martes, 27 de noviembre de 2007

El futuro de Occidente

Por George Weigel, en La Gaceta de los Negocios, 19 de Noviembre de 2007


Desde hace años, lo que parece un distanciamiento cada vez mayor entre EEUU y Europa ha sido el principal objeto de debate político. Esta separación del Atlántico, que afecta al futuro del proyecto democrático a ambos lados del océano, se suele analizar sobre la base de diferencias políticas. Sin embargo, mi tesis es que cualquier esfuerzo por comprender este distanciamiento en términos políticos, estratégicos y/o económicos es estéril. Europa atraviesa una crisis que podríamos denominar de moral civilizadora. La manifestación más importante de la crisis es el hecho de que la propia Europa está sufriendo un bajón demográfico si precedentes. Cuando un continente es incapaz de crear el futuro humano en el sentido más elemental, algo grave está pasando. Es fundamental para todo Occidente entender esta crisis; especialmente en una época en que otra civilización, con una visión del futuro muy diferente, compite, en ocasiones agresivamente, contra Occidente por la definición de ese futuro.

Para esclarecer las causas de la crisis debemos ver la historia de otro, modo; a través del prisma de la cultura. A principios del siglo XX, Europa era considerada el centro de la civilización mundial. En cuestión de 50 años, esa misma Europa desató dos guerras, tres sistemas totalitarios, una guerra fría que amenazó con un desastre mundial, el Gu­lag y Auschwitz. ¿Por qué? La clave a esta pre­gunta podría hallarse en lo cultural, en lo espiritual y hasta lo teológico.

En 1942, el jesuita Henri de Lubac sostenía que los tormentos que Europa sufría en aquella década eran el resultado de una constelación de ideas anómalas que él agrupaba bajo la denominación de “humanismo ateo” o el deliberado rechazo del Dios de la Biblia el nombre de la liberación humana. Cuando a las tecnologías modernas unen el positivismo de Comte, el subjetivismo de Feuerbach, el materialismo marxista y la voluntad de poder nietzscheana, de aquí, sostenía el padre De Lubac, surgirían ideas con graves consecuencias: el comunismo, el fascismo y el nazismo. El primer resultado de es­te profundo cambio en la alta cultura europea fue la Primera Guerra Mun­dial. Porque la Gran Guerra fue la con­secuencia letal de una crisis de moral civilizadora; el fracaso de. una razón moral en una cultura que había apor­tado al mundo la idea de “razón mo­ral”. Sólo después de 1991, finalizada la guerra civil europea de 77 años de du­ración, salieron a la superficie de la historia las consecuencias de tamaño conflicto. La Europa contemporánea no está plagada de las formas más sal­vajes de “humanismo ateo”; la segun­da Guerra Mundial y la Guerra Fría lo evitaron poniendo fin al fascismo, al nacionalsocialismo y al marxismo-le­ninismo. Nuestra Europa de hoy está profundamente marcada por un pa­riente más amable y moderado que el filósofo canadiense Charles Taylor ha denominado “humanismo exclusivo”. Esto es, una serie de ideas y posiciones políticas según las cuales (y en el nombre de la democracia, los derechos hu­manos, la tolerancia y el civismo) todo punto de referencia moral y religioso debe ser excluido de la vida pública eu­ropea, en especial, de la vida pública de la Unión Europea.

Pero, al mismo tiempo, hay indicios de renovación espiritual y cultu­ral en Europa. Jürgen Habermas, que en su día defendió una forma extrema de humanismo exclusivo, ahora sostiene que una política humana y democrática debe basarse en normas morales que sepamos verdaderas. Aunque tal vez sea más importante el inicio de un nuevo diálogo europeo que desafía la esterilidad del huma­nismo exclusivo, a la vez que atrae a creyentes y no creyentes por igual. Este diálogo surgió gracias al trabajo en equipo de Joseph Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI, y Marcello Pera, un no creyente y filósofo de las ciencias, miembro del Senado italiano (y que hasta el reciente cambio de gobierno en Italia, fue pre­sidente de dicha institu­ción). En un libro escrito conjuntamente, Sin raí­ces, propusieron un aná­lisis sorprendentemente similar de la crisis euro­pea en su moral civiliza­dora. Ambos localizaron las caudas en una pérdi­da de fe en la razón, in­cluida la razón moral. Además, estos dos distin­guidos intelectuales co­incidieron en que una “minoría creativa” de hombres y mujeres con­vencidos de que las verdades que Oc­cidente vive, políticamente hablando, son verdades expuestas a la defensa racional. Estas verdades pueden con­vertirse en el agente del renacimiento de Europa como una civilización cul­turalmente segura de sí misma, capaz de dar cuenta de sus aspiraciones po­líticas. Si Europa empieza a recupe­rar su fe en la razón, alguien en Euro­pa podrá redescubrir lo razonable de a fe. En cualquier caso, una renova­ción de la fe en la razón proporcionará un antídoto contra el hastío metafísico y brindará, así, la posibilidad de un nuevo nacimiento de la libertad en Europa.

martes, 20 de noviembre de 2007

La laicidad del Estado tiene su origen en el cristianismo

Entrevista a Martin Rhonheimer, filósofo y sacerdote, en La Gaceta de los Negocios, hoy.

El profesor de Ética y Filosofía afirma: "la laicidad del Estado tiene su origen en el cristianismo".

Santiago Mata. Madrid.

Filósofo y sacerdote, Martin Rhonheimer nació en Zúrich (Suiza) en 1950. Es profesor de Ética y Filosofía política en la Universidad de la Santa Cruz (Roma); miembro del consejo editorial del American Journal of Jurisprudence y de la Academia Pontificia de Santo Tomás. Ayer pronunció una conferencia en el IESE de Madrid.

¿Cómo encuentra nuestro país después de muchos años sin visitarlo?
Hay muchas tensiones porque está en una situación de transición. Algunos piensan que España es católica y ya no lo es. Como toda crisis es una oportunidad, una crisis de crecimiento, como la adolescencia. Hoy España es un país normal, pero la normalidad incluye cosas problemáticas.

¿No es posible una sociedad cristiana?
Tiene que ser compatible con un Estado laico, con una cultura política que respeta la libertad, también y en primer lugar la libertad religiosa, que mantenga los logros de la modernidad, la democracia occidental que llamamos no-plebiscitaria, una democracia limitada, domada por los derechos constitucionales, porque los derechos humanos limitan la soberanía del pueblo, son estándares de derecho natural que indican que la mayoría no es el último criterio. La democracia no es sólo poder votar, es una cultura política compleja, que incluye la libertad, la competencia, los partidos, los derechos, la independencia judicial, un logro que hay que defender también contra la cultura islámica, que no reconoce la independencia y la separación.

¿Cuáles son esos aspectos problemáticos?
Hay un autor italiano que defiende como meta del laicismo actuar "como si Dios no existiera", es el credo laicista, que se enfrenta a lo dicho por Juan Pablo II de que leyes como la del aborto eran ilícitas y carecían de valor jurídico. Ratzinger explicó eso diciendo que no siempre es derecho lo que decide la mayoría. Para ese autor laicista, esto es fundamentalismo. Pero decir que carecen de valor tales leyes puede decirse en dos sentidos. En un sentido lo dice el que no la acepta y busca una nueva mayoría que la revise, pero reconociendo la estructura democrática: aunque algo sea derecho vigente, puede ser injusto y se puede luchar contra ello. Para eso está la democracia y eso no es fundamentalismo. En cambio, se puede criticar como si la cultura política que produce esas leyes fuera injusta, como si la democracia se deslegitimizara por despenalizar el aborto. No es eso lo que dijo Juan Pablo II: dijo que carece de valor una ley que no cumple los estándares jurídicos objetivos de la ley natural.

¿Debe sentirse cómodo el cristiano en un Estado laico?
El cristianismo es la primera religión que sólo es un proyecto religioso. Todas las otras religiones, también la griega, eran al mismo tiempo proyectos políticos y jurídicos. La Iglesia católica es la primera que no hace depender el orden sociopolítico de la religión y de textos sagrados. La laicidad tiene origen cristiano. Yo veo la modernidad como un encuentro de la Iglesia consigo misma como religión. Pero eso no quiere decir que no pueda pronunciarse en cuestiones de relevancia moral, sino que lo debe hacer sin reprochar ilegitimidad, sin dar la impresión de que la Iglesia quiera someter al poder temporal a su competencia judicial.

¿Existe un fundamentalismo democrático?
Sí, es el de Rousseau, que presupone que la voluntad general es verdadera y que, por tanto, la opinión minoritaria es ilegítima. Eso no es cierto, ya que la opinión minoritaria es tan legítima como la otra y puede ser verdadera. Las reglas del juego dicen que si quieres que tu opinión sea ley, tienes que convencer a la mayoría.

¿Y si el laicismo es anticlerical?
Es lo que sucedió a fines del siglo XIX en la Francia de la III República. Hay que tener en cuenta que la Iglesia francesa era antirrepublicana. Cuando el Papa les propuso el ralliement, la cooperación con la República, los católicos franceses no lo quisieron. La Revolución Francesa no iba contra la monarquía, sino contra la aristocracia, su lema era: "Contra los privilegios".

¿El anticlericalismo hispano es algo rancio?
Hasta cierto punto es un anacronismo. Pero no se debería reaccionar como si hubiera que defender la España católica (algo que suena a confesionalidad), porque España no es un país católico, es un país con muchos católicos, quizá con algunos de los mejores católicos del mundo, un país que tiene raíces católicas. Es verdad que la sociedad se está descristianizando y que eso es un problema, pero volviendo al pasado no se arregla.

¿Tener ideas claras es obstáculo para el diálogo?
Al contrario, no puedo tener una discusión interesante con una persona que no tiene convicciones. Sólo convencemos si argumentamos. Y la Iglesia tiene argumentos. Los documentos del Magisterio hoy día son fantásticos, porque son razonados. Por ejemplo, el documento a las uniones homosexuales alega razones seculares, políticamente aceptables, sin ninguna afirmación deducida de la Biblia: todo es de sentido común. Expone que el matrimonio tiene un estatuto particular porque es responsable de las nuevas generaciones: de su nacimiento, educación, cultura y hasta de la transmisión de la riqueza y el saber. Las uniones homosexuales no producen nada de eso. Pueden ser uniones afectivas, de amistad: la cuestión no es que la Iglesia prefiera el amor entre hombre y mujer como tal.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Echar a Dios de la ciudad

Por Ignacio RUIZ QUINTANO, ABC, 23 de marzo de 2005

A lo mejor todo viene del 10 de noviembre de 1619, cuando Descartes, que había tenido un sueño extraño en medio de extraños signos y alegorías, decidió que había descubierto una filosofía destinada a cambiar el mundo: el racionalismo, hijo de un sueño raro, consecuencia, a su vez, de una mala cena. ¿Qué cenó Descartes la noche del 10 de noviembre de 1619?

El racionalismo odia a la imaginación. El hombre antiguo todo lo reducía a símbolos. El hombre moderno todo lo reduce a razones. «En realidad, ¿qué perseguía usted?», le pregunta Ruano a Marinus, el pirómano del Reichstag, en una sesión del juicio. «El mundo nuevo va a llegar... Pero menos deprisa que debiera... Necesitamos ayudarlo...», contesta. «¿Quiénes, los comunistas?» «Los vagabundos. Los que vemos llegar el mundo nuevo. Hay que empujar al mundo viejo.» «¿Y por qué empujar al mundo desde Alemania?» «Der hertz von Europa ist! (¡Es el corazón de Europa!)» «¿Se arrepiente usted siquiera un poco?» «La cúpula... no salió bien del todo... Debió derrumbarse... Una cúpula es un símbolo.»

El protestantismo, como era racional, «dejó escueta, entre salmos, a la Cruz desnuda». Por eso, dirá Pemán, no hay nada más católico que la Semana Santa de Sevilla, donde todos los sentidos, como mandan los místicos católicos, toman parte en el éxtasis. «El paganismo, la idolatría, el politeísmo, bautizados, se llaman la Semana Santa de Sevilla.»

Pemán ve todo el problema de las religiones -y el motivo de su variedad- en la exacta relación del Cuerpo y el Alma. Alma sin Cuerpo: budismos y nihilismos orientales, protestantismos y jansenismos espiritados, fríos, iconoclastas y desnudos. Cuerpo sin Alma: paganismo, culto a la pura naturaleza física. Equilibrio Alma y Cuerpo: catolicismo, con su dogma de la Encarnación, con su dogma de la resurrección de la carne, con sus imágenes, con su liturgia. El «Dios en la ciudad» de Romero Murube es en su plenitud el dogma de la Encarnación.

OCURRE, sin embargo, que los ojos, como dijo Borges desde la profundidad de su ceguera, sólo ven lo que están habituados a ver: «Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.» Y Steiner, que sigue queriendo saber cuál es la nueva metáfora de la esperanza, se queja de que las vulgares suficiencias de nuestra psicología y nuestra sociología no van al centro de la cuestión: si la existencia de Dios es hoy un problema vivo. ¿Arde todavía la Zarza o es sólo objeto de la curiosidad del psicólogo y el historiador?

TODO viene, como decíamos, del 10 de noviembre de 1619. Con el racionalismo, las personas que para echárselas de cultas iban de razonables dejaron de creer en Dios. La fe en Dios fue sustituida por la fe en las nacionalidades. Nietzsche levantó acta: «Dios ha muerto.» Y puesto que no se puede creer en ningún código moral sin creer en un Dios que te señale con el dedo, predijo para nuestro flamante siglo, con voz de Bonnie Tyler, el eclipse de todos los valores: «Total eclipse of the Heart».

Dicen que este gobierno de progreso -el gobierno que presume de haber vuelto al «corazón de Europa» para ver llegar el mundo nuevo- prepara un Código Laico destinado a reprimir las manifestaciones religiosas en las calles, es decir, a echar a Dios de la ciudad. Es el mismo gobierno que el otro día, después de unas copas a la salud del Pasmo de Paracuellos, derribó una estatua de Franco, muerto hace treinta años. Declararon que ésa no era estatua de «consenso» -palabra católica, cosa que no saben-, y el derribo fue llevado a cabo «sin novedad», en palabras del hijo de Pepe, el de la tienda, que ahora deberá proceder a retirarlo del escalafón militar.

martes, 13 de noviembre de 2007

Objeción de conciencia

Son muchas las leyes democráticas que reclaman objeción de conciencia

Habla Stefano Fontana, director del Observatorio Internacional Cardenal VanThuân, VERONA, martes, 6 noviembre 2007 (ZENIT)

«Los casos de aborto y de eutanasia no son los únicos que reclaman la objeción de conciencia», advierte Stefano Fontana, director del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân, foco de promoción de la doctrina social de la Iglesia.

Convierte en altavoz de esta alarma el último boletín del Observatorio, del pasado viernes, publicando un comentario bajo el titulo «La objeción de conciencia es un problema político. Sociedad democrática, relativismo y objeción de conciencia».

«El relativismo que guía frecuente la legislación en los países occidentales sitúa al cristiano ante nuevos problemas de conciencia --constata--. Es el caso de leyes que legalizan el aborto o la eutanasia».

Recuerda que Juan Pablo II indicó que «leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia («Evangelium vitae»>, 73).

Pero estos casos «no son ya los únicos que reclaman la objeción de conciencia», apunta Fontana, aludiendo al reciente discurso en el que Benedicto XVI ha subrayado «la obligación de la objeción de conciencia para los farmacéuticos».

«Pensemos en una enfermera que trabaja en un hospital en el que se practican abortos», o en «los funcionarios de un municipio donde se registran uniones civiles de personas del mismo sexo», o «en un empleado de un laboratorio en el que se realizan selecciones de embriones humanos», o los trabajadores de «editoriales o televisiones que producen material pornográfico», o «en muchos abogados o jueces que ya se encuentran a menudo ante situaciones límite», ejemplifica el director del citado Observatorio Internacional.

Así que «la objeción de conciencia ya es un problema político», considera. De ahí que sea necesario, en su opinión, «emprender una profunda reflexión sobre la objeción de conciencia en política, vista como "resistencia", pero también como "renovación", esto es, como un empeño no sólo negativo, sino también positivo y propositivo».

Denuncia Stefano Fontana que, al mismo ritmo que se «amplían los casos en los que se está llamado a la objeción de conciencia, se asiste también a frecuentes negaciones de este derecho». «Ambas cosas se deben al relativismo, el cual muestra así su íntima contradicción», sintetiza.

Y es que el relativismo --explica-- «propone una libertad de conciencia casi total, pero si un funcionario municipal rechazara registrar a una pareja homosexual, ese mismo relativismo se lo impediría»: «denunciaría esa libertad de conciencia como imposición y violencia hacia la libertad de conciencia». Se trata «de uno de los aspectos más sutiles de la "dictadura del relativismo"», concluye.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Ciencia e ideología

El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa y rentable mitología, cuando no en pura superchería

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, 5 de noviembre de 2007

Los hombres tenemos obligaciones con relación a la naturaleza. Y no porque ella tenga derechos. El titular de esos eventuales derechos, correlativos a las obligaciones, es también el hombre y sólo él: las generaciones actuales y las futuras. Sólo la persona es titular de derechos y obligaciones. Estas obligaciones relativas a la naturaleza han sido y son, con frecuencia, incumplidas. No son pocos los desmanes perpetrados. Pero si el hombre es capaz de agredir a la naturaleza, acaso sea porque no es un ser meramente natural.

No es fácil negar la realidad, al menos parcial, de lo que ha venido en denominarse “cambio climático”. La agresión a la capa de ozono, junto a otros factores (también conviene evitar el fundamentalismo del factor causal único), ya ha provocado alteraciones y efectos perceptibles, que se manifiestan en un aumento de la temperatura anual media y en el consiguiente deshielo que provoca el aumento del nivel del mar. Es a los científicos, y no a los charlatanes ventajistas, a quienes compete evaluar la dimensión del problema, establecer previsiones verosímiles y proponer las recomendaciones y las medidas políticas supranacionales que habría que adoptar (si bien, esto último ya no les corresponde sólo a ellos). No es infrecuente que algunas predicciones agoreras se funden en la condición, casi nunca cumplida, de un mantenimiento inalterado de las demás condiciones actuales (lo que en Derecho se llama la cláusula rebus sic stantibus, es decir, el presupuesto de que permanezcan inalteradas las demás circunstancias). Cuando comenzaba mis estudios universitarios, circulaba por ahí el dogma del “crecimiento cero”, patraña de la que apenas nadie se acuerda ya. El debate, si ha de serlo auténticamente, tiene que ser científico.

Existen síntomas evidentes de que el debate empieza a transitar más por la senda ideológica que por la científica. Para empezar hay mucho barullo y griterío, y ya decía Galileo que donde se grita no hay verdadera ciencia. El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa, y rentable, mitología, cuando no en pura superchería. La ciencia nunca impone, silencia o censura, nunca amonesta o insulta, sino que persuade. Ciertamente, en ocasiones debe ser algo dura con los charlatanes, pero nunca escamoteando el debate e imponiendo una ortodoxia asfixiante. Ortega y Gasset decía que ciencia es aquello sobre lo que siempre cabe discusión. Y los apóstoles de la nueva “religión” seudoecologista pretenden imponer su creencia. El debate ha pasado ya de su lugar natural científico al ámbito ruidoso de la política y de la ideología, en el sentido de conocimiento deformado por intereses o de falsa conciencia, cuando no al del puro negocio. La naturaleza cotiza al alza en el mercado ideológico. Siempre es fácil traficar con los buenos sentimientos.

El futuro de la vida en nuestro planeta es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de demagogos poco escrupulosos que no desean que los hechos les estropeen una buena causa. Los retos que tiene planteados la humanidad van mucho más allá del logro de un descenso de uno o dos grados de temperatura media anual durante los próximos seis años. Ojalá fuera ese el único o el principal reto. Eso no significa, ciertamente, que no pueda tratarse de un objetivo necesario o conveniente. Por lo demás, como afirmó Popper, nadie cambia mediante argumentos y razones una opinión a la que no ha llegado mediante argumentos y razones. Es cierto que cualquier gobernante responsable debe enfrentarse a las amenazas del “calentamiento global” en toda su gravedad. Pero valorar y determinar las proporciones de esta gravedad no le corresponde a él sino a los científicos, y se da la circunstancia de que en la comunidad científica no existe unanimidad sobre este problema. También hay que evaluar el coste que entrañan las políticas propuestas, pues acaso muchos de los que se adscriben con fervor a la nueva fe no estén dispuestos a asumirlo. Casi siempre el problema son los otros. El pensamiento simple nunca llega a apresar una realidad compleja. Es muy probable que convenga reducir las emisiones de dióxido de carbono, pero no parece razonable convertirlo en el enemigo público número uno. Como he afirmado al principio, a mi juicio, el problema y su debate son de naturaleza moral, pero sus presupuestos y condiciones son científicos.

Nadie debe ser excluido del debate, salvo los que no estén dispuestos a plantearlo a partir de los conocimientos científicos. También la ciencia puede convertirse en una poderosa mitología, pero sus resultados nunca serán tan devastadores como los que puede producir la sustitución de la ciencia por la ideología. Y toda ideología presta al mal una sola cara, ya sea la clase social, la raza, la propiedad privada o, como en este caso sucede, la emisión de dióxido de carbono. La ideología, en el mejor de los casos, simplifica, siempre engaña, y, en el peor, esclaviza. Sustituyamos la ideología por la ciencia, y el fanatismo por la inteligencia.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Los funerales del laicismo

Articulo de Fermín Fuertes, en arguments, jueves 1 de noviembre de 2007

Hace pocos días un amigo me asaltó por un pasillo: "tengo un texto que te gustará. Ya me dirás que te parece", y me pasó unas fotocopias unidas con una grapa y bastante trabajadas con subrayados y glosas. Me llamó la atención una frase: No estamos asistiendo al alumbramiento de una era postcristiana sino que asistimos a los funerales de la era neopagana y secularizada. ¡Caramba!, -pensé- esto por lo menos es provocador. Veamos a dónde nos lleva.

Guardé los folios de mi amigo en un cajón, con ánimo de devolvérselos en su momento, y con la intención de conseguir mis propias páginas sobre las que reflexionar y anotar. Al concluir el trabajo de aquella mañana, la red y la impresora me facilitaron lo que buscaba: 10 folios por las dos caras, titulados "Cristianos en Europa después de la cultura secularizada". Su autor, Miguel Lluch.

¿Qué es lo que allí se dice? ¿Cuáles son las ideas fundamentales que Lluch transmite? A mi entender, el mensaje que se quiere comunicar es el siguiente: vivimos un tiempo entre dos tiempos, asistimos a los estertores crepusculares del secularismo, que, sin embargo, todavía golpea con fuerza; en esa situación, las mujeres y los hombres cristianos, manteniendo su identidad religiosa, no pueden encerrarse a la defensiva en los muros de protección de las comunidades vivas de los creyentes, porque tienen la apasionante tarea de contribuir al nacimiento de la nueva cultura, aportando con audacia su propia creatividad personal y su fe.

Estamos acostumbrados a pensar que el tiempo actual es un momento de cambio: el cristianismo ha sido superado y -para gozo o desdicha, según la perspectiva- entramos en una cultura postcristiana. En realidad las cosas no son así. Hace mucho tiempo que la mentalidad colectiva dominante en la sociedad y en la cultura ya no es cristiana. Lo novedoso no son los proyectos secularizadores. Lo nuevo es que la cultura secularizada dominante desde hace siglos ha entrado en crisis y que ya no tiene fuerzas para inaugurar nuevas eras.

¿Cuál es el problema, entonces? ¿Acaso semejante crisis no es positiva desde el punto de vista cristiano? ¿No es motivo de alegría que el oponente desfallezca? El problema es que en esta etapa final la cultura de lo que Henri de Lubac llamó en 1967 humanismo ateo, está dejando de ser humanista. La cultura del Hombre contra Dios se vuelve contra los hombres. Y eso para el cristiano, a quien nada humano resulta ajeno, nunca es motivo de júbilo.

El humanismo ateo nació como una cultura anticristiana: todas sus acciones prácticas y sus elaboraciones intelectuales se desplegaron en silenciosa contraposición a la religión, como marginación y sustitución de la vida cristiana y de sus obras culturales.

En el actual momento de extinción de la cultura secularista, el laicismo es más beligerante, más dictatorial, se ha convertido en totalitarismo. Agotado el pensamiento y la capacidad de argumentación, se dedica con todas sus fuerzas -ya agónicas, pero todavía salvajes- a imponer sus principios configurando una legislación favorable a todas las costumbres e instituciones sociales que no sean cristianas. Se ha producido una mutación y ha aparecido un nuevo modelo, el humanista sin límites, que en su urgente afán de eliminar todo lo cristiano, ataca también lo humano.

Antes, el humanista marginaba a Dios de la realidad que cuenta para la vida, desconfiaba e incluso descalificaba a las personas con convicciones basadas en una religiosidad viva, pero creía en la moralidad, trataba de ser buena persona y buen ciudadano, rechazaba la violencia, cuidaba del bienestar propio y de sus seres queridos. No quería fundamentar su vida ni sus decisiones en verdades permanentes, pero conservaba unos límites, respetaba unas normas que no debían abandonarse.

Según el humanista evolucionado nada nos limita: ni Dios, ni la naturaleza, ni la razón. Ante este nuevo mutante sin límites nadie está seguro, ni siquiera los humanistas con límites.
El combate crepuscular de la Cultura sin Dios no es entre cristianos y no cristianos, sino entre los que quieren mantener el proyecto ilustrado de una sociedad moral sin Dios y los que -siguiendo el argumento de Habermas- "se han convertido en fríos cínicos y relativistas indiferentes", ya no quieren seguir soportando normas y medidas de rectitud. Ya nada une a estos dos grupos, salvo su oposición a lo cristiano. Esta es en mi opinión -escribe Lluch- la dramática situación en la que nos encontramos.

En ese combate, el humanista con límites está llamado al fracaso, poco puede oponer ante el despliegue arrogante del humanista sin límites. Atenazado por su afán de eliminar a Dios, no tiene fuerzas ni respuestas capaces de hacer frente a los impulsos individualistas.
Si se suprime la hipótesis de un Dios rector del mundo no llego a comprender -dice Antonio Baumann- sobre qué realidad se puede asentar la noción de un derecho que permita al individuo, mónada aislada, situarse frente a los otros seres que le rodean y decirles: hay en mí algo de intangible que os obliga a respetarme porque su principio es independiente de vosotros".
¿Nos queda pues, solamente, el horizonte de la barbarie? ¿Caminamos apresurada e inexorablemente hacia una barbarie técnica y centralizada, reflexivamente inhumana y por eso más peligrosa que la antigua? ¿Tiene el relativismo la última palabra?

Sabemos que no. Nuestra fe -decía Benedicto XVI en Austria el pasado 8 de septiembre- se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Sabemos también que el cristianismo no está en peligro en un tiempo entre dos tiempos. Porque no se une sustancialmente a las culturas.

A lo largo de sus dos mil años de historia ha conocido más cambios culturales que ninguna otra realidad viviente en el mundo. El cristianismo se hace presente en todas las culturas humanas sin identificarse con ninguna de ellas. Sobrevive incluso la vida de las culturas que se han hecho cristianas.

Pero al cristiano, al cristiano concreto, la nueva situación le puede desconcertar. Debe reorientarse y aprender a manejarse en un tiempo en el que la identidad cristiana es atacada precisamente con argumentos originariamente cristianos aunque ahora tergiversados. No sólo tiene que sobrevivir personalmente en medio de la tormenta desatada a su alrededor. Es también responsable de la tarea de cuidar y perfeccionar el mundo. La fe en Cristo -escribía San Josemaría Escrivá- ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana.

El cristiano ama al mundo porque ama a Dios y protege el mundo con responsabilidad porque Dios lo ha puesto en sus manos. Comparte la cultura con todos los demás hombres de su tiempo y con ellos, pero sin perder su identidad, trabaja con esfuerzo y entusiasmo para construir una cultura digna del hombre".
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Nota: La comunicación de Miguel Lluch, que lleva por título "CRISTIANOS EN EUROPA DESPUÉS DE LA CULTURA SECULARIZADA", puede leerse pulsando aquí.