Por Eleuterio Fernández Guzmán, Licenciado en Derecho, en Análisis Digital, 12 de septiembre de 2009.
Se predica la laicidad de un sistema político cuando se entiende que ninguna religión puede tener el carácter de estatal.
Esto no es nada extraño para el catolicismo porque es más que conocida la expresión de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios” y, aunque a lo largo de los siglos no siempre ha habido separación entre la Iglesia y el Estado o, mejor entre la Iglesia y lo mundano, hace ya muchos años que la situación cambió.
No quiere, por tanto, la Iglesia fundada por Cristo que el Estado siga sus principios o su doctrina; tampoco quiere, sin embargo, que el Estado o, mejor, los gobernantes del mismo, olviden que la religión no es algo superficial ni caprichoso ni, sobre todo, algo que se puede manipular a su antojo.
El Estado laico
Es de esperar que, en Occidente, una Constitución diga en su texto que la nación para la que se elabora no tiene religión alguna y que, por tanto, ninguna será la del Estado o, lo que es lo mismo, que ninguna creencia regirá el funcionamiento del mismo, de sus organizaciones y de las funciones que cumplen.
Es algo que, por lo demás, es la mejor forma de que no se vean mezcladas dos realidades que en sí mismas consideradas deben estar separadas: Iglesia y Estado.
Entonces, en tal caso, las organizaciones que constituyen la nación han de llevar a cabo una labor no distanciada de las distintas confesiones que en su territorio pueden coexistir sino, muy al contrario, teniéndolas todas en cuenta, actuar con respeto hacia ellas.
¿En qué se basa el necesario respeto?
Sencillamente, debido a que si bien para el Estado, como organización, se haya decidido el alejamiento de confesión religiosa alguna, las personas que conforman la nación sí creen (una gran mayoría así lo manifiesta) y, por tanto, los sujetos activos que constituyen la nación merecen la correspondiente consideración de quienes, al fin y al cabo, no son, sino, los gestores del convivir de la nación.
Por tanto, tal situación es la ideal y la que debe cumplirse para que, en realidad, podamos considerar que un Estado, pongamos el español, tiene una actitud en el que la laicidad juega un papel importante en el desarrollo económico, político y social de aquel.
El Estado laicista
Pero hay algo más avieso y torcido, una forma de comportarse que determina que se han violado los principios arriba citados: cuando la laicidad deviene laicismo. Y, aún peor, cuando la actitud gravemente laicista de sus gobernantes tiene el claro objetivo de menospreciar a una religión en concreto que, no obstante, es la que dice seguir la gran mayoría de la población.
Bien sabemos, en tal aspecto, que España es una de las naciones en las que religión católica tuvo, ha tenido y tiene una acogida, implantación y desarrollo más arraigado y en la que, no sin alguna que otra dificultad de siglos (por la invasión musulmana) se ha mostrado la fortaleza de la fe en Dios.
Extrañaría, por tanto, que algún gobernante se manifestase en contra o muy en contra de la Iglesia católica. Pero, más que nada porque sería atacar, directamente, a la población (en amplia mayoría) que entiende que aquella es importante para sus vidas y que no se trata, exclusivamente, del seguimiento de unos ritos o la percepción de unos sacramentos lo que les guía sino que es una forma de comportarse, de entender la vida.
Sin embargo, no otra cosa ha pasado cuando, en nuestra patria, del principio de laicidad se ha pasado al comportamiento laicista sin solución de continuidad.
¿Qué ha pasado o, mejor, qué está pasando al respecto?
Tan sólo con echar una mirada a nuestro alrededor y, también, teniendo algo de visión (no demasiado profética) de lo que se nos viene encima, respondemos con facilidad a tal pregunta.
Así, paso a paso se están socavando los principios sociales sobre los que se asienta España. Se lleva a cabo, además, a conciencia de lo que se hace porque eso es lo que parece y lo que se quiere.
Se implantó, en el ámbito familiar, el divorcio llamado exprés porque supone una forma rápida de que determinada situación en la que pueda existir una desavenencia, se termine. Sin más problemas... adiós a tal familia.
Se implantó el imposible “matrimonio homosexual”, contrario, en su propio sentido a lo que dice la constitución española.
Se ha facilitado la investigación con células madre embrionarias con fines según los cuales los embriones (seres humanos ya no sólo en potencia sino en acto por ser seres diferenciados unos de otros) se convierten en “medios” y no en un fin en sí mismo.
Se ha implantado una asignatura adoctrinadora, llamada Educación para la Ciudadanía, en pos de la destrucción de la moral social y la adaptación al pensamiento al que lo es socialista. Y todo para “compensar”, de mala manera y mala forma, la existencia de la asignatura de Religión católica a la que, además, se zahiere ninguneándola frente a las demás, que lo son, materias escolares.
Se tiene previsto, a punto ya, de que el aborto sea, en realidad, una barra libre para matar a seres humanos indefensos.
Se tiene previsto, y no tardará, la modificación de la Ley de Libertad Religiosa con la malsana intención de posibilitar que todo valga para que, así, no valga nada.
Y todo lo aquí, apenas, traído, lo es, exclusivamente porque se quiere hacer una labor de ingeniería social y se tiene la intención de dar al traste con una sociedad de raíz religiosa y, aquí, católica, que no se limita, como pretenden hacer ver, al espacio de tiempo que, tras la Guerra Civil, ejerció el gobierno el General Franco sino que, como es sabido por todos, tiene, tras de sí, 2000 años de tradición y fe.
Sin embargo, no todo está perdido porque esto también tiene solución: que el Estado, cumpla con su deber de respeto a la religión católica y deje de legislar en contra de su doctrina (socialmente admitida) y se comporte no como uno que lo es laicista sino, mejor, como uno en el que el principio de laicidad sea, en verdad, lo que debe ser: respeto, sin desprecio, hacia la religión.