lunes, 24 de septiembre de 2007

Diversidad cultural

Las amenazas para la cultura europea proceden más del interior que del exterior

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 24 de septiembre de 2007

Las sociedades occidentales serán, previsiblemente, cada vez más pluriculturales. En ellas convivirán, necesariamente, personas procedentes de culturas diversas y aún opuestas. El problema que habrá que resolver consiste en determinar si la convivencia entre personas de distintas culturas exigirá o no la asunción del relativismo ético. La convivencia entre culturas posee dos aspectos o dimensiones: interna e internacional. Sobre el segundo aspecto trató el polémico ensayo de Huntington acerca del choque de civilizaciones. A pesar de las interpretaciones equivocadas o sesgadas, la tesis del autor pronostica que los futuros conflictos no enfrentarán a ideologías o sistemas económicos y políticos, como en la llamada guerra fría, sino a culturas. El elemento fundamental no será el económico o ideológico, sino el cultural y, especialmente, el religioso. El pronóstico se cumplirá o no (y parece que, en buena medida ya ha comenzado a cumplirse), pero no se trata de la expresión del deseo de su autor, quien, por otra parte, se opone a toda pretensión de hegemonía de la civilización occidental sino que, por el contrario, postula que deberán aprender a coexistir.

Alain Touraine ha defendido la tesis de que la convivencia entre las culturas sólo es posible si todas ellas (y, desde luego, no sólo la occidental) renuncian a la pretensión de tener razón. Parece un precio desmedido e improbable. Bastaría con que renunciaran a la pretensión de imponerse mediante la fuerza. En cualquier caso, la convivencia entre culturas no exige la asunción del relativismo cultural y moral. Desde nuestra perspectiva occidental, podemos preguntarnos si las normas y principios que rigen, más o menos, entre nosotros representan algo propio de nuestra particular cultura o, por el contrario, pueden legítimamente aspirar a la universalidad, a ser válidas para todos. Aunque se tratara de lo primero, y no es algo evidente, la cultura occidental tendría, al menos, el derecho a sobrevivir junto a las demás. Alain Finkielkraut se preguntó: ¿podemos matar la cultura europea a fuerza de hacerla acogedora? Y la pregunta no es banal. Corremos el riesgo de defender el pluralismo cultural en Occidente, mientras se propaga la hegemonía cultural y la beligerancia en otras civilizaciones. Pero también es posible pensar que, lejos de constituir eso una debilidad, nos otorgue una fuerza especial.

En cualquier caso, el relativismo cultural y ético, aparte de no ser filosóficamente consistente, tampoco constituye un fundamento adecuado para la diversidad cultural y la convivencia pacífica entre culturas. Por lo demás, las amenazas para la cultura europea proceden más del interior que del exterior. Los bárbaros, como afirmó MacIntyre, no están esperando al otro lado de nuestras fronteras sino que llevan mucho tiempo entre nosotros, incluso gobernándonos. Lo que nos amenaza es la barbarie interior, una de cuyas manifestaciones es el relativismo ético. Un relativismo que goza de un inmerecido prestigio. No se trata del último hallazgo del pensamiento filosófico. Por el contrario, es viejo de más de veinticinco siglos, pues fue defendido por Protágoras en el siglo V antes de Cristo. Esto nada dice en favor de su falsedad, pero tampoco de su verdad. Después de ser formulado, la mayoría de los pensadores se han opuesto a él. Incluido el pasado siglo en el que han prevalecido filosofías morales y políticas no relativistas. Es un error pensar que el relativismo constituye el fundamento de la democracia. Por el contrario, si no hubiera verdades en el orden moral y político, la democracia quedaría en pie de igualdad de legitimidad junto a los demás regímenes.

La tolerancia frenética terminaría por destruirse a sí misma. Si no hay límite en la aceptación de las pautas culturales ajenas, las propias quedarán en peligro. Y los límites no pueden proceder sólo de las leyes ni del respeto a los derechos humanos, ya que aquéllas pueden ser cambiadas, incluida la Constitución, y éstos dependen en cuanto a su contenido de la fundamentación y de las distintas concepciones acerca de la persona. El único límite eficaz reside en las convicciones morales. Por lo demás, no se trata de exhibir una arrogante superioridad de nuestra cultura europea. Somos herederos de unas realidades culturales y morales previas y ajenas. Ni el cristianismo, ni la filosofía griega, ni el derecho romano son creaciones europeas. Europa se constituye como heredera de esas tradiciones ajenas que aspiran a una validez universal. Lo que hay de universal en nuestra cultura es, en su mayoría, heredado. No hay, por tanto, nada de colonialismo cultural ni de injustificada arrogancia en invitar a los demás a asumir unos principios que no son particulares sino universales. Y si en otras latitudes, cosa que no es improbable, se llegaran a defender mejor esos principios y valores, no habría nada que temer de ello. Lo malo es que algún día llegaran a olvidarse. Entonces, la barbarie sería, más que una posibilidad, un futuro tenebroso e irremediable.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Los iconoclastillas

POR JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, hoy.

PRODUCE cierta fatiga nauseabunda glosar sus mamarrachadas. Es la fatiga que provoca la pacotilla artística, mezclada con la náusea que sobreviene en presencia del artista ayuno de talento, del impostor que disfraza su vacuidad de aspaviento. Y que, además, pretende vendernos la moto de que, al escarnecer los sentimientos religiosos de los católicos, se convierte en una suerte de partisano del arte, un infractor de tabúes, un desafiante allanador del orden establecido. ¿A quién creen que engañan estos embaucadores de chichinabo? Me recuerdan al tipejo del chiste de Gila, que al cruzarse en la calle con tres tipos fortachones que le están propinando una paliza a un hombrecillo enclenque, no puede dominar la tentación de intervenir en la pelea... para sumarse al trío de los mamporros y vapulear a conciencia al enclenque. Y, como el tipejo del chiste de Gila, estos valentones encima se muestran orgullosísimos, como si ofendiendo gratuitamente las creencias de los católicos hubiesen completado una hazaña que los hace acreedores de una medalla. A fin de cuentas, si el ideólogo Victorino y demás ralea han tomado el espantajo del laicismo como reclamo de incautos y excusa para forrarse, ¿por qué no va a hacer lo propio un chisgarabís cualquiera con ganas de medro que se las da de artista?
Tenemos noticia, gracias a Cervantes, de un pintor Orbaneja tan poco diestro con el pincel que, tras completar sus pintarrajos, tenía que poner un letrero al pie de cada cuadro, advirtiendo si lo que acababa de pintar era perro o gato. Los Orbanejas de nuestro tiempo ya no necesitan pasar por tan humillante prueba; para evitar que el público se burle de su inepcia han encontrado un filón infalible: consiste en sacar a Jesucristo o a la Virgen o al Papa (y si es a todos juntos y revueltos, mejor que mejor, que lo que no mata engorda la cartera) en actitudes sórdidas y guarrindongas, para enseguida posar ante la galería como iconoclastas y campeones de la provocación. Por supuesto, estos valentones son conscientes de su impostura: saben que no se puede hablar de iconoclasia cuando no existe una estructura de poder que la persiga de modo efectivo; saben que la verdadera provocación exige una predisposición suicida, pues el artista que se atreve a infringir ciertos tabúes puede ser condenado al ostracismo o al ninguneo, ferozmente represaliado. Estos valentones saben, en fin, que no corren ningún peligro al escarnecer las creencias de los católicos; saben que lo suyo no es iconoclasia, ni provocación, sino pantomima políticamente correcta, adhesión lacayuna al pensamiento dominante, sometimiento reverencioso a las consignas de una época que enarbola el estandarte de la cristofobia con orgullo vesánico y que premia con prebendas a quienes se suman al aquelarre. Desde que el mundo es mundo ha habido Orbanejas que disfrazan su inepcia con los embelecos del falso escándalo; desde que el mundo es mundo ha habido artistillas que hacen de la injuria contra aquellos que no pueden defenderse una postulación de méritos. Pero lo que más me jode de estos iconoclastillas no es que sean una mierda pinchada en un palo, ni siquiera que se empleen como matones contra quienes no disponen de una estructura represora que los persiga y condene; lo que más me jode de ellos es que encima posen de víctimas ante la galería, actuando como si lo suyo fuese un acto de coraje. Me recuerdan a las juventudes hitlerianas que, después de quebrar a pedradas los escaparates de los judíos, volvían ufanos a su casa, convencidos de que acababan de mostrar su gallardía.
Pero estos Orbanejas traspillados no existirían si no los alentasen los ideólogos de guardia del laicismo, empeñados en inventarse un problema que no existe y en pintar a los curas como los grandes enemigos de la democracia, ficción de la que algunos picaruelos viven victorinamente. Y a los iconoclastillas que crecen como setas al socaire del laicismo les lanzo una propuesta: ¿por qué no os dedicáis, hijos míos, a escarnecer a quienes verdaderamente gozan de una estructura de poder que pueda trituraros entre sus engranajes? ¿Por qué, por ejemplo, no montarán una performance descojonándose de la ikurriña en Lizarza? ¿A que no hay huevos, iconoclastillas? En el fondo, dais más lástima que asco.

lunes, 17 de septiembre de 2007

El ideólogo Victorino

POR JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, hoy

Me parece que ya he hablado antes, en alguno de mis blogs, de Victorino Mayoral (primero por la izquierda), la Fundación Cives y la Liga Española de la Educación; y si no lo he hecho, debería, porque es el auténtico Think Tank y el brazo armado de la imposición del laicismo más radical en España. ABC lleva varios días desenmascarando a este diputado del PSOE y sus montajes. Este artículo de De Prada aborda el fondo de la cuestión.

Si leemos las muy desfasadas acepciones de «ideólogo» que nos brinda el Diccionario de la Real Academia, observaremos que prevalece en casi todas ellas cierto rasgo utópico, idealista, incluso ilusorio: el ideólogo era antaño una especie de partisano de las ideas que se subía a un cajón y formulaba un pensamiento de índole subversiva, a riesgo de ser corrido a gorrazos por la sociedad que pretendía transformar y, sobre todo, por el poder establecido. Hogaño, el ideólogo es un tipo que se arrima al árbol de sombra más próvida y, no contento con disfrutar de su protección, aspira a convertir sus ideas en fuente perenne de mamandurrias. Este Victorino Mayoral al que este periódico acaba de sacar los trapos sucios se ha erigido en el prototipo más acabado del ideólogo contemporáneo, cuyo lema podría ser: «No sólo de ideas vive el hombre, sino de toda mamandurria que brota del grifo administrativo». Por supuesto, tal pretensión debe enmascararse tras una coartada filantrópica: según declaraciones del bueno de Victorino a este periódico, la actividad de la fundación que preside es «en beneficio del resto de los ciudadanos». Por supuesto, al bueno de Victorino no se le pasa por las mientes que el «resto de los ciudadanos» sea una categoría en exceso brumosa, en la que cohabiten personas que juzguen los propósitos de su fundación beneficiosos y otras que los juzguen perjudiciales, incluso personas que pasan de los propósitos de su fundación como de comer mierda. El bueno de Victorino, como buen totalitario, está plenamente convencido de que la suya es la ideología fetén, la única que beneficia al «resto de los ciudadanos».

En el manifiesto elaborado hace algunos años por la Plataforma Ciudadana por una Sociedad Laica -encabezada por la fundación que el bueno de Victorino preside- leíamos que «uno de los cambios más significativos» de la sociedad española ha sido la aparición de un pluralismo «que no admite imposiciones dogmáticas de ningún tipo en el ámbito de los valores y las normas morales individuales y sociales». Sin embargo, unos pocos renglones más abajo, aquel manifiesto exigía «que la asignatura de religión confesional salga de la escuela pública» y reivindicaba «la introducción de una educación ético-cívica común y obligatoria para todos los ciudadanos». El maestro Campmany, ante aseveraciones tan incongruentes, habría solicitado al bueno de Victorino que le atase esta mosca por el rabo. Pues si quedamos en que la sociedad ya no admite imposiciones dogmáticas en el ámbito de los valores, ¿cómo es posible imponer una educación ético-cívica común y obligatoria para todos los ciudadanos? El bueno de Victorino, como todos los ideólogos de su cuerda, apela al «pluralismo» para pisotearlo, pues lo que en realidad desea es que su ideología se convierta en «imposición dogmática» para el resto de ciudadanos. En alguna ocasión, el bueno de Victorino declaró sin ambages que la asignatura de Educación para la Ciudadanía «debía contrarrestar los valores del neoliberalismo conservador». Presumimos que la fundación que preside defiende sus mismos postulados, de modo que cuando el bueno de Victorino proclama que actúa «en beneficio del resto de los ciudadanos» hemos de entender que, o bien conservadores y neoliberales no son ciudadanos, sino escoria humanoide, o bien que aspira a convertir por cojones a toda esa escoria humanoide en ciudadanos fetén, inyectándoles en vena su ideología.

Y, puesto que la inyección ideológica ya está garantizada, mediante la imposición de la asignatura de marras, nada parece más lógico que el bueno de Victorino quiera pillar cacho en el reparto de subvenciones, pues la ideología que no se amorra al grifo de la mamandurria no merece tal nombre. Algunas de las mamandurrias recibidas en los últimos años por su fundación las han apoquinado ayuntamientos gobernados por el PP, lo cual nos sirve para completar la definición del ideólogo contemporáneo, que no sería lo que es si no hubiese un tonto útil que contribuye a su apoteosis.

Todo sea en beneficio del resto de ciudadanos, forzosos paganos del ideólogo.

Las migajas de Rousseau

La escuela no debe halagar ni complacer las tendencias naturales de los alumnos

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, hoy

Cuando los gobiernos aspiran a determinar el contenido moral de la educación obligatoria, cooperan a la destrucción de la educación. No son los menores errores de la actual legislatura los que se refieren a la política educativa. El principal y más radical de ellos consiste en la profundización de los errores de la Logse, cuyos desastres aún padecemos. Al parecer, en lugar de rectificarlos, se trata de perseverar en ellos y aumentarlos. El mayor error se puede cifrar en la decisión, deliberada o no, de destruir los fundamentos de la educación, que son la exigencia, la disciplina, el estímulo por la obra bien hecha y la adquisición de los hábitos de laboriosidad propios del trabajo intelectual; es decir, lo que alguno de nuestros clásicos contemporáneos llamó la moral de la ciencia.

La escuela no debe halagar ni complacer las tendencias naturales de los alumnos, sino contribuir a forjar hábitos nuevos y mejores y, en cierta medida, contrarios a las pulsiones y deseos más inmediatos. Nada elevado le es regalado al hombre. Todo lujo espiritual y moral es territorio de conquista. No se llega a la cima ni se libera uno de las cadenas de la caverna platónica sin esfuerzo y estudio. Cualquier otra utilidad es benéfica, pero de índole inferior. Todo esto parece haberse olvidado. Y si se recuerda es para repudiarlo, como si se tratara de una antipática e insoportable antigualla. A este mal radical se añade otro de filiación próxima: la pretensión de manipular la educación desde el poder para modelar a su antojo e interés las conciencias. Así, los ciudadanos devienen en súbditos, y la democracia camina hacia el totalitarismo.

Por si esto pareciera al lector demasiado teórico o abstracto, descendamos a las realidades concretas (aunque éstas siempre dependan de las abstractas). Ahí está la nueva asignatura de educación para la ciudadanía, en la que hasta su denominación es torpe (¿por qué no educación cívica?). No es el Estado el que debe formar la conciencia de los ciudadanos, ni determinar el contenido de la opinión pública. Para ello carece de autoridad espiritual. Por el contrario, el Estado (al menos, el democrático) existe para gobernar y legislar de acuerdo con la opinión pública. Pero la formación de ella le es absolutamente ajena. Tampoco tiene el Estado el derecho de educar, sino la obligación de garantizar el ejercicio de ese derecho. Ahí está también la errática decisión de que los alumnos pasen al curso siguiente incluso con cuatro suspensos. O la vulneración del derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna o en la libremente elegida. O la ridícula y totalitaria pretensión de imponer el uso de una determinada lengua hasta en el tiempo de recreo. O la eliminación de las enseñanzas comunes en toda España, puerta abierta al particularismo y al secesionismo.

Mucho es lo que se puede aprender de Rousseau acerca de los fundamentos del extravío intelectual y moral actual. El pensador ginebrino, atrabiliario, genial y fundamentalmente equivocado, es el más influyente en la izquierda actual. Por encima incluso (al menos en la teoría) de Marx, al cabo, epígono suyo. Y, sobre todo, en el ámbito de la educación. De él procede esa nefasta tendencia pedagógica a respetar la espontaneidad del niño, derivada de su defensa del hombre natural o del buen salvaje.

La Academia de Ciencias de Dijon convocó un concurso literario en el que los participantes debían discutir si el progreso de las ciencias y las artes (técnicas) había contribuido o no al aumento de la felicidad de la humanidad. Rousseau concursó defendiendo la tesis negativa. Ganó el premio. Si tenía razón, entonces la educación no debía promover el conocimiento de las ciencias y las artes, vías seguras hacia la desgracia, sino más bien la ignorancia de ellas y el fomento de la vida espontánea e instintiva. De ahí a la falsa pedagogía de la primacía de lo lúdico y de lo instintivo sólo había un paso. Educar no sería forjar un hombre ideal, sino dejar ser. Lo importante no es el ideal, sino la autenticidad y una falsa libertad sin principios, normas y valores. La vida ideal nunca es la que ya es, sino la que debe ser.

Acaso no todo ello sea imputable directamente a Rousseau, pero sí puede derivarse de él. Bertrand Russell, demoledor crítico tanto de la obra como de la moralidad del escritor ginebrino, afirmó que mientras que de John Locke procedían Roosewelt y Churchill, de Rousseau procedían Hitler y Stalin. Aunque no se comparta por entero tan enérgico dictamen, no cabe duda de que encierra buena dosis de verdad, que ha llevado a hablar de él como teórico de la democracia totalitaria. Su herencia no es, desde luego, la de la ilustración.

Es poco probable que nuestros gobernantes actuales hayan leído a Rousseau, pero, aún así, sus prejuicios educativos (y no sólo ellos; también sus dificultades para comprender y aceptar los principios de la democracia liberal) se derivan, en buena medida, de las migajas ideológicas de tan fascinante como resentido y extraviado pensador.

sábado, 8 de septiembre de 2007

La vieja estrategia

Es pura falsedad atribuir a la Iglesia católica española la pretensión de imponer a todos los ciudadanos sus creencias

Por Ignacio Sánchez-Cámara, en La Gazeta de los Negocios, el 9 de agosto de 2007

La estrategia es casi tan vieja como el hombre: lavar la mala conciencia de uno atribuyendo al adversario las propias culpas. En lugar de plantear un auténtico debate entre quienes aspiran a defender la verdad, por cierto todos menos los casi inexistentes genuinos escépticos, se tilda al otro de cometer los propios errores. El anticlericalismo es cosa del pasado; lo de hoy es pues cristofobia, o, quizá más aún, propósito de hacerse con la exclusiva de la verdad, eso sí, laicista y mundana, y falsamente democrática.

El cristianismo no es antimoderno, sino premoderno. Pura cronología. La modernidad, como dijo Ortega y Gasset, es el fruto tardío de la idea de Dios. Por supuesto, del Dios cristiano. Difícilmente puede uno ser hostil a sus propios hijos. Otra cosa es que la modernidad revista dos formas: una correcta y otra extraviada. El cristianismo sólo se opone a esta versión extraviada de la modernidad. Es pura falsedad atribuir a la Iglesia católica española la pretensión de imponer a todos los ciudadanos sus creencias. No encuentro ni un solo texto o declaración episcopal que así lo justifique. Tampoco en la oposición a la asignatura de educación para la ciudadanía. Por lo demás, la oposición a la nueva asignatura obligatoria y forzosa dista de proceder sólo de ámbitos eclesiales, sino que es asumida por la oposición parlamentaria, que alberga casi a la mitad del electorado. Extraña cosa sería considerar fruto del consenso democrático a lo que es repudiado por la mitad, al menos, de los ciudadanos. Quien atribuye a la Iglesia católica española la intención de considerar como modelo a Irán, o miente o está equivocado de manera culpable.

Es imposible atribuir de buena fe a la jerarquía eclesiástica la voluntad de imponer por ley a todos los ciudadanos la educación según la fe católica. Por el contrario, lo que pretende es, invocando la Constitución, preservar el derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral de sus hijos. No se trata de imponer la formación moral y religiosa católica a todos, sino de permitir que la Iglesia proponga libremente su mensaje y pueda enseñarlo a aquellos que lo elijan. Pura cuestión de libertad. Libertad que vulneran quienes quieren imponer el laicismo obligatorio.

Por lo demás, tergiversando el genuino sentido de la democracia, exigen a los demás lo que ellos mismos no asumen. La democracia no excluye de su seno a quienes aspiran a conocer la verdad moral, pues ella no se ocupa de la moral, sino del derecho. Y, por cierto, ningún grupo ni partido político abdica de su pretensión de verdad. Al parecer, sólo se exige este sacrificio a los creyentes católicos. Lo que exige la democracia es la renuncia a imponer las propias convicciones mediante la fuerza de la ley, pero no la renuncia a las propias convicciones. El pacifista no tiene por qué renunciar a sus convicciones porque el Gobierno o la mayoría parlamentaria decidan algo contrario a ellas. Tampoco quien defiende la economía socialista o la escuela única y laicista. ¿Acaso sólo los católicos estarían obligados a semejante renuncia? Al parecer, para los nuevos torquemadas del laicismo totalitario, la verdad es el resultado del consenso al que lleguen quienes renuncien a la verdad.

La falacia de su pretensión se desenmascara en el mismo momento en el que pasan a la oposición. Entonces, la verdad ya no se encuentra en la decisión del Gobierno legítimo ni en la mayoría parlamentaria que lo apoya, sino en su pura ideología totalitaria. Es una estrategia tan antigua como falaz: los enemigos de la libertad se presentan como sus defensores.