viernes, 30 de mayo de 2008

Sobre el poder

Por Luis Sánchez Movellán de la Riva, Doctor en Derecho y profesor de la universidad CEU-San Pablo, en análisis digital

Poder es la capacidad de actuar para causar efectos que alteren la realidad. Una sociedad tiene poder si tiene la capacidad de explayarse en el medio natural, dominarlo y trazar en él sus fines. Poder es dominación sobre el mundo que nos rodea, natural y social, para alcanzar lo deseado. La sociedad no puede entenderse sin la presencia del poder.

El primer filósofo de la política en la época moderna, Thomas Hobbes, comprendió cuál es el móvil que nos impulsa en la vida: es el deseo. Si la pulsión originaria de la que todas las demás se derivan es el deseo, su faceta negativa es el temor a la muerte. Deseo de vida y temor a la muerte es el principio originario, el más simple, de todas las acciones humanas. De allí el afán de poder. Poder para asegurar la preservación de la vida, poder para protegernos de la muerte. Existe –nos dice Hobbes en su Leviatán- “una inclinación de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder que sólo cesa con la muerte”.

Lo que escapa al afán de poder son las acciones contrarias a su búsqueda. Una ciudad bien ordenada sería la que pudiera prescindir del deseo de poder. Si estuviera gobernada por hombres de bien –advierte Sócrates en La República de Platón- “maniobrarían para escapar del poder como ahora se maniobra para alcanzarlo”.

Frente al afán universal de poder sólo hay una alternativa: la búsqueda del no-poder. La actitud de un hombre que estuviera liberado de la pasión de poder de que hablaba Hobbes, sería justamente esa persona que pretendería maniobrar, no para alcanzar poder sino para escapar de él.

El contrario del hombre ansioso de poder no es pues el impotente, no es el que carece de poder, según Sócrates, sino el que se rehúsa a hacer de la voluntad de poder su fin. Buscar la vida no marcada por el poder, sino libre de toda voluntad de poder: ése es el fin que, en contradicción con la tesis que Sócrates atribuye a Trasímaco, constituiría la vida del hombre de bien. El hombre de bien no es esclavo del afán de poder que mueve a los demás hombres, está movido “por escapar al poder”. El enunciado de Hobbes se ha invertido.

Escapar del poder no equivale a aceptar la impotencia sino no dejarse dominar por las múltiples maniobras del poder para prevalecer; es resistirlo. Al poder opone entonces un contrapoder. Podemos llamar “contrapoder” a toda fuerza de resistencia frente a la dominación. El contrapoder se manifiesta en todo comportamiento que se defiende y resiste al poder.

La oposición ante el poder puede ayudar a explicar la dinámica de cualquier sociedad. El contrapoder puede ejercerse en muchas formas. Puede ser una resistencia pasiva: grupos de la sociedad dejan de participar, se mantienen al margen, no colaboran en acciones comunes. Frente a los poderes, prefieren ausentarse, como una forma de resguardo y defensa tácita. La resistencia al poder puede revestir varios grados y pasar por distintas actitudes sociales, políticas, ideológicas o culturales. Lo mismo sucede con las formas variables de la sumisión a la dominación.

La dinámica contra el poder se muestra en comportamientos comunes que no obedecen a un mismo fin general ni tienen una única traza. En la dinámica de muchas luchas y de variadas formas de resistencia se va formando una corriente variada que alimente un contrapoder. La resistencia contra el poder no puede atribuirse a un solo sujeto ni presenta el mismo carácter en todos los casos. Sólo por abstracción podríamos imaginarla como una fuerza múltiple que tiene una dirección común. Aunque está formada por innumerables acciones concretas, podríamos conjugarlas bajo un mismo concepto en la persecución de un fin común. Ese fin común sería la abolición de la dominación.

Liberarse del mundo donde priva la injusticia no equivale a postular el mundo injusto del que habla Trasímaco frente a Sócrates, sino a elegir la posibilidad de actuar para escapar de esa realidad injusta. Se trata de iniciar el impulso para depurarse de un mundo donde rige la injusticia. Por eso Sócrates no expresa esa idea como “buscar la justicia”, sino como “escapar del poder injusto”.

jueves, 29 de mayo de 2008

Vaya Mandamientos (laicistas)

Por Fernando Sebastián Aguilar, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela, en su blog, el 20 de mayo de 2008

No debemos obsesionarnos con el asunto del laicismo. Pero sí conviene estar alerta. Porque la ofensiva sigue. Y no podemos dar un paso atrás.

El periódico Público, muy cercano al PSOE, ha confeccionado y puesto en el candelero lo que llama los 10 mandamientos del laicismo. En realidad son una barrera para excluir al cristianismo de todo lo que sea vida social. Los resumo.

1. Educarás en igualdad. Se entiende, en la igualdad impuesta del laicismo , sin ninguna referencia a Dios ni a religión alguna, ni siquiera a la trascendencia del ser humano.
2. No sermonearás fuera del púlpito. Que quiere decir, las manifestaciones religiosas sólo se pueden tolerar dentro de las Iglesias. Hay que eliminar la enseñanza de la religión en las escuelas.
3. No impondrás tus símbolos al Estado. Los actos oficiales tienen que ser estrictamente laicos. Excluyen los funerales de Estado y hasta las bodas católicas de la familia real.
4. No mezclar lo terreno con lo celestial. Ni himnos ni banderas ni autoridades en las ceremonias religiosas, ni signos religiosos en nada oficial.
5. No acaparar las fiestas del calendario. Pretenden quitar fiestas religiosas y hacer festivas las conmemoraciones civiles.
6. No invadir las instituciones públicas. Fuera los capellanes de hospitales, los castrenses, la existencia del Arzobispado Castrense.
7. No apropiarse del patrimonio. Que la Iglesia reconozca la propiedad pública de Catedrales, Museos, Monasterios.
8. Facilitar la apostasía. No necesita explicación.
9. No aparecer en los medios públicos. Hay que eliminar los programas religiosos en los medios de comunicación estatales.
10. Ni un duro para la Iglesia. Ni siquiera es aceptable el sistema de poner la cruz en la declaración de la renta.

O sea, la Iglesia, los católicos, la religión cristiana no merece la consideración ni la ayuda que merecen el deporte, o el cine, o los concursos de belleza. Solo les falta pedir que nos pongan una multa por ser católicos.

Contra estas agresiones del laicismo, nosotros afirmamos tres puntos difícilmente cuestionables.

* Primero. Los ciudadanos tenemos perfecto derecho a vivir y actuar religiosamente en todos los ámbitos de nuestra vida, personal, familiar y social, según nuestra conciencia y a medida de nuestros deseos. Ninguna autoridad humana nos lo puede prohibir justamente.
* Segundo. La autoridad civil, cuya razón de ser es el servicio de la sociedad, está obligada a proteger y favorecer la libertad de los ciudadanos, también en el ejercicio de su vida religiosa y moral tal como de acuerdo con su conciencia decidan hacerlo.
* Tercero. Los ciudadanos católicos, como los demás, tenemos pleno derecho a intervenir en la vida pública en cuanto tales y tenemos el deber y el derecho de aportar al patrimonio común los bienes culturales y sociales que provienen de nuestra experiencia religiosa.

Detrás de las pretensiones laicistas hay una concepción totalitaria del Estado. Según esta mentalidad, el Estado es una especie de Ser Supremo que viene sobre nosotros y nos dicta cómo tenemos que vivir. Pero la realidad no es así. En el ordenamiento de la vida social, primero es la persona, como concreto real existente, y con la persona, la familia, en la que nacemos, crecemos y vivimos. Después viene la sociedad, cada vez más amplia, más abierta y más universal.

Desde dentro de la sociedad y de la sociabilidad humana nace la organización —el Estado—, que los ciudadanos nos damos para facilitar la convivencia y fomentar el bien de todos en libertad y justicia. Es el Estado el que tiene que ajustarse al ser de la sociedad a la que tiene que servir, y no al revés. Esto es la esencia de la democracia. Y lo contrario es dictadura y totalitarismo.

En el caso de la religión, el Estado lo único que tiene que hacer, que no es poco, es proteger la libertad de los ciudadanos para que cada uno pueda ejercitar y manifestar libremente su propia religión, según su propia conciencia, sin molestar ni atentar contra la libertad ni los legítimos derechos de nadie. De manera que la recta laicidad, lo mismo que la no confesionalidad, consiste en que el Estado proteja la libertad religiosa de la sociedad y de los ciudadanos para practicar la religión que quieran, sin beligerar en cuestiones religiosas que quedan fuera de su competencia.

Si los católicos españoles queremos seguir siendo libres y responsables, tendremos que comenzar a tomar en serio estas cuestiones. No es un asunto de los Obispos, sino que es algo que concierne directamente a toda la sociedad y a todos los ciudadanos. Lo que está en juego no son los privilegios de los curas, sino la libertad de los ciudadanos españoles para vivir libremente según su conciencia. En el fondo está la gran cuestión de si es el gobierno el que tiene que estar al servicio de los ciudadanos tal como son y como quieren ser, o bien son los ciudadanos los que tienen que someterse a los gustos y preferencias de los gobernantes.

El Estado es laico no para suprimir la religión, sino para facilitar el que los ciudadanos puedan ser religiosos o no según su conciencia y puedan profesar tranquilamente la religión que mejor les parezca, con todas las consecuencias, privadas y públicas. Llega la hora de que los españoles seamos de verdad ciudadanos y tomemos la determinación de ser los protagonistas de nuestra vida, exigiendo a los políticos y a la política que actúen realmente al servicio de la sociedad, sin dirigismos y sin excederse en sus competencias ni en sus atribuciones. ¿Queremos vivir en una sociedad de hombres libres que orientan su vida según su conciencia, o queremos vivir en una sociedad dominada y dirigida dedicándonos simplemente a vivir como nos digan? Esta es la cuestión.

lunes, 26 de mayo de 2008

Test: ¿es usted un ateo fundamentalista?

Obtenido en Forum Libertas

Compruébelo contrastando su pensamiento con estos 25 puntos...
Existen los ateos razonables, dialogantes, abiertos, respetuosos y cordiales.
Y existe otro tipo de personas: los ateos fundamentalistas.
¿Cómo saber si es usted un ateo fundamentalista? Repasando el siguiente -y divertido- test.

Puede que usted sea un ateo fundamentalista si:

1 - Usted piensa que si un cristiano no responde a sus argumentos, es porque le asustan y no sabe contestarlos; pero si el cristiano responde a sus argumentos es porque “se siente amenazado” por ellos

2 - Usted piensa que los misioneros que dejan su comodidad para ayudar a los hambrientos, empobrecidos y perseguidos del Tercer Mundo son “corruptores con dogmas religiosos occidentales de antiguas culturas tribales”; usted piensa esto mientras está sentado en casa quejándose del precio del Kentucky Fried Chicken.

3- Usted piensa que cualquier cristiano que afirme haber sido antiguamente ateo está mintiendo o “nunca fue un verdadero ateo”

4 - Usted afirma que los crímenes y caídas de algunos cristianos que actúan de forma inconsistente con las enseñanzas de Cristo descalifican al completo edificio del Cristianismo, mientras que los crímenes y fallos de algunos ateos (que actuaron consecuentemente con el hecho de que el ateismo no ofrece una base para una moralidad objetiva) no deben tenerse en cuenta contra la filosofía del ateísmo.

5 - Usted afirma que no existen categorías absolutas de bien y mal, que toda moral es meramente personal, una construcción social o evolucionada; a continuación pasa usted a describir el cristianismo y a los cristianos como absolutamente inmorales, repugnantes, malvados y un peligro para la humanidad. Usted no nota ni por un segundo la hipocresía ni monumental falta de lógica de su postura.

6 - Usted echa en cara a todos los cristianos cualquier noticia estrambótica sobre cristianos que circule este mes por la prensa, mientras vive con el engaño de que no existen “frikis” ateos por ahí.

7- Usted SABE que la religión causa violencia y se lo repite a todo el mundo, esperando salvar la humanidad; por supuesto, piensa que la violencia en TV no afecta para nada a la violencia en el mundo.

8 - Para mejorar su factor fundamentalista usted ha decidido no estudiar ciencias sociales. Usted está seguro que los sociólogos son fundamentalistas cristianos camuflados, intentando potenciar una visión religiosa del mundo.

9- Usted piensa que tomarse la Biblia en serio es la obsesión de una franja marginal de extremistas cristianos de ultraderecha que no representan la visión de la Iglesia histórica ni del “cristianismo” liberal, ilustrado, escéptico, que según usted es el que llena las iglesias. Curiosamente, estos “cristianos verdaderos”, políticamente correctos, serían los que piensan lo mismo que usted.

10 - Usted asegura que las teorías de ciertos académicos liberales son verdades absolutas, pero se niega a debatir esos datos con cualquiera que esté igual o mejor documentado que usted.

11- Usted se enfurece cuando algún cristiano le sugiere que usted va a ir a un sitio que no cree usted que exista.

12- Usted está convencido de que la gente sólo cree en Dios por miedo al infierno... a pesar de que si no hay Dios, probablemente tampoco hay infierno.

13- Usted siempre critica que los cristianos pidan apoyo financiero, pero no ve problemas en que los “misioneros del ateísmo” o del laicismo radical hagan lo mismo.

14 - Para usted, la “declaración de propósitos” de una web cristiana demuestra prejuicios ideológicos tan fuertes que invalidan toda la documentación y argumentación de la web; en cambio, la “declaración de propósitos” de una web atea glorificando el materialismo, naturalismo o el racionalismo exclusivista le parece neutra y aceptable.

15- Cuando un grupo de académicos de la Universidad de Sydney, Australia, incluyendo un historiador, firman un documento diciendo que “Jesucristo es una de las grandes figuras de la historia” y que su reclamación de ser Hijo de Dios “se sostiene bajo un escrutinio de cerca”, usted se enfada porque es un abuso de su posición académica. Pero si el misionero ateo Richard Dawkins usa su cargo como profesor de Oxford para pontificar sobre ateísmo, religión y asuntos filosóficos ajenos a su campo (comportamiento animal) , eso le parece un uso responsable de la libertad académica.

16 - Usted piensa que los cristianos son estrechos de miras por creer sólo en una religión, en un Dios o una verdad. En cambio, los ateos son de mente muy abierta porque no creen absolutamente en ninguna.

17 - Usted piensa que el cristianismo le discrimina, porque para pertenecer a esa religión se le pide ser miembro de su religión.

18 - Los cristianos que entran en foros y chats ateos vienen “a meternos su religión por la garganta”, mientras que los ateos que van a foros cristianos van “sólo por educar”.

19 - Piensa usted que una prueba magnífica contra Dios es preguntarle por qué Él no acaba con tantas cosas horribles (violaciones, guerras, catástrofes...) pero usted evita preguntarse por qué Dios permite las maldades o pecados que usted causa, ya que, después de todo, ¡usted no cree en Dios!

20 - Está usted enfadado con el libro del doctor Paul Vitz “La fe de los sin padre: psicología del ateísmo”, porque un académico de la psicología ha relacionado el ateísmo con una condición psicológica. Pero a usted no le molesta decir a los creyentes que son el producto de un lavado de cerebro, condicionamiento psicológico y “pensamiento deseado” (wishful thinking).

21 - Usted cree que la teoría de Freud de que todas las experiencias religiosas son autoengaños es la más revolucionaria y verdadera de todos los tiempos. Pero cuando le recuerdan que Freud abusaba de la cocaína insiste usted en que “no se puede demostrar”.

22 - Usted está convencido de que todos los cristianos son idiotas. Cuando usted encuentra un extraño caso de cristiano que es evidentemente inteligente, usted deduce que los idiotas le engañaron para que creyera.

23 - Usted piensa que las palabras “cristiano” y “mentalmente sano” se excluyen mutuamente.

24 - Usted está satisfecho de carecer de todo prejuicio, no como el típico cristiano sociópata.

25 - Usted dice que los satanistas son cristianos, “porque adoran a un dios cristiano, ¿no?”
Si usted piensa estas cosas, probablemente es usted un ateo fundamentalista.
Basado en un divertido listado en inglés en http://www.tektonics.org/parody/fundyath.html , hemos eliminado algunos puntos muy ligados a la cultura norteamericana y retocado un poco la redacción para facilitar la lectura del lector hispano.

martes, 20 de mayo de 2008

Ideologización

Por Jaime Rodríguez-Arana, Catedrático de derecho administrativo , en Análisis Digital, hoy 20 de mayo de 2008

El panorama intelectual en el viejo continente, en unos países más que otros, aparece hoy dominado por el llamado pensamiento ideologizado, por el pensamiento bipolar más o menos cainita o maniqueo según los casos y las cuestiones.

Que esto sea así no es sino la consecuencia del progresivo proceso de desmantelamiento de los valores fuertes de la democracia y de la entronización de un nuevo pensamiento único que, es lo más paradójico, ha encontrado el terreno abonado por una izquierda sin referentes morales entregada al más radical individualismo insolidario y a los más capitalistas hábitos burgueses.

Desgraciadamente, como consecuencia de la llegada del carril único, los que se atreven a expresar sus puntos de vista son condenados de inmediato, previa campaña de linchamiento cuando no de descalificación global, a las tinieblas exteriores del paraíso de lo único, de lo uniforme, en el que habita la tecnoestructura que nos domina . El escenario es bien sencillo: a través de campañas perfectamente orquestadas en la opinión pública, que no siempre defiende la libertad de expresión y de pensamiento, se inicia un proceso de culpabilización, de criminalización del sentido común, de lo normal. Luego, a través del ejercicio alternativo de la compasión se construye una idea de la igualdad instrumental al servicio de determinados objetivos a la que se da carácter absoluto. Quien no comulgue con tales afirmaciones, fuera, fuera del escenario democrático. Es la desnaturalización de la democracia, el imperio de la tiranía de la mayoría que en su día denunciaron Tocqueville o Stuart-Mill. No sólo no se respeta la opinión contraria, sino que se demoniza, incluso se llega a tachar de comportamiento enfermizo a quien ose desafiar el pensamiento dominante.

El pensamiento ideologizado nada quiere saber de ciencia ni de nada que no sea dividir a los mortales entre los que están a favor o en contra. Por supuesto, los que están en contra, de persistir en sus puntos de vista puede ser que se prevean privados de su derechos ciudadanos por atreverse a atentar contra el sacrosanto dogma de la imposición nueva y decente verdad revelada por el nuevo Estado confesional laico.

Si hace falta destruir conceptos, instituciones o realidades construidos siglos atrás y que conforman la esencia de la tradición liberal y democrática, no pasa nada porque el poder bien justifica lo injustificable. Si Maquiavelo levantara la cabeza se quedaría sorprendido de la cantidad de discípulos que tiene en el presente. Y no digamos si Hobbes saliera de la tumba, seguramente disfrutaría contemplando tantos dirigentes obesionados con flotar y con mantenerse como sea en el poder, sea económico, partidario o institucional, aunque sea a través de la fuerza.

La ideologización, el monolitismo y la unilateralidad que hoy sirven de púlpito para la prédica de los nuevos sacerdotes del Estado confesional laico deben dejar paso, otra vez, a la libertad y a la pluralidad. El camino será largo porque los destrozos son inmensos y, como se sabe, es más fácil destruir que construir. El camino será largo, sobre todo, porque el grado de confusión es grande y porque tanto consumismo, tanto hedonismo y tanta penalización del pensamiento libre causa estragos.

A pesar de todo, la causa de la libertad siempre triunfa aunque entrañe esfuerzo, tesón y sufrimiento. Hoy hay que resistir con paciencia los embates de tanto desmán y tanta arbitrariedad disfrazada de democracia. Llegará un momento en el que se caerá todo este artificial entramado que no es más que la versión más elitista y antisocial del deseo de unos pocos por mantener y acrecentar el poder, la riqueza y la posición, cuándo no de pretender que todos aplaudamos la conversión de la racionalidad y la normalidad en esta gran farsa en que hoy se está convirtiendo el solar del viejo continente.

Al final, sin embargo, como siempre ha acontecido, antes o después, pronto o tarde, la libertad termina por derribar este autoritarismo soft en que se están convirtiendo algunos de los sistemas políticos de nuestro entorno.

sábado, 17 de mayo de 2008

La resistencia a la información.

Por Jean François-Revel, Filósofo, escritor, periodista y miembro de la Academia francesa.

Fuente: wwwConoZe.com, 5.5.2008.

La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. La civilización del siglo XX se ha basado, más que ninguna otra antes de ella, en la información, la enseñanza, la ciencia, la cultura; en una palabra, en el conocimiento, así como en el sistema de gobierno que, por vocación, da acceso a todos: la democracia. Sin duda, igual que la democracia, la libertad de información está en la práctica repartida de manera muy desigual en el planeta. Y hay pocos países en los que una y otra hayan atravesado el siglo sin interrupción, e incluso sin supresión durante varias generaciones. Pero, aunque incompleto y sincopado, el papel desempeñado por la información en los hombres que deciden los asuntos del mundo contemporáneo, y en las reacciones de los demás ante esos asuntos, es incontestablemente más importante, más constante y más general que en épocas anteriores. Los que actúan tienen mejores medios para saber sobre qué datos apoyar su acción, y los que experimentan esa acción están mucho mejor informados sobre lo que hacen los que actúan.

Es, pues, interesante investigar si esta preponderancia del conocimiento, su precisión y su riqueza, su difusión cada vez más amplia y más rápida, han aportado, como sería natural esperar, una gestión de la humanidad por sí misma más juiciosa que antaño. La cuestión importa aún más puesto que el perfeccionamiento acelerado de las técnicas de transmisión, y el aumento continuo del número de individuos que de ella se aprovecharán, harán aún más del siglo XXI la época en que la información constituirá el elemento central de la civilización.

En nuestro siglo se encuentran a la vez más conocimientos y más hombres que conocen esos conocimientos. En otras palabras, el conocimiento ha progresado, y aparentemente ha sido seguido en su progreso por la información, que es su diseminación entre el público. En primer lugar la enseñanza tiende a prolongarse cada vez más tiempo y a repetirse cada vez más a menudo en el curso de la vida; luego, las herramientas de comunicación de masas se multiplican y nos cubren de mensajes en un grado inconcebible antes de nosotros. Se trate de vulgarizar la noticia de un descubrimiento científico y de sus perspectivas técnicas, de anunciar un acontecimiento político o de publicar las cifras que permitan apreciar una situación económica, la máquina universal de informar se hace más y más igualitaria y generosa, de modo que anula la vieja discriminación entre la élite en el poder que sabía muy poco y el común de los gobernados que no sabía nada. Hoy, los dos saben o pueden saber mucho. La superioridad de nuestro siglo sobre los precedentes parece, pues, fundarse en que los dirigentes o responsables en todos los terrenos disponen de conocimientos más surtidos y más exactos para preparar sus decisiones, mientras que el público, por su parte, recibe con abundancia las informaciones que le sitúan en posición de juzgar lo acertado de esas decisiones. Una tan fastuosa convergencia de factores favorables ha debido, en buena lógica, engendrar ciertamente una sabiduría y un discernimiento sin parangón en el pasado y, por consiguiente, una mejora prodigiosa de la condición humana. ¿Es así?

Sería frívolo afirmarlo. Nuestro siglo es uno de los más sangrientos de la historia; se singulariza por la extensión de sus opresiones, de sus persecuciones, de sus exterminios. Es el siglo XX el que ha inventado, o cuando menos sistematizado, el genocidio, el campo de concentración, el aniquilamiento de pueblos enteros mediante la carestía organizada; el que ha concebido en teoría y realizado en la práctica los regímenes de avasallamiento más perfeccionados que hayan abrumado jamás a tan gran cantidad de seres humanos. Esta proeza parece desmentir la opinión según la cual nuestro tiempo habría sido el del triunfo de la democracia. Y, no obstante, lo ha sido, a pesar de todo, por una doble razón.

Termina, pese a tantos esfuerzos desplegados, con un mayor número de democracias, las cuales están en mejor estado de funcionamiento que en ningún otro momento de la historia. Además, incluso escarnecida, la democracia se ha impuesto a todos como valor teórico de referencia. Las únicas divergencias a su respecto se refieren a la manera de aplicarla, a la «falsa» y a la «verdadera» puesta en marcha del principio democrático.

Incluso si se denuncia la mentira de las tiranías que pretenden obrar en nombre de una pretendida democracia «auténtica», o en la espera de una democracia perfecta pero eternamente futura, debe reconocerse que la especie de los regímenes dictatoriales fundados en un rechace declarado, explícito, doctrinal del principio mismo de la democracia desapareció con el hundimiento del nazismo y del fascismo en 1945, y luego del franquismo en 1975. Las supervivencias son marginales. Por lo menos, como hemos visto, las tiranías más recientes se encuentran reducidas a justificarse en nombre de la misma moral que violan, reducidas a las acrobacias verbales que, a fuerza de monotonía en lo inverosímil, engañan cada día a menos gente. A fin de cuentas, el empleo de ese doble lenguaje no soslaya el problema de la eficacia de la información. Los dirigentes totalitarios disponen de la información a título profesional lo mismo que los dirigentes democráticos, incluso si se obstinan en negársela a sus súbditos, sin, por otra parte, conseguirlo por completo. Los fracasos económicos de los países comunistas, por ejemplo, no proceden de que sus jefes ignoren las causas. Por lo general, las conocen bastante bien y lo dejan entrever de vez en cuando. Pero no quieren o no pueden suprimirlas, por lo menos totalmente, y se limitan, lo más a menudo, a combatir los síntomas por miedo a poner en peligro un orden político y social más precioso a sus ojos que el éxito económico. Por lo menos en ese caso se comprende el motivo de la ineficacia de la información.

Puede que, a consecuencia de un cálculo por completo racional, se abstengan de utilizar lo que se conoce. Pues existen frecuentes circunstancias, tanto en la vida de las sociedades como en la de los individuos, en las que se debe evitar tener en cuenta una verdad que se conoce muy bien, porque redundaría contra el propio interés si se sacaran las consecuencias de la misma.

No obstante, la impotencia de la información para iluminar la acción, o, incluso, simplemente la convicción, sería una desgracia banal si no fuera consecuencia más que de la censura, de la hipocresía y de la mentira. Aún continuaría siendo comprensible si se añadieran a estas causas los mecanismos medianamente sinceros de la mala fe, tan bien descritos desde hace tiempo por tantos moralistas, novelistas, dramaturgos y psicólogos.

Sin embargo, podemos sorprendernos al comprobar la desacostumbrada amplitud alcanzada por esos mecanismos. Disponen de una verdadera industria de la comunicación. Con una severidad globalmente sumaria, pero corriente para con los profesionales de la comunicación, así como con los dirigentes políticos, el público tiende a considerar la mala fe casi como una segunda naturaleza en la mayoría de los individuos cuya misión es informar, dirigir, pensar, hablar.

¿Podría ser que la misma abundancia de conocimientos asequibles y de informaciones disponibles excitara el deseo de esconderlos más bien que de utilizarlos? ¿Podría ser que el acceso a la verdad desencadenara más resentimiento que satisfacción, la sensación de un peligro más que la de un poder? ¿Cómo explicar la escasez de información exacta en las sociedades libres, en las que han desaparecido en gran parte los obstáculos materiales para su difusión, de manera que los nombres pueden conocerla fácilmente si sienten curiosidad por ella o simplemente si no la rechazan? Sí, es por este interrogante como se llega a las orillas del gran misterio. Las sociedades abiertas, para utilizar el adjetivo de Henri Bergson y de Karl Popper, son a la vez la causa y el efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin embargo, los que recogen la información parecen tener como preocupación dominante el falsificarla, y los que la reciben la de eludirla. Se invoca sin cesar en esas sociedades un deber de informar y un derecho a la información. Pero los profesionales se muestran tan solícitos en traicionar ese deber como sus clientes tan desinteresados en gozar de ese derecho. En la adulación mutua de los interlocutores de la comedia de la información, productores y consumidores fingen respetarse cuando no hacen más que temerse despreciándose.

Sólo en las sociedades abiertas se puede observar y medir el auténtico celo de los hombres en decir la verdad y acogerla, puesto que su reinado no está obstaculizado por nadie más que por ellos mismos. Además, y esto no es lo menos intrigante, ¿cómo pueden actuar hasta tal punto contra su propio interés? Pues la democracia no puede vivir sin una cierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si esa verdad queda por debajo de un nivel mínimo. Este régimen, basado en la libre determinación de las grandes opciones por la mayoría, se condena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que efectúan tales opciones se pronuncian casi todos en la ignorancia de las realidades, la obcecación de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera. La información en la democracia es tan libre, tan sagrada, por haberse hecho cargo de la función de contrarrestar todo lo que oscurece el juicio de los ciudadanos, últimos decisores y jueces del interés general.

Pero ¿qué sucede si es la misma información la que se las ingenia para oscurecer el juicio de los jueces? Ahora bien, ¿acaso no se ve muy a menudo que los medios de comunicación que cultivan la exactitud, la competencia y la honradez constituyen la porción más restringida de la profesión, y su audiencia, el más reducido sector del público? ¿No se observa que los periódicos, emisiones, revistas o debates televisivos, las campañas de prensa que agitan las profundidades y originan los más poderosos oleajes, se caracterizan, salvo excepciones, por un contenido informativo cuya pobreza corre parejas con su falsedad? Incluso lo que se llama periodismo de investigación, presentado como ejemplo típico de valentía y de intransigencia, obedece en buena medida a móviles no siempre dictados por el culto desinteresado a la información, aunque ésta fuera auténtica. Frecuentemente se pone de relieve un dossier porque es susceptible, por ejemplo, de destruir a un hombre de Estado, y no por su importancia intrínseca; se deja de lado o se minimiza tal otro dossier, infinitamente más interesante para el interés general, pero desprovisto de utilidad personal o sectaria a corto plazo. Desde fuera, el lector distingue apenas, o en absoluto, la operación noble de la operación mezquina. Pero dígase lo que se quiera del periodismo (y más adelante diré mucho más), debemos guardarnos de incriminar a los periodistas. Si un número demasiado reducido de ellos, en efecto, sirve realmente al ideal teórico de su profesión es porque -repito- el público apenas los incita a ello; y es, pues, en el público, en cada uno de nosotros, donde hay que buscar la causa de la supremacía de los periodistas poco competentes o poco escrupulosos.

La oferta se explica por la demanda. Pero la demanda, en materia de información y de análisis, emana de nuestras convicciones. ¿Y cómo se forman éstas? Tomamos nuestras decisiones más importantes en medio de tales abismos de aproximación, de prevención y de pasión que luego, en un hecho nuevo, husmeamos y sopesamos menos su exactitud que su capacidad para acomodarse o no a un sistema de interpretación, a un sentimiento de comodidad moral o a una red de alianzas. Según las leyes que gobiernan a la mezcla de palabras, de apegos, de odios y de temores que llamamos opinión, un hecho no es real ni irreal: es deseable o indeseable. Es un cómplice o un conspirador, un aliado o un adversario, no un objeto digno de conocer. Esta prelación de la utilización posible sobre el saber demostrable, a veces la erigimos incluso en doctrina; la justificamos en su principio.

Que nuestras opiniones, aunque sean desinteresadas, proceden de influencias diversas, entre las cuales el conocimiento del sujeto figura demasiado a menudo en último lugar, detrás de las creencias, el ambiente cultural, el azar, las apariencias, las pasiones, los prejuicios, el deseo de ver cómo la realidad se amolda a nuestros prejuicios y la pereza de espíritu, no es nada nuevo, desde el tiempo en que Platón nos enseñó la diferencia entre la opinión y la ciencia. Tanto menos nuevo cuanto que el desarrollo de la ciencia desde Platón no cesa de acentuar la distinción entre lo verificable y lo inverificable, entre el pensamiento que se demuestra y el que no se demuestra. Pero comprobar que hoy vivimos en un mundo más modelado que antaño por las aplicaciones de la ciencia no equivale a afirmar que más seres humanos piensen de manera científica. La inmensa mayoría de nosotros utiliza las herramientas creadas por la ciencia, se cuida gracias a la ciencia, hace o no hace niños gracias a la ciencia, sin tomar parte, intelectualmente hablando, en el orden de las disciplinas de pensamiento que engendran los descubrimientos que disfrutamos. Por otra parte, incluso la ínfima minoría que practica estas disciplinas y accede a este orden adquiere sus convicciones no científicas de manera irracional. Sucede que el trabajo científico, por su naturaleza particular, conlleva e impone de manera predominante criterios imposibles de eludir de modo duradero.

De la misma manera que un corredor pedestre, por muy demente o estúpido que sea fuera del estadio, acepta en el momento de entrar en él la ley racional del cronómetro. De nada le serviría multiplicar, como el político o el artista, los anuncios y los carteles publicitarios, o convocar reuniones públicas para proclamar que él es campeón del mundo, que corre los cien metros en ocho segundos, cuando todos saben y pueden comprobar que nunca se los cronometran en menos de once. Obligado, por la misma ley de la pista, a la racionalidad, es muy capaz en el metro de emplear la escalera mecánica en sentido inverso. Un gran sabio puede forjarse sus opiniones políticas y morales de manera tan arbitraria y bajo el imperio de consideraciones tan insensatas como los hombres carentes de toda experiencia sobre el razonamiento científico.

No existe dentro de su persona una osmosis entre la actividad en que su disciplina le obliga a no afirmar nada sin pruebas y sus opiniones sobre las cosas de la vida y los asuntos corrientes, en que obedece a las mismas incitaciones que cualquier otro hombre. Puede, igual que éste, de manera idénticamente imprevisible, inclinarse por el buen sentido o por la extravagancia, y eludir la evidencia cuando ésta contradice sus creencias, sus preferencias o sus simpatías. Por consiguiente, vivir en una época modelada por la ciencia no nos hace a ninguno de nosotros más aptos para comportarnos de manera científica fuera de los ámbitos y de las condiciones donde reina inequívocamente la obligación de los procedimientos científicos.

El hombre, hoy, cuando tiene opción no es ni más ni menos racional ni honesto que en las épocas definidas como precientíficas. Incluso se puede afirmar, para volver a la paradoja ya evocada, que la incoherencia y la falta de honradez intelectual son tanto más alarmantes y graves en nuestros días precisamente porque tenemos ante nuestros ojos, en la ciencia, el modelo de lo que es un pensamiento riguroso. Pero el investigador científico no es, por naturaleza, más honrado que el hombre ignorante. Es alguien que se ha encerrado voluntariamente en unas reglas tales que le condenan, por así decirlo, a la honradez. Por temperamento un ignorante puede ser más honrado que un sabio. En las disciplinas que, por su mismo objeto, no presuponen una sujeción demostrativa total, que se imponga desde el exterior a la subjetividad del investigador, por ejemplo, las ciencias sociales y la historia, se ve fácilmente reinar la ligereza, la mala fe, la trituración ideológica de los hechos, las rivalidades de clan, que ocasionalmente se anteponen al puro amor de la verdad, que se pretende reverenciar.

Conviene recordar estas nociones elementales porque no se comprenderán nada las angustias de nuestra época, que se supone científica, si no se ve que por «comportamiento científico» no hay que entender exclusivamente el conjunto de diligencias propias de la investigación científica en un sentido estricto. Comportarse científicamente, en otras palabras, unir racionalidad y honradez, es no pronunciarse sobre una cuestión más que después de haber tomado en consideración todas las informaciones de que se puede disponer, sin eliminar deliberadamente ninguna, sin deformar ni expurgar ninguna, y después de haber sacado lo mejor que se sepa y de buena fe las conclusiones que parezcan autorizar. Nueve de cada diez veces la información no será suficientemente completa y su interpretación lo bastante indudable para conducir a una certeza. Pero si el juicio final tiene, pues, en raras ocasiones un carácter plenamente científico, en cambio la actitud que a él nos lleva puede tener siempre ese carácter.

La distinción platónica entre la opinión y la ciencia o, para traducirlo mejor (en mi opinión), entre el juicio conjetural (doxa) y el conocimiento cierto (episteme), proviene de la materia sobre la que se opina y no de la actitud del que opina. Se trate de simple opinión o de conocimiento cierto, en ambos casos Platón supone la lógica y la buena fe. La diferencia resulta de que el conocimiento cierto se refiere a objetos que se prestan a una demostración irrefutable, mientras que la opinión se mueve en esferas donde no podemos reunir más que un conjunto de probabilidades. Y, sin embargo, aún queda que la opinión, aunque simplemente plausible y desprovista de certeza absoluta, puede ser alcanzada o no de manera tan rigurosa como fuera posible, basándose en un honrado examen de todos los datos a que se tuviera acceso. La conjetura no es lo arbitrario. No requiere ni menos probidad, ni menos exactitud, ni menos erudición que la ciencia. Por el contrario, requiere tal vez más, en la medida en que la virtud de la prudencia constituye su principal parapeto. Pues el interés por la verdad, o por su aproximación menos imperfecta, la voluntad de utilizar de buena fe las informaciones a nuestro alcance, derivan de inclinaciones personales totalmente independientes del estado de la ciencia en el momento en que se vive. Según toda probabilidad, el porcentaje de seres humanos provistos de esas inclinaciones no debía, en las épocas precientíficas, ser inferior al de hoy.

O más bien quisiéramos saber si la existencia ante nuestros ojos de un modelo de conocimiento cierto determina entre nosotros la aparición de un mayor porcentaje de personas inclinadas a pensar de modo racional. Sin arriesgarnos a emitir hipótesis sobre ello, de momento sólo recordemos que de todos modos la mayor parte, con mucho, de las cuestiones sobre las cuales la humanidad contemporánea forma sus convicciones y toma sus decisiones corresponde al sector conjeturable y no al sector científico del pensamiento. Pero no por ello dejamos de gozar de una superioridad considerable sobre los hombres que vivieron antes que nosotros, pues en ese mismo sector conjeturable podemos explotar una riqueza de informaciones que les era desconocida. Incluso prescindiendo de la ventaja que constituye la ciencia, nuestras posibilidades son, por consiguiente, mayores que nunca, también en las otras esferas, de encontrar bastante a menudo lo que Platón llamaba la «opinión verdadera», es decir, la conjetura que, sin basarse en una demostración obligatoria, resulta ser exacta. Pero ¿aprovechamos estas posibilidades tanto como podríamos? De la respuesta a esta pregunta depende la supervivencia de nuestra civilización.

lunes, 12 de mayo de 2008

Los provocadores

Por José-Fernando Rey Ballesteros, escritor, en Análisis Digital

Estaba cantado: una vez obtenido el respaldo de las urnas, el PSOE aprovecharía el primer año de gobierno para avanzar en sus pretendidas “conquistas sociales” y dar más pasos hacia lo que ellos llaman “Estado laico”. Aún no conocemos los términos en que se pretende reformar la Ley de Libertad Religiosa, pero, a juzgar por las declaraciones de la Vicepresidenta del Gobierno, podemos esperar cualquier provocación.

Desmembrado, o en camino de desmembramiento, el Partido Popular, el único enemigo que le queda al PSOE es la Iglesia. Y, tal como andan las cosas en la derecha, el Gobierno sabe que ya nadie hablará en favor de la Iglesia si no es la Iglesia misma. Todo ello coincide con la época dorada de cualquier Gobierno, que es el primer año de mandato, durante el cual puede uno cometer cualquier tropelía confiando en que habrá quedado olvidada cuando llegue la siguiente campaña electoral. Sumen todavía un factor más, que tiene enorme importancia: la crisis económica que se nos viene encima necesita urgentemente una cortina de humo, un anestésico, un tema de conversación lo más ruidoso posible que amortigüe su eco en las primeras páginas de los periódicos y en las cabeceras de los informativos de radio y televisión. Si, como dijo ZP poco antes de las elecciones, “les viene bien que haya tensión”, hay un recurso que jamás les falla: meterle el dedo en el ojo a la Iglesia. Bien saben ellos que el toro eclesiástico entra a todos los trapos con ímpetus quizá dignos de mejor causa. Por de pronto, todas las páginas religiosas han llevado a primera plana la noticia de una reforma de la Ley de Libertad Religiosa cuyo contenido ni siquiera conocemos. Ha bastado que la Vice hiciera sonar el pasodoble del “Estado laico” para que el Mihura salga al centro del Ruedo. ¡Viva San Isidro!

Creo, de verdad, que no sabrían qué hacer sin nosotros. A Bush no le pueden meter el dedo en el ojo, porque de un bufido nos saca del ruedo. Con los tradicionales enemigos del socialismo, las grandes empresas y las multinacionales, no se atreven porque les deben hasta la camisa que llevan puesta. De sus clásicos fantasmas, sólo les queda la Iglesia. Y, desde luego, la Iglesia no les falla. Basta que pisen un poco fuerte el faldón de alguna sotana para que de las piedras salgan voces poniendo -nunca mejor dicho- el grito en el Cielo. El jaleo está montado, el clarinete sonando, y el Toro más manso del mundo bufando en la plaza. Como además, no puede cornear al torero porque está afeitado, este toro puede durar años. Disfruten de la corrida, señores, que es San Isidro, y ya hablaremos de la crisis económica cuando se calmen los ánimos. Nos guste o no, no se puede negar que ellos están jugando su juego, que lo están jugando con las mejores cartas de que disponen, y que -según su propia lógica- están haciendo lo que deben.

Ahora me pregunto si nosotros estamos haciendo lo que debemos. Nunca he estado seguro, y hoy lo estoy menos aún, de que debamos estar a la defensiva, de que debamos creer que el levantarnos contra un enemigo común nos une y nos refuerza en nuestra identidad de católicos. Para empezar, si abro el Evangelio voy a encontrar muy pocos apoyos para este movimiento de continua protesta. En tiempos de Nuestro Señor Jesucristo, el Pueblo Judío estaba bajo una bota mucho más cruel que los zapatos de tacón de nuestra Vice. Todavía no han ejecutado a cristianos, como hacía Poncio Pilato con los hebreos, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Los judíos hubieran deseado que el Rabbí de Nazareth hablase contra Roma, pero no lo consiguieron. A Jesús no parecía importarle demasiado la tiranía romana. Él parecía ir “a lo suyo”, a extender el Reino de Dios y a difundir su Palabra. Más adelante, los apóstoles sufrieron verdadera persecución y fueron asesinados cruelmente. Y, sin embargo, no leo en los Hechos de los Apóstoles que se manifestasen públicamente contra el Imperio; ni siquiera leo una sola palabra contra Nerón. Lo cierto es que, hasta el momento mismo de su muerte, no prestaron demasiada atención a sus perseguidores, si no fue, como San Pablo, para intentar acercarlos a Cristo. Al igual que Jesús, aquellos hombres iban “a lo suyo”: a hablar de Dios y a hacer el bien. Por eso jamás odiaron ni a Nerón ni a los judíos.

Ahora pienso en nosotros, y me pregunto por qué no hacemos lo mismo. Por qué prestamos tanta atención a las provocaciones, en lugar de prestarle atención a Dios y dejar que los muertos entierren a sus muertos. Tanto ustedes como yo saben que no pueden hacernos nada. No nos pueden impedir amar a Dios, no pueden hacer que dejemos de rezar, no pueden impedirnos educar a nuestros hijos como cristianos a pesar de todo, no pueden evitar que celebremos la Eucaristía aunque sea en un sótano... No pueden más que encarcelarnos o matarnos, y no llegarán a eso porque -hoy por hoy- quedaría feo. Pero, aunque llegasen... A nosotros el martirio nos hace más fuertes que nunca; la sangre de los mártires es semilla de cristianos. ¿Qué tememos? ¿Por qué no vamos a nuestra plaza, a la del testimonio cristiano, y dejamos a estos toreros plantados en la de la provocación sin un mal toro que echarse a la muleta? ¿Por qué arriesgarnos a odiarlos? ¡Amémosles, y dejémosles hacer el ridículo en paz!

jueves, 8 de mayo de 2008

El desafío del relativismo

Inquietante reflexión: ¿que opináis?

La hipercomunicación dominante ha hecho añicos toda idea de fuga

Por Francisco José Martín, hispanista, en La Gaceta, 8 de mayo de 2008

LA globalización ha convertido este minúsculo planeta en que vivimos en una red no reglada de interconexiones que todo lo envuelven, a todo llegan y donde ya nada puede vivir separado. Ser es ser en conexión. Ya no quedan islas desiertas a las que poder escapar, lugares remotos para alojar los sueños insatisfechos del progreso y de la vida moderna. La hipercomunicación dominante ha hecho añicos toda idea de fuga. Cualquier meta está de rebajas y adonde quiera que se vaya es posible encontrar un internet point con tarifa plana para poder reducir a vulgar cotidianeidad la experiencia de la otredad. Todo igual en todas partes, aunque todo parezca muy distinto. No nos engañemos: la pantalla del ordenador no lleva a ningún sitio, y, en fondo, lo que ofrece es siempre más de lo mismo.

La nueva perspectiva global brinda un panorama en el que los antiguos poderes aparecen marcados por el signo indeleble de la declinación. Los centros operativos que aún parecen imprimir el ritmo de las dinámicas mundiales son, en propiedad, residuos de un pasado en acelerado proceso de extinción. La Red, en efecto, no tiene centros privilegiados y su dominio, de consecuencia, se expresa precisamente como campo de fuerzas en el que todo punto puede ser un centro. El nuestro es ya un mundo descentrado, pues si todo es susceptible de poder convertirse en centro es como si nada pudiera serlo plenamente y por completo. Son, más bien, centros relativos, pues si bien todo centro vertebra un orden, lo cierto es que la Red no ordena los centros.

¿Cómo articular, pues, la multiplicidad de centros en el dominio global de la Red descentrada? ¿Cómo conjugar la pretensión de absoluto de cada centro con el radical descentramiento de la Red? El relativismo aparece así como el programa de mínimos de la globalización. En la metáfora del mundo que es la Red, ningún centro puede legítimamente pretender una validez absoluta, ni puede, de consecuencia, imponer a los demás formas de relación que no descansen sobre el mutuo reconocimiento del valor intrínseco de cada uno de los centros. Lo que aún no sea así son —insisto— restos de un pasado que se resiste a pasar la mano.

El relativismo es consecuencia del derrumbamiento del viejo orden del mundo, impotente frente al nuevo dominio de la Red, de la ausencia de criterios fuertes y normativos capaces de vincular todo a su destino con lógica de excluyente contraposición. Ya no se trata de pocos centros que se reparten el mundo en órbitas concéntricas y zonas de influencia, sino de un multiplicarse y proliferar de los centros de acción que hace imposible la geopolítica de antaño. Pero no es, desde luego, un orden en ruinas, como suele pintarse a veces con nostálgica conmiseración, o un desorden, sino, más bien, la afirmación de una multiplicidad de criterios que, desde una inherente validez relativa, buscan incidir en la conformación del mundo contemporáneo.

Instancias políticas y religiosas del Occidente opulento claman y levantan su voz contra la amenaza del relativismo. También fuera, aunque cambian el fondo y la forma. Inquieta que no haya absolutos, aunque ya no se los llame así, y que no se pueda recurrir a una idea de verdad universalmente reconocible, o, por lo menos, negociable. Parece, sin duda, ser un problema, y por doquier, de consecuencia, a izquierda y a derecha, se buscan soluciones. ¿Es, sin embargo, en verdad, una amenaza y un peligro?

Peligro y amenaza son categorías que acaso impidan ver la auténtica dimensión del relativismo. En propiedad, no le pertenecen, y son, en fondo, la forma en que el pasado organiza su resistencia. Restos, vestigios que se suman a nuestro miedo y a nuestra progresiva pérdida de privilegios. ¿Y si fuera, más bien, el relativismo un dato de hecho, algo con lo que necesariamente tenemos que contar porque pertenece ya a la estructura íntima de la Red, es decir, de la realidad efectiva de las cosas? ¿Y si fuera la forma propia de nuestro mundo, del real y de los posibles que en él se alojan? Se trataría entonces, más que de luchar a muerte en su contra, de hacerlo habitable y humano. De construir desde él el espacio de la socialidad. De fundar en él el desafío de una vida que se quiere mejor y más plena. Para todos. Relativamente a todos.

martes, 6 de mayo de 2008

Una ‘ilícita invasión’ del Gobierno

Por Justino Sinova, publicado en El Mundo, edición impresa, el 3 de mayo de 2008

La última sentencia judicial sobre la asignatura Educación para la Ciudadanía condena las medidas invasivas del Gobierno, su afán por imponer asuntos que no le competen, su maniobra de limitar, para ello, libertades y derechos individuales. El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha sentenciado que parte de esa asignatura inventada por el Gobierno Zapatero vulnera el principio de neutralidad ideológica a que están obligados los poderes públicos e invade de forma ilícita los campos de la moral, de la ética y del Derecho.

El Gobierno socialista ha realizado un acto contrario al espíritu democrático -al disponer una imposición que lesiona el valor del pluralismo-, de los más rechazables -al violentar el ámbito de la educación de los niños- y de los más dolorosos -al lesionar el derecho fundamental a las libertades ideológica y de enseñanza-.

Desde que el Gobierno diseñó la asignatura se advirtió el riesgo y surgieron razonables voces de alarma ante el intento de entrar con argumentos partidarios en el ámbito de la educación. Las sospechas se confirmaron cuando se conoció mejor el propósito gubernamental. Y se dispararon las alarmas cuando ese afán se plasmó en textos escolares, algunos de los cuales resultaron ser reflejo de ideologías tan antiguas como el totalitarismo (aquí dejamos alguna constancia de ello).
El que muchos padres denunciaran la invasión política y el que en diversos lugares de España empezaran a surgir objeciones formales a la asignatura eran reacciones lógicas de protesta, además de una sana resistencia contra la injusticia. Como se ha ido comprobando, Educación para la Ciudadanía es una asignatura ideológica concebida para formar a los niños en propuestas de la ideología gobernante, a la que se quiere instalar por esa incidencia coyuntural en ideología dominante.

Esta pretensión arbitraria es tenida en cuenta por el Tribunal Superior de Andalucía cuando argumenta que «la instrucción de los niños y jóvenes no puede estar orientada ideológicamente por el Estado». Esta afirmación es definitoria del problema: un Tribunal se ve en el deber de recordarle al Gobierno lo que es esencial en el sistema democrático y que está recogido en nuestra Constitución de 1978, o sea, el ya citado valor superior del pluralismo, además de la libertad ideológica consagrada en el artículo 16 y de la libertad de enseñanza del 27, en el que se subraya que la educación habrá de respetar «los derechos y libertades fundamentales».
Ante la pretensión asaltante del Gobierno hay que recordar el maltrato con que distingue a otra asignatura que los padres en su mayoría quieren para sus hijos, la de Religión, que desprecia al no hacerla computable para la calificación final del alumno. En este caso, el Gobierno se burla del 84,5% de los padres de alumnos de Infantil y Primaria que piden para sus hijos la Religión, en aplastante mayoría católica. Han leído bien, el 84,5 %, porcentaje que desciende en los niveles superiores -ESO y Bachillerato-, pero que en la media total queda en el 75,7%.

Tres cuartas partes de los alumnos piden la asignatura de Religión, pero el Gobierno la considera de segunda división para el currículo; al tiempo, impone la de Educación para la Ciudadanía, que hace obligatoria y computable a todos los efectos, o sea, un trágala. Ante tamaña coerción, se justifica la objeción que va extendiéndose por España. Los Gobiernos están para resolver los problemas de los ciudadanos, no para creárselos ni mucho menos para imponerles lo que deben pensar. Estamos aquí ante una batalla por la libertad que merece la pena, una batalla necesaria por uno de los bienes más preciados de la persona, al que no podemos ni debemos renunciar.