta al particularismo y al secesionismo.

Mucho es lo que se puede aprender de Rousseau acerca de los fundamentos del extravío intelectual y moral actual. El pensador ginebrino, atrabiliario, genial y fundamentalmente equivocado, es el más influyente en la izquierda actual. Por encima incluso (al menos en la teoría) de Marx, al cabo, epígono suyo. Y, sobre todo, en el ámbito de la educación. De él procede esa nefasta tendencia pedagógica a respetar la espontaneidad del niño, derivada de su defensa del hombre natural o del buen salvaje.

La Academia de Ciencias de Dijon convocó un concurso literario en el que los participantes debían discutir si el progreso de las ciencias y las artes (técnicas) había contribuido o no al aumento de la felicidad de la humanidad. Rousseau concursó defendiendo la tesis negativa. Ganó el premio. Si tenía razón, entonces la educación no debía promover el conocimiento de las ciencias y las artes, vías seguras hacia la desgracia, sino más bien la ignorancia de ellas y el fomento de la vida espontánea e instintiva. De ahí a la falsa pedagogía de la primacía de lo lúdico y de lo instintivo sólo había un paso. Educar no sería forjar un hombre ideal, sino dejar ser. Lo importante no es el ideal, sino la autenticidad y una falsa libertad sin principios, normas y valores. La vida ideal nunca es la que ya es, sino la que debe ser.

Acaso no todo ello sea imputable directamente a Rousseau, pero sí puede derivarse de él. Bertrand Russell, demoledor crítico tanto de la obra como de la moralidad del escritor ginebrino, afirmó que mientras que de John Locke procedían Roosewelt y Churchill, de Rousseau procedían Hitler y Stalin. Aunque no se comparta por entero tan enérgico dictamen, no cabe duda de que encierra buena dosis de verdad, que ha llevado a hablar de él como teórico de la democracia totalitaria. Su herencia no es, desde luego, la de la ilustración.

Es poco probable que nuestros gobernantes actuales hayan leído a Rousseau, pero, aún así, sus prejuicios educativos (y no sólo ellos; también sus dificultades para comprender y aceptar los principios de la democracia liberal) se derivan, en buena medida, de las migajas ideológicas de tan fascinante como resentido y extraviado pensador.