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jueves, 4 de enero de 2024

Derecho y Moral

La relación entre el ámbito jurídico y el moral ha generado habitualmente polémica. Sin duda porque conceptos como Derecho, Moral y, por si fuera poco, Ética, se han prestado a posturas muy diversas; tanto en su propio contenido como en su mutua relación.

Derecho, moral y ética

Abordo el problema desde mi personal emplazamiento jurídico, consciente de que la óptica sería distinta desde un punto de vista diverso. Propongo entender por ético todo lo que hace referencia a cómo debe comportarse una persona. Esto tropezará con otras versiones terminológicas; por ejemplo, quien es, por el momento, el más prestigioso filósofo del Derecho nos hablará de planteamientos éticos denominándolos en alemán «normativos».

Sin salir de tan amplio territorio, es obligado distinguir entre el mínimo ético necesario para que resulte posible una convivencia que merezca considerarse humana y las exhortaciones maximalistas derivadas de uno u otro código moral. El Derecho no aspira a garantizar la felicidad, la utilidad o la santidad de los ciudadanos; aspira a ajustar las relaciones sociales para hacer más humana la convivencia. De ahí su parentesco –no siempre bien entendido– con la justicia. El Derecho pretende hacer justicia objetivamente, lo que no exige que el sujeto de la actividad jurídica sea moralmente justo, aunque no vendría nada mal. El Derecho, de relacionarse con alguna virtud moral, sería más bien inseparable de la prudencia; de ahí lo de jurisprudencia. El imprudente sería siempre un jurista perturbador. La virtud de la justicia, como nos enseñaron ya los romanos, es un hábito moral que inclina a dar a cada uno lo suyo; pero determinar lo suyo de cada uno es una actividad jurídica y no un meritorio esfuerzo moral.

La relación entre los tres conceptos planteados se complica aún más si entra en juego la religión. La justicia objetiva a la que nos hemos referido es, por definición, horizontal; de ahí el papel de la igualdad como valor superior del nuestro ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE). La religión, por el contrario, tiende a girar en torno a una tensión vertical, dado el habitual protagonismo de los dioses de turno. La respuesta exigible en el trato con ellos tenderá a resultar maximalista, desbordando los límites de lo jurídico. Esto explica que los planteamientos de herencia greco-romana, desarrollados luego por la escolástica cristiana, puedan identificar Ética con Moral y acabar concibiendo el Derecho como un mínimo ético alojado en el maximalismo de una Moral obligada a satisfacer a un dios celoso; aunque tal postura acabe también suscribiéndola un agnóstico y prestigioso teórico del Derecho, norteamericano en este caso.

Iusnaturalismo y positivismo

Lo curioso es que resultado similar acabe hoy derivando de planteamientos herederos del positivismo jurídico. En efecto, esta teoría del Derecho convirtió a la neta separación entre Derecho y Moral en su seña de identidad. Entendió el Derecho –con una querencia formalista– como la normativa puesta por una autoridad legitimada al efecto. Le preocupaba lo que, puesto con la forma homologada, era –de hecho– jurídico, mientras que consideraba moral y meta-jurídica cualquier propuesta sobre cómo debería ser el Derecho. Cuando la misma racionalidad científica ha hecho imposible seguir admitiendo que solo sea jurídico lo formalmente considerado como tal, ha acabado asumiendo, no que es obligado admitir la existencia de exigencias jurídicas antes de aparecer como formalmente puestas –lo que llevaría a rendirse al iusnaturalismo– sino que prefiere calificarlas como morales y dar por hecho que no pocas veces –por no decir todas– el juez, jurista por antonomasia, tendrá que recurrir a criterios morales para aplicar el Derecho. Tal conclusión, catalogada por algunos autores como post-positivista, no deja de tener su mérito.

Más allá del derbi que, durante siglos, ha ido enfrentando a iusnaturalismo y positivismo como eternos rivales, no faltará quien –dando pocas facilidades para acertar al atribuirle camiseta– considere, como los viejos escolásticos, que el Derecho se aloja en el ámbito de la Moral, haciendo así imposible la deseable frontera, dentro de lo ético, entre mínimo jurídico y maximalismo moral.

La cuestión se complicará si vuelve a entrar en liza lo religioso, dada la querencia a identificarlo con lo moral. Esto lleva a ignorar que el decálogo bíblico contiene preceptos jurídicos. Precisamente por tra- tarse de sugerencias de sentido común, ante la triste experiencia de que se trata del menos común de los sentidos, han sido revelados por vía religiosa tallados en sólida piedra. No matar, no robar o no mentir son contenidos básicos del mínimo ético que el Derecho aspira a garantizar. Lo jurídico no es un mero elemento coactivo, destinado a imponer las exigencias morales más relevantes; al contrario, es el mínimo ético jurídico –por ser, además de mínimo, indispensable– el que generará una obligación moral.

Objeción de conciencia

Es obvio que –de acuerdo con lo ya expuesto– cuando hablamos de Derecho no nos estamos refiriendo a cualquier contenido formalmente homologado, sino a exigencias éticas indispensables para lograr una convivencia humana; lo cual obliga, más allá de lo formal, a profundizar sustancialmente en lo material. A la vez, tampoco cabría considerar que la norma sustancialmente injusta no sea Derecho. Se trata de un Derecho deficiente, que sin duda perturbará y deshumanizará la convivencia; pero sería poco realista olvidar que, si no se logra sustituirlo, acabará imponiéndose de hecho. Asunto distinto es que, pese a ser Derecho, pueda generar paradójicamente una obligación moral de desobedecerlo, si el déficit democrático del ordenamiento jurídico deficiente no permite, al menos, ejercer el derecho a la objeción de conciencia.

Lo ya dicho lleva consigo una consecuencia de no menos sentido común. Ese mínimo ético ha de ser contenido indispensable de cualquier maximalismo moral. Pretender que una supuesta misericordia –que más de una vez puede ser mero síntoma de debilidad– pueda tolerar injusticias, desprecia el mínimo ético jurídicamente propuesto. Quizá una tendencia clerical a suscribirlo puede explicar que –incluso en ámbitos religiosos– haya incidido la lacra social de la pedofilia. No ha faltado algún pontífice que se haya visto obligado a recordar que con la injusticia no se juega, con ocasión de posibles «requerimientos seudopastorales».

La objeción de conciencia, a la que ya nos hemos referido, es campo en el que resulta frecuente malentender la relación entre Derecho y Moral. Cuando esto ocurre, se genera un vértigo que inclina a una actitud restrictiva. En el fondo late el olvido de que la objeción de conciencia es ante todo un derecho y no el fruto de una indebida supremacía de lo moral sobre lo jurídico. El derecho a la objeción es síntoma de la madurez democrática del ordenamiento, pues se trata de respetar con su reconocimiento el juego práctico de un derecho fundamental. Asunto distinto es que haya que constatar la seriedad de la actitud del objetor, evitando cualquier instrumentalización picaresca de actitud tan digna de respeto.

Normativismo

No deja, por último, de tener relación con el problema que abordamos una segunda polémica, menos resaltada, que juega en paralelo a la ya señalada entre iusnaturalismo y positivismo. Esta segunda matriz teórica tendía a caer en el normativismo, amparado en la existencia de un sistema jurídico cuya plenitud haría superfluo y malicioso cualquier intento de dar entrada a elementos no contenidos ya en la norma puesta. Napoleón hizo famosa tal postura con su pintoresca prohibición de que el Código Civil fuera  objeto de  interpretación. Cuando llegaba a admitirse la posible existencia de lagunas en el sistema, se confiaba su eliminación a la entrada en juego de unos principios generales del Derecho que –en teoría– no aportarían nada que no estuviera ya implícito en él. Algo así como un zumo obtenido de los contenidos legales convertido en espray con el que calafatear las porosidades advertidas. 

En realidad, buena parte de las actuales Constituciones, como refleja el capítulo tercero del título primero de la nuestra, reconocen la existencia de unos principios prelegales, cuyo respeto y protección «informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos» (art. 53.3 CE).

lunes, 21 de abril de 2014

El utilitarismo y el laicismo entorpecen los debates públicos

John Perry, profesor de Ética teológica en la Universidad de St. Andrews

Por Juan Meseguer. Aceprensa. 7.ABR.2014

La opinión pública plantea continuamente controversias sobre cuestiones éticas. No es fácil ponerse de acuerdo, pues los dilemas son difíciles y las posturas variadas. Por eso, pueden resultar atractivas las soluciones más cómodas como el utilitarismo o el laicismo. Hablamos de este problema con John Perry, profesor de Ética teológica en la Universidad de St.Andrews, la más antigua de Escocia.

Doctor en Teología por la Universidad de Notre Dame, el profesor Perry está familiarizado tanto con la ética cristiana clásica como con la filosofía política contemporánea. Tiene a gala haber enseñado en el Christ Church, uno de los colleges de la Universidad de Oxford donde también enseñaron John Locke y John Rawls. Una de sus líneas de investigación es buscar puntos de acuerdo entre el pensamiento cristiano, el liberalismo político y el enfoque utilitarista.

Bueno o malo, según quién lo haga
— La ética clásica se interesaba por el arte de vivir bien. Pero algunos pensadores actuales sostienen que la pregunta por el bien es una fuente de desacuerdos en los debates públicos. Por eso, prefieren centrarse en las condiciones que hacen posible el pluralismo. ¿No le parece que este enfoque empobrece los debates éticos?

Sí, los empobrece. Ahora bien, la intuición de evitar “las grandes ideas” sobre la vida buena no es desacertada del todo. Esta intuición surgió en el siglo XVII, cuando los desacuerdos sobre cuestiones religiosas dieron paso a enfrentamientos crueles. En este contexto, podemos comprender por qué hubo gente que vio necesario dejar a un lado las discusiones demasiado sensibles.

Así que la intuición de que la legalidad es más estrecha que la ética es una buena intuición. El problema es pensar que porque algo no está prohibido por la ley entonces es éticamente correcto. Debemos mantener la idea de que la ética trata sobre la vida buena, sin necesidad de pensar que toda la ética debe estar exigida por la ley.

Algunos estudios recientes realizados por psicólogos morales muestran que, cuando se pregunta a la gente qué piensa sobre determinadas acciones inmorales realizadas por extraños, suelen contestar: “Esos extraños son muy libres de hacer lo que quieran, siempre que no causen un daño directo a un tercero”. Pero no responden lo mismo si quienes llevan a cabo esas acciones son sus amigos o sus familiares. Y eso es porque esperan que sus amigos y sus familiares no solo eviten el daño a terceros sino también que busquen la vida buena.

Esto muestra que no hemos perdido el concepto de vida buena. Lo que no tenemos claro es cómo aplicarlo a los extraños en una sociedad pluralista.

Para llegar a un acuerdo, excluir a los discrepantes
— Paradójicamente, en la búsqueda de un espacio público neutral y abierto a todos, los creyentes suelen salir malparados. Una forma de excluirlos del debate es decir que sus creencias pueden ser muy válidas para ellos pero no para el conjunto de la sociedad. ¿Qué le parece este argumento?

Todas las creencias tienen un punto de partida. Los cristianos probablemente empezarán con la Biblia; los musulmanes, con el Corán; los utilitaristas, con la creencia de que lo mejor es promover la mayor felicidad para el mayor número posible de gente; los liberales clásicos, con la defensa del derecho a organizar mi vida sin interferencias de nadie…

En este sentido, todas las perspectivas son iguales: todas tienen un punto de partida que los de fuera no comparten. Por eso, no tiene sentido excluir del debate público una creencia o una ideología solo porque tiene un punto de partida particular… ¡Porque entonces habría que excluir a todas las creencias!

Tampoco deberíamos excluir aquellas ideas que son impopulares. Porque ahora defendemos toda clase de ideas que en el pasado eran impopulares, como la prohibición del trabajo infantil o el voto femenino.

Cuando algunos dicen que las creencias religiosas solo valen para los creyentes y no para la sociedad entera, deberían ser más precisos. Ciertamente, algunas creencias religiosas solo tienen sentido para los fieles de un determinado credo. Por ejemplo: no se puede exigir a todos los ciudadanos que cumplan los preceptos judíos o musulmanes sobre los alimentos ni el bautismo cristiano. Pero no todas las creencias religiosas son así. Lo importante es que cada cual sea capaz de dar razones de sus convicciones morales.

Utilitarismo: cómodo, rápido… e insuficiente
— Una forma de evitar los debates de fondo es recurrir al utilitarismo, para el que lo único que cuenta son las soluciones que producen la mayor utilidad para el mayor número. ¿Qué inconvenientes plantea este enfoque en la ética médica?

Por sorprendente que parezca, creo que los cristianos y los utilitaristas a veces pueden ser aliados. Yo, por ejemplo, coincido con el utilitarismo en que la ética tiene que preocuparse por conseguir una vida de realización, bienestar o felicidad. ¡Y esto ya es un importante punto de acuerdo! Pero el utilitarismo se equivoca en la forma de entender qué es el bienestar o la felicidad. Para el utilitarismo, la felicidad es subjetiva y monista.

Es subjetiva porque afirma que la felicidad depende de la perspectiva de cada cual. Tú eres feliz cuando plantas un jardín, mientras que yo soy feliz mientras veo videos de animales sacrificados. El utilitarismo defiende que todas las formas de felicidad son igualmente válidas.

Y es monista porque solo contempla un tipo de felicidad. De modo que todas las experiencias de felicidad pueden ser comparadas, al igual que los precios de los coches. Montar en bicicleta me produce un dólar de felicidad; leer un libro, dos dólares de felicidad, por lo que al final tengo tres dólares de felicidad. Pero la felicidad no se puede comparar como si fueran dólares. La felicidad que me produce la amistad con una persona es distinta de la felicidad que experimento al visitar un museo. El utilitarismo puede ser cómodo para hacer elecciones –si fueran verdaderas–, pero no es convincente.

Esta aparente comodidad explica por qué el utilitarismo se está haciendo tan popular en la ética médica. Satisface a los políticos que quieren elegir fácilmente la opción que sea capaz de ahorrar más dinero, como si estuvieran comprando un coche. ¿Cuál es el más barato? ¿Cuál tiene el carburante más eficiente? Es atractivo porque aparentemente hace innecesarios el buen juicio, la sabiduría y la prudencia.

No hay derechos sin responsabilidades
— En debates éticos, como el del aborto, hay quien piensa que la mejor solución es la que no coarta la autonomía individual. Como profesor de ética en Oxford y Notre Dame, ¿qué experiencia tiene al hablar de este tema con sus alumnos?

Lo que he descubierto enseñando a estudiantes jóvenes es que tienen unas prioridades distintas a las de sus padres. Esto se ve claramente en el debate sobre el aborto. Algunos de mis alumnos nacidos en los años ochenta o antes pueden inclinarse a decir: “Si el aborto es ilegal, entonces el gobierno me está obligando a tener un hijo. Y nadie debería obligarme a eso”. Pero mis estudiantes nacidos a mediados de los noventa raramente dirán esto, porque tienden a pensar que cuando alguien se queda embarazada, generalmente tiene que asumir las consecuencias (aunque admiten excepciones como la violación).

Esto no significa que, por definición, los más jóvenes sean más contrarios al aborto. Pero sí revela un cambio de planteamiento, pues entienden que los derechos están relacionados con la responsabilidad. No sé por qué se ha producido este cambio en una generación. Pero me parece un desarrollo fascinante, al que los sociólogos deberían prestar atención.

Estudiar cambios generacionales como este ayuda a esclarecer los debates éticos, porque nos recuerda que lo que muchas veces consideramos “valores universales” no siempre lo son. A menudo, damos por sentadas una serie de ideas quizá porque nacimos en una generación o un país determinados. Abrirnos a esas diferencias puede ayudarnos a percibir qué valores pertenecen realmente a una generación o a un país, y cuáles no.

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miércoles, 8 de febrero de 2012

El bien común: justicia, política y moral

Por Andrés Ollero
Fuente: Profesionales por la ética

Muy recomendable ensayo del catedrático Andrés Ollero que lleva por título “El bien común: justicia, política y moral”. En él aborda las exigencias derivadas del bien común que identifica, en primer lugar, con la justicia objetiva que nos ayuda a dar a cada uno lo suyo, “un mínimo ético innegociable que en ningún caso resultaría disponible ni para el legislador ni, menos aún, para la autonomía de la voluntad en el ámbito privado, marcando así una infranqueable barrera de orden público”.

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