domingo, 30 de mayo de 2010

De qué hablamos cuando hablamos de ley natural, derecho natural y política

Artículo de Ángel Rodríguez Luño, profesor de Ética y Filosofía de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma) / Etica e politica / martes 18 de mayo 2010

1. ¿Qué es la ley natural?
El concepto de ley natural es un concepto filosófico, del que se han ocupado ampliamente las más variadas orientaciones del pensamiento ético a lo largo de la historia. Es verdad que también está presente en las principales religiones del mundo, y en la religión católica tiene una gran importancia. Pero eso no hace de la ley natural un tema confesional, sea porque la noción es originariamente filosófica, sea porque la religión católica lo ve como un instrumento de diálogo con todos los hombres, que debería permitir la convergencia en torno a unos valores comunes que la actual dimensión global de los problemas éticos hace particularmente necesaria: los problemas comunes exigen soluciones universalmente compartidas.

Entendiéndola en su sentido ético más básico, la ley natural es la orientación fundamental hacia el bien inscrita en lo más profundo de nuestro ser, en virtud de la cual tenemos la capacidad de distinguir el bien del mal, y de orientar la propia vida, con libertad y responsabilidad propia, de modo congruente con el bien humano. Santo Tomás de Aquino la considera como un aspecto inseparable de la creación de seres inteligentes y libres, y por ello la entiende come la participación de la sabiduría creadora de Dios en la criatura racional

Esta ley, dice Santo Tomás, “no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”. Con estas palabras se quiere afirmar que la inteligencia humana tiene la capacidad de alcanzar la verdad moral, y que cuando esta capacidad se ejercita rectamente y se logra alcanzar la verdad, nuestra inteligencia participa de la Inteligencia divina, que es la medida intrínseca de toda inteligencia y de todo lo inteligible y, en el plano ético, de todo lo razonable. En virtud de esa presencia participada, nuestra inteligencia moral tiene un verdadero poder normativo, y por eso se la llama ley.

Para entender bien qué es la ley natural conviene no olvidar que la noción de ley es análoga. Lo que a nosotros nos resulta más conocido son las leyes políticas emanadas por el Estado, y por eso existe el peligro de entender la ley natural como la expresión de un poder que se nos impone, o bien como un código inmutable de leyes ya hechas deducible especulativamente de una concepción de la naturaleza humana, como en siglos pasados pretendió el racionalismo

A mi juicio es importante entender bien el significado de la razón práctica en la constitución de la ley natural. La ley natural no es una especie de código civil universal. En realidad no es otra cosa que el hecho, incontestable, que el hombre es un ser moral y que la inteligencia humana es, de suyo, también una inteligencia práctica, una razón moral, capaz de ordenar nuestra conducta en vista del bien humano. Con otras palabras, ley moral natural significa que la instancia moral nace inmediata y espontáneamente del interior del hombre, y encuentra en él una estructura que la alimenta y sostiene, sin la cual las exigencias éticas serían opresivas e incluso completamente ininteligibles.

La ley moral natural fundamentalmente está formada por los principios que la razón práctica posee y conoce por sí misma, es decir, en virtud de su misma naturaleza. La ley natural es la ley de la razón práctica, la estructura fundamental del funcionamiento de la razón práctica, de todas sus evidencias y de todos sus razonamientos. Pero hay que añadir inmediatamente que la razón práctica se diferencia de la razón especulativa porque la razón práctica parte no de premisas especulativas, sino del deseo de unos fines, que la ponen en movimiento para buscar el modo justo de realizarlos. Por eso la razón práctica se mueve en el ámbito de las inclinaciones naturales, de las tendencias propias de la naturaleza humana (como son, por ejemplo, la sociabilidad, la creatividad y el trabajo, el conocimiento, el deseo de libertad, la tendencia sexual, el deseo de amar y de ser amado, la tendencia a la propia conservación y la seguridad, etc.).

La ley moral natural se llama “natural” porque tanto la razón que la formula como las tendencias o inclinaciones a las que la razón práctica hace referencia son partes esenciales de la naturaleza humana, es decir, se poseen porque pertenecen a lo que el hombre es, y no a una contingente decisión que un individuo o un poder político puede tomar o no. De aquí procede lo que suele llamarse “universalidad” de la ley moral natural. La universalidad de la ley natural no se debe concebir como si se tratase de una especie de ley política válida para todos los pueblos de todos los tiempos. Significa simplemente que la razón de todos los hombres, considerada en sus aspectos más profundos y estructurales, es substancialmente idéntica.

La universalidad afirma la identidad substancial de la razón práctica. Si la razón práctica no fuese unitaria en sus principios básicos, no sería posible el dialogo entre las diversas culturas, ni el reconocimiento universal de los derechos humanos, ni el derecho internacional.

Esta universalidad coexiste con la diversidad de aplicaciones prácticas por parte de los diferentes pueblos a lo largo de la historia, diversidad que se hace más grande cuanto más lejos de los principios básicos están los problemas de que se trata.

Si quisiéramos añadir algunas consideraciones desde el punto de vista cristiano, habría que decir que la ley moral natural es objetivamente insuficiente y fragmentaria. Es insuficiente para ordenar la convivencia social, y por eso ha de ser completada por las leyes civiles; y, en la práctica, es también insuficiente para garantizar la realización del bien personal: aunque, en línea de principio, indica todas las exigencias del bien humano, no posee la fuerza necesaria para evitar el oscurecimiento de la percepción de algunas exigencias éticas, debido al desorden introducido por el pecado en el hombre.

Por otra parte, considerada la totalidad del designio salvífico de Dios, es obvio que el bien sobrenatural del hombre, es decir, la realización de la unión con Cristo a través de la fe, la esperanza y la caridad, excede completamente el alcance de la ley moral natural.

2. Ley moral natural y percepciones morales erróneas
La existencia de la ley moral natural es compatible con la existencia y difusión de percepciones morales erróneas. Se trata de una cuestión compleja, sobre la que aquí me limitaré a proponer dos consideraciones.

La primera es que la ley moral natural es “natural” de modo muy parecido a como es natural para el hombre el lenguaje oral y escrito: los animales irracionales nunca conseguirán hablar, en cambio el hombre tiene la capacidad natural de hacerlo. Pero el ejercicio efectivo de esa capacidad requiere un largo período de aprendizaje. Y así como la calidad del lenguaje oral y escrito de cada uno depende de la calidad de su educación, así también de la diversa educación moral y humana dependerá en buena parte el valor de verdad de los juicios morales que cada uno formula.

Esto no constituye en realidad una objeción válida acerca de la existencia de la ley natural. Podría constituir una objeción la existencia de hombres completamente amorales, sin razón práctica, que no asumiesen, ante la propia vida o ante la de los demás, una actitud de valoración y de juicio; pero esto no sucede: por más que a veces se puedan encontrar comportamientos morales muy deformados, nunca son plenamente amorales. Del hecho que una capacidad natural pueda desarrollarse poco o ejercitarse de manera defectuosa, no es lícito concluir que tal capacidad no existe. Es verdad, en cambio, que el recto ejercicio de esa capacidad es una gran responsabilidad personal y colectiva.

La segunda consideración pertinente es que no todos los elementos de la ley natural tienen la misma evidencia. Considerada en su más íntima estructura, la ley natural está constituida por principios reguladores de la actitud (uso, posesión, deseo) ante los diferentes bienes humanos (tiempo, dinero, salud, amistad, sexualidad, etc.), que son las virtudes. Pero colocándonos en el plano de la reflexión sobre la actividad reguladora de la razón práctica, muchas de las exigencias de las virtudes se pueden formular como preceptos, y por eso se puede hablar de preceptos de la ley natural. No todos estos preceptos tienen la misma evidencia. En este sentido, Santo Tomás distingue tres órdenes de preceptos:

1) los principios primeros y comunes, que gozan de la máxima evidencia y que son aplicables a los diferentes ámbitos del obrar (la regla de oro, por ejemplo);

2) los preceptos secundarios muy cercanos a los preceptos de primer orden, que se refieren ya a ámbitos específicos del obrar (relaciones interpersonales, sexualidad, comercio, etc.), y que pueden ser alcanzados a partir de los de primer orden por medio de razonamientos sencillos y al alcance de todos. A este nivel está el Decálogo;

3) los preceptos secundarios más lejanos de los preceptos primeros, y que pueden ser conocidos a partir de los de segundo orden mediante razonamientos difíciles, que no están desde luego al alcance de todos. Santo Tomás dice que la generalidad de las personas llegan a conocer los preceptos de tercer orden mediante la enseñanza de los sabios.

En este tercer orden de preceptos me parece que está, por ejemplo, la absoluta indisolubilidad del matrimonio. A mi modo de ver, buena parte de los fenómenos actuales que son objeto de debate y que causan no poco dolor ponen de manifiesto el oscurecimiento, en el nivel individual y social, de percepciones morales de notable importancia, pero que en su mayor parte pertenecen a lo que hemos llamado antes preceptos de tercer orden, aunque en algún caso el oscurecimiento está llegando por desgracia bastante más arriba.

No cabe duda de que las personas y los pueblos pueden equivocarse en el modo de proyectar su vida. La historia y la experiencia lo demuestran. Pero la historia también demuestra que las personas y los pueblos no pierden la capacidad de auto-corregirse, y de hecho han logrado corregir total o parcialmente errores importantes como son la esclavitud, la discriminación racial, la atribución a la mujer de un papel subordinado en la vida familiar y social, la concepción absolutista del poder político, etc.

La ley natural es desde luego la norma según la cual todos, creyentes y no creyentes seremos juzgados, pero en el plano operativo se la debe ver no como un argumento de autoridad para condenar a otros, sino como un tesoro que está en nuestras manos y que comporta una tarea: contribuir mediante el diálogo y la acción inteligente para que la evolución de las personas y de los pueblos sea siempre un verdadero progreso.

En orden a esta contribución positiva conviene reflexionar sobre las causas del oscurecimiento de algunas cuestiones éticas que en el pasado parecían de una evidencia indiscutible. Se trata sin duda de causas complejas. Entre ellas tiene mucha importancia, a mi juicio, un modo no exacto de concebir la relación entre las cuestiones éticas y las ético-políticas.

Siempre se ha sabido que la consecución de la madurez moral personal no es independiente de la comunicación y de la cultura, es decir, de la lógica inmanente y objetivada en el ethos del grupo social, un ethos que presupone compartir ciertos fines y ciertos modelos, y que se expresa en leyes, en costumbres, en historia, en la celebración de eventos y personajes que se adecuan a la identidad moral del grupo. Por este motivo se consideraba razonable reforzar mediante diversas formas de presión familiar, social y política, exigencias éticas de índole personal o social.

En los diversos países, y a lo largo de la historia, muchas veces se logró un adecuado equilibrio entre la protección del ethos social y la libertad personal, pero en tantas otras ocasiones se han creado situaciones de hecho y de derecho no suficientemente respetuosas de la autonomía personal y de la distinción que existe y debe existir entre el ámbito público y el privado.

La cuestión es difícil, y no podemos detenernos en ella. Lo cierto es que ciertas situaciones históricas hacen que hoy pueda ser creíble a los ojos de muchos la crítica dirigida a ciertas normas morales en nombre de la libertad y, sobre todo, que resulte aceptable para muchos conceder una hiper-protección legal a comportamientos nocivos que no la merecen, por el simple hecho de que quizá en el pasado tuvieron que sufrir una censura que no siempre conseguía respetar de modo equilibrado el ámbito de la autonomía personal privada. El caso de las conductas homosexuales puede servir de ejemplo.

Repito que la cuestión es difícil. Me he ocupado de ella en algunas publicaciones dedicadas al estudio del relativismo ético-social.

En todo caso, la herencia del pasado explica que quien se opone a los que con ligereza inadmisible sacrifican la verdad sobre el altar de la libertad, hayan de hacerlo con modalidades que ni siquiera den la impresión de que están dispuestos a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad, actitud esta última que tampoco sería aceptable, porque la libertad es un bien humano fundamental y forma parte sin duda del bien común. En todo caso, pienso que algunas consideraciones sobre la relación entre la ley natural, el derecho natural y la política pueden tener algún interés.

3. Derecho natural y política
Se llama “derecho natural” a un ámbito particular de la ley natural: el ámbito de la justicia. El derecho natural es por ello algo más restringido que la ley natural. Se refiere fundamentalmente a la relación entre personas, entre instituciones o entre personas e instituciones, y por eso está en la base del orden social.

El derecho natural no es un cuerpo de leyes distinto de lo que nosotros llamamos hoy “ordenamiento jurídico” o cuerpo de las leyes del Estado. Aristóteles lo entendía de otra manera. En el derecho y en las leyes políticas, dice en la Ética a Nicómaco hay dos componentes: uno natural y otro legal. Es natural “lo que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no”; es legal “aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo”.

El derecho natural es una parte de lo que comúnmente llamamos derecho y ley, la parte que es naturalmente justa y por ello debe ser siempre así. Si consideramos, por ejemplo, la ley de tráfico española e inglesa, por la cual en España los automóviles van por la derecha de la carretera y en Inglaterra en cambio por la izquierda, se distingue en ella algo natural y algo convencional: es naturalmente justo y razonable que, dada la impenetrabilidad de la materia y mientras ésta dure, los coches que van y los que vienen no pueden ir por el mismo lado de la carretera; es convencional que los automóviles vayan por la derecha o por la izquierda.

Se puede elegir lo que más guste, pero una vez que se llegue a una decisión, todos la han de aceptar. El respeto de la justicia natural asegura un primer ajuste de la vida social a la realidad del mundo y al bien de las personas y de los pueblos. Si alguien se empeña en organizar la vida social como si la tierra fuera cuadrada o como si los hombres se encontrasen a gusto a una temperatura ambiente de diez grados bajo cero, se estrellará y, si todos le seguimos, nos estrellaremos todos. El respeto de lo que es justo por naturaleza es parte esencial de una característica fundamental de toda ley: la racionalidad, el ser razonable.

Los que trabajan en el mundo de la justicia, y muy particularmente los gobernantes y los legisladores, suelen notar una cierta incomodidad ante el concepto de derecho natural, porque les parece que se puede convertir en una instancia a la que cada ciudadano se puede apelar para desobedecer, por motivos de conciencia, a las leyes del Estado. El derecho natural se podría convertir en un instrumento desestabilizador en manos del arbitrio o de los intereses subjetivos, principio de desorden, enemigo de la certeza del derecho.

Es una desazón semejante a la que suscita en los gobernantes la idea de objeción de conciencia y, en general, todo lo que podría justificar la desobediencia a las leyes.

No cabe duda de que puede haber algo de verdad en estos temores, y en ocasiones lo habrá. Pero si vamos derechamente al núcleo de la cuestión, habrá que reconocer con Karl Popper que la “sociedad abierta”, democrática y laica, se fundamenta sobre el dualismo fundamental entre “datos de hecho” y “criterios de valor”. Una cosa son los datos de hecho (leyes e instituciones concretas) y otra son los criterios éticos justos y verdaderos, que son independientes y superiores al proceso político que produce los datos de hecho. Los datos de hecho pueden conformarse a los criterios racionales de justicia, y generalmente se conforman, pero pueden también no conformarse.

Como añade Popper, querer negar dicho dualismo equivale a sostener la identificación del poder con el derecho; es, pura y simplemente, expresión de un talante totalitario.

El totalitarismo es un monismo, es poner todo en las mismas manos, identificar la fuente del poder político con la del valor moral y con la de la racionalidad.

Es cierto que las instituciones políticas gozan de una autonomía política y jurídica, pero esto no comporta en modo alguno negar la trascendencia de los criterios de valor sobre los hechos y los acuerdos políticos.

Quien negase esta dualidad, estaría a un paso de “convertir los hechos mismos —mayorías concretas, medidas legislativas, etc.— en valores políticos supremos y moralmente inapelables”. No obstante lo dicho, el cuerpo legislativo es política y jurídicamente autónomo.

Efectivamente, lo es y lo debe ser. Pero la autonomía del cuerpo legislativo no es el único principio de nuestro sistema social. La autonomía del cuerpo legislativo se encuadra en un largo proceso, que ha tenido lugar en la teoría política moderna, que se propuso como objetivo asegurar algunos elementos básicos del derecho natural, como son los derechos humanos y otras exigencias de la justicia, mediante un sistema de garantías jurídicas e institucionales.

Una de esas garantías es la división de poderes. El poder legislativo ha de ser autónomo también en su relación con el poder ejecutivo, para lo cual, sobre todo por lo que se refiere a los temas discutidos o éticamente sensibles, la disciplina de partido no puede sofocar el derecho de cada miembro del Parlamento a no aprobar con su voto lo que en conciencia considera que es un mal importante para el propio país: cada parlamentario suele pertenecer a un partido político, pero no es un robot.

El poder judicial también debe ser autónomo en el ejercicio de su función de aplicar equitativamente las leyes, y ello exige independencia e imparcialidad tanto por parte de los magistrados que juzgan como por parte de los que instruyen y de los que acusan. Ni los unos ni los otros pueden ser vistos como funcionarios dependientes del poder ejecutivo (pues no serían autónomos) ni de los partidos políticos (pues entonces no serían imparciales).

Otro medio de protección de los derechos humanos y de otros contenidos del derecho natural es la Constitución. La Constitución de un país es, por definición, una limitación del poder de legislar, y por ello su interpretación no puede quedar sometida a los juegos de las mayorías y de los acuerdos políticos que determinan las opciones del legislador ordinario. Para que estos sea una realidad, el organismo encargado de controlar la constitucionalidad de las leyes ha de ser verdaderamente autónomo e imparcial, y su actividad tendrá como punto de referencia único y exclusivo los valores en que ha ido cristalizando el constitucionalismo occidental.

El nombramiento y la duración del mandato de los jueces constitucionales debe responder a procedimientos que sean y parezcan libres de cualquier sospecha. Un Estado sólo es verdaderamente constitucional cuando existe la garantía de que ciertas cosas no podrán ser hechas ni por un ciudadano, ni por una parte política ni siquiera por todos los ciudadanos juntos. Ejemplos de cosas que ninguno puede hacer podrían

domingo, 23 de mayo de 2010

Dialéctica de enfrentamientos eclesiales

Por Salvador Bernal, en Religión Confidencial, Tribunas, lunes, 17 de Mayo de 2010

La semana pasada leí el comentario de la defensora del lector del diario El País. Reconocía el amplísimo espacio dedicado a los escándalos sexuales: 141 noticias y reportajes desde principio de año. Y eso en un periódico que no tiene en sentido estricto información religiosa. Pero han debido de ser más numerosas aún las quejas de los lectores, especialmente ante los titulares empleados, más escandalosos aún que los hechos relatados.

Muchos de las excusas caían por su base unos días después, cuando se presentaba un comentario profundo del Papa sobre la vida de la Iglesia, como “dura condena de Benedicto XVI a la actitud de la curia ante los abusos”. Al leerlo, recordé la arcaica tendencia del fundamentalismo laicista a enfrentar a unos creyentes con otros, como si se tratase de juegos políticos, en la línea del “amigo y enemigo” de Karl Schmitt.

Y me vinieron a la memoria –cosas de la edad- los tiempos del Concilio Vaticano II. Las confrontaciones dialécticas eran casi diarias, no sólo en el terreno doctrinal de fondo. Casi siempre había una especie de jefes de fila que se oponían a otros. Si no eran los de la periferia contra Roma, era un obispo de Brasil contra un cardenal de Europa.

Ciertamente, a lo largo de la Iglesia hubo tristes y duros enfrentamientos, a pesar de ser la unidad una de sus notas. Casi desde el primer momento, el Concilio de Jerusalén tuvo que moderar las exigencias de los judaizantes, tan presentes luego en las cartas de san Pablo. El propio Saulo debió resistir en público a Pedro en Antioquía, como relata en Gálatas 2, 11 ss. También tuvo discrepancias con Bernabé, hasta el punto de separar sus caminos (Hechos, 15, 37 ss). Y no digamos de enemistades hoy difícilmente comprensibles como la que san Cirilo de Alejandría manifestó durante años hacia san Juan Crisóstomo.

Pero, en los tiempos que corren, observo con pena que se vuelve a reproducir la simplificación reductiva ante problemas o realidades de la Iglesia que ofrecen su propia complejidad. El aparente enfrentamiento del arzobispo de Viena, Christoph Schönborn, contra el anterior secretario de Estado, Cardenal Angelo Sodano, evoca las supuestas y antiguas querellas entre Franz König y Sebastiano Baggio.

En el fondo, se intenta dar la impresión una vez más de que el Papa no controla la curia vaticana. O de que se opone a los criterios vividos por Juan Pablo II. Como si pensase en eso cuando comentaba en el avión camino de Portugal que los ataques a la Iglesia no proceden sólo de fuera, sino que muchos sufrimientos vienen del interior, del propio pecado de sus miembros. De ahí la necesidad de conversión, tema central en Fátima, con un calado espiritual completamente ajeno a politiquillas de menor cuantía.

Desde luego, la comunicación resulta siempre mejorable. Pero Benedicto XVI está sufriendo cierto fariseísmo que emplea varas de medir insuficientes juzgar hechos de importancia teológica y pastoral de entidad, como la actitud ante los tradicionalistas de Lefebvre, o el diálogo con musulmanes y judíos. Ahora, su coraje ante los escándalos sexuales está sirviendo para enfrentarlo con obispos de aquí o allá, que formarían, en frase asombrosa aparecida en El País, “una jerarquía corrupta, inmoral y podrida”.

Ante estas cosas, parece como si hubiera caído en desuso el viejo principio de que los hechos son sagrados, y las opiniones libres. Acabaría teniendo razón aquello de Nietzsche de que “no hay datos, sólo interpretaciones”. Y seguiremos leyendo adjetivos y verbos que prejuzgan el contenido de las afirmaciones: el “prestigioso” teólogo que se opone al celibato sacerdotal; el “polémico” documento del Papa, calificado así antes de leerlo, cuando no titulado con un “arremete” contra…

A mi juicio, corresponde al fundamentalismo laicista la “aproximación anacrónica a la sociedad contemporánea” que suele reprochar a la Jerarquía. Desde luego, ésta no tiene ya ninguna “forma autoritaria de control de las conciencias”, ni se caracteriza por “referencias apocalípticas sobre el mundo moderno”. Acusan a la Iglesia de no cambiar. Pero sin argumentos: sólo con clichés y estereotipos.

jueves, 20 de mayo de 2010

Las cruces nos persiguen

Por Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la UCM y Académico numerario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. En Análisis Digital, el 12 de mayo de 2010

Entiéndaseme bien, me refiero a los juristas. Quiero decir que, después de la discutible sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre los crucifijos en Italia (caso Lautsie), dos pronunciamientos judiciales simultáneos coinciden en considerar la cruz latina como algo más que un símbolo religioso. La coincidencia tiene interés porque la primera proviene de un contexto anglosajón: la emite el Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos; la otra, más modesta, se elabora en un juzgado aragonés, es decir, en una cultura continental europea. Un breve análisis de ambas puede ayudar a centrar la polémica sobre simbología religiosa en lugares públicos, de modo que ayudemos a calmar algo más las pasiones, sin dejar de satisfacer -en la medida de lo posible- las inteligencias.

La sentencia Salazar contra Buono (28 abril 2010) decide definitivamente por el TS americano una controversia que ha corrido toda la escala judicial americana, ha obligado a dos intervenciones del Congreso de los EE.UU, y ha durado nueve años. El debate se centra sobre la posible inconstitucionalidad de una cruz de unos 10 pies de altura situada en la reserva natural del desierto de Mojave (California). Fue construida en territorio público el año 1934 para honrar a los caídos de la I Guerra Mundial. El Congreso, para evitar la demolición exigida por Frank Buono -un ex cuidador del parque que aduce lesión de la separación Iglesia/Estado-, declaró la cruz “ memorial nacional”, incluyéndolo en un selecto grupo de monumentos, como el dedicado a Washington o el Jefferson Memorial. Posteriormente, transfiere la propiedad a la asociación privada que erigió la cruz.

Una cruz latina no es sólo una reafirmación de las creencias cristianas

No obstante, Buono sigue exigiendo su demolición, pues -según él - el “memorial” continúa enviando un “mensaje religioso”, en terreno que, de algún modo, sigue conectado con intereses públicos. Por 5 votos a 4, el Tribunal Supremo da la razón al gobierno frente a la pretensión del demandante. Entre otras razones -según la sentencia- porque “una cruz latina no es sólo una reafirmación de las creencias cristianas”. Es un símbolo de uso frecuente destinado, entre otras finalidades, a “honrar y respetar a aquellos cuya heroicidad merece un lugar en la historia de EE.UU“. Para el ponente de la sentencia : “aquí, en el desierto, la cruz evoca algo más que un hecho religioso. Evoca miles de pequeñas cruces en los campos extranjeros que señalan tumbas de estadounidenses que cayeron en combate”.

La sentencia tiene interés por varias razones. La primera, porque continúa una línea argumental que se remonta a la del TS en el caso Van Orden v. Perry (27 de junio de 2005). En ella se declara la constitucionalidad de un monolito situado frente al Congreso de Texas en el que, entre otros elementos figurativos, se recoge el texto de los Diez Mandamientos. Para el fallo, aunque los Diez Mandamientos tienen carácter religioso, también tiene un carácter histórico innegable, es decir secular. La Constitución no obliga al gobierno a retirar del ámbito público todo lo que tenga carácter religioso: eso sería un “absolutismo” incompatible con las tradiciones históricas norteamericanas. La segunda razón de la expectativa que había levantado la sentencia radicaba en comprobar cuál sería la postura de la nueva magistrada (Sonia Sotomayor) nombrada por Obama: ha votado con la minoría contra la cruz de Mojave.

No confundir laicidad con "ausencia de visibilidad de la religión"

Si de un lado del Atlántico saltamos al otro, la sentencia de 30 de abril de 2010 del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Zaragoza desestima el recurso del Movimiento Hacia un Estado Laico (MHUEL) planteado contra el Reglamento de Protocolo del Ayuntamiento de Zaragoza. En el recurso se pretendía anular la decisión del alcalde socialista Belloch de mantener el crucifijo en el Salón de Plenos. La sentencia afirma que "el hecho de que exista una neutralidad del Estado en materia de libertad religiosa no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de persecución del fenómeno religioso o de cualquier manifestación de tipo religioso". Y recuerda que el escudo de Aragón, reconocido en el Estatuto de Autonomía vigente, incluye tres cruces: “si se suprimieran habría que convenir que dicho escudo ya no sería el de Aragón”.

Repárese que tanto el TS americano como el Tribunal español coinciden en no confundir laicidad del Estado con “ausencia de visibilidad de la religión”. Es decir, como si la neutralidad fuera una situación artificial que garantiza entornos ‘libres de religión” pero no, como ha precisado Martínez Torrón, “libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable”. Esta visión inexacta conviene matizarla, pues con frecuencia, los símbolos religiosos conectan con tradiciones y costumbres que ya se han insertado en el código genético de un pueblo. En este sentido suelo recordar la sentencia Marsh v. Chambers del TS americano que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en las sesiones del Senado, calificaba el hecho de “reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de EE.UU. y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial”.

*Rafael Navarro-Valls, Catedrático de la Facultad de Derecho de a Universidad Complutense, Secretario General de la Academia de Jurisprudencia y Legislación y Miembro del Foro de la Sociedad Civil.

jueves, 13 de mayo de 2010

Joaquin Navarro-Valls, maestro de credibilidad

Por Remedios Falaguera, en Aragón Liberal, el 12 de mayo de 2010.

El pasado jueves, 6 de mayo, el que fuera portavoz de Juan Pablo II durante 22 años, Joaquín Navarro-Valls, fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Internacional de Cataluña (UIC) de Barcelona.
Los que me conocen bien, saben de mi gran admiración por este “gran maestro de la comunicación”. Admiración, y por qué no confesarlo, envidia sana, que más de una vez me ha llevado a pensar crear un grupo “Hazte fan del buen hacer humano y profesional de Joaquín Navarro Valls” en Facebook.
Un grupo de fans inexistente, por supuesto. Y no por falta de ganas, sino porque la calidad humana y la finura interior del laureado, su saber estar y su buen hacer profesional, le llevan a pasar desapercibido.
Es más, puedo asegurar que se considera un pequeño lápiz en las manos de Dios… “Un trozo de lápiz- como le gustaba definirse a la Madre Teresa de Calcuta-, con el cual Él escribe aquello que quiere. Eso es todo. Él piensa. Él escribe. El lápiz no tiene que hacer nada. Al lápiz solo se le permite ser usado."

Pero esta vez, la lección magistral del que fuera “amigo personal del Papa Wojtila”, pronunciada en el Aula Magna de la Universidad, no puede caer en saco roto. Al fin y al cabo, a muchos de nosotros nos urge aún más conocer a Juan Pablo II. No solo como referente moral e intelectual del siglo XXI, sino más bien, como modelo a seguir para difundir una nueva imagen de la Iglesia- ¡sin miedos y sin complejos!-, haciendo nuestras aquellas primeras palabras que nos dirigió al comienzo de su pontificado: "¡NO TENGAIS MIEDO! ¡ABRID DE PAR EN PAR LAS PUERTAS A CRISTO!".
Dicho esto, no puedo - ni quiero-, dejar de transcribir algunos fragmentos de su intervención, a la que bien podríamos titular: “Así vi yo la santidad de Juan Pablo II”.


“Como es sabido, hace pocos meses fue promulgado el decreto con el que se sancionó el modo extraordinario, heroico con que vivió las virtudes humanas y cristianas. Y esa circunstancia me da ocasión para hablar de él desde una perspectiva que nunca me habría atrevido a enfocar mientras él vivía y yo trabajaba con él. Perspectiva que trasciende la pura consideración historiográfica de Karol Wojtyła.

No puedo decir que me haya sorprendido la rapidez con la que ha procedido su proceso canónico de beatificación hasta la etapa actual. Pero a mi esta etapa me hace recordar los muchos años que en que he tenido la posibilidad de ver desde cerca el modo de ser y de hacer de Juan Pablo II y de poder tocar con mi mano lo que ahora será sancionado como santidad porque quizás no sea necesario recordar que una persona o es santa durante su vida o no lo será nunca.

(…) La evocación de las virtudes de Juan Pablo II suscita la pregunta fundamental sobre qué es lo que ha sido, en él, la santidad. (…) En un santo, el carácter individual se mezcla con el lento trabajo de perfeccionamiento que se cumple en él o en ella durante toda la vida hasta conformarse en una obra maestra y ejemplar que no nos es a nosotros del todo clara y descifrable.

La respuesta específica a la pregunta sobre la santidad de Juan Pablo II diría que no se aleja mucho de la idea que la gente se ha formado de él. Karol Wojtyła era en el ámbito privado exactamente come se veía en público: un hombre de extraordinario buen humor, enamorado, un cristiano que miraba siempre más allá de sí mismo. Por eso no es difícil argumentar en su favor, aunque sea imposible hacerlo convenientemente.

Su peculiaridad personal aparecía principalmente en su relación directa con la trascendencia. Por eso, su espiritualidad era atrayente y simpática, casi naturalmente apostólica y constantemente convincente. Tanto si sufría como si reía – y de las dos cosas era igualmente maestro y discípulo excelente – él no mantenía principalmente una relación especulativa con una divinidad distante y trascendente. En su jornada, estar con Dios era su gran pasión, la más intensa prioridad y, al mismo tiempo la cosa más natural del mundo. Como afirmaba S. Juan de la Cruz – no por casualidad autor muy amado por él – la relación entre Dios y el alma es la de dos amantes.

En la convivencia con él se hacía evidente que Dios no es un código de leyes en quien soportar una creencia sino una Persona a quien creer, en quien esperar y con quien vivir una vida de amor intenso, fiel, recíproco, durante toda la existencia personal. A Dios se puede confiar la propia existencia. A un código moral, ni siquiera una jornada.
Este extraordinario itinerario concreto, congenial a su modo de ser muy directo e inmediato, era la verdadera esencia de su religiosidad cristiana, de su santidad de vida en donde la piedra angular de todo el edificio magnífico era la vida ordinaria completamente injertada en Dios e intensamente marcada por la presencia de Dios. Operativa y orante vivida bajo el mismo prisma visual.

(…) Aunque sabía que era observado por el mundo, su tendencia constante era abrir todo su corazón a las insinuaciones o exigencias que venían directamente de Dios. Como ha explicado San Agustín en el De Magistro “Quien es llamado y quien enseña es Cristo que habita en el hombre interior”. En Karol Wojtyła esta seguridad no ha faltado nunca en tantas dificultades – y, al mismo tiempo, en tantas alegrías – con las que ha tenido que enfrentarse en su vida.

Creo haber entendido realmente cual debe ser la relación verdaderamente cristiana con Cristo cuando he visto el modo con que se dirigía al Crucifijo con la secreta singularidad de un mirarse espiritual recíproco en el que se daba y se recibía. Dios no era para él el autor separado de un alma extraña e indiferente sino una Persona que había creado su propia persona: la de Karol Wojtyła. Una Persona con la que poder hablar personalmente y a la que se podía decir , incluso, si era necesario: “A veces, no te entiendo”. Una persona, sin embargo, de la que no podía – ni quería – separarse porque a ella estaba ligado por una relación más íntima que aquella que cada uno tiene consigo mismo.

(…) en él se hacía evidente, simultáneamente, la riqueza intelectual de un teólogo y la inocencia espontanea de un chiquillo. Estas dos dimensiones no eran etapas diversas y sucesivas de un itinerario sino la única melodía compuesta de sonidos disímiles pero armoniosamente fundidos en una sola actitud y en una sola experiencia de amor.

Un lado peculiar de su actitud espiritual me ha constantemente sorprendido. Juan Pablo II no era un asceta moralista y ni siquiera un exhibicionista de heroísmos accesorios e inútiles. Su modo de hacer no era el arduo itinerario apático de un estoico. Sus mortificaciones – que sabía, discreta y frecuentemente buscar ‐ eran sólo el modo estimulante y eficaz de unirse a la Pasión de Cristo, de participar junto a él a las alegrías y a los dolores que cualquiera desea compartir con la persona que seriamente ama en su intimidad más profunda.

Su actitud parecía enseñar que es mejor sufrir unido a Dios que alegrarse solo. Muy a menudo para Juan Pablo II se trataba solamente de aprovechar las ocasiones que las circunstancias diarias brindaban para ofrecer a Dios algún pequeño – o grande – sacrificio. Rechazar en el avión
el lecho preparado para él en los largos viajes intercontinentales y dormir – o tratar de hacerlo – en el asiento, igual al de quienes le acompañábamos; disminuir el alimento de un almuerzo con aparente distracción. O renunciar a beber sin decir nada y sin dar justificación, uniendo pudor y renuncia en una delicada discreción personal que evita extrañas preguntas impertinentes.

La finalidad de estas voluntarias arideces sensibles era garantizar a su alma la libertad, la flexibilidad para una perfecta unión con Cristo; la total disponibilidad a escuchar la llamada interior de Dios siguiendo su voluntad con total eficacia.

Cuando se entraba en su Capilla o en su habitación no era infrecuente encontrarlo rezando extendido en el suelo. Bastaba verlo para comprender que aquello no era una aniquilación de si mismo delante de la infinita majestad del Creador sino el crear una sutil analogía con la que la grandeza de la criatura se unía completamente con Dios mientras la miseria también presente en la criatura encontraba un camino menos inadecuado para unirse al Creador. Si Él se me acerca siempre a mí – parecía decir su vida – es para que yo pueda dirigirme a Él del mismo modo y con la misma confianza.

Así vi yo que para Juan Pablo II el amor a Dios tenía este rostro nítido, extremamente habitual y extremamente inusual al mismo tiempo. Un rostro penetrante y profundamente cristiano, habitualmente saturado de santidad”. (Prof. Joaquín Navarro-Valls, Doctor Honoris Causa por la Universidad Internacional de Cataluña)

martes, 11 de mayo de 2010

Recuerdos y reflexiones

Así se titula el nuevo libro de Joaquín Navarro-Valls (Recuerdos y Reflexiones, Plaza & Janés)

En este libro, Joaquín Navarro-Valls ofrece al lector episodios y experiencias vividos durante todos los años que acompañó a Juan Pablo II, además de su análisis de numerosas y variadas cuestiones de la actualidad. El lector conocerá momentos cruciales de la historia, como los encuentros del Papa con figuras de la importancia de Gorbachov, Fidel Castro, la Madre Teresa de Calcuta y Ronald Reagan. Al mismo tiempo, el autor ofrece su visión acerca de los acontecimientos más relevantes de la historia; reflexiona sobre ética, política, y sobre cuestiones culturales, religiosas y científicas.

domingo, 9 de mayo de 2010

Los laicistas medievales

Por Luis Sánchez de Movellán de la Riva, Doctor en Derecho, Abogado y Escritor, en Análisis Digital, el 6 de mayo de 2010

Asistimos a una especie de retorno al pasado, pero con los papeles cambiados. Hoy nos encontramos oprimidos por la prepotencia de los que combaten al catolicismo con un tono inquisitorial laicista. Y el ariete del presunto pedofilismo de algunos sacerdotes está sirviendo para intentar destruir dos mil años de historia. Los ataques se dirigen especialmente a la bondadosa imagen de Su Santidad Benedicto XVI en un intento de golpear a la cabeza visible de la Iglesia. Con la excusa del 0,03% de sacerdotes presuntamente pedófilos –ya que este es el porcentaje de los viciosos sobre el total de los eclesiásticos- se intenta ensuciar la buena imagen de que siempre ha gozado la institución eclesiástica en sus dos mil años de historia.

El laicismo medieval abandona su esencia de una presunta racionalidad para atacar a la Iglesia con un tono del más exquisito fanatismo inquisitorial: o abjuras o te quemo. La artificiosidad de la polémica sobre los presuntos sacerdotes pedófilos ha venido a demostrar lo anterior. El error de unos pocos sirve para poner en cuestión a la Iglesia entera: el Papa, la jerarquía, el culto, la misión encomendada, el papel que más de mil millones de fieles la atribuyen.

No se hace nada parecido con el Estado, el homólogo laico de la Iglesia. Cada día nos encontramos con funcionarios tentados por el cohecho, políticos corrompidos, jueces que prevarican o militares que olvidan su juramento. Y a nadie se le ocurre decir que el Estado roba, se corrompe, prevarica o abjura. Se debe castigar a los individuos que han delinquido, pero no se abate el edificio. No se debe confundir la parte con el todo como se está haciendo, intencionada y aviesamente, con la Iglesia. El argumento de los anticlericales a la violeta, reza: la Iglesia no es creíble porque predica la castidad y después la infringe. Pues el razonamiento también valdrá para el Estado: el Leviatán impone la legalidad y después la viola. Estamos ante posiciones idénticas con consecuencias opuestas: dureza y castigo para la Una, indulgencia y perdón para el Otro.

Dos pesas y dos medidas para idénticas situaciones, así como una grave intolerancia laicista para cualquier tentativa de autodefensa católica. Cuando un eclesiástico ha tratado de distinguir entre los poquísimos sacerdotes pedófilos y el restante cuerpo sano de la estructura eclesial, se le ha intentado callar multiplicando la polémica. Ha sido el caso del predicador apostólico, el barbado fraile capuchino, Padre Rainiero Cantalamessa cuando dijo: “la transmisión de la responsabilidad de la culpa personal sobre la colectiva nos recuerda los aspectos más vergonzosos del antisemitismo”. El usar un argumento retórico desató sobre el beatífico franciscano un torrente de acusaciones interesadas: citar a propósito la Shoah, sublimar las obscenidades de una iglesia pedófila con la identificación con un drama universal, etc.

Extender al todo –en este caso, la Iglesia- la culpa de una ínfima fracción -los curas pedófilos- es un truco lógico, más viejo que Matusalem, encaminado a aniquilar al enemigo, en este caso a la Iglesia. Es un truco totalitario que sirvió a los nacionalsocialistas contra los judíos y los gitanos, a los soviéticos contra los kulaks, a la Monarquía francesa contra los Templarios, a los jacobinos contra la nobleza, a los turcos contra los armenios. El argumento ha sido siempre el mismo: hacer pagar a todos la presunta culpa de unos pocos, ligando irracionalmente unos con otros con el hilo ignominioso de la responsabilidad colectiva.

A la Iglesia hoy se la trata con poco respeto y se la vapulea como un punching ball. Al Papa se le trata como si el pedófilo fuese él o, por lo menos tan cómplice, como para confundirle con el pecador. Una especie de responsabilidad objetiva por ser la cabeza visible de una estructura en la que se integran cuatro delincuentes. Una imbecilidad parecida a acusar a Juan Carlos I, cabeza visible en la Jefatura del Estado español, porque un diputado a Cortes es un corrupto manifiesto, un juez es un prevaricador nato o un maestro nacional castiga a un niño.

Es verdad que el mundo se ha secularizado, pero se exagera y, a este paso, la explosión del laicismo acabará por aplastar la propia laicidad y su noble historia. El triunfo de la prepotencia y la intolerancia laicistas es una pérdida de la libertad. Para todos es un retorno a las épocas más oscuras del Medievo, aunque esta vez la Iglesia es sinónimo de libertad frente a la opresión de los Torquemadas laicistas.

jueves, 6 de mayo de 2010

Destocado

Por Andrés Ollero Tassara en ABC SEVILLA y otros periódicos, domingo, 2 de mayo de 2010

«Mi hija seguirá en el mismo instituto y con el hiyab» (Mohamed Malha, padre de Najwa Malha)

El torero, salvo que vaya a tomar o confirmar la alternativa, hace el paseíllo con la montera bien asentada en sus sienes con aire nada sumiso. Sólo en señal de duelo lo haría destocado. El modo de cubrir o no la cabeza ha jugado siempre un notable papel entre las normas de urbanidad que regulan la convivencia.

A Najwa, una adolescente musulmana, se le pretende prohibir, por ir tocada con un pañuelo islámico, el acceso a su centro escolar; su reglamento interno excluye al parecer el uso de gorras susceptibles de identificar pandillas juveniles. Oigo por la radio a una madre de alumno, sin duda bienpensante, clamar emulando al «Ronquillo»; exige que no se reforme el reglamento, esgrimiendo el clásico «aquí, o todos o ninguno».

Para empezar, parece obligado recordar que hablamos de derechos. No se trata de si la niña quiere o no llevar el pañuelo, sino de si tiene o no derecho a hacerlo. Habrá luego que considerar si se trata de un eventual derecho subjetivo otorgado por vía legislativa o de un derecho fundamental, que sólo puede verse desarrollado por una ley que respete su contenido esencial. Bastaría con ello para constatar la sarta de disparates que han ido surgiendo de los tendidos.

De un derecho fundamental no se es titular cuando a los demás les parece bien. No somos humanos a partir de la semana que decida la mayoría, ni podemos ejercer la libertad religiosa cuando y como a la mayoría le parezca bien. No hay que ser musulmán para distinguir entre un hiyab y una gorra. Afirmar, como se ha dicho en Andalucía, que en cada caso se decidirá si se puede o no entrar con velo equivale a atribuir a los centros competencias legislativas, lo que supone un despropósito. Por otra parte, no hace falta alguna reformar el reglamento de su centro escolar para que Najwa pueda acceder a él; basta con algo tan elemental como proceder interpretarlo, como cualquier otra norma, en el marco de la Constitución; o sea, de la manera más favorable a los derechos en ella reconocidos.

Surgen, sin embargo, otras voces desde los tendidos: no estaríamos ante un símbolo religioso, sino ante una intolerable muestra de sometimiento femenino. La cuestión es tan polémica como peliaguda. ¿Quién debe establecer el sentido de un símbolo? ¿El que lo usa o quienes le observan? En la medida en que esa negativa interpretación semántica tuviese fundamento, sería más razonable que a Najwa se la educara de tal modo en la importancia de la autonomía femenina como para que ella misma, si se sintiera ahogada por el velo, se lo acabara quitando. Renunciar a educarla, o desviarla a otro centro donde le concedan graciosamente lo que en justicia es su derecho, es el mejor modo de deseducar cívicamente a sus compañeros.

Desde el Gobierno se sigue mostrando una pueril alergia a lo religioso. En vez de reconocer que es el derecho fundamental a la libertad religiosa lo que obliga a interpretar que el hiyab no es una gorra sin visera, se descuelgan con que debe primar el derecho a la educación; pero esto sí obligaría a modificar el reglamento y convertiría en intachables las gorras. Todo antes que suscribir nuestra constitucional «laicidad positiva», que justifica un deber de cooperación con las manifestaciones religiosas y quienes las encarnan. Enfrente, una derecha hirsuta juega al Guerrero del Antifaz, para que los laicistas de turno se carguen de razón: una vez que Najwa haga el paseíllo destocada, una novicia asiática animada por sus superioras a completar estudios, no podría acceder a ese mismo centro con la toca sin generar una burda discriminación por motivos religiosos. Inteligente resultado: religión civil para todos por decreto.

martes, 4 de mayo de 2010

Un Estado laico. La libertad religiosa en perspectiva constitucional.

Andrés Ollero explica en el programa de la COPE "La Linterna", la distinción entre laicidad positiva y laicismo, el 29 de abril de 2010, festividad de Santa Catalina de Siena.