domingo, 29 de julio de 2007

El Estado moralizador

Por Tomás Salas, en conoZe.com, el 24.VII.2007

Quedan lejanos los tiempos en que Locke establecía como funciones del Estado sólo la protección del ciudadano (libertad, seguridad, propiedad) y la impartición de justicia. Todo lo demás quedaba en el ámbito privado. Era necesario hacer este Estado neutral desde el punto de vista moral y religioso después de la dolorosa ruptura de la Cristiandad y de las guerras religiosas que asolaron europa. Este primigenio Estado liberal, que tiene su primera manifestación en Iglaterra, en la Gloriosa de 1688, se fundamenta en esta idea de la tolerancia y la neutralidad moral y supone el primer germen del Estado democrático moderno. Sin embargo, el sentido de la historia en los países occidentales ha sido otro: ir aumentado este primer ámbito reducido hasta extenderlo a un tamaño que algunos pueden cosiderar megalómano. El Estado se convierte en una enorme máquina que está presente en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. La mayoría de la gente (el estatismo, que en España está extendido ingualmente en la derecha como en la izquierda) no ve en este fenómeno una amenaza, sino una garantía. Se ve bien, por ejemplo, que el Estado sirva de contrapeso a las desigualdades «naturales» de la sociedad, repartiendo las riquezas, o que se inmiscuya en los hábitos alimenticios o de ocio. Hay una minoría (los que siguen las viejas ideas liberales) que contemplan esta capacidad extensiva como una amenza a la que hay que poner coto. Esta es la cuestión de fondo: ¿Puede el Estado seguir invadiéndolo todo como una hidra de mil cabeza? ¿Puede, incluso, invadir el terreno moral y convertirse en dispensador de pautas éticas, es decir, en «educador» en el sentido radical del término? Todas estas cavilaciones vienen, como habrá supuesto el lector, a cuento de la famosa Educación para la Ciudadanía (por cierto, me gusta más la palabra civismo) y de la oposición de lo obispos a esta nueva materia escolar.

Los obispos no protestan por el contenido de esta asignatura, que por otro lado, dependerán en una gran parte del centro, del profesor, de diversas circunstancias. Los obispos, algunos católicos y también algunos no católicos piensan que esta función moralizadora no compete al Estado, sino al ámbito privado: sobre todo familia, pero también el ambiente de los amigos, los órganos intermedios, iglesias, realidades sociales todas anteriores al Estado y cuyo espacio de actuación ha de ser respetado.

Hay otra cuestión no tan teórica y que entra en terreno de la sospecha. Muchos temen —no sin fundamento— que ese elenco de valores, supuestamente indiscutibles y consensuados, sea algo parecido a la «visión del mundo» que transmiten, por ejemplo, las prédicas periodísticas de Iñaki Gabilondo o Sardá, el cine de Almodóvar, el discurso intelectual (?) de Ramoncín o Rosa Regàs o las ideas económicas de Ignacio Ramonet. Es decir, la izquierda postmoderna, ya no marxista ni rompedora con el capitalismo, sino moralizante y directora de los usos y costumbres. Izquierda cuyas ideas pueden resultar respetables, pero que distan de ser, como algunos parecen pretender, un conjunto de valores sin discusión posible, una especie de Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Y lo más curioso de todo este asunto es que sean los obispos católicos los que defiendan, casi en solitario en España, la idea liberal de la sociedad civil y la autonomía ciudadana; que defiendan un ámbito propio e irreductible de lo privado. El Cristianismo, ¡qué vueltas da la historia!, se alía con quien tantos encuentros y desencuentros ha tenido: el Liberalismo.

La economía del espíritu

Se habla bastante del derecho a la educación, pero apenas se habla del deber de educarse

Por Ignacio Sánchez-Cámara, Catedrático de Filosofía del Derecho, periodista y analista político y cultural, en La Gaceta de los Negocios, el 9.VII.2007

En las encuestas sobre las preocupaciones principales de los ciudadanos nunca aparece en los primeros lugares la educación. Y nada hay más importante en la vida pública. Suelen aparecer el paro, el terrorismo, la inmigración o la vivienda. Como si esos problemas, como todos, no tuvieran en la educación su clave y el fundamento de su solución. Si la economía persigue la mejor gestión de los recursos materiales escasos, la educación vendría a ser algo así como la economía del espíritu. Se habla bastante del derecho a la educación (que no es, por cierto, lo mismo que el derecho del Estado a educar, sino, más bien, todo lo contrario), pero apenas se habla del deber de educarse. Es una manifestación más de la hipertrofia de los derechos y de la atrofia de los deberes.

Tampoco suele distinguirse entre tres cosas relacionadas pero distintas: la urbanidad, la instrucción y la educación. Ni son lo mismo, ni es la misma la competencia de los poderes públicos en cada una de ellas. Si alguna le cabe en la urbanidad y la instrucción, ninguna en la educación. La educación es la formación de la persona, que es algo más hondo, relevante y previo que el ciudadano. Los poderes públicos deben garantizar el ejercicio del derecho a la educación, pero no dispensarlo. En su ensayo Sobre la libertad, escribe Mill: «Las objeciones que con razón se formulan contra la educación por el Estado no son aplicables a que el Estado imponga la educación, sino a que el Estado se encargue de dirigirla, lo cual es cosa totalmente diferente. Me opondré tanto como el que más a que toda o una gran parte se ponga en manos del Estado... Una educación general del Estado es una mera invención para moldear al pueblo haciendo a todos exactamente iguales, y como el molde en el cual se les funde es el que satisface al poder dominante en el gobierno..., establece un despotismo sobre el espíritu, que por su propia naturaleza tiende a extenderse al cuerpo». Está claro.

Ni siquiera la Constitución constituye un límite para la libertad de expresión y, por lo tanto, de enseñanza. Para empezar, ella no entraña la verdad moral. Es sólo una norma jurídica, si bien la norma básica y fundamental, que, a su vez, se apoya en principios morales. Pero ella no decide sobre el bien y el mal, sino sobre lo jurídico y lo antijurídico. La Constitución debe ser cumplida, también, por supuesto, en el ámbito educativo. Pero cumplirla no es lo mismo que sacralizarla. Si ella prevé su modificación, necesariamente aceptará la crítica, pues no es posible modificar algo sin previamente criticarlo. Enseñar o promover algo contrario a la Constitución no es, por sí mismo, algo inconstitucional. Criticar no es transgredir; incumplir, sí.

Pretender que el Estado eduque o determine el contenido moral mínimo de la educación de los ciudadanos es inmoral, antidemocrático e inconstitucional. No hay educación sin disciplina, jerarquía y superioridad, en algún aspecto, por parte de quien educa. Como el Estado democrático es de suyo igualitario, no puede aspirar a la ejemplaridad moral, a la educación ni a la autoridad social. La autoridad política y la social están radicalmente escindidas. Al final de su ensayo Misión de la Universidad, Ortega y Gasset reivindica el valor de la institución que tiene encomendada la educación superior para erigirse en «poder espiritual». Así, afirma que hoy no existe en la vida pública más «poder espiritual» que la Prensa, pero el periodismo ocupa en la jerarquía de las realidades espirituales el rango inferior. «Por dejación de otros poderes, ha quedado encargado de alimentar y dirigir el alma pública el periodista, que es no sólo una de las clases menos cultas de la sociedad presente, sino que, por causas, espero, transitorias, admite en su gremio a pseudointelectuales chafados, llenos de resentimiento y de odio hacia el verdadero espíritu». La vida pública tiene que regirse por un poder superior. La Iglesia no cumple, según él, esa función porque ha abandonado el presente. El Estado, tampoco porque, triunfante la democracia, no puede gobernar a la opinión pública, sino que es dirigido por ella. Añadiría, por mi parte, que los intelectuales, o la mayoría de ellos, tampoco pueden ejercer esa función directora porque se han convertido, prostituyéndose, en servidores de los tópicos dominantes, en lugar de ser críticos de ellos. En este sentido, la Iglesia, si acierta a recuperar el presente, sin renunciar a lo eterno, podría aspirar a ejercer ese poder espiritual. Sólo quien se opone a la opinión dominante puede aspirar a influir sobre ella y a cambiarla. Eso es precisamente lo que no puede hacer el Estado democrático sin dejar de serlo, para sucumbir así a la tentación totalitaria. El espíritu no es democrático, pero nada tiene que temer de la democracia, pues ella proporciona libertad para todos; también para los que tienen puesta su mirada y sus aspiraciones en lo más alto. El poder político democrático gobierna legítimamente, pero, si aspira a educar, lo hará ilegítimamente.