domingo, 28 de septiembre de 2008

Chesterton ha muerto

Sí, ya sé que de esto hace mucho; no, no me confundo con Paul Newman; se trata de Chesterton, la revista mensual de análisis, información y sentido común, cuya versión digital tenía enlazada en mi sección de publicaciones.

Desde julio tienen puesta una nota de Álex Rosal para los suscriptores que comienza diciendo:
Antes que nada quiero pedirle disculpas por la tardanza en ponernos en contacto con usted para ofrecerle una explicación al cierre de la revista Chesterton. Todos los que impulsamos Chesterton pusimos mucho empeño, ilusión y pasión en el proyecto, también una buena cantidad de dinero y, desgraciadamente, no supimos acertar suficientemente para que esta publicación se mantuviera en el mercado por mucho más tiempo. Es verdad que la crisis económica, que se venía incubando desde hacía meses, afectó rápidamente a la publicidad, que es la principal fuente de ingresos de una revista de este tipo. Fuera lo que fuera, no supimos, ni pudimos enderezar el rumbo de este apasionante proyecto. En fin, con dolor le transmito, en nombre de todos los accionistas y trabajadores, la noticia del fallecimiento de la revista Chesterton en papel.
Se plantean resucitar la revista en internet: ¡ojalá!

¡Larga vida a Chesterton (y a Paul Newman)!

El progresismo cultural europeo de Le Monde Diplomatique contra la propuesta cristiana

Por Manuel Cruz, en Análisis Digital, el 9 de septiembre de 2008

En su número de septiembre, el mensual "progresista" francés “Le Monde Diplomatique”, publica un artículo del periodista Michel Cool (1) dedicado a la “crisis del catolicismo europeo” y en el que analiza lo que llama “el combate cultural de los episcopados”, con una alusión concreta a los “casos” de España, Italia y Polonia, para concluir que el jefe de la Iglesia católica sostiene sin pestañear el “combate” frontal que llevan a cabo los episcopados español e italiano contra sus “bestias negras”, es decir, el secularismo y el relativismo...

Así, a partir de la reciente Jornada de la Juventud de Sidney y la elección de Madrid para la siguiente edición, en 2011, el autor se pregunta si España, país que ya visitó Benedicto XVI en 2006, no se habrá convertido, a ojos del Papa, en lo que fue Polonia para Juan Pablo II, es decir, un puesto de vanguardia en la “reconquista católica” de una Europa que deriva hacia el relativismo.

La teoría da pie al periodista para analizar someramente la actitud de la Iglesia española a partir de la victoria socialista en las legislativas de 2004 y que, a su juicio, ha supuesto un auténtico “pulso” entre el poder y el episcopado “dirigido por un representante de su ala conservadora e intransigente: monseñor Antonio María Rouco Varela, cardenal-arzobispo de Madrid” al que define como un jurista “de pensamiento rectilíneo” y autor de una tesis doctoral sobre las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVI –el de la Contrarreforma- y que “parece nostálgico de una época en la cual era cosa natural la influencia de la Iglesia”.

Planteado su análisis desde la perspectiva de una pugna de poder entre un Gobierno que legisla en clave relativista y un episcopado que se comporta como si fuese una “ciudadela asediada”, Michel Cool rehuye, acaso por desconocimiento, un estudio más profundo de la realidad española para llegar a una conclusión simplista y deformadora: que el episcopado se niega a reconocer el pluralismo de la sociedad y que lo que se echa de menos en los dos campos, sobre todo en el lado de los obispos, son “espíritus abiertos” e inteligentes como el de Vicente Enrique y Tarancón que ya había comprendido, cuando presidía la Conferencia Episcopal, que la “recatolización” de España “era ilusoria”, una apreciación que parece sacada de contexto en la medida que ningún miembro de la Iglesia puede abdicar del apostolado, inseparable de su misión.

Aunque el articulista pretende describir un estado de la situación en España con medias verdades, que luego compara con la de Italia y Polonia para asentar la “crisis del catolicismo europeo”, lo que se echa de menos en su análisis es una alusión al problema de fondo que define las tensiones que registra la sociedad española a partir de la primera victoria de Zapatero: la pretensión del Gobierno socialista de convertirse en único “legislador moral” –lo que viene a desvirtuar el pluralismo que pretende defender- reduciendo a la esfera privada los valores cristianos fundados en la verdad y la libertad. Años atrás, el entonces cardenal Ratzinger ya escribió largo y tendido sobre las relaciones del cristianismo y la democracia y ha dejado bien sentado que la exigencia pública de la verdad, propia de la fe, no puede perjudicar ni al pluralismo ni a la tolerancia religiosa del Estado, pero que de ello no puede deducirse una plena neutralidad del Estado respecto a los valores; en otra palabras, que el Estado debe saber que existe una base de verdades que no está sometida al consenso sino que lo anticipa y lo hace posible. En este sentido, el cristianismo no puede renunciar a su dimensión pública y bien podría citarse en este contexto la defensa que la Iglesia de España ha asumido del derecho de los padres a la educación moral de los hijos, recogida en la Constitución y vulnerada con la asignatura obligatoria de “Educación para la Ciudadanía”.

El problema consiste en que en España, el Gobierno no reconoce siquiera la aportación humanista del cristianismo que, a su vez, nunca podrá renunciar a su verdad interna. No estamos, por tanto, ante una crisis del catolicismo que se manifiesta en el rechazo de su verdad –que la Iglesia está obligada a proclamar- por parte de un Gobierno laicista, sino, en todo caso, ante una crisis de entendimiento entre el poder temporal y el espiritual. La situación se agrava en función de una ausencia lacerante de pensadores realmente independientes en el ámbito de la laicidad, al estilo de lo que fue en Italia Indro Montanelli o el que fuera presidente del Senado italiano, Marcello Pera. ¿Es concebible siquiera, un diálogo público de corte filosófico entre un político socialista y “católico” como José Bono y el cardenal Rouco, pongamos por caso, como el que mantuvieron en su día Benedicto XVI y Pera?

Y si bien es verdad que la Iglesia no pretende poder temporal alguno, ni puede imponer su fe en Cristo como Hijo de Dios, del mismo modo no podría admitir, sin alzar su voz, que sea el Estado el que determine la forma de pensar de los ciudadanos y, en definitiva, de definir el bien y el mal. Es obvio que existe una pugna, que se remonta al comienzo de los tiempos: la verdad contra el engaño. Y también lo es que la Iglesia tendrá siempre que proteger a sus fieles contra los ataques del laicismo beligerante y dejar bien claros sus criterios a propósito de leyes nefandas como la que ahora proyecta Zapatero para declarar libre el aborto ¡y el suicidio asistido!... Otra cosa es que una parte de la sociedad las acepte y que, incluso, considere el relativismo como un instrumento de progreso y liberación, por mucho que se equivoque y se deje seducir por el mensaje "progresista"...

A este propósito el articulo de Michel Cool tampoco acierta cuando afirma que lo episcopados europeos han reducido su intervención pública a defender los “valores no negociables” considerados como cuestiones éticas como son el aborto, la procreación asistida o la eutanasia. Es mucho más lo que la Iglesia defiende, empezando por la libertad, la justicia, la familia y la dignidad humana como derechos inseparables de la democracia. Y, por encima de todo, lo que defiende y proclama es la fe, la esperanza y el amor para quien quiera oír el mensaje. En todo caso, la historia –que está jalonada de crisis- está lejos de haber terminado...

1. Michel Cool es un periodista especializado en temas de la Iglesia, autor de “Mensaje de silencio” (Albin Michel, Paris, 2008) y “Lourdes, ayer y hoy”, (Desclée de Brouwer, Paris, 2008)

sábado, 20 de septiembre de 2008

La democracia laicista

Por Rafael Navarro-Valls, artículo publicado el 03-I-2007 en ConoZe

España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas, se desencadenó la guerra de los belenes, la de los documentos ...

España está sumergida en guerrillas ideológicas que hacen las delicias de los corresponsales extranjeros. Tras la guerra de las esquelas (dos memorias históricas en tensión), se desencadenó la guerra de los belenes (villancicos contra himnos laicos), la de los documentos (el del PSOE contra el de la Conferencia Episcopal) o la de la financiación de las Iglesias (IU-ICV contra PSOE). Una confrontación en la que algunos de los contendientes se acusan mutuamente de representar al «nacional agnosticismo» o al «nacional catolicismo». Parecemos zambullidos en un intercambio de agravios que, en realidad, son manifestaciones sectoriales de una contienda de más amplio respiro: la de los laicismos. Ahora que el comienzo de un nuevo año suele aquietar las pasiones, intentemos también tranquilizar los entendimientos.

Estas confrontaciones no son nuevas ni tan originales como piensa la prensa francesa o americana. Con motivo de las recientes elecciones estadounidenses, algunos evangelistas radicales parecían pedir contra el laicismo militante una estrategia similar a la de Mac Arthur contra los japoneses durante la Guerra del Pacífico. Según uno de ellos, se hace necesario: «Rodear sus bastiones, sitiarlos, aislarlos, y, por fin, expulsarlos de sus búnkeres con el combate cuerpo a cuerpo». En el otro extremo del espectro, la historia real del laicismo -en toda Europa, incluida España- está llena de ejemplos de grupos religiosos que son disueltos por el Estado, de líderes religiosos que son arrestados por una alegada falta de lealtad, de propiedades de estos grupos que son incautadas por el Estado, y de denegaciones de personalidad jurídica a las congregaciones. Por supuesto, el principal objetivo de estos ataques laicos fueron, en el pasado, como ha demostrado Jeremy Gunn, la Iglesia, el clero y las congregaciones de monjes y monjas católicos.

Hoy en día, algunos objetivos populares del laicismo incluyen también ataques a movimientos religiosos que parecen inusuales, o no estrictamente europeos: desde el velo islámico a la kipá judía. Aunque el objetivo parece más de fondo: neutralizar cualquier inspiración religiosa de las políticas europeas.

No deja de tener razón Michael Burleigh cuando, después de estudiar rigurosamente el fenómeno, concluye: «Dado que en la historia del laicismo europeo hay periodos oscuros, incluido un genocidio cometido en nombre de la razón, quizá las personas religiosas deberían mostrarse menos a la defensiva de lo que suelen frente a los ataques de algunos laicistas radicales».

En efecto, los creyentes europeos -incluidos los españoles- deben ser conscientes de que la derecha moderada y la izquierda razonable -al menos la americana- no rechazan la inspiración religiosa de las actuaciones públicas. Michael Walzer, profesor de Filosofía política en Princeton, uno de los gurús más escuchados de la izquierda americana, ha recordado que a nadie causaba extrañeza «cuando Martin Luther King sostenía que todos habíamos sido creados a imagen y semejanza de Dios, o cuando los abolicionistas movilizaron a la opinión pública protestante contra la esclavitud, o los predicadores del gospel social apoyaron políticas progresistas, o cuando los obispos católicos americanos publicaron declaraciones críticas sobre la disuasión nuclear o la justicia social». La inspiración religiosa de esas propuestas (incluidas las de los temas de familia, aborto, células madre, etcétera) es tan legítima como la inspiración ecologista, liberal o sindical. En el espacio público y en la sociedad civil, los creyentes deben ser bienvenidos y sus argumentaciones deben ser tratadas como las de cualquier otro. Expuestas a la crítica o a la adhesión, a la derrota o al éxito, pero, como observa Aréchaga, no excluidas del debate. Ése es el espíritu de la verdadera laicidad.

Uno de los errores del laicismo español es su tendencia a convertirse en una nueva religión. Su proclividad a sustituir la antigua teocracia por una nueva ideocracia. Una religión tal vez incompleta, sin Dios y sin vida después de la muerte, pero que quiere ocupar en las almas de los ciudadanos el lugar de una fe que entiende desaparecida o en trance de serlo. De ahí los intentos, por ejemplo, de diseñar unas Navidades laicas o sustituir las celebraciones cristianas (bautismo, primeras comuniones, matrimonios, etcétera) por celebraciones civiles. Hoy algunos quisieran ejercer a través de la laicidad una suerte de fundamentalismo de la purificación social que arroja fuera del ámbito de lo público todo valor moral o religioso. Algo así -si se me permite parafrasear a Evelyn Waugh- «como un reloj que siguiera dando su tictac en la muñeca de un hombre agonizante».

Hace unos días no pude dejar de esbozar una sonrisa ante la fotografía del secretario de Organización del PSOE, José Blanco, junto a Howard Dean, el más izquierdista de los demócratas y el candidato a la Presidencia americana más laico desde Michael Dukakis. La verdad es que si el primero se refirió en algún momento a las «posiciones casposas» de los obispos, el segundo manifestó un sorprendente entusiasmo por frecuentar su Iglesia en cuanto se caldearon las primarias a las que se presentó. Y si comparamos al presidente Rodríguez Zapatero con el izquierdista Clinton, baste este dato: la ley estadounidense de defensa del matrimonio heterosexual de 1996, que sólo reconoce a efectos federales el matrimonio «como una unión entre hombre y mujer» lleva la firma del segundo; la ley española que autoriza el matrimonio de personas del mismo sexo fue directamente promovida por Rodríguez Zapatero. Si pasamos al tema de la Religión en la escuela, no olvidemos que en 1995 la Administración de Clinton publicó unas directrices que prohibían a los funcionarios escolares impedir que los alumnos rezaran o hablaran de religión en la escuela. La Constitución, decía Clinton, «no obliga a los niños a dejar su religión a la entrada del centro». En fin, la gran esperanza de la izquierda americana para 2008, Hillary Clinton -la «nueva Pasionaria americana», según Micklethwait- es una entusiasta metodista que frecuenta más su Iglesia que el mismo Bush, también metodista, por cierto.

El contraste estriba, me parece, en que unos consideran la laicidad como algo positivo -de ahí su belleza- que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. Para otros, la laicidad es un simple instrumento primordialmente diseñado para imponer una filosofía beligerante por la vía legislativa.

Esta última posición está en franco retroceso. Incluso los laicos europeos -y buena muestra es lo que sucede en Italia- están de vuelta, comenzando a hablar de «una religión civil cristiana» en la que se insertarían, entre otros, «valores cristianos como tolerancia, respeto a la vida humana y solidaridad». Algo que ayudaría a una Europa desgajada de sus raíces a salir de su actual crisis de identidad. Es la evolución que se observó en los últimos años del filósofo Norberto Bobbio, que está latente en Umberto Eco, y que explícitamente suscribe el ex presidente del Senado italiano Marcello Pera. Guste o no, Occidente parece estar redescubriendo las fuerzas que mueven la Historia.

Me da la impresión de que es un error de cálculo -el mismo error que se denunció respecto a los países del Este antes de la caída del muro- pensar que la religión está hoy out y el agnosticismo in. Como han demostrado Timothy Samuel Shah y Monica Duffy Toft, la religión ha movilizado a millones de personas para que se opusieran a regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, para que apoyaran los Derechos Humanos y para que aliviasen el sufrimiento de los hombres. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el África subsahariana y Asia. Sin olvidar su verdadera función en política: convencer a los que tienen el poder de que están aquí hoy y no lo estarán mañana, y que son responsables ante los de abajo y también ante El de arriba. Una ocasión espléndida para recordarlo este comienzo del año 2007.

Para evitar malentendidos, añado: soy un fan del Estado laico, precisamente porque es el que garantiza a todos el espacio para proponer libremente su concepción del hombre y de la vida social. Pero si lo que pretende el Estado laico es imponer por vía mediática o legislativa la ideología propia de algunos gobernantes, entonces está dejando de ser laico: se transforma en Estado propagandista. Lo cual es no sólo una contradicción jurídica. Es, sobre todo, un ingenuo error.

jueves, 18 de septiembre de 2008

¿Y qué es la laicidad positiva

Por José Javier Esparza, en IDEAL, hoy

La fórmula no puede estar más de moda: 'laicidad positiva'. Se diría que hemos encontrado la receta para suturar una brecha en la cultura occidental. Pero ¿de qué estamos hablando exactamente? ¿Qué es la laicidad?

'Laico' viene del griego 'laikós', que significa 'alguien del pueblo'. A través del latín 'laicus' pasó a definir a las personas que no pertenecen al clero. Después, en la terminología moderna, 'laico' empezó a designar todo aquello que es ajeno -no necesariamente contrario- a las confesiones religiosas. Y aún más tarde, en el vocabulario político de la modernidad, y en particular en la Francia del XIX, lo laico y el 'laicismo' pasaron a denotar la iniciativa del Estado para sustraer competencias a la Iglesia. Así lo 'laico' dejó de ser un estatus -yo soy un laico- para empezar a ser una política -el laicismo- orientada al conflicto con la Iglesia. De este camino se deduce claramente la nuez del asunto: cuando la Iglesia dice 'laico', habla de lo que no es clerical pero convive al lado de la religión; por el contrario, cuando lo laico se enarbola como bandera política, suele implicar una actitud hostil hacia la presencia religiosa en la vida pública.

Para entender esta trayectoria etimológica hemos de situarnos en el gran movimiento histórico de la secularización, que es la clave de la modernidad: los antiguos órdenes, sustentados sobre el origen divino del poder y el papel preponderante de la Iglesia son sustituidos por órdenes nuevos que reclaman plena autonomía. Expliquémoslo siguiendo el patrón de Hegel: la modernidad representa la afirmación de la individualidad frente a Dios (Reforma protestante), frente al conocimiento (Ilustración) y frente al poder (Revolución); añadamos por nuestra cuenta la afirmación del interés individual y del dinero frente a la comunidad (capitalismo burgués). Ese gigantesco proceso de tres siglos implica por fuerza el destierro político de la religión, a la que ya no se reconoce derecho a estar en la plaza pública. El laicismo es la consumación política de este movimiento y se sustancia en una propuesta radical: confinar lo religioso a la vida privada.

La cuestión es que el mundo laico, al cabo, no ha sido capaz de generar una moral social firme más allá de un 'sistema de egoísmos'. Podríamos hablar de fracaso del 'Estado predicador'. La moral ilustrada se ha resuelto hoy en relativismo y en nihilismo, lo cual se hizo especialmente patente a partir de los años setenta del pasado siglo. Eso no estaba en el programa de los modernos y ha obligado a una profunda reflexión. Reflexión, por cierto, gemela de la que se estaba viendo forzada a hacer la Iglesia. A partir de aquí, el diálogo ha empezado a ser viable.

Tal diálogo se materializa de manera muy visible en el intercambio entre Sarkozy y Benedicto XVI, pero tiene un antecedente decisivo: el diálogo entre el propio Ratzinger y Jürgen Habermas, recogido en 'Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión' (Encuentro, Madrid 2006). Resumámoslo así: la sociedad democrática -elecciones, Estado de derecho, libertades fundamentales- se basa en principios ajenos a la propia democracia; sólo son posibles desde la creencia común en una serie de valores que no son religiosos, pero que han sido legados a Occidente por la tradición griega, romana y cristiana. En consecuencia, si en nombre del laicismo desterramos la tradición espiritual de nuestra civilización, estaremos destruyendo los propios fundamentos de la democracia y las libertades.

Cuando hablamos de 'laicidad positiva' nos movemos en este campo conceptual. Así Sarkozy en San Juan de Letrán: «La República tiene interés en que exista una reflexión moral inspirada en convicciones religiosas. En primer lugar, porque la moral laica corre el riesgo de agotarse o de transformarse en fanatismo cuando no está respaldada por una esperanza que llene la aspiración al infinito. Y también porque una moral desprovista de lazos con la trascendencia está más expuesta a las contingencias históricas». Y así Benedicto XVI en el Palacio del Eliseo: «Es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado ante ellos. Y, al mismo tiempo, valorar más claramente el papel insustituible de la religión en la formación de las conciencias y su aportación al consenso ético de fondo en la sociedad». De ambos planteamientos se deduce la conveniencia de una laicidad positiva que «al mismo tiempo que vela por la libertad de pensar, de creer y de no creer -así lo dice Sarkozy-, no considere que las religiones son un peligro, sino más bien una ventaja».

Probablemente estamos ante el tema de nuestro tiempo. Desde el lado del pensamiento cristiano, el cardenal Scola lo ha expresado de manera inmejorable en su libro Una nueva laicidad (Encuentro, Madrid, 2007). Y desde el lado del pensamiento civil moderno, el ex canciller alemán Helmut Schmidt abunda en lo mismo en su último libro, 'Ausser Dienst' ('Fuera de servicio'), con unas palabras que vienen a resumir una opinión que ya no es excepcional en Europa: «Pese a todo mi escepticismo hacia una serie de dogmas cristianos siempre me he sentido cristiano (..). Sigo en la Iglesia porque genera contrapesos a la descomposición moral en nuestra sociedad».

Esto es, en fin, la 'laicidad positiva'. Desde una cierta perspectiva, digamos 'progresista', puede ser percibida como un camino de vuelta, como un retorno después de un extravío. Por supuesto, desde esa misma perspectiva puede argüirse que eso no va con España, porque nosotros aún estamos en el camino 'de ida'. Pero, incluso si así fuera, surge la pregunta de si tiene sentido emprender un camino del que otros han vuelto ya con las manos vacías -ese camino que lleva del Estado recaudador y administrador al Estado predicador-. Nada obliga a pasar por el trance de un laicismo agresivo; no deberíamos volver al XIX.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Laicidad positiva

JUAN VICENTE BOO para ABC. París, sábado 13-09-08

Benedicto XVI respaldó ayer ante el presidente de la República Francesa el concepto de «laicidad positiva» propuesto por Nicolás Sarkozy como vía de salida a los antiguos enfrentamientos entre laicistas y clericales, que amargaron la convivencia en su país como la amargan ahora en España. Aunque el protocolo francés prevé que el jefe del Estado espere a sus visitantes en el Palacio del Elíseo, Sarkozy acudió personalmente al aeropuerto de Orly acompañado de su esposa, Carla Bruni, repitiendo el gesto excepcional del presidente Bush el pasado mes de abril en Washington.

El extraordinario recibimiento que los grandes países otorgan a Benedicto XVI se justifica en cuanto el Santo Padre toma la palabra. Ayer, en su primer discurso, el Papa lanzó un mensaje que no sólo mejora el clima de convivencia sino que eleva el patrimonio intelectual de la República Francesa.

Refiriéndose a las satisfactorias relaciones con el Estado, el Santo Padre afirmó que «la Iglesia en Francia goza actualmente de un régimen de libertad. La desconfianza del pasado se ha transformado poco a poco en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más», en un clima «de buena voluntad recíproca».

Como el presidente francés, Benedicto XVI subrayó el papel positivo de la religión en la convivencia civil, aplaudió «la hermosa expresión de «laicidad positiva» que usted ha utilizado para calificar esta comprensión más abierta» y se declaró «profundamente convencido de que en este momento histórico en que las culturas se entrecruzan cada vez más es necesaria una nueva reflexión sobre el verdadero sentido y la importancia de la laicidad».

Según el Papa, «es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado ante ellos. Y, al mismo tiempo, valorar más claramente el papel insustituible de la religión en la formación de las conciencias y su aportación al consenso ético de fondo en la sociedad».

Volviendo a uno de sus temas intelectuales y evangélicos favoritos, Benedicto XVI recordó que el debate sobre obligaciones religiosas y políticas es antiguo y fue ya resuelto por Jesucristo con la fórmula: «Dad al César (al emperador) lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».

La independencia y a la vez complementariedad de papeles entre la Iglesia y el Estado quedo aún más clara cuando el Papa mencionó su preocupación por el aumento de la distancia entre ricos y pobres. Ante ese problema, «la Iglesia interviene, como tantas otras asociaciones, intentando ofrecer soluciones inmediatas (a los pobres y abandonados), pero es el Estado quien tiene que legislar para erradicar las injusticias».

Raíces cristianas
El Papa escuchó con gran interés el discurso de saludo en que el presidente de la República Francesa reiteró sin ambages que «nosotros asumimos nuestras raíces cristianas. Sería una auténtica locura privarnos de la sabiduría de las religiones. Sería un crimen contra la cultura y contra el pensamiento. Por eso propongo una laicidad positiva».

Aunque Sarkozy es un católico poco practicante, su concepto de «laicidad positiva» gusta a quienes aprecian el hecho religioso mientras que enfada a sus enemigos, que ayer volvieron a criticarle duramente. El presidente galo lanzó la idea en Roma el pasado mes de diciembre cuando acudió a la basílica de San Juan de Letrán en su calidad de canónigo extraordinario, igual que el Rey de España lo es de la basílica de Santa María la Mayor.

La «laicidad negativa»
En aquella visita, Sarkozy afirmó que la ley «de laicidad» de 1905 que limita algunas actividades de la Iglesia se ha quedado muy anticuada, y ha llegado la hora de pasar de esa «laicidad negativa» a una «laicidad positiva» en la que las organizaciones religiosas y el Estado colaboran para solucionar los problemas, cada uno con sus respectivos instrumentos y en sus propios ámbitos de actuación. Según el resumen de un comentarista improvisado, «los políticos no deben predicar y los curas no deben legislar, sino al revés».

En su discurso de ayer, el presidente francés señaló que «la laicidad positiva lleva al diálogo, pues es una laicidad abierta que lleva a un clima de tolerancia», en el que dejan de tener cabida tanto los fanatismos religiosos como los laicistas. Sarkozy recordó que «la democracia es hija de la razón», y subrayó que «la búsqueda de espiritualidad no es un peligro para la democracia».
Aun pregonando su entusiasmo por la decisiva contribución que el cristianismo ha prestado a la cultura francesa, el presidente de la República reiteró que el país acoge con alegría a los musulmanes, cuyos representantes acudieron ayer al Elíseo junto con los principales rabinos de París, algunos de los cuales habían acudido incluso a recibir al Papa en el aeropuerto. Según Sarkozy, «las raíces cristianas de Francia no impiden la vida en común con los musulmanes», igual que tampoco impiden escuchar a otras autoridades religiosas como el Dalai Lama, «que nos ha enriquecido con sus reflexiones», precisamente cuando la sociedad debe afrontar numerosos problemas difíciles, desde la integración cultural hasta las múltiples cuestiones bioéticas abiertas por las nuevas tecnologías.

El clima de visible aprecio entre líderes políticos y religiosos creaba ayer la impresión de un país concentrado en resolver sus problemas en lugar de crear otros nuevos e innecesarios. El telón intelectual de fondo era la compatibilidad o, mejor dicho, la complementariedad entre la fe y la razón, que el presidente francés mencionó en su discurso de bienvenida, mientras que el Santo Padre lo desarrolló en su encuentro con 700 intelectuales a última hora de la tarde, insistiendo en el carácter racional del cristianismo, pues Jesucristo es precisamente el «logos», la Razón, hecha carne. Por el contrario, el positivismo que ignora el aspecto espiritual del ser humano es «una capitulación de la razón» y supone «el fracaso del humanismo».

Francia, el país abanderado de la libertad y la razón, supo valorar al cardenal Ratzinger durante su etapa al frente de la Congregación de la Doctrina de la Fe mejor que Alemania o España. Mientras algunos periódicos le retrataban como el «panzerkardinal» o como «el gran inquisidor», la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas le eligió entre sus miembros en 1992 para sustituir nada menos que al físico y premio Nóbel ruso Andrey Sajarov después de su fallecimiento.

Con los jóvenes
Por ese motivo y muchos otros, Benedicto XVI pudo manifestar ayer en París su alegría por volver a una capital «que me es familiar y conozco bien, y donde gozo de buenas amistades humanas e intelectuales».

En su encuentro con los jóvenes en Notre Dame, el Papa les habló, como ya hiciera en Sidney, del Espíritu Santo y de San Pablo. Hoy celebra una misa en la Explanada de los Inválidos antes de viajar a Lourdes.

* Palabras del Encuentro con las autoridades del Estado en el palacio del Elíseo, París, 12 de septiembre de 2008 (en francés)

miércoles, 3 de septiembre de 2008

El Poder y la Cruz

Estoy leyendo en pequeños sorbos, Jesús de Nazaret, de Benedicto XVI, ahora que ya lo ha leído todo el mundo -según dicen-. Estoy disfrutando. El comentario a las tres tentaciones es terriblemente sugerente; pero muy en particular el de la tercera, la del poder, la más fuerte de las tres concupiscencias, en mi opinión.

Vale la pena leer el comentario entero, yo he seleccionado unos párrafos, son estos:

Pero volvamos a la tentación. Su auténtico contenido se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios.

La alternativa que aquí se plantea adquiere una forma provocadora en el relato de la pasión del Señor. En el punto culminante del proceso, Pilato plantea la elección entre Jesús y Barrabás. Uno de los dos será liberado. Pero, ¿quién era Barrabás? Normalmente pensamos sólo en las palabras del Evangelio de Juan: "Barrabás era un bandido" (Jn 18, 40). Pero la palabra griega que corresponde a "bandido" podía tener un significado específico en la situación política de entonces en Palestina. Quería decir algo así como "combatiente de la resistencia". Barrabás había participado en un levantamiento (cf. Mt 15, 7) y -en ese contexto- había sido acusado además de asesinato (cf. Lc 23, 19. 25). Cuando Mateo dice que Barrabás era un "preso famoso", demuestra que fue uno de los más destacados combatientes de la resistencia, probablemente el verdadero líder de ese levantamiento (cf. Mt 27, 16).

En otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente a frente. Ello resulta más evidente si consideramos que "BarAbbas" significa "hijo del padre": una denominación típicamente mesiánica, el nombre religioso de un destacado líder del movimiento mesiánico. La última gran guerra mesiánica de los judíos en el año 132 fue acaudillada por BarKokebá, "hijo de la estrella". Es la misma composición nominal; representa la misma intención.

Orígenes nos presenta otro detalle interesante: en muchos manuscritos de los Evangelios hasta el siglo III el hombre en cuestión se llamaba "Jesús Barrabás", Jesús hijo del padre. Se manifiesta como una especie de doble de Jesús, que reivindica la misma misión, pero de una manera muy diferente. Así, la elección se establece entre un Mesías que acaudilla una lucha, que promete libertad y su propio reino, y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida. ¿Cabe sorprenderse de que las masas prefirieran a Barrabás? (para más detalles, cf. Vittorio Messori, Pati sotto Ponzio Pilato?, Turín, 1992, pp.5262).

Si hoy nosotros tuviéramos que elegir, ¿tendría alguna oportunidad Jesús de Nazaret, el Hijo de María, el Hijo del Padre? ¿Conocemos a Jesús realmente? ¿Lo comprendemos? ¿No debemos tal vez esforzarnos por conocerlo de un modo renovado tanto ayer como hoy? El tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales. Soloviev atribuye un libro al Anticristo, El camino abierto para la paz y el bienestar del mundo, que se convierte, por así decirlo, en la nueva Biblia y que tiene como contenido esencial la adoración del bienestar y la planificación racional.

Por tanto, la tercera tentación de Jesús resulta ser la tentación fundamental, se refiere a la pregunta sobre qué debe hacer un salvador del mundo. (...)

Pero, ¿no decimos una y otra vez a Jesús que su mensaje lleva a contradecir las opiniones predominantes, y así corre el peligro del fracaso, el sufrimiento, la persecución? El imperio cristiano o el papado mundano ya no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Esta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica?