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jueves, 24 de noviembre de 2016

“La religión ha movilizado a millones de personas contra regímenes autoritarios”

El catedrático Rafael Navarro-Valls, vice-presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, ha participado en el VIII Simposio San Josemaría los pasados días 18 y 19 de noviembre en el Palacio de Congresos de Jaén. Su aportación al tema del simposio ―Diálogo y convivencia― se refiere a la difícil avenencia habitual entre los Estados y el de las Iglesias o confesiones religiosas. A su juicio, estamos asistiendo a un proceso lento en que la versión anticlerical y combativa de la laicidad deja paso a una laicidad moderada más favorable al libre mercado de las convicciones.

Entrevista de José María Garrido Bermúdez, publicada en Ideal de Jaén, el 16 de noviembre de 2016.

― Usted es especialista en las relaciones entre el Estado y las Iglesias, ¿por qué resulta tan difícil delimitar los ámbitos de actuación de uno y otro?

Es un asunto complicado. Este difícil equilibrio práctico se debe, en parte, a que, en el plano de las convicciones ―incluidas las religiosas― existe una doble patología bastante extendida: la fundamentalista y la relativista. La persona fundamentalista racionaliza una verdad ―para él universal―, y de esta racionalización deduce el derecho de imponerla a los demás. La relativista hace también una afirmación universal: toda es relativo. Y de ahí su deseo de difundir el escepticismo. Me parece que lo difícil es una postura política práctica que admita la unidad entre verdad y libertad. La libertad del hombre tiene una necesidad interior de reconocer la verdad, allí donde la encuentra. Pero, por otro lado, no es posible imponer la verdad, hay que proponerla, que es algo muy distinto.

― ¿Piensa que el cristianismo ha propuesto algo a nuestra sociedad laica?

Desde luego. Muchos valores democráticos tienen un profundo aroma cristiano: la igualdad; la equidad; el concepto de soberanía; los derechos del hombre, especialmente la libertad religiosa; la dignidad de la mujer; el Derecho penal, el de familia, el valor de los compromisos al margen de su forma externa; la intrínseca justicia de la ley no procedimental, etc. Se puede decir que, en buena medida, estos son valores cristianos que se han hecho civiles en su evolución histórica y cultural.
Por otra parte, y como han demostrado Shah y Toft, la religión ha movilizado a millones de personas contra muchos regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, apoyando los derechos humanos. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el África subsahariana y Asia. La Iglesia católica posterior al Concilio Vaticano II jugó un papel crucial, oponiéndose a los regímenes autoritarios y legitimando las aspiraciones democráticas de las masas, lo cual fue especialmente evidente en España.

― ¿Cuál sería para usted el sentido valioso de la laicidad del Estado?

Coincido con William McLoughlin, en que su sentido original no fue tanto “el de hacernos libres de la religión como el de hacernos oficialmente libres para su práctica”.
Pero este sencillo concepto, que habría debido orientar como una estrella polar las relaciones Estado/Iglesias, pronto evolucionó hacia una tendencia del Estado a crear, junto a zonas de libertad en otros campos, una especie de “apartheid religioso.” Algo así como volver a meter a Jonás en el vientre oscuro de la ballena, confinando poco a poco los valores religiosos en las catacumbas sociales.

― ¿No le parece que habría más tolerancia en un Estado plenamente laico, que solo permitiese la práctica religiosa en la esfera privada?

Un Estado plenamente laico, como usted dice, no es un Estado laico radical. Un Estado laico radical es lo que propugnó Francia en sus orígenes revolucionarios. Pero, como ha estudiado Jeremy Gunn, la historia real de la laicidad francesa está llena de ejemplos de grupos religiosos que son disueltos por el Estado, de líderes religiosos arrestados por una alegada falta de lealtad al Estado, de propiedades de estos grupos que son incautadas por el Estado, y de denegaciones de personalidad jurídica a las congregaciones religiosas.
Me parece que esta es una visión desenfocada de la laicidad, que genera tantas injusticias como su contrario, una versión del Estado que pretende imponer una religión mediante decretos. Michael Burleigh ha hablado de los “periodos oscuros” del laicismo europeo, de un genocidio “en nombre de la Razón”, por parte de algunos laicistas radicales. E incluso ha llegado a decir que, si las personas religiosas fuesen más consciente de esto, no serían tan timoratas cuando practican su propia fe.

― ¿No tiene el Estado derecho a defender una visión ética, desmarcada de Dios, en pro de la convivencia y del diálogo, de la que se habla en este simposio?

En concreto, el problema estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. En vez de garante de la legalidad de los actos y de la legitimidad de los poderes públicos, debería transformarse ―dicen― en custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados “nuevos valores emergentes”) y que le confiere poderes ilimitados.

― ¿Ha habido, entonces, alguna evolución en la historia de la laicidad desde esos orígenes revolucionarios que señalaba?

Sí, hay una laicidad renovada que tiene más en cuenta el valor de la religión. La nueva laicidad abandona sus resabios arqueológicos para reconocer en la dimensión religiosa de la persona humana puntos de encuentro en un contexto cada vez más multiétnico y pluricultural. Régis Debray, nada sospechoso de clericalismo, apunta a esta visión cuando, en materia de educación religiosa, preconiza el paso de una laicidad de incompetencia o de combate a una laicidad de inteligencia. Una visión en la que el Estado comienza a tomar conciencia de que necesita de energías morales que él no puede aportar en su totalidad. Se trata de una “laicidad moderada”, contrapuesta a la visión “radical” de la laicidad francesa menos reciente. Su punto de partida es la convicción de que la opinión pública en las democracias suele ser una mezcla de sensibilidad para ciertos males y de insensibilidad para otros. La laicidad positiva no se opone ―al contrario, anima― a fuerzas sociales como son las Iglesias a contribuir a despertar la sensibilidad dormida en materia de valores más o menos olvidados, alertando acerca de carencias espirituales y culturales que fortalezcan el tejido social.

― ¿Qué hitos señalaría en el camino hacia esta versión renovada de la laicidad?

La “ moderación” del concepto y su versión “positiva” es un fruto de tres poderosas fuentes: la jurisprudencia de la Corte Constitucional italiana, del Tribunal Constitucional Federal alemán y del Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos. Corrientes que han venido a converger en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero, por resumir, mencionaré solo por encima la de EE. UU., la del Tribunal Europeo y, si quiere, algo de España. En general, la jurisprudencia norteamericana sobre la neutralidad religiosa del Estado se ha movido en torno a dos posicionamientos: por un lado, reconoce el fuerte papel de la religión y de la tradición religiosa a lo largo de la historia de ese país y, por otro, advierte que la intervención gubernamental en asuntos religiosos puede poner en peligro la misma libertad religiosa. Esta conceptuación ha desembocado en la sentencia Walz vs. Tax Commission. El principio general deducible de estas disposiciones y de la doctrina sentada al respecto por el Tribunal Supremo es que no se puede tolerar la existencia de confesiones religiosas oficiales, como tampoco la interferencia estatal en el ámbito de la religión. Al margen, por tanto, de tales actos prohibidos, hay espacio ―concluye el Tribunal― para una “neutralidad benevolente” que permite el libre ejercicio de la religión sin respaldo y sin interferencias gubernamentales.

― Dar libertad al ciudadano, no interferir…

Así es. Y ya que estamos en el entorno de un simposio sobre San Josemaría, le diré que él lo expresaba con fuerza cuando decía que “es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante”. Pues bien, el goce de este tesoro, en su vertiente política implica redefinir las funciones respectivas de los gobernantes y de los gobernados.

― Hay algún síntoma de esa versión nueva de laicidad en España. A mí me cuesta verla…

Sí la hay. Esa caracterización positiva de la laicidad está influyendo en el Tribunal Constitucional español. Puede verse, por ejemplo, en la sentencia 101/2004 de 2 de junio con sus referencias al art. 16.3 de la Constitución. Se reconoce el factor religioso de la sociedad española y se ordena al poder público a cooperar con la Iglesia católica y demás confesiones, no a ignorarlas o acorralarlas. Por otra parte, la Constitución armoniza sin estridencias jurídicas, junto con esa cooperación, una estricta distinción entre Estado e Iglesias.

― Y, ¿en Europa?

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha admitido que la laicidad puede coexistir con una cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas, incluso cuando esa cooperación no se lleva a cabo de acuerdo con criterios estrictamente igualitarios. El principio de igualdad (artículo 14 del Convenio Europeo) debe aplicarse rigurosamente a la libertad, pero no necesariamente a la cooperación. Ni siquiera las situaciones de colaboración privilegiada entre el Estado y una determinada iglesia, en forma de una velada confesionalidad del Estado (como en Grecia), o en forma de iglesias de Estado (como en Inglaterra o en algunos países escandinavos), se han considerado contrarias al Convenio Europeo. Lo importante —desde el punto de vista de la Corte— es que las relaciones de colaboración privilegiada no produzcan, como efecto secundario, ninguna restricción injustificada a la libertad de actuar de que deben gozar el resto de los grupos e individuos en cuestiones religiosas e ideológicas.
En resumen, no se pretende establecer criterios uniformes para las relaciones Iglesia-Estado en los países miembros del Consejo de Europa, ni, aún menos, imponer un forzoso secularismo. El telón de fondo de este planteamiento es la convicción de que la actitud del Estado hacia la religión es una cuestión primordialmente política, y es el resultado, en gran medida, de la tradición histórica y de las circunstancias sociales de cada país.

― A su juicio, ¿cuál sería la misión fundamental o las garantías que debería ofrecer un Estado laico respecto a las convicciones morales o religiosas de los ciudadanos?

La misión del Estado laico, entiendo, es custodiar un “libre mercado de ideas y religiones”. Ha de renunciar a un intervencionismo dirigido a modificar el panorama sociológico real con la pretensión de construir un arquetípico pluralismo. Como ha indicado Martínez-Torrón, la intervención estatal se limitaría a garantizar una protección del consumidor en el ámbito religioso, como protege en el ámbito económico, evitando que se formen monopolios dañinos para los pequeños grupos, y procurando evitar igualmente el fraude de grupos pseudo-religiosos. Además, creo que este punto de vista es el más congruente con la redacción del artículo 16.3 de nuestra Constitución.
La vida pública es una plaza abierta donde cualquier ciudadano puede ejercer la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión en un clima de respeto por los demás y de servicio al bien común. La idea del “espacio público civil” ―que ha nacido en Norteamérica― entronca con la Primera Enmienda a la Constitución de EE.UU., que prohíbe el Estado confesional y garantiza el libre ejercicio de la religión. O sea, ni “espacio público sagrado”, donde el monopolio de una religión acaba excluyendo a las demás, ni “espacio público vacío”, donde las creencias secularistas terminan imponiéndose a las religiosas.

sábado, 26 de febrero de 2011

Dos caras de la misma moneda. Libertad religiosa y libertad de conciencia

Por Rafael Navarro-Valls
Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

La libertad religiosa es la primera de las libertades, pero la libertad de conciencia es la estrella polar que orienta a las democracias. Dos caras de la misma moneda. Baste un ejemplo. No hace mucho, se reunían en Roma el primer líder político del mundo (Barack H. Obama) y la primera autoridad moral de la tierra (Benedicto XVI). El encuentro –en tiempo útil - duró unos veinte minutos. De ellos, ocho se dedicaron a la objeción de conciencia, en el marco de la libertad religiosa.

Es sintomático que, a la hora de destacar un tema que preocupe hoy a los dos núcleos más intensos de poder de la Humanidad, sea precisamente el de los choques entre conciencia y ley, que pone cada vez más de manifiesto los oscuros dramas que se generan en algunas minorías por leyes de directo o indirecto perfil ético. Un modo de decir que no es la objeción de conciencia una especie de ‘delirio religioso’, un subproducto jurídico que habría de relegarse a las catacumbas sociales. Al contrario, es una clara especificación del derecho fundamental a la libertad religiosa y de conciencia.

Esto es precisamente lo que acaba de concluirse en zonas muy diversas de dos continentes. Por un lado, en el marco de la objeción de conciencia al aborto, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (Resolución 1763, 2010), ha proclamado vigorosamente la “ obligación de garantizar el respeto del derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión de los proveedores de asistencia sanitaria”, Por otro, Perú promulga su primera ley de libertad religiosa (diciembre 2010), dedicando su artículo 4 a la tutela de objeción de conciencia, cuando alguien se ve constreñido a incumplir una obligación legal «por causa de un imperativo, moral o religioso grave o ineludible.

La razón de esta especie de contra-ataque de los derechos humanos trae su causa en dos razones. Las primera, los vientos de fronda que soplan en algunos países de Oriente contra la libertad religiosa. La segunda, una concepción del poder – sobre todo en Europa- que está convirtiendo la ley en un “simple procedimiento de gobierno, para transmitir consignas ideológicas con precipitación y, a veces, con vulgaridad.

Cuando se pide, en nombre del Papa, a la comunidad internacional que intervenga “de forma fuerte y clara” en la tutela de la libertad religiosa, se está poniendo en juego la primera cara de la moneda, “atónitos ante la intolerancia y la violencia”. Y cuando se denuncia la incontinencia normativa del poder, que intenta imponer por vía legislativa una filosofía beligerante con las conciencias, la moneda es vista desde su otra cara, aquella que legítimamente multiplica las objeciones de conciencia como reacción. Hace tiempo en América se desató la caza de brujas. Uno de sus objetivos fueron los actores de Hollywood. Esta fue su reacción : “hay muchas maneras de perder la propia libertad. Puede sernos arrancada por un acto tiránico, pero también puede escapársenos día tras día, insensiblemente, mientras estamos demasiado ocupados para poner atención, o demasiado perplejos, o demasiado asustados". Tenían razón.

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domingo, 6 de febrero de 2011

Los integrismos

Por Rafael Navarro Valls, para la Agencia Zenit

En rápida sucesión, el Senado español (18 enero) y el Parlamento europeo (20 enero) acaban de aprobar dos resoluciones condenando los ataques en Egipto, Nigeria, Filipinas, Chipre, Irán e Irak contra las minorías cristianas. Antes, lo había hecho Francia. Implícita o explícitamente, en esas declaraciones se rechaza la instrumentalización de la religión en conflictos de naturaleza política, al tiempo que se hace una vigorosa defensa de la libertad religiosa.

Los redactores lo que repelen – en mi opinión – es esa visión ingenua del estado de salud de los derechos humanos, que suele tomar la parte por el todo. Creer que, ya que Occidente goza de un aceptable reconocimiento de los derechos humanos, eso acontece en todas partes. Es lo que viene llamándose el «síndrome Internet»: la confortable ilusión de un mundo gratamente globalizado, que ignora que más de la mitad de los habitantes de la tierra desconocen las nuevas tecnologías.

En realidad, el integrismo es una sombra amenazante que se extiende en amplias zonas del planeta, erosionando los derechos humanos. Su existencia es tentacular, pues tiene varias versiones. Existe un integrismo supuestamente religioso que, en realidad, es una forma de fanatismo irreligioso. El fanático es irreligioso, en la medida en que recurre a la violencia, que una visión razonable de la religión rechaza y detesta. Por eso mismo, las recientes condenas de Occidente contra los ataques integristas a los cristianos de Oriente no pueden ser interpretadas como formas de islamofobia, precisamente por que lo que se rechaza es la oscura vertiente política de los fanáticos, que suelen ampararse en cortinas de humo supuestamente religiosas. Se entiende así que 70 personalidades musulmanas hayan publicado un manifiesto con el expresivo título «El Islam, escarnecido por los terroristas». Se refiere expresamente a las «atrocidades cometidas en nombre del Islam» contra los cristianos en Egipto y en Iraq. Afirma que «estos asesinos no son del Islam y no representan en absoluto a los musulmanes». Rechaza en concreto la que consideran usurpación de la propia identidad religiosa por parte de «falsarios» que esgrimen la religión como un arma destructiva. El mejor test para evaluar el grado de respeto de los derechos humanos es la libertad religiosa. De ahí que la alarma de Occidente sea justa.

Pero junto al fundamentalismo supuestamente religioso existen otros más subterráneos, que suelen expandirse en zonas de Occidente presuntamente respetuosas con los derechos humanos. No me refiero tanto al fundamentalismo de base freudiana, que disuelve la religión en ilusorias manifestaciones psíquicas, sino al que Jorge Semprún llama «fundamentalismo de la purificación social». Aquel que, si en el día a día tiende a eliminar lo discrepante, en el complejo marco de las relaciones conciencia civil /conciencia religiosa ha decretado dictatorialmente que la segunda es sólo un residuo en un horizonte agnóstico.

Unos y otros fanáticos –los de Oriente y Occidente - son los mismos que han puesto en circulación una especie de policía mental, cuyos agentes se dedican a una caza de brujas, en la que la primera baja es siempre la libertad. Como dijo Holmes hace tiempo: «La mente del intolerante es como la pupila de los ojos, cuanto más luz recibe, más se contrae».

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jueves, 20 de mayo de 2010

Las cruces nos persiguen

Por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la UCM y Académico numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. En Análisis Digital, el 12 de mayo de 2010

Entiéndaseme bien, me refiero a los juristas. Quiero decir que, después de la discutible sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre los crucifijos en Italia (caso Lautsie), dos pronunciamientos judiciales simultáneos coinciden en considerar la cruz latina como algo más que un símbolo religioso. La coincidencia tiene interés porque la primera proviene de un contexto anglosajón: la emite el Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos; la otra, más modesta, se elabora en un juzgado aragonés, es decir, en una cultura continental europea. Un breve análisis de ambas puede ayudar a centrar la polémica sobre simbología religiosa en lugares públicos, de modo que ayudemos a calmar algo más las pasiones, sin dejar de satisfacer -en la medida de lo posible- las inteligencias.

La sentencia Salazar contra Buono (28 abril 2010) decide definitivamente por el TS americano una controversia que ha corrido toda la escala judicial americana, ha obligado a dos intervenciones del Congreso de los EE.UU, y ha durado nueve años. El debate se centra sobre la posible inconstitucionalidad de una cruz de unos 10 pies de altura situada en la reserva natural del desierto de Mojave (California). Fue construida en territorio público el año 1934 para honrar a los caídos de la I Guerra Mundial. El Congreso, para evitar la demolición exigida por Frank Buono -un ex cuidador del parque que aduce lesión de la separación Iglesia/Estado-, declaró la cruz “ memorial nacional”, incluyéndolo en un selecto grupo de monumentos, como el dedicado a Washington o el Jefferson Memorial. Posteriormente, transfiere la propiedad a la asociación privada que erigió la cruz.

Una cruz latina no es sólo una reafirmación de las creencias cristianas

No obstante, Buono sigue exigiendo su demolición, pues -según él - el “memorial” continúa enviando un “mensaje religioso”, en terreno que, de algún modo, sigue conectado con intereses públicos. Por 5 votos a 4, el Tribunal Supremo da la razón al gobierno frente a la pretensión del demandante. Entre otras razones -según la sentencia- porque “una cruz latina no es sólo una reafirmación de las creencias cristianas”. Es un símbolo de uso frecuente destinado, entre otras finalidades, a “honrar y respetar a aquellos cuya heroicidad merece un lugar en la historia de EE.UU“. Para el ponente de la sentencia : “aquí, en el desierto, la cruz evoca algo más que un hecho religioso. Evoca miles de pequeñas cruces en los campos extranjeros que señalan tumbas de estadounidenses que cayeron en combate”.

La sentencia tiene interés por varias razones. La primera, porque continúa una línea argumental que se remonta a la del TS en el caso Van Orden v. Perry (27 de junio de 2005). En ella se declara la constitucionalidad de un monolito situado frente al Congreso de Texas en el que, entre otros elementos figurativos, se recoge el texto de los Diez Mandamientos. Para el fallo, aunque los Diez Mandamientos tienen carácter religioso, también tiene un carácter histórico innegable, es decir secular. La Constitución no obliga al gobierno a retirar del ámbito público todo lo que tenga carácter religioso: eso sería un “absolutismo” incompatible con las tradiciones históricas norteamericanas. La segunda razón de la expectativa que había levantado la sentencia radicaba en comprobar cuál sería la postura de la nueva magistrada (Sonia Sotomayor) nombrada por Obama: ha votado con la minoría contra la cruz de Mojave.

No confundir laicidad con "ausencia de visibilidad de la religión"

Si de un lado del Atlántico saltamos al otro, la sentencia de 30 de abril de 2010 del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Zaragoza desestima el recurso del Movimiento Hacia un Estado Laico (MHUEL) planteado contra el Reglamento de Protocolo del Ayuntamiento de Zaragoza. En el recurso se pretendía anular la decisión del alcalde socialista Belloch de mantener el crucifijo en el Salón de Plenos. La sentencia afirma que "el hecho de que exista una neutralidad del Estado en materia de libertad religiosa no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de persecución del fenómeno religioso o de cualquier manifestación de tipo religioso". Y recuerda que el escudo de Aragón, reconocido en el Estatuto de Autonomía vigente, incluye tres cruces: “si se suprimieran habría que convenir que dicho escudo ya no sería el de Aragón”.

Repárese que tanto el TS americano como el Tribunal español coinciden en no confundir laicidad del Estado con “ausencia de visibilidad de la religión”. Es decir, como si la neutralidad fuera una situación artificial que garantiza entornos ‘libres de religión” pero no, como ha precisado Martínez Torrón, “libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable”. Esta visión inexacta conviene matizarla, pues con frecuencia, los símbolos religiosos conectan con tradiciones y costumbres que ya se han insertado en el código genético de un pueblo. En este sentido suelo recordar la sentencia Marsh v. Chambers del TS americano que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en las sesiones del Senado, calificaba el hecho de “reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de EE.UU. y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial”.

*Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho de a Universidad Complutense, Secretario General de la Academia de Jurisprudencia y Legislación y Miembro del Foro de la Sociedad Civil.

domingo, 28 de marzo de 2010

Clima artificial de pánico moral

Por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la UCM y Académico numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. En El Mundo, lunes, 22 de marzo de 2010.

Un tribunal de la Haya decidió en julio de 2006 que el partido pedófilo Diversidad, Libertad y Amor Fraternal (PNVD, siglas holandesas), “no puede ser prohibido, ya que tiene el mismo derecho a existir que cualquier otra formación”. Los objetivos de este partido político eran: reducir la edad de consentimiento (12 años) para mantener relaciones sexuales, legalizar la pornografía infantil, respaldar la emisión de porno duro en horario diurno de televisión y autorizar la zoofilia. El partido acaba de disolverse esta misma semana. Al parecer, ha contribuido decisivamente la “dura campaña” lanzada desde todos los frentes, internet incluido, por el sacerdote católico F.Di Noto, implacable en la lucha contra la pedofilia.

Esta buena noticia - cuyo protagonista es un sacerdote católico- coincide con otra mala, protagonizada también por sacerdotes de esta confesión. Me refiero a la tempestad mediática desatada por abusos sexuales de algunos clérigos sobre menores de edad. Estos son los datos: 3.000 casos de sacerdotes diocesanos involucrados en delitos cometidos en los últimos cincuenta años, aunque no todos declarados culpables por sentencia condenatoria. Según Charles J. Sicluna – algo así como el fiscal general del organismo de la Santa Sede encargado de estos delitos- : “el 60% de estos casos son de ‘efebofilia’, o sea de atracción sexual por adolescentes del mismo sexo; el 30% son de relaciones heterosexuales, y el 10%, de actos de pederastia verdadera y propia, esto es, por atracción sexual hacia niños impúberes. Estos últimos, son unos trescientos. Son siempre demasiados, pero hay que reconocer que el fenómeno no está tan difundido como se dice”.

Efectivamente, si se tiene en cuenta que hoy existen unos 500.000 sacerdotes diocesanos y religiosos, esos datos –sin dejar de ser tristes, - suponen un tanto por ciento no superior al 0.6%. El trabajo científico más sólido que conozco de autor no católico es el del profesor Philip Jenkins, Pedophiles and Priest, Anatomy of a Contemporary Crisis (Oxford University Press). Su tesis es que la proporción de clérigos con problemas de desorden sexual es menor en la Iglesia Católica que en otras confesiones. Y, sobre todo, mucho menor que en otros modelos institucionales de convivencia organizada. Si en la Iglesia Católica pueden ahora resaltar más - y antes- es por la centralización eclesiástica de Roma, que permite recoger información, contabilizar y conocer los problemas con más inmediatez que en otras instituciones y organizaciones, confesionales o no. Hay dos ejemplos recientes que confirman los análisis de Jenkins. Los datos que acaban de facilitar las autoridades austriacas indican que, en un mismo período de tiempo, los casos de abusos sexuales señalados en instituciones vinculadas a la Iglesia han sido 17, mientras que en otros ambientes eran 510. Según un informe publicado por Luigi Accatoli (un clásico del Corriere della Sera), de los 210.000 casos de abusos sexuales registrados en Alemania desde 1995, solamente 94 corresponden a personas e instituciones de la Iglesia católica. Eso supone un 0,045%.

Me da la impresión de que se está generando un clima artificial de “pánico moral”, al que no es ajeno cierta pandemia mediática o literaria centrada en las “desviaciones sexuales del clero”, convertidas en una suerte de pantano moral. Nada nuevo, por otra parte, pero que ahora alcanza cotas desproporcionadas, al conocerse hace unos días los casos ocurridos en Alemania, Austria y Holanda. La campaña recuerda las leyendas negras sobre el tema en la Europa Medieval, la Inglaterra de los Tudor, la Francia revolucionaria o la Alemania nacional-socialista. Coincido con Jenkins cuando observa: “el poder propagandístico permanente de la cuestión pedófila fue uno de los medios de propaganda y acoso utilizados por los políticos, en su intento de romper el poder de la Iglesia católica alemana, especialmente en el ámbito de la educación y servicios sociales”. Himmler charged that "not one crime is lacking from perjury through incest to sexual murder," offering the sinister comment that no one really knows what is going on "behind the walls of monasteries and in the ranks of the Roman brotherhood". Esta idea es ilustrativa, si se piensa en aquel comentario de Himmler: “nadie sabe muy bien lo que ocurre tras los muros de los monasterios y en las filas de la comunidad de Roma…". Hoy también se mezcla la información de datos y hechos con insinuaciones y equívocos provocados. Al final, la impresión es que la única culpable de esa triste situación es la Iglesia católica y su moral sexual.

Dicho esto, es evidente que el problema tiene la gravedad suficiente para abordarlo sin oblicuidades. Vayamos a sus causas. Debo reconocer que me llamó la atención el énfasis que Benedicto XVI puso en la reiterada condena de estos abusos en su viaje a Estados Unidos. Los analistas esperaban, desde luego, alguna referencia al tema. Pero sorprendió que por cuatro veces aludiera a estos escándalos. Y es que, en realidad, esta cuestión hunde sus raíces en los años sesenta y setenta, pero estalla a principios del nuevo milenio con sus repercusiones patrimoniales y de reparación para las víctimas. Algo, pensaba yo, que pertenece al pasado. A un pasado que coincidió con la llamarada de la revolución sexual de los sesenta. Por entonces se descubrió, entre otras filias y fobias, la “novedad” de la pedofilia, apuntando, entre otros objetivos, a la demolición de las “murallas” levantadas para impedir el contacto erótico entre adultos y menores. ¿Quién no recuerda – en torno a aquellos años - a Mrs Robinson y a Lolita…? Si se hurga un poco comprobaremos que algunos de los más inflexibles “moralistas” actuales, fueron apóstoles activos de la liberación sexual de los sesenta/setenta.

Esta revolución ha marcado a una cultura y a su época, dejando una profunda huella, que contagió también a ciertos ambientes clericales. Así, algunas Universidades católicas de América y Europa desarrollaron enseñanzas con una concepción equívoca de la sexualidad humana y de la teología moral. Al igual que toda una generación, algunos de los seminaristas no fueron inmunes y actuaron luego de modo indigno. Contra esa podredumbre se enfrentó decididamente Juan Pablo II, cancelando el permiso de enseñar en esas Universidades a algunos docentes, entre ellos a Charles Curran, exponente cualificado de aquella corriente.

Benedicto XVI, no obstante las raíces antiguas del problema, decidió actuar con tolerancia cero en algo que mancha el honor del sacerdocio y la integridad de las víctimas. De ahí sus reiteradas referencias al tema en Estados Unidos y su rápida reacción convocando a Roma a los responsables, cuando el problema estalló en algunas diócesis irlandesas. De hecho acaba de hacerse pública una dura carta a la Iglesia en Irlanda donde el Papa viene a llamar “traidores” a los culpables de los abusos y anuncia, entre otras medidas, una rigurosa inspección en diócesis, seminarios y organizaciones religiosas. Resulta sarcástico el intento de involucrarle ahora en escándalos sexuales de algún sacerdote de la diócesis que regentó hace años el arzobispo Ratzinger. Sobre todo si se piensa que fue precisamente el cardenal Ratzinger quien, como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, firmó el 18 de mayo de 2001 la circular De delictis gravioribus (“crímenes más graves”) con duras medidas ejecutivas contra esos comportamientos. El propio hecho de reservar a la Santa Sede juzgar los casos de pedofilia (junto con los atentados contra los sacramentos de la Eucaristía y la Confesión) subraya la gravedad que les confiere, así como el propósito de que el juicio no aparezca “condicionado” por otras instancias locales, potencialmente más influenciables.

Desde luego, en todas partes cuecen habas. Nigel Hamilton ha escrito sobre la presidencia de EE.UU: “En la Casa Blanca hemos tenido a violadores, mariposones, y, para decirlo suavemente, personas con preferencias sexuales poco habituales. Hemos tenido asesinos, esclavistas, estafadores, alcohólicos, ludópatas y adictos de todo tipo. Cuando un amigo le preguntó al presidente Kennedy por qué permitía que su lujuria interfiriese en la seguridad nacional, respondió: "No puedo evitarlo".

Ante el problema, la Iglesia es una de las pocas instituciones que no ha cerrado las ventanas ni atrancado las puertas hasta que pase la tormenta. No se ha acurrucado en sí misma “hasta que los bárbaros se retiren a los bosques”. Ha plantado cara al problema, ha endurecido su legislación, ha pedido perdón a las víctimas, las ha indemnizado y se ha tornado implacable con los agresores. Denunciemos los errores, desde luego, pero seamos justos con quienes sí quieren –a diferencia de Kennedy- evitarlos.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Ocupar el lugar de la fe es el error del laicismo (español)

Entrevista a Rafael Navarro-Valls, catedrático de derecho eclesiástico y autor del libro “Entre la Casa Blanca y el Vaticano”/abc /martes 26 de enero de 2010

¿El obispo de San Sebastián, Munilla, será látigo y «cólera de Dios» para los nacionalistas?
No será «látigo» para nadie, sino pastor para todos.

Laicista confeso, Zapatero se integra entre orantes. ¿Confía?
Tengo la esperanza de que se vea como una forma de valorar la Religión. Tal vez ZP tome conciencia de que el Estado necesita de energías morales que éste no puede aportar.

¿Obama es el «Dios» de ZP?
Todos están de paso en la política, sobre todo los presidentes. No sería razonable adorar a quien antes de que se dé cuenta deberá partir.

Benedicto XVI vs Barack Obama. ¿El más poderoso?
El poder político en estado puro reside en la Casa Blanca; la primera autoridad moral de la tierra es el inquilino del Vaticano. Actúan en coordenadas diversas. A la larga, el espíritu acaba imponiéndose sobre la biología: ley de vida.

¿Quién tiene más adeptos, la política o la espiritualidad?
No son incompatibles, pero la espiritualidad, que es la búsqueda del mundo interior, preocupa a millones de seres. A la política se dedica un reducido número, aunque repercuta en la sociedad.

Un lustro después de su muerte, ¿hemos olvidado a Wojtila?
No es fácil olvidar a quien fue calificado de «portavoz planetario de los derechos humanos». Su pronta beatificación es universalmente aplaudida por millones de seres.

La izquierda quiere un «Estado laico». ¿Tiene explicación?
También yo soy un fan del Estado laico, pero siempre que la laicidad se entienda positivamente, no como forma de sustituir las antiguas «teocracias» por modernas «ideocracias». Es un error del laicismo español querer ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de la fe.

¿Qué demoledoras consecuencias tuvo la errónea identificación entre laicidad del Estado y hostilidad hacia la Iglesia?
La política religiosa de la II República no fue acertada, al no aceptar el peso de la Iglesia. La Constitución subsanó ese error estableciendo un punto de equilibrio entre la neutralidad radical de la II República y la sospechosa camaradería de la época posterior.

¿Laicidad es indiferencia o animadversión hacia la Religión?
Régis Debray (que no es una hermana de la caridad) preconiza el paso de una «laicidad de incompetencia» o de combate a una « laicidad de inteligencia», de «mano tendida». Es decir, una laicidad positiva que reconoce el valor social del factor religioso.

¿Es vital enseñar la Religión?
La Religión no está out (fuera) y el agnosticismo in (dentro). La firmeza de las convicciones -a la que la enseñanza de la Religión contribuye- ayuda a difundir principios vitales como la solidaridad, el respeto a la vida humana y la tolerancia.

¿Por qué quieren descolgar los crucifijos?
Porque no reflexionan sobre estas palabras de un Tribunal Constitucional europeo: «No es inconstitucional que los niños desde su infancia -y los hijos de padres ateos- conozcan que hay personas con creencias religiosas y que desean practicarlas».

¿El aborto da carta de naturaleza a la cultura de la muerte?

Para la sociedad secularizada, la vida de «aquí abajo» es la única de la que muchos creen disponer. Una ley de aborto, al eliminar esa «única» vida, contradice la imagen de sí mismo que el hombre «moderno» ha elaborado. Paradoja y ataque a los derechos humanos.

¿El matrimonio es un bien social o un contrato basura?
Es un bien social, pero se convierte en «contrato basura» cuando la legislación se empeña en resaltar sus accidentes y no su sustancia.

Y a la unión gay, ¿se le debe llamar matrimonio?
¿Debe llamarse contrato de permuta al de compraventa?

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Matar al mensajero

Por Rafael NAVARRO VALLS, EL MUNDO. MIÉRCOLES 4 DE NOVIEMBRE DE 2009

Un tribunal tiene la última palabra no porque tenga siempre la razón, sino más bien porque es la última instancia. Conviene tener presente esta verdad para no convertir cada sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en una especie de icono mediático que merece adoración indiscutida.

La sentencia Lautsi c. Italia es un ejemplo de cómo un tribunal puede caer en las redes del activismo político trasladado al ámbito judicial: un tema sensible, la hipotética influencia de la presencia tradicional de crucifijos en la escuela en las conciencias infantiles, se ha convertido en campo de batalla para recortar la posición de la religión en la esfera pública. Una suerte de estímulo para que los estados sólo toleren la manifestación pública de valores morales que no sean religiosos o que, al menos, estén desprovistos de su connotación religiosa, a pesar de que esos valores constituyan, paradójicamente, el humus donde el mismo Estado tiene su origen. Una curiosa percepción de la laicidad del Estado que permite quedarse con los frutos siempre que se tale el árbol. Quedarse con el mensaje, pero matando al mensajero.

No es una sentencia aislada. Se inserta en una serie de decisiones del citado tribunal a favor de políticas de eliminación de símbolos religiosos personales –sobre todo islámicos– en entornos educativos, en Francia y en Turquía, duramente criticadas por juristas de muy diversos países e ideologías. De ahí la preocupación manifestada en agosto por la Comisión sobre Libertad Religiosa Internacional de EEUU.

Uno de los expertos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) en materia de libertad religiosa, el profesor Javier Martínez-Torrón, observaba con razón que el Tribunal de Estrasburgo ha iniciado una deriva «demasiado tributaria de una concepción que entiende la laicidad no como neutralidad del Estado ante el hecho religioso o ideológico, sino como ausencia de visibilidad de la religión, es decir, como una situación artificial que garantiza entornos libres de religión, pero no libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable».

Contrasta esa deriva, por ejemplo, con una declaración del Constitucional alemán en 2003: «No es inconstitucional que todos los niños desde su infancia –también los hijos de padres de ideología atea– conozcan que hay en la sociedad personas con creencias religiosas, y que desean practicarlas». O con el Supremo de EEUU (Marsh v. Chambers, 1983), que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en la apertura de las sesiones legislativas del Senado, lo calificaba como «un reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de este país y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial».

domingo, 10 de mayo de 2009

Pasión y derecho

Por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de Derecho Canónico de la Universidad Complutense de Madrid.

Fuente: Análisis Dogital, 8 de mayo de 2009.

La admisión a trámite por el Congreso de una propuesta sobre las declaraciones de Benedicto XVI en relación con el preservativo y el SIDA ha desatado una tormenta. Por un lado, los cardenales Cañizares, Amigo, Rouco y Martínez Sistach han “lamentado” una actuación que no representa a España, que supone “un fundamentalista auto de fe”, o que "atenta a la libertad de expresión del Papa”. Por otra parte, algún partido político ha manifestado su extrañeza por la reacción de la Jerarquía española. Es evidente que éste es un tema"apasionante”, en el sentido de que suscita reacciones “apasionadas”.

También lo es para los juristas, en cuanto que en la cuestión se entrecruzan derechos fundamentales (libertad de expresión y libertad de conciencia, entre otros), colisión entre normas (parlamentarias, concordadas, etc.), usos internacionales (desde la cortesía parlamentaria a la ética política ) o convicciones religiosas grabadas en el código genético de millones de ciudadanos. Permítanseme algunas observaciones que introduzcan el tema en la objetivización mediática y en la asepsia del discurso jurídico.

No es cierto que los media occidentales hayan tomado partido en bloque contra el Papa. Basten los ejemplos, entre otros muchos, de The Guardian, Washington Post y Le Monde, que han reaccionado con mucha prudencia frente al tema, publicando trabajos documentados en los que se afirma: 1) Que solamente "han logrado verdadero éxito (contra el SIDA) los programas que han insistido seriamente en el retraso de la actividad sexual de los jóvenes y la monogamia recíproca” (Le Monde); 2 ) Que, en realidad, “el preservativo amenaza la lucha contra la infección en África, ya que estimula comportamientos de riesgo“ (The Guardian); 3) Que “la promoción de la fidelidad sexual ha funcionado como eficaz barrera contra la infección del IHV", como lo demuestra el caso de Uganda (The Washington Post). Por lo demás, frente a cierta “intelligentsia” occidental, ávida de vendettas, contrasta la africana que ha reaccionado masivamente alineándose con Benedicto XVI.

Pasemos ahora al plano estrictamente jurídico. Como es sabido, la Mesa del Congreso de los Diputados "es el órgano rector de la Cámara” (art. 30 Reglamento) que, entre otras funciones, “califica… los escritos y documentos de índole parlamentaria” (art.31.1.4 Reglamento). Su composición le confiere un carácter marcadamente político, lo cual implica que, aparte de su componente jurídico-administrativo, debe hacer juicios de valor político, a la que apunta su misión “calificadora” de los escritos planteados. Si su papel se recondujera a puro cotejo de las proposiciones con normas administrativas, perdería sentido su propia existencia teniendo en cuenta el excelente staff jurídico de la Cámara.

De ahí que es doctrina aceptada por la Mesa (cfr, por ejemplo, el Acta de la Mesa del Congreso de 21.04.009) que la calificación que le corresponde se extiende, entre otros, a “los escritos que puedan afectar a la cortesía parlamentaria” o aquellos “en que hay dudas sobre la competencia del Gobierno en la materia”. Así por ejemplo, rechazó el 20.11.07 una pregunta sobre el Duque de Lugo, en una interpretación extensiva de lo dispuesto en el art. 56.3 de la Constitución sobre la inviolabilidad de la persona del Rey. Es evidente que con estos antecedentes era obligado rechazar un escrito que implica una actitud hostil, cuando no ofensiva, contra alguien que, a la vez, es Jefe de Estado soberano y líder espiritual de mil millones de personas. Se entiende que la Secretaría de Estado, en relación con una decisión similar del Parlamento belga, deplorara que “se haya considerado oportuno criticar al Santo Padre basándose en un fragmento de entrevista desgajado y aislado del contexto, que ha sido utilizado por algunos grupos con claro intento de intimidación”. Por mi parte añadiré que la Nota de la Santa Sede es muy benévola, si se tiene en cuenta las peculiares características de la Cámara belga cuya actividad persecutoria en materia de confesiones y sectas religiosas es una verdadera afrenta al derecho europeo, criticada duramente por expertos de medio mundo.

En la cuestión se entrecruzan temas jurídicos de entidad. Efectivamente, el juego conjunto de los artículos 16.3 de la Constitución, I.1 del Acuerdo jurídico entre la Santa Sede y el Estado español y el 2.2 de la ley Orgánica de Libertad Religiosa diseña un sistema de relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado español en el que es quicio fundamental la libertad de las autoridades eclesiásticas (incluido el Papa) “de ejercer su misión apostólica” en el pleno ejercicio de los derechos fundamentales, incluida la libertad de expresión que, unida a la de conciencia, es en todo Occidente la estrella polar que orienta a la democracia.

Por lo demás, repasando la normativa que regula las Cortes españolas es claro que su competencia en materia internacional no es universal, sino limitada. En concreto, el Parlamento español no parece tener competencia para enjuiciar opiniones morales de un Jefe de Estado extranjero, ya que según el art. 97 de la Constitución corresponde al Gobierno “dirigir la política exterior”. Sin perjuicio de que ésta pueda ser controlada por las Cortes. A lo que se añade la imprudencia de emitir un “juicio moral” sobre palabras de quien es, para muchos españoles y no españoles, católicos o no, la primera autoridad espiritual de la Tierra.

Apasionamiento y derecho son compatibles, siempre que el primero no ofusque al segundo. Esto sucede cuando el máximo órgano de representación popular se convierte en escenario de cacerías políticas internacionales de incierto destino jurídico.

viernes, 19 de diciembre de 2008

¿Qué mosca le ha picado al Gran Duque?

Rafael Navarro-Valls, en La Gaceta de las Negocios, el 16 de diciembre de 2008

Hay veces en que la “conciencia común de la sociedad”, aquélla que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico.

EL título no es mío: es de Le Monde. Me ha hecho gracia porque describe correctamente la sensación de perplejidad de algunos políticos profesionales en el microestado de Luxemburgo, ante la negativa de su Gran Duque de sancionar una determinada ley.

El 17 de junio de 1940, Charles De Gaulle abandonaba Francia apelando a su conciencia, que le impedía colaborar con el gobierno colaboracionista de Petain. Pocos políticos franceses entendieron inicialmente su acción, pero todos la admiraron. Siglos antes, Tomás Moro renunciaba a la Cancillería real y a su propia cabeza por una cuestión de conciencia: no podía jurar el texto de una ley de Enrique VIII. En aquel momento histórico la gran mayoría de políticos profesionales del establishment inglés no comprendieron su postura. Sólo la Historia realzó el gesto y su figura.

Dando un salto de siglos, y en rápida sucesión, dos jefes de Estado acaban de apelar de algún modo a su conciencia para oponerse a la promulgación de leyes que, además, entienden no beneficiosas para el contexto social de sus países. Me refiero al presidente socialista uruguayo, Tabaré Vázquez y al aludido Gran Duque, Enrique de Luxemburgo. En ambos casos se trata de normas legales aprobadas por escasa mayoría.

En el primer supuesto, nos encontramos ante una ley que permitiría abortar en Uruguay durante las doce primeras semanas de gestación. Dicha ley fue aprobada en el Senado por una mínima diferencia.

En la Cámara de Diputados, la ley obtuvo 49 votos a favor, 48 en contra y dos abstenciones. Días después, con el poder que le otorga la Constitución, el presidente Vázquez, médico oncólogo, vetó la ley.

El proyecto de ley que despenaliza en Luxemburgo la eutanasia bajo determinadas condiciones, pendiente de una segunda lectura dentro de unos días, fue aprobado con una ajustada mayoría de 30 votos contra 26. Al acercarse el momento de la votación definitiva del proyecto, el Gran Duque Enrique de Luxemburgo ha comunicado a los líderes parlamentarios que no sancionará la ley porque ello violaría su conciencia.

Estas actuaciones se producen cuando todavía resuenan en Europa las razones que movieron a Balduino de Bélgica, en marzo de 1990, a negarse a sancionar la ley de aborto aprobada por el Parlamento: “Sé que corro el peligro de no ser comprendido por una parte de mi pueblo, pero éste es el único camino que puedo seguir según mi conciencia”. Ante esta firme actitud, el Gobierno belga, acogiéndose al juego combinado de los artículos 82 (concerniente a la imposibilidad del rey para gobernar) y 79 de la Constitución ( transferencia del poder en ese caso al Consejo de Ministros), anunció que el monarca se encontraba “en incapacidad temporal para gobernar”. Promulgada la ley con la sola autoridad del Gobierno, el Parlamento devolvió a Balduino, sin ningún voto en contra, sus atribuciones constitucionales. Cuatro años después (julio de 1994), el presidente de Polonia, Lech Walesa, comunicó al Parlamento que no firmaría la ley que extendía la despenalización del aborto a las llamadas “causas sociales”. Advirtió, además, que dimitiría de su cargo si la ley entraba en vigor. No fue necesaria la dimisión, ya que en el Parlamento polaco los votos favorables a la ley no obtuvieron el quórum necesario para levantar el veto presidencial.

Volviendo al Gran Duque, ¿qué mosca le ha picado, y con él a los restantes aludidos? Para explicar el problema, conviene partir del dato experimentable de que en política, como en la vida, abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia. Al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones. Junto a ellas, existen otras que resuelven el drama interior que implica el choque entre norma y conciencia individual apostando por la segunda. Quiero decir, que hay veces en que la “conciencia común de la sociedad”, aquella que cristaliza en leyes, golpea a la conciencia de individuos singulares creando un conflicto moral y jurídico. Con dolor y sin soberbia, el desenlace del drama es una sencilla afirmación: “No puedo hacerlo contra mi conciencia”. Es la confirmación de que "la historia se escribe no sólo con los acontecimientos que se suceden desde fuera, sino que está escrita antes que nada desde dentro; es la historia de la conciencia humana y de las victorias o de las derrotas morales”. Desde luego, hay supuestos de complejas y delicadas situaciones constitucionales en las que la conciencia puede decir más bien poco. Sin embargo, los casos que acabo de describir, por encima de legítimas polémicas jurídicas, refuerzan la valoración de las objeciones de conciencia como uno de los nuevos derechos de libertad emanados de la evolución de la conciencia social.

Algunos se ponen tensos ante estas afirmaciones, como si tras ellas se ocultara la amenaza de un “apocalipsis jurídico”. En realidad, el Derecho es tan flexible que suele adaptarse sabiamente a las necesidades sociales sin grandes terremotos sociales. Un sistema jurídico maduro como los buenos juristas saben tener la solidez de una roca en sus convicciones junto a la flexibilidad de un junco en sus aplicaciones. Bélgica supo encontrar la fórmula para mantener la ley de aborto y reponer a Balduino en su trono. Polonia evitó una crisis constitucional aplicando mecanismos jurídicos y Luxemburgo busca con sutiles fórmulas defender la conciencia de Enrique y promulgar la ley, si se aprueba en segunda lectura. Incluso en la hipótesis de que un concreto precepto legal provocara una oposición masiva de ciudadanos en ejercicio de su libertad de conciencia, el legislador habría de reflexionar, más allá de la objeción de conciencia, sobre la justicia misma de una ley que desencadena un rechazo social de amplias proporciones.

Acaba de conmemorarse el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Desde diciembre de 1948 la vida política e internacional de las naciones ha girado en torno a ese eje. Este más de medio siglo ha demostrado que la lucha por los derechos humanos se ha planteado como un esfuerzo continuado de millones de personas que, como ha dicho Cassese, "intervienen de mil modos en las mil encrucijadas del acontecer humano”. Un ejército en el que todos somos necesarios: desde las madres de mayo hasta los objetores de conciencia pasando por anónimos operadores del Derecho. A veces, muy a su pesar, según mi experiencia, sucede que los interpelados en su conciencia son algunos conductores de pueblos. En estos supuestos, “la mosca que les pica” es un complejo proceso mental que desemboca en una dura carga: la de enfrentarse con parte de la clase política de su país y con parte de su pueblo para defender su conciencia. En el caso del Gran Duque su posición le conllevará, además, una carga suplementaria: ver reducido su poder como Jefe del Estado, ya que el Parlamento acaba de aprobar un proyecto de ley que modifica la Constitución luxemburguesa por el que al soberano se le priva de su poder de sancionar las leyes, reservándole solamente el de “promulgarlas”.

Es verdad que Enrique de Luxemburgo no está solo con su conciencia frente a todos. La ley tiene a la clase médica en contra y, hecho insólito en la vida política del pequeño país, una gran parte del pueblo también en contra. Por encima de las legítimas reacciones favorables (por ejemplo un grupo de parlamentarios franceses han emitido un comunicado solidarizándose con el Gran Duque) o adversas (el partido de los verdes, impulsor de la ley, amenaza con una crisis constitucional), lo que aquí se dilucida es una cuestión más grave: la de la propia noción de derecho y justicia. Hoy soplan vientos que impulsan un concepto de justicia en la que el derecho no se agota en la ley, ni toda ley es, de por sí, justa. Comienza a recuperarse la función ética que, en la teoría clásica de la justicia, correspondía a la conciencia singular del individuo. Muy especialmente la libertad de conciencia, que es, como dijo hace más de 60 años el Tribunal Supremo norteamericano, "la gran estrella fija en nuestra constelación constitucional".

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense.

sábado, 20 de septiembre de 2008

La democracia laicista

Por Rafael Navarro-Valls, artículo publicado el 03-I-2007 en ConoZe

España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas, se desencadenó la guerra de los belenes, la de los documentos ...

España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas (dos memorias históricas en tensión), se desencadenó la guerra de los belenes (villancicos contra himnos laicos), la de los documentos (el del PSOE contra el de la Conferencia Episcopal) o la de la financiación de las Iglesias (IU-ICV contra PSOE). Una confrontación en la que algunos de los contendientes se acusan mutuamente de representar al «nacional agnosticismo» o al «nacional catolicismo». Parecemos zambullidos en un intercambio de agravios que, en realidad, son manifestaciones sectoriales de una contienda de más amplio respiro: la de los laicismos. Ahora que el comienzo de un nuevo año suele aquietar las pasiones, intentemos también tranquilizar los entendimientos.

Estas confrontaciones no son nuevas ni tan originales como piensa la prensa francesa o americana. Con motivo de las recientes elecciones estadounidenses, algunos evangelistas radicales parecían pedir contra el laicismo militante una estrategia similar a la de Mac Arthur contra los japoneses durante la Guerra del Pacífico. Según uno de ellos, se hace necesario: «Rodear sus bastiones, sitiarlos, aislarlos, y, por fin, expulsarlos de sus búnkeres con el combate cuerpo a cuerpo». En el otro extremo del espectro, la historia real del laicismo -en toda Europa, incluida España- está llena de ejemplos de grupos religiosos que son disueltos por el Estado, de líderes religiosos que son arrestados por una alegada falta de lealtad, de propiedades de estos grupos que son incautadas por el Estado, y de denegaciones de personalidad jurídica a las congregaciones. Por supuesto, el principal objetivo de estos ataques laicos fueron, en el pasado, como ha demostrado Jeremy Gunn, la Iglesia, el clero y las congregaciones de monjes y monjas católicos.

Hoy en día, algunos objetivos populares del laicismo incluyen también ataques a movimientos religiosos que parecen inusuales, o no estrictamente europeos: desde el velo islámico a la kipá judía. Aunque el objetivo parece más de fondo: neutralizar cualquier inspiración religiosa de las políticas europeas.

No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: «Dado que en la historia del laicismo europeo hay periodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales».

En efecto, los creyentes europeos -incluidos los españoles- deben ser conscientes de que la derecha moderada y la izquierda razonable -al menos la americana- no rechazan la inspiración religiosa de las actuaciones públicas. Michael Walzer, profesor de Filosofía política en Princeton, uno de los gurús más escuchados de la izquierda americana, ha recordado que a nadie causaba extrañeza «cuando Martin Luther King sostenía que todos habíamos sido creados a imagen y semejanza de Dios, o cuando los abolicionistas movilizaron a la opinión pública protestante contra la esclavitud, o los predicadores del gospel social apoyaron políticas progresistas, o cuando los obispos católicos americanos publicaron declaraciones críticas sobre la disuasión nuclear o la justicia social». La inspiración religiosa de esas propuestas (incluidas las de los temas de familia, aborto, células madre, etcétera) es tan legítima como la inspiración ecologista, liberal o sindical. En el espacio público y en la sociedad civil, los creyentes deben ser bienvenidos y sus argumentaciones deben ser tratadas como las de cualquier otro. Expuestas a la crítica o a la adhesión, a la derrota o al éxito, pero, como observa Aréchaga, no excluidas del debate. Ése es el espíritu de la verdadera laicidad.

Uno de los errores del laicismo español es su tendencia a convertirse en una nueva religión. Su proclividad a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia. Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entiende desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios, etcétera) por celebraciones civiles. Hoy algunos quisieran ejercer a través de la laicidad una suerte de fundamentalismo de la purificación social que arroja fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso. Algo así -si se me permite parafrasear a Evelyn Waugh- «como un reloj que siguiera dando su tictac en la muñeca de un hombre agonizante».

Hace unos días no pude dejar de esbozar una sonrisa ante la fotografía del secretario de Organización del PSOE, José Blanco, junto a Howard Dean, el más izquierdista de los demócratas y el candidato a la Presidencia americana más laico desde Michael Dukakis. La verdad es que si el primero se refirió en algún momento a las «posiciones casposas» de los obispos, el segundo manifestó un sorprendente entusiasmo por frecuentar su Iglesia en cuanto se caldearon las primarias a las que se presentó. Y si comparamos al presidente Rodríguez Zapatero con el izquierdista Clinton, baste este dato: la ley estadounidense de defensa del matrimonio heterosexual de 1996, que sólo reconoce a efectos federales el matrimonio «como una unión entre hombre y mujer» lleva la firma del segundo; la ley española que autoriza el matrimonio de personas del mismo sexo fue directamente promovida por Rodríguez Zapatero. Si pasamos al tema de la Religión en la escuela, no olvidemos que en 1995 la Administración de Clinton publicó unas directrices que prohibían a los funcionarios escolares impedir que los alumnos rezaran o hablaran de religión en la escuela. La Constitución, decía Clinton, «no obliga a los niños a dejar su religión a la entrada del centro». En fin, la gran esperanza de la izquierda americana para 2008, Hillary Clinton -la «nueva Pasionaria americana», según Micklethwait- es una entusiasta metodista que frecuenta más su Iglesia que el mismo Bush, también metodista, por cierto.

El contraste estriba, me parece, en que unos consideran la laicidad como algo positivo -de ahí su belleza- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. Para otros, la laicidad es un simple instrumento primordialmente diseñado para imponer una filosofía beligerante por la vía legislativa.

Esta última posición está en franco retroceso. Incluso los laicos europeos -y buena muestra es lo que sucede en Italia- están de vuelta, comenzando a hablar de «una religión civil cristiana» en la que se insertarían, entre otros, «valores cristianos como tolerancia, respeto a la vida humana y solidaridad». Algo que ayudaría a una Europa desgajada de sus raíces a salir de su actual crisis de identidad. Es la evolución que se observó en los últimos años del filósofo Norberto Bobbio, que está latente en Umberto Eco, y que explícitamente suscribe el ex presidente del Senado italiano Marcello Pera. Guste o no, Occidente parece estar redescubriendo las fuerzas que mueven la Historia.

Me da la impresión de que es un error de cálculo -el mismo error que se denunció respecto a los países del Este antes de la caída del muro- pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Como han demostrado Timothy Samuel Shah y Monica Duffy Toft, la religión ha movilizado a millones de personas para que se opusieran a regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, para que apoyaran los Derechos Humanos y para que aliviasen el sufrimiento de los hombres. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el África subsahariana y Asia. Sin olvidar su verdadera función en política: convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante El de arriba. Una ocasión espléndida para recordarlo este comienzo del año 2007.

Para evitar malentendidos, añado: soy un fan del Estado laico, precisamente porque es el que garantiza a todos el espacio para proponer libremente su concepción del hombre y de la vida social. Pero si lo que pretende el Estado laico es imponer por vía mediática o legislativa la ideología propia de algunos gobernantes, entonces está dejando de ser laico: se transforma en Estado propagandista. Lo cual es no sólo una contradicción jurídica. Es, sobre todo, un ingenuo error.

jueves, 3 de mayo de 2007

Dos corrupciones de la laicidad

Por Rafael Navarro-Valls, en La Gaceta, el 27 de abril de 2007

El laicismo radical es un instrumento diseñado para imponer una “filosofía” beligerante contra el factor religioso

La característica más sorprendente del nuevo laicismo radical es su tendencia a sustituir la vieja teocracia por ideocracias. Estas son especies de religiones incompletas, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quieren ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entienden desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o en sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios, etc.) por celebraciones “civiles”. Su objetivo es desencadenar un proceso nuevo “fundamentalismo”, esta vez orientado a una “purificación social”, que arroja los valores morales o religiosos fuera del ámbito de lo público.

La verdadera laicidad es algo positivo --de ahí su belleza-- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. El laicisimo radical, al contrario, es un simple instrumento diseñado para imponer una “filosofía” beligerante contra el factor religioso por la vía legislativa.

Es un error de cálculo del laicismo pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Fue el mismo error en que 1os analistas cayeron respecto a los países del Este, antes de la caída del muro. La verdad es que en el siglo XX los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al gobierno colonial y contribuyeron a llegada de la democracia en muchos países del Tercer Mundo. La religión movilizó millones de personas que se opusieron a regímenes autoritarios y apoyaron pacíficas transiciones democráticas. Sin olvidar su verdadera función en política que, como se ha dicho, es “convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante “El de arriba”.

Las arremetidas del laicismo tienen además un efecto negativo en el tejido social, que comienza a debilitarse con el chantaje de “lo políticamente correcto”. Uno de esos efectos es que entre las personas religiosas comienza a insinuarse lo que se ha llamado el “antimercantilismo moral”. Es decir, una especie de temor, por parte de 1as Iglesias y sus adeptos, a entrar en el juego de la libre concurrencia de 1as ideas y los valores morales. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de lo que cada uno tiene por bueno.

Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas inmediatamente son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que les lleva con demasiada frecuencia a esa posición que Tocqueville llamaba la “enfermedad del absentismo”, por la que el hombre se repliega sobre él mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso. De este modo, ciudadanos sólidamente religiosos que podrían aportar muchas cosas al torrente circulatorio de 1ª sociedad quedan marginados de la vida política y social.

No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: “Dado que en 1a historia del laicismo europeo hay períodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la Razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales”.

viernes, 9 de marzo de 2007

La democracia laicista

Por Rafael Navarro-Valls, en El Mundo, el 3 de enero de 2007

España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas (dos memorias históricas en tensión), se desencadenó la guerra de los belenes (villancicos contra himnos laicos), la de los documentos (el del PSOE contra el de la Conferencia Episcopal) o la de la financiación de las Iglesias (IU-ICV contra PSOE). Una confrontación en la que algunos de los contendientes se acusan mutuamente de representar al «nacional agnosticismo» o al «nacional catolicismo». Parecemos zambullidos en un intercambio de agravios que, en realidad, son manifestaciones sectoriales de una contienda de más amplio respiro: la de los laicismos. Ahora que el comienzo de un nuevo año suele aquietar las pasiones, intentemos también tranquilizar los entendimientos.
Estas confrontaciones no son nuevas ni tan originales como piensa la prensa francesa o americana. Con motivo de las recientes elecciones estadounidenses, algunos evangelistas radicales parecían pedir contra el laicismo militante una estrategia similar a la de Mac Arthur contra los japoneses durante la Guerra del Pacífico. Según uno de ellos, se hace necesario: «Rodear sus bastiones, sitiarlos, aislarlos, y, por fin, expulsarlos de sus búnkeres con el combate cuerpo a cuerpo». En el otro extremo del espectro, la historia real del laicismo -en toda Europa, incluida España- está llena de ejemplos de grupos religiosos que son disueltos por el Estado, de líderes religiosos que son arrestados por una alegada falta de lealtad, de propiedades de estos grupos que son incautadas por el Estado, y de denegaciones de personalidad jurídica a las congregaciones. Por supuesto, el principal objetivo de estos ataques laicos fueron, en el pasado, como ha demostrado Jeremy Gunn, la Iglesia, el clero y las congregaciones de monjes y monjas católicos.
Hoy en día, algunos objetivos populares del laicismo incluyen también ataques a movimientos religiosos que parecen inusuales, o no estrictamente europeos: desde el velo islámico a la kipá judía. Aunque el objetivo parece más de fondo: neutralizar cualquier inspiración religiosa de las políticas europeas.
No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: «Dado que en la historia del laicismo europeo hay periodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales».
En efecto, los creyentes europeos -incluidos los españoles- deben ser conscientes de que la derecha moderada y la izquierda razonable -al menos la americana- no rechazan la inspiración religiosa de las actuaciones públicas. Michael Walzer, profesor de Filosofía política en Princeton, uno de los gurús más escuchados de la izquierda americana, ha recordado que a nadie causaba extrañeza «cuando Martin Luther King sostenía que todos habíamos sido creados a imagen y semejanza de Dios, o cuando los abolicionistas movilizaron a la opinión pública protestante contra la esclavitud, o los predicadores del gospel social apoyaron políticas progresistas, o cuando los obispos católicos americanos publicaron declaraciones críticas sobre la disuasión nuclear o la justicia social». La inspiración religiosa de esas propuestas (incluidas las de los temas de familia, aborto, células madre, etcétera) es tan legítima como la inspiración ecologista, liberal o sindical. En el espacio público y en la sociedad civil, los creyentes deben ser bienvenidos y sus argumentaciones deben ser tratadas como las de cualquier otro. Expuestas a la crítica o a la adhesión, a la derrota o al éxito, pero, como observa Aréchaga, no excluidas del debate. Ése es el espíritu de la verdadera laicidad.
Uno de los errores del laicismo español es su tendencia a convertirse en una nueva religión. Su proclividad a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia. Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entiende desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios etcétera) por celebraciones civiles. Hoy algunos quisieran ejercer a través de la laicidad una suerte de fundamentalismo de la purificación social que arroja fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso. Algo así -si se me permite parafrasear a Evelyn Waugh- «como un reloj que siguiera dando su tictac en la muñeca de un hombre agonizante».
Hace unos días no pude dejar de esbozar una sonrisa ante la fotografía del secretario de Organización del PSOE, José Blanco, junto a Howard Dean, el más izquierdista de los demócratas y el candidato a la Presidencia americana más laico desde Michael Dukakis. La verdad es que si el primero se refirió en algún momento a las «posiciones casposas» de los obispos, el segundo manifestó un sorprendente entusiasmo por frecuentar su Iglesia en cuanto se caldearon las primarias a las que se presentó. Y si comparamos al presidente Rodríguez Zapatero con el izquierdista Clinton, baste este dato: la ley estadounidense de defensa del matrimonio heterosexual de 1996, que sólo reconoce a efectos federales el matrimonio «como una unión entre hombre y mujer» lleva la firma del segundo; la ley española que autoriza el matrimonio de personas del mismo sexo fue directamente promovida por Rodríguez Zapatero. Si pasamos al tema de la Religión en la escuela, no olvidemos que en 1995 la Administración de Clinton publicó unas directrices que prohibían a los funcionarios escolares impedir que los alumnos rezaran o hablaran de religión en la escuela. La Constitución, decía Clinton, «no obliga a los niños a dejar su religión a la entrada del centro». En fin, la gran esperanza de la izquierda americana para 2008, Hillary Clinton -la «nueva Pasionaria americana», según Micklethwait- es una entusiasta metodista que frecuenta más su Iglesia que el mismo Bush, también metodista, por cierto.
El contraste estriba, me parece, en que unos consideran la laicidad como algo positivo -de ahí su belleza- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. Para otros, la laicidad es un simple instrumento primordialmente diseñado para imponer una filosofía beligerante por la vía legislativa.
Esta última posición está en franco retroceso. Incluso los laicos europeos -y buena muestra es lo que sucede en Italia- están de vuelta, comenzando a hablar de «una religión civil cristiana» en la que se insertarían, entre otros, «valores cristianos como tolerancia, respeto a la vida humana y solidaridad». Algo que ayudaría a una Europa desgajada de sus raíces a salir de su actual crisis de identidad. Es la evolución que se observó en los últimos años del filósofo Norberto Bobbio, que está latente en Umberto Eco, y que explícitamente suscribe el ex presidente del Senado italiano Marcello Pera. Guste o no, Occidente parece estar redescubriendo las fuerzas que mueven la Historia.
Me da la impresión de que es un error de cálculo -el mismo error que se denunció respecto a los países del Este antes de la caída del muro- pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Como han demostrado Timothy Samuel Shah y Monica Duffy Toft, la religión ha movilizado a millones de personas para que se opusieran a regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, para que apoyaran los Derechos Humanos y para que aliviasen el sufrimiento de los hombres. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el Africa subsahariana y Asia. Sin olvidar su verdadera función en política: convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante El de arriba. Una ocasión espléndida para recordarlo este comienzo del año 2007.
Para evitar malentendidos, añado: soy un fan del Estado laico, precisamente porque es el que garantiza a todos el espacio para proponer libremente su concepción del hombre y de la vida social. Pero si lo que pretende el Estado laico es imponer por vía mediática o legislativa la ideología propia de algunos gobernantes, entonces está dejando de ser laico: se transforma en Estado propagandista. Lo cual es no sólo una contradicción jurídica. Es, sobre todo, un ingenuo error.