martes, 30 de diciembre de 2008

Año Nuevo

Pues esta vez no os voy a desear un feliz año nuevo; no, esta vez voy a desearos un año en que trabajemos mucho y bien para cambiar el mundo, nuestro mundo; un 2009 en que escribamos, estudiemos, actuemos y nos movamos por los sueños que alientan en el corazón y en la cabeza.

Si en 2009 somos lo que podemos ser y hacemos lo que podemos llegar a hacer, será entonces... un verdadero ¡FELIZ AÑO NUEVO!

lunes, 29 de diciembre de 2008

¿Se meten en política los obispos?

Por Juan Manuel de Prada, en ABC, hoy lunes 29 de diciembre de 2008

Hay quienes afirman misteriosamente que los obispos «se meten en política» por organizar una misa en la plaza de Colón, coincidiendo con la festividad de la Sagrada Familia. Pero celebrar misa y propagar el Evangelio es la misión primordial de la Iglesia de Cristo; el día en que los obispos estuviesen dispuestos a renunciar a esa misión sería cuando, por fin, podría decirse con propiedad que «se meten en política». La misión que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, pero comprende los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana. ¿Y qué hay más naturalmente humano que la institución familiar? La Iglesia nos recuerda en esta festividad que Cristo buscó cobijo en una familia. Como Dios que era, no habría requerido el concurso de una mujer que lo gestase en su vientre, no habría requerido tampoco la figura de un padre que velase su andadura terrenal; pero su asunción plena de la naturaleza humana lo impulsó a hacerlo. Desvinculado de un padre y una madre, Cristo no habría sido hombre pleno, sino hombre mutilado; esto es, hombre desnaturalizado.

Ahora los propagandistas de la mentira pretenden hacernos creer que la desnaturalización del hombre no es una mutilación; y que, por lo tanto, la transmisión de vida, valores y afectos que sólo se produce en el ámbito familiar es algo de lo que el hombre puede prescindir, o algo que se puede sustituir con sucedáneos. También el hombre mutilado puede sustituir el miembro que le ha sido amputado por una prótesis; mas no por ello deja de estar mutilado. Y hasta es posible que la prótesis le avive la conciencia de su mutilación.

La Iglesia no hace sino recordar al hombre que la familia es una institución natural a la que Dios comunica una gracia sobrenatural. Los propagandistas de la mentira disfrazan su odio a la naturaleza humana combatiendo esa gracia sobrenatural; pero ya se sabe que, cuando quitamos lo sobrenatural, no nos encontramos con lo natural, sino con lo antinatural. Los propagandistas de la mentira odian la naturaleza humana; y una de las formas más agresivas de demostrar ese odio consiste en perseguir lo que ellos llaman «familia tradicional», como si pudiera haber familia sin «tradición», esto es, sin transmisión de vida, afectos y valores. La «tradición» entabla vínculos entre generaciones; es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo; y la gran familia humana ha crecido sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después.

Los propagandistas de la mentira saben que, mientras esa cadena no se quiebre, mientras el hombre no esté desvinculado, no podrán imponer sus designios de ingeniería social. De ahí que odien tanto la institución familiar; de ahí que exalten y promocionen falsificaciones de esta institución: saben que, en lo más hondo de su corazón, los seres humanos sienten que no lo son en plenitud si no los cobija una familia, si ellos mismos no se vinculan con otros seres humanos formando otra familia; y, puesto que borrar ese anhelo hondamente natural es tarea ímproba, tratan de satisfacerlo mediante sucedáneos.

En los últimos tiempos hemos asistido en Occidente a una concienzuda destrucción de la familia, tejido celular de la sociedad humana que ningún sucedáneo puede reemplazar. Hoy contemplamos los efectos de esta devastadora acción: matrimonios deshechos a velocidad exprés; hogares desbaratados con el menor pretexto, o convertidos en un campo de Agramante donde triunfan las más execrables formas de violencia (porque cuando las personas se desnaturalizan dejan de mirar a quienes están a su lado como algo sagrado); hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra; abortos en cantidades industriales; nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Pero aún quedan familias que se resisten a esta ingeniería social desnaturalizadora; aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; aún hay fidelidad y perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya parecía pervertida. Y hay una Iglesia de Cristo dispuesta a seguir proclamando que existen unos principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, entre los que ocupa un lugar sustantivo, medular, la institución familiar. Frente a la intemperie desnaturalizada que nos proponen los propagandistas de la mentira, la Iglesia propone la familia natural como creadora de vínculos, como cobijo frente a violencias, desarraigos y desarreglos psíquicos, como transmisora de los bienes que garantizan la supervivencia social, empezando por el bien supremo de la vida.

¿A quién puede amenazar u ofender que la Iglesia predique el Evangelio de la familia? Sólo a quienes desean vernos mutilados; sólo a quienes anhelan una sociedad desvinculada, convertida en carne de ingeniería social. Decía Chesterton que necesitamos sacerdotes que nos recuerden que vamos a morir, pero también y sobre todo sacerdotes que nos recuerden que estamos vivos. Los obispos, al convocar esta misa en Colón, han demostrado ser curas de esta segunda especie. Lo cual, sin duda, tiene que resultar insoportable a los propagandistas de la mentira, que nos quieren desnaturalizados y fiambres; por eso dicen que los obispos «se meten en política».

viernes, 26 de diciembre de 2008

La guerra de los belenes

Por: Alejandro Llano Cifuentes, el 25 de diciembre de 2008.

Nos tenemos que dar cuenta de que, por más que se neutralice, la Navidad es una fiesta cristiana

No es una polémica de menor cuantía. Se están enfrentando en España dos concepciones radicalmente opuestas de la vida social, aunque la mayor parte de los afectados —todos nosotros— sean escasamente conscientes de lo que está pasando. Otros muchos prefieren la paz y el sosiego, no quieren en modo alguno caer en la crispación, y darían cualquier cosa antes de que se les tachara de pesimistas. Pero —se reconozca o no— el dilema es éste: o bien es el Estado el que establece desde su raíz los fundamentos de la convivencia y la educación, o bien son los ciudadanos —con sus libres convicciones éticas y religiosas— quienes protagonizan una dimensión prepolítica más radical que cualquier ideología impuesta por una tecnoestructura dominada por el poder político (aliado inevitablemente con la fuerza del dinero).

No son estos días entrañables de la Navidad los más apropiados, se pensará, para referirse a tensiones y enfrentamientos. Pero, aunque no se hable de una contienda, las agresiones y los padecimientos siguen ahí. Y lo que está presente estos días es una guerra de belenes. Menciono sólo esta batalla, porque la de los adornos luminosos por cuenta de ayuntamientos y comerciantes ya la han ganado los laicistas. Por ningún lado se ven estrellas en las calles, apenas campanitas, todo es celebración de un boato vacío, que atrae hacia la masiva adquisición de productos inútiles o indigestos. Hay quien se precia de haber columbrado el perfil de un nacimiento en el vano lateral derecho, según se baja, de la madrileña Puerta de Alcalá. Pero no se ha confirmado.

Según las noticias que nos van llegando, en las escuelas y colegios las familias parecen haber ganado la partida a direcciones escolares tan ilustradas que impiden colocar belenes, e incluso celebrar fiestas navideñas en las que participen padres, alumnos y profesores. Se dan cuenta de que, por más que se neutralice, la Navidad es una fiesta cristiana. Y una larga experiencia confirma que no hay modo humano de barrer de la faz de la tierra un legado bimilenario. Si se fueran a arrancar todas las raíces religiosas de nuestra cultura, muy poco quedaría. La ciencia, la historia, el lenguaje, el arte, las costumbres, casi todo en la vida social se encuentra penetrado por el cristianismo. Lo están, sobre todo, las mentes y corazones de millones de personas, a las que habría que suprimir para borrar sus más hondas vivencias; pero a eso no hemos llegado.

Este año tenemos la fortuna de que, en un profundo y brillante artículo publicado en El Mundo, el filósofo Eugenio Trías ha tenido el coraje de afirmar que la Navidad es un momento apropiado para hablar del don de la existencia, del sentido de la vida, y del destino que nos espera al final de la jornada. «La verdadera cuestión filosófica y teológica —afirma el pensador catalán— es la relativa a lo que sucede en y después de la muerte». Lo que nos va a decir el Niño recién nacido es que se ha abierto una inmensa puerta a la esperanza, que la muerte está vencida, que por la misericordia de Dios hemos sido salvados. Y es esta perspectiva trascendente la que renueva la sociedad humana y la creación entera. Si creemos que en Belén vino a la tierra el Hijo de Dios, entonces hemos recibido el gran regalo. Si, en cambio, se tratara de un cuento apropiado para una película de animación —poblada de niños y animalitos— lo que procedería es seguir concursando en la porfía de a ver quién hace el regalo más caro, ofrece la cena más sofisticada, y logra convertir la noche final del año en una grandiosa orgía.

Lo que está detrás de la guerra de los belenes es la discusión de cada uno consigo mismo acerca del significado de un Nacimiento acaecido en Belén hace dos mil años, bajo el signo de la pobreza y el abandono. Los cristianos deberíamos llevarnos la mano a la conciencia y pensar que quizá el olvido del Pesebre está en la base de los intentos políticos y económicos para sustituir este acontecimiento inaugural por utopías reductivamente humanas.

Decía Aristóteles que la política sería la actividad más alta si el hombre fuera lo más valioso que existe. Pero no lo es. De ahí que nuestros afanes por el logro del poder, la influencia y el dinero carezcan siempre de un interés definitivo. Afirmar hoy día que las formas de actividad más alta vienen dadas por la contemplación y el amor es algo que suena a música celestial. Sólo que eso —música celestial— fue lo que se escuchó aquella noche santa en la tierra natal de David, rompiendo la ignorancia humana y el silencio que todo lo envolvía. La gran esperanza que se anuncia en Belén constituye el definitivo fundamento de cualquier optimismo real. Quienes creen que la Navidad es un evento realmente actual son en cierto modo invulnerables. Ganan aunque parezca que pierden las guerras coyunturales que entre nosotros se libran, incluso la de los belenes.

viernes, 19 de diciembre de 2008

¿Qué mosca le ha picado al Gran Duque?

Rafael Navarro-Valls, en La Gaceta de las Negocios, el 16 de diciembre de 2008

Hay veces en que la “conciencia común de la sociedad”, aquélla que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico.

EL título no es mío: es de Le Monde. Me ha hecho gracia porque describe correctamente la sensación de perplejidad de algunos políticos profesionales en el microestado de Luxemburgo, ante la negativa de su Gran Duque de sancionar una determinada ley.

El 17 de junio de 1940, Charles De Gaulle abandonaba Francia apelando a su conciencia, que le impedía colaborar con el gobierno colaboracionista de Petain. Pocos políticos franceses entendieron inicialmente su acción, pero todos la admiraron. Siglos antes, Tomás Moro renunciaba a la Cancillería real y a su propia cabeza por una cuestión de conciencia: no podía jurar el texto de una ley de Enrique VIII. En aquel momento histórico la gran mayoría de políticos profesionales del establishment inglés no comprendieron su postura. Sólo la Historia realzó el gesto y su figura.

Dando un salto de siglos, y en rápida sucesión, dos jefes de Estado acaban de apelar de algún modo a su conciencia para oponerse a la promulgación de leyes que, además, entienden no beneficiosas para el contexto social de sus países. Me refiero al presidente socialista uruguayo, Tabaré Vázquez y al aludido Gran Duque, Enrique de Luxemburgo. En ambos casos se trata de normas legales aprobadas por escasa mayoría.

En el primer supuesto, nos encontramos ante una ley que permitiría abortar en Uruguay durante las doce primeras semanas de gestación. Dicha ley fue aprobada en el Senado por una mínima diferencia.

En la Cámara de Diputados, la ley obtuvo 49 votos a favor, 48 en contra y dos abstenciones. Días después, con el poder que le otorga la Constitución, el presidente Vázquez, médico oncólogo, vetó la ley.

El proyecto de ley que despenaliza en Luxemburgo la eutanasia bajo determinadas condiciones, pendiente de una segunda lectura dentro de unos días, fue aprobado con una ajustada mayoría de 30 votos contra 26. Al acercarse el momento de la votación definitiva del proyecto, el Gran Duque Enrique de Luxemburgo ha comunicado a los líderes parlamentarios que no sancionará la ley porque ello violaría su conciencia.

Estas actuaciones se producen cuando todavía resuenan en Europa las razones que movieron a Balduino de Bélgica, en marzo de 1990, a negarse a sancionar la ley de aborto aprobada por el Parlamento: “Sé que corro el peligro de no ser comprendido por una parte de mi pueblo, pero éste es el único camino que puedo seguir según mi conciencia”. Ante esta firme actitud, el Gobierno belga, acogiéndose al juego combinado de los artículos 82 (concerniente a la imposibilidad del rey para gobernar) y 79 de la Constitución ( transferencia del poder en ese caso al Consejo de Ministros), anunció que el monarca se encontraba “en incapacidad temporal para gobernar”. Promulgada la ley con la sola autoridad del Gobierno, el Parlamento devolvió a Balduino, sin ningún voto en contra, sus atribuciones constitucionales. Cuatro años después (julio de 1994), el presidente de Polonia, Lech Walesa, comunicó al Parlamento que no firmaría la ley que extendía la despenalización del aborto a las llamadas “causas sociales”. Advirtió, además, que dimitiría de su cargo si la ley entraba en vigor. No fue necesaria la dimisión, ya que en el Parlamento polaco los votos favorables a la ley no obtuvieron el quórum necesario para levantar el veto presidencial.

Volviendo al Gran Duque, ¿qué mosca le ha picado, y con él a los restantes aludidos? Para explicar el problema, conviene partir del dato experimentable de que en política, como en la vida, abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia. Al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones. Junto a ellas, existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por la segunda. Quiero decir, que hay veces en que la “conciencia común de la sociedad”, aquella que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico. Con dolor y sin soberbia, el desenlace del drama es una sencilla afirmación: “No puedo hacerlo contra mi conciencia”. Es la confirmación de que "la historia se escribe no sólo con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales”. Desde luego, hay supuestos de complejas y delicadas situaciones constitucionales en las que la conciencia puede decir más bien poco. Sin embargo, los casos que acabo de describir, por encima de legítimas polémicas jurídicas, refuerzan la valoración de las objeciones de conciencia como uno de los nuevos derechos de libertad emanados de la evolución de la conciencia social.

Algunos se ponen tensos ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un “apocalipsis jurídico”. En realidad, el Derecho es tan flexible que suele adaptarse sabiamente a las necesidades sociales sin grandes terremotos sociales. Un sistema jurídico maduro como los buenos juristas saben tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Bélgica supo encontrar la fórmula para mantener la ley de aborto y reponer a Balduino en su trono. Polonia evitó una crisis constitucional aplicando mecanismos jurídicos y Luxemburgo busca con sutiles fórmulas defender la conciencia de Enrique y promulgar la ley, si se aprueba en segunda lectura. Incluso en la hipótesis de que un concreto precepto legal provocara una oposición masiva de ciudadanos en ejercicio de su libertad de conciencia, el legislador habría de reflexionar, más allá de la objeción de conciencia, sobre la justicia misma de una ley que desencadena un rechazo social de amplias proporciones.

Acaba de conmemorarse el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Desde diciembre de 1948 la vida política e internacional de las naciones ha girado en torno a ese eje. Este más de medio siglo ha demostrado que la lucha por los derechos humanos se ha planteado como un esfuerzo continuado de millones de personas que, como ha dicho Cassese, "intervienen de mil modos en las mil encrucijadas del acontecer humano”. Un ejército en el que todos somos necesarios: desde las madres de mayo hasta los objetores de conciencia pasando por anónimos operadores del Derecho. A veces, muy a su pesar, según mi experiencia, sucede que los interpelados en su conciencia son algunos conductores de pueblos. En estos supuestos, “la mosca que les pica” es un complejo proceso mental que desemboca en una dura carga: la de enfrentarse con parte de la clase política de su país y con parte de su pueblo para defender su conciencia. En el caso del Gran Duque su posición le conllevará, además, una carga suplementaria: ver reducido su poder como Jefe del Estado, ya que el Parlamento acaba de aprobar un proyecto de ley que modifica la Constitución luxemburguesa por el que al soberano se le priva de su poder de sancionar las leyes, reservándole solamente el de “promulgarlas”.

Es verdad que Enrique de Luxemburgo no está solo con su conciencia frente a todos. La ley tiene a la clase médica en contra y, hecho insólito en la vida política del pequeño país, una gran parte del pueblo también en contra. Por encima de las legítimas reacciones favorables (por ejemplo un grupo de parlamentarios franceses han emitido un comunicado solidarizándose con el Gran Duque) o adversas (el partido de los verdes, impulsor de la ley, amenaza con una crisis constitucional), lo que aquí se dilucida es una cuestión más grave: la de la propia noción de derecho y justicia. Hoy soplan vientos que impulsan un concepto de justicia en la que el derecho no se agota en la ley, ni toda ley es, de por sí, justa. Comienza a recuperarse la función ética que, en la teoría clásica de la justicia, correspondía a la conciencia singular del individuo. Muy especialmente la libertad de conciencia, que es, como dijo hace más de 60 años el Tribunal Supremo norteamericano, "la gran estrella fija en nuestra constelación constitucional".

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Los perros y la fe

Por Juan Manuel de Prada

Han sido muchas las veces en que la fe ha sido arrojada a los perros; y, cuando ya parecía que los perros la iban a devorar, han sido los perros los que perecieron.

En las deslumbrantes páginas que rematan El hombre Eterno, Chesterton computa hasta cinco ocasiones (pero fueron muchas más) en que la Historia parecía que iba a presenciar el fin de cristianismo; y otras tantas en que el cristianismo volvía a alzarse de sus ruinas, mientras sus enemigos se extinguían en la noche de los tiempos.

Cuando el nominalismo crece triunfante sobre los escombros de la Edad Media, aparece Tomás de Aquino en la silla de Aristóteles; cuando el Islam galopa a rienda suelta, gritan como un trueno miles de jóvenes exultantes, hijos espirituales de Francisco de Asís, que elevan al cielo un bosque de flechas; cuando el paganismo renacentista se infiltra en las mismas estructuras de la Iglesia y desemboca en la disgregación de la Reforma, surge el aguerrido Ignacio de Loyola.

Y así sucesivamente en todos los crepúsculos de la Historia, una y otra vez, hasta llegar a nuestros días: cuando ya parece que la fe está a punto de sucumbir, cuando ya los hombres que la profesan parecen cansados y claudicantes, surge un movimiento que les devuelve el ímpetu; y siempre se demuestra que, cuanto más irremediable parece la claudicación, más pujante es el resurgimiento.

Y es que, como concluye Chesterton, la fe cuenta con un Dios que sabe cómo salir del sepulcro. Todas las épocas han tratado de emborrachar a sus hijos con vinos rebajados, con vinos agriados, con vinos que esconden un veneno o un somnífero; y, en todas las épocas ha terminado brotando, como una potente catarata carmesí, la fuerza nutritiva del vino original. Y los hombres que se habían resignado a emborracharse con vinos adulterados, tras probar ese vino original, han vuelto a pronunciar aquellas palabras de gratitud que pronunciaron los invitados a las bodas de Caná: «Tú has guardado el buen vino para el final».

El vino adulterado de nuestra época se llama laicismo; y como todos los vinos aguachirles o ponzoñosos que se le han ofrecido a la Humanidad desde que el mundo es mundo, le dice al hombre que Dios no existe, le dice al hombre que él mismo es Dios, le promete la liberación de todas las ataduras, el Paraíso en la Tierra y un porvenir plagado de bienaventuranzas; y el hombre, engolosinado, bebe de ese vino hasta quedarse ahíto, para luego descubrir que todas esas promesas se resumen en una resaca sobresaltada de bascas y mareos.

Entonces, el hombre borracho de ese vino adulterado, mientras se deja arrastrar plácidamente por la corriente de su tiempo, mira en su derredor y descubre a lo lejos un barco frágil, zarandeado por el oleaje, que sin embargo se obstina en navegar a contracorriente.

Y entonces reflexiona: «Yo tal vez esté muerto; y, puesto que nado a favor de la corriente, ni siquiera me habría dado cuenta. Pero para navegar como lo hace ese barco frágil hace falta estar vivo, porque sólo lo que está vivo puede navegar a contracorriente». Y, mientras el hombre ve pasar a su lado, arrastrados por la corriente, a todos los sofistas y demagogos que lo aturdieron con sus promesas, decide subir a ese barco al que una fuerza sobrenatural impulsa en sentido contrario.

Y, subido a ese barco, vuelve a sentirse vivo.

La Iglesia es ese barco frágil que navega a contracorriente. La singladura que promete es áspera y fatigosa, a diferencia del plácido abandono que augura dejarse arrastrar por la corriente. En su sufriente itinerario, ese barco es asaltado por piratas, desgarrado por luchas intestinas, acechado por bajíos y arrecifes, zarandeado por mil tempestades, pero el timonel que lo guía jamás desvía el rumbo.

Y, cuando ya parece sucumbir a las Escilas y Caribdis que le lanzan mil dentelladas, vuelve a resurgir, dejando atrás a la jauría. A veces llegan hasta la prensa ecos de ese combate sempiterno: mientras el laicismo se afana en retirar los crucifijos de las paredes, 268.000 españoles más que el año pasado han decidido colaborar a través de la declaración del impuesto sobre la renta en esa singladura a contracorriente.

Son 268.000 españoles más deseosos de sentirse vivos, hartos del vino adulterado que les sirven en la taberna del laicismo. Y su número no hará sino crecer.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Laicidad

Por Andrés OLLERO. Catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad Rey Juan Carlos, Madrid

Por 'laicismo' habría que entender un diseño del estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que reenvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando más bien neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de religión. Determinadas propuestas pueden acabar viéndose descalificadas como 'confesionales' por el simple hecho de que encuentren acogida en la doctrina o la moral de alguna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos. Nada más opuesto a la 'laicidad' que 'enclaustrar' determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una indebida injerencia de lo sagrado en el ámbito público.

La Constitución española de 1978 no contiene, ni en su preámbulo ni en su texto articulado referencia expresa alguna a Dios. ¿Hemos de derivar de ello que configura un 'Estado laico'? No es posible ofrecer una respuesta adecuada sin cumplir un doble requisito: ahondar en su regulación de los derechos y libertades fundamentales y determinar qué habríamos de entender por 'laico'1. Este calificativo puede en efecto reenviar a planteamientos tan diversos entre sí como la 'laicidad' o el 'laicismo'.

Para leer el artículo completo (9 páginas como ésta)

lunes, 8 de diciembre de 2008

La cruz y la democracia

Por Ignacio Sánchez cámara, catedrático de filosofía del derecho, en La Gaceta de los Negocios, el lunes 1 de diciembre de 2008

La sentencia que obliga a retirar un crucifijo de un colegio público de Valladolid carece de buenos fundamentos jurídicos y entraña un agravio a las convicciones cristianas de millones de españoles y a las de quienes, sin ser creyentes, ven, con toda razón, en la Cruz uno de los pilares de nuestra civilización y sus valores. La presencia de un crucifijo en un centro público no atenta contra la aconfesionalidad del Estado, sólo lo haría contra un laicismo militante, que no asume nuestra Constitución. Tampoco puede afirmarse que vulnere ningún derecho, salvo que se convierta en derecho el puro deseo de retirar el crucifijo. Su exhibición no vulnera la libertad de creencias. Y si entraña cierto beneficio de trato para el cristianismo está justificado por su relevancia social y por la mención contenida en la Carta Magna.

Las reacciones políticas, no por esperadas, han sido menos decepcionantes. El PSOE, en general, aplaude la sentencia en un alarde de contradicción con sus propios actos, pues ni los retiró en el pasado ni lo ha hecho en el presente. Se ve que éstos son otros tiempos. El PP se limita, al parecer, a acatar la sentencia y a proclamar que a ellos «no les molesta el crucifijo». Al parecer, les da igual. Salva un poco el honor el presidente de la Junta, que afirma que la sentencia carece de fundamento jurídico y estudia recurrirla. Pero no nos engañemos. No estamos sino ante un nuevo episodio de resentimiento hacia lo más elevado y noble, y de lo que el constitucionalista norteamericano Weyler calificó como «cristofobia».

No se trata de añejo anticlericalismo, sino de furor anticristiano. Hay que padecer un intenso desarreglo del alma para que la presencia pública de un crucifijo pueda ofender. Para un creyente, se trata del sacrificio de Dios para salvar a los hombres, y para quien no lo es, del mensaje moral más sublime, en el que se sustenta, en gran parte, nuestra civilización. Hablar aquí de «higiene democrática» (y hay que tener cuidado con las metáforas fisiológicas) es pura ignorancia, si no se trata de algo mucho peor. No cabe un compromiso más firme con los derechos humanos que el que se revela majestuosamente en el Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó». Suprimir el cristianismo es derribar uno de los pilares de la libertad y la democracia. Como afirmó Tocqueville, es un error considerar a la religión católica como un enemigo natural de la democracia.

El catolicismo conduce a los hombres hacia la igualdad. Sólo la religión asegura la firmeza y la certeza en el orden moral, aunque el mundo político parezca abandonado a la discusión y a los ensayos de los hombres. La religión puede ser considerada en EEUU, según el gran pensador francés, como la primera de sus instituciones políticas. No sólo regula las costumbres, sino que extiende su imperio sobre las inteligencias.

En cualquier caso, el pluralismo debería obligar a conciliar las dos posiciones y no a imponer una de ellas. Pues si a unos ofende, sin razón, su exhibición, a otros ofende, con razón, su retirada. Y tampoco es lo mismo no colocar un crucifijo que retirar uno. No es bueno que nos enzarcemos en una guerra sobre el crucifijo, aunque la verdad, tampoco puede extrañar. Al fin y al cabo, ya lo dejó dicho el Crucificado: «No he venido a traer la paz, sino la discordia». No hay nada en la Cruz que atente contra la democracia política.

Una guía reúne los 31 Think Tanks españoles más influyentes

www.elmundo.es / jueves 20 de noviembre de 2008

Pocas personas tienen muy claro qué son y menos todavía qué hacen los Think Tanks, salvo contadas excep­ciones en los casos más conocidos. Por eso, y porque también en Espa­ña los llamados en el mundo anglo­sajón think tanks son cada vez más influyentes, la Fundación Ciudadanía y Valores ha editado una guía que reúne todos los datos objetivos, áreas de investigación y vías de financiación de los 31 laboratorios de ideas más influyentes de España.

Los think tanks españoles, una institución destacada en el resto Europa y en Estados Unidos, están creciendo y buscando su espacio en la sociedad civil, como generadores de ideas que van más allá de la inmediata actualidad y de las urgen­cias de cada día, de las que se suelen ocupar los partidos y los medios de comunicación.

El trabajo presentado por la Fundación Ciudadanía y Valores en la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) recopila los principales datos de los 31 laboratorios de ideas más importantes, desde los vinculados a los partidos políticos (como la Fundación Pablo Iglesias o las Faes), hasta los económicos (Fun­dación Cajas de Ahorros o Instituto de Estudios Fiscales). Una realidad en alza que demuestra que, “además de los partidos políticos, hay alguien más por ahí que se ocupa de pensar y que participa en el proceso de debate sobre asuntos públicos”, como explica gráfica­mente Andrés Ollero, presidente de Ciudadanía y Valores.

Debate de ideas

Esta misma fundación es un ejemplo de think tank independiente que no funciona para defender unos intereses políticos o económi­cos concretos, sino para fomentar el debate de ideas y el intercambio de impresiones dentro y fuera de nuestras fronteras, según explicaron sus gestores. De hecho Ciudadanía y Valores fue creado por dos diputados de partidos políticos distintos Andrés Ollero, del PP, y Javier Paniagua, del PSOE- para “suscitar un diálogo que no se quedara bloqueado por discrepancias vinculadas a la afiliación partidista o a las más profundas convicciones de unos y otros”, en palabras del primero.

La autora de la guía, Marta Tello, directora de Comunicación de Ciudadanía y Valores, destacó que el auge de estas instituciones se pro­duce porque “así lo está exigiendo la Sociedad civil" y que cada vez más está interesada e involucrada en los asuntos públicos

Marta Tello puso énfasis en dife­renciar los grupos de presión o lobbies de los laboratorios dé ideas o Think Tanks. Según explicó en la presentación de le guía, los lobbie persiguen unos objetivos y unos intereses muy concretos, mientras los laboratorios de ideas sólo tratan de fomentar el debate público y político, aunque casi siempre desde una perspectiva liberal.