lunes, 19 de febrero de 2007

La nueva tiranía (y IV)

XLSemanal, del 18 al 24 de febrero de 2007. Animales de compañía Por Juan Manuel de Prada A diferencia de otras formas de tiranía más rudimentarias y ásperas, que sólo ofrecían a sus súbditos –a cambio de pasarlos por la trituradora– vagas entelequias irrealizables o delirantes (que si la dictadura del proletariado, que si pomposas ensoñaciones imperiales), la nueva tiranía ha entendido que necesita brindarles una anestesia de efectos inmediatos que sofoque cualquier posibilidad de rebelión. Hemos visto en artículos anteriores cómo esos ‘hombres nuevos’ desvinculados, sin sentido de pertenencia, extirpados de su espíritu, náufragos en un mundo sin cimientos ni asideros, sienten la nostalgia de una vida superior, sienten la amputación que la nueva tiranía les ha infligido como un vacío que de vez en cuando emite un dolor sordo, un dolor que a falta de antídoto puede convertirse en desquiciante y desgarrador. La multiplicación en progresión geométrica de trastornos mentales y demás enfermedades del alma que se ha producido en las últimas décadas (trastornos que afectan a personas de cualquier edad y condición) constituye una expresión contundente de ese dolor; también el crecimiento de los suicidios, elevados ya al rango de una de las principales causas de mortandad en el seno de las sociedades modernas. La nueva tiranía no puede consolar a sus súbditos con visiones de un futuro promisorio, puesto que previamente los ha despojado del espíritu, que es tanto como privarlos de fe en el futuro. A una sociedad escéptica, materialista, configurada como una ‘suma de egoísmos’, que descree del porvenir (y así se explica, por ejemplo, el estancamiento demográfico que ensombrece Occidente, y su incapacidad para defender los valores que fundaron su idiosincrasia) ya no se la puede engatusar con vagas remisiones a un horizonte de grandeza, como hacían las tiranías antañonas; hace falta procurarle paraísos terrenales que la mantengan dócil y adormecida, voluptuosamente entregada a deleites que favorezcan su ensimismamiento. La nueva tiranía sabe que los hombres, cuando reniegan de otras aspiraciones más elevadas, devienen caprichosos y compulsivos, necesitan acallar el hastío de seguir viviendo mediante lenitivos de efecto inmediato, una metadona incesante que les permita acallar su dolor también incesante. Esa metadona que la nueva tiranía administra con generosidad entre sus súbditos se llama dinero; y con esa metadona es posible construir ese paraíso terrenal de consumismo y hedonismo a granel que la nueva tiranía desea instaurar, un reino de satisfacciones inmediatas donde cualquier capricho o apetencia es inmediatamente atendido, inmediatamente renovado, inmediatamente convertido en adicción. La prosperidad económica –una prosperidad orgiástica, capaz de atender cualquier veleidad, capaz de convertir cualquier veleidad en razón constitutiva de una vida sin otros alicientes que la pura bulimia de poseer, la pura ansiedad de mantenernos ahítos– es la gran novedad de esta tiranía contemporánea, el broche de oro que garantiza su permanencia, la coraza que la hace menos vulnerable que cualquier otra forma de tiranía anterior. La prosa periodística suele decir que los centros comerciales son «las catedrales de nuestro tiempo». Bajo esta acuñación, de apariencia tan tontorrona, se esconde una verdad tenebrosa y amedrentadora: el consuelo que los hombres de otras épocas buscaban en el espíritu lo hallan ahora en el trasiego de la tarjeta de crédito. Sólo que, mientras aquel consuelo expandía las posibilidades humanas, éste las empequeñece y aprisiona, hasta convertirnos en gurruños de aburrida carne que se refocilan en deleites puramente materiales. Así nos quiere la nueva tiranía: cerdos satisfechos hozando en la pocilga del consumismo y del hedonismo, felices de su condición porcina, dispuestos a defender esa condición con uñas y dientes ante cualquier amenaza subversiva. Alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan quizá se pregunte: «Y bien, ¿quién es el tirano que sostiene la tiranía aquí descrita? ¿Hemos de entender que se trata de tal o cual facción política, tal o cual organismo estatal o supraestatal, tal o cual estructura de poder mediático o empresarial?». Yo les respondería que el Tirano al que me refiero abarca tales instancias y otras muchas; es multiforme y adquiere apariencias muy diversas en su unánime, inquebrantable, insomne designio de destruir al hombre. ¿Adivinan ya su nombre?

martes, 13 de febrero de 2007

La voluntad individual y la masa ciega

Tiempos Modernos
PAUL JOHNSON, 1983

Cuando se examina este año decisivo de 1941, desde el cual la humanidad ha descendido a su difícil situación actual, el historiador no puede menos que asombrarse ante el papel esencial de la voluntad individual. Hitler y Stalin jugaron al ajedrez con la humanidad. En todos los aspectos esenciales, la inseguridad personal de Stalin, su temor obsesivo a Alemania, fueron los factores que lo indujeron a firmar el pacto fatal, y su ilusión —no las de otros— lo mantuvieron en vigencia, como una cortina de falsa seguridad detrás de la cual Hitler preparó su ataque asesino. Hitler, y nadie más, decidió librar una guerra de aniquilamiento contra Rusia, la canceló y la postergó y después la repuso en el centro de su estrategia, para iniciarla en el modo y el momento que él mismo eligió. Ninguno de estos hombres representó fuerzas históricas irresistibles o siquiera poderosas. Ninguno de ellos mantuvo en una etapa cualquiera del proceso siquiera fuese una forma de consulta con sus respectivos pueblos, o por lo menos habló en nombre de cuerpos colegiados autodesignados. Ambos eran individuos solitarios, a quienes nadie aconsejó acerca del modo de dar estos pasos fatídicos; actuaban guiados por prejuicios personales del tipo más grosero, y por sus propias visiones arbitrarias. Sus lugartenientes obedecían ciegamente o estaban dominados por una apatía basada en el terror, y las grandes naciones sobre las cuales gobernaban al parecer no tenían más alternativa que obedecer las órdenes que las llevaron a la mutua destrucción. Vemos aquí precisamente lo contrario del determinismo histórico, la apoteosis del autócrata individual. Es lo que sucede cuando se eliminan las limitaciones morales de la religión y la tradición, la jerarquía y el precedente, de modo que el poder de suspender o desencadenar episodios catastróficos no revierte sobre la benevolencia impersonal de las masas, y por el contrario, recae en las manos de hombres que están aislados en la totalidad misma de sus naturalezas perversas.

domingo, 11 de febrero de 2007

La nueva tiranía (III)

XLSEMANAL del 11 al 17 de febrero de 2007. Animales de compañía Por Juan Manuel de Prada Lo hemos llamado ‘fisiologización’, pero también podríamos haberlo denominado ‘despersonalización’. Quizá sea el rasgo más distintivo de nuestra época; y, desde luego, uno de los más arrasadores instrumentos en manos de la nueva tiranía. Su finalidad no es otra que aplastar, anestesiar, negar la dimensión espiritual del hombre. No me refiero tan sólo a la inquietud religiosa –que, desde luego, es tratada como un cáncer que conviene extirpar– sino, en general, a cualquier efusión del espíritu que nos eleve sobre el barro del que procedemos. Esta ‘fisiologización’ es también una expresión de esa ‘desvinculación’ a la que nos referíamos en un artículo anterior: se trata de mantener al hombre entretenido mientras chapotea en el lodazal de sus apetencias más bajunas, negándole cualquier vocación ascendente; se trata, en definitiva, de reducir la existencia humana a una pura experiencia material y de acallar cualquier nostalgia de otra forma de vida superior. Así, hasta lograr que el hombre se convierta en un perro de Paulov que sólo necesita para seguir viviendo satisfacer de forma casi automática sus pulsiones. Todo ello, por supuesto, servido con una apariencia lúdica y risueña que lo haga más fácilmente digerible. La nueva tiranía ha encontrado poderosos medios propagandísticos que le garanticen este proceso de paulatina ‘fisiologización’. Seguramente el más poderoso y eficaz sea la televisión, convertida en divulgadora festiva de nuevas formas de vida que postulan nuestra conversión en pedazos de aburrida carne y halagan nuestros instintos más sórdidos. El otro día, mientras zapeaba, me tropecé con un programa de enormidades titulado Esto es increíble, en el que varias mujeres de aspecto neumático soportaban los embates de una polla de caucho que, instalada en un mecanismo de émbolos, penetraba en sus orificios genitales a un ritmo cada vez más frenético; ganaba el concurso la mujer que resistía durante más tiempo el trasiego. Por supuesto, tan degradante espectáculo era glosado por un locutor que introducía comentarios de discutible comicidad. Sólo un espectador que haya descendido hasta subsuelos de abyección podría contemplar aquel programa sin desasosiego; sólo alguien que niegue la dignidad intrínseca del ser humano podría atreverse a programarlo. A continuación, el programa incluyó un reportaje de parejas sorprendidas en la calle en pleno folleteo, quizá bajo los efectos del alcohol; eran imágenes tristísimas, de una sordidez que encogía el corazón, donde las parejas espiadas eran mostradas como ratas que copulan en una alcantarilla, pero persistían los comentarios pretendidamente cómicos del locutor. Aquel programa no constituye una excepción: a cualquier hora del día o de la noche, el espectador desprevenido se topa con tertulias de chismorreos degradantes, o con concursos de telerrealidad donde los concursantes eructan y defecan y fornican sin rebozo ante las cámaras, como homínidos felices de su condición, erigidos en modelos para las masas que los contemplan desde sus hogares. Así nos quiere la nueva tiranía, rehenes de la pura fisiología, babeantes de flujos, chapoteando satisfechos en el barro de la degradación. Cualquier intento de revitalizar el espíritu es de inmediato escarnecido, vituperado, condenado al descrédito o señalado como subversivo. Y, por supuesto, cuando el cuerpo deja de ser templo del espíritu, se transforma en templo narcisista de sí mismo: en este contexto debe entenderse el miedo del hombre contemporáneo a la vejez y a la decadencia física, la dictadura de la salud como bien absoluto, la exaltación de la cirugía plástica. Cuando la vida deja de tener sentido, cuando no la anima ninguna pesquisa de índole espiritual, el hombre se aferra desesperadamente al espejismo de la eterna juventud. Pero, pese a que la nueva tiranía se esfuerza porque la amputación del espíritu sea indolora y no deje cicatrices, no ha conseguido evitar que el hombre contemporáneo sienta esa ausencia como un vacío que de vez en cuando emite un dolor sordo, como el manco siente en las noches que preludian cambios atmosféricos un dolor en el brazo inexistente, un dolor que en realidad es la manifestación de una nostalgia. También la nueva tiranía cuenta con un recurso para paliar esa nostalgia de una vida superior. Y, de este modo, completa la arquitectura de su dominación. Lo contaremos en el último artículo de la serie.

La nueva tiranía (II)

XLSEMANAL del 4 al 11 de febrero de 2007. Animales de compañía Por Juan Manuel de Prada Tratábamos de exponer en una entrega anterior cómo las tiranías han tratado de corromper cualquier forma de gobierno, desde que el mundo es mundo; por supuesto, la democracia no es indemne a esta gangrena. Y señalábamos que las nuevas formas de tiranía, en su afán por convertir a las personas en una masa amorfa, indistinta y fácilmente moldeable, cuentan con instrumentos poderosísimos. A uno lo llamábamos ‘desvinculación’. Se trata de borrar del ‘disco duro’ del individuo todo sentido de pertenencia, de romper todos aquellos vínculos que le sirven para hacerse inteligible, para entender sus orígenes y su lugar en el mundo. Por supuesto, la primera víctima de este proceso desvinculador es la educación: todas aquellas disciplinas que nos proponen una explicación de la realidad, de nuestra genealogía intelectual y espiritual, que nos proporcionan una explicación unitaria de las cosas son expulsadas de los planes de enseñanza, o condenadas a la irrelevancia. La historia, la filosofía, el latín y, en general, cualquier otra asignatura que postule una forma de conocimiento basado en la traditio (esto es, en la transmisión de saber de una generación a otra) es arrumbada en el desván de los armatostes inservibles. Se transmite a los jóvenes la creencia absurda de que pueden erigirse en ‘maestros de sí mismos’ y convertir sus impresiones más contingentes y caóticas en una nueva forma de conocimiento. Al privarlos de un criterio explicativo de la realidad, la nueva tiranía los condena a zambullirse en la incertidumbre y la dispersión; carentes de un criterio que les permita comprender la realidad, se los condena a ceder ante el barullo contradictorio de impresiones que los bombardea, a dejarse arrastrar por la corriente precipitada de las modas, por la banalidad y la inercia.   La tiranía, sin embargo, presenta esta amputación bajo un disfraz de libertad plena. Sabe perfectamente que las personas a las que no se les proporciona un criterio para enjuiciar la realidad son personas mucho más vulnerables a la manipulación; por ello se esfuerza en presentar esa ‘desvinculación’ como un espejismo de libertad. La nueva tiranía le propone al individuo: «Durante siglos estuviste sometido a códigos de conducta externos, dictados desde instancias represoras; nosotros hemos abolido esas instancias, para que desde hoy seas tú mismo quien elija su destino». Y, para subrayar esa impresión, para que el súbdito de la tiranía se crea borracho de libertad y liberado de enojosas autoridades y castrantes códigos morales que coartan su capacidad decisoria, la tiranía se presenta como un garante de esa libertad recién conquistada. Así no debe extrañarnos que, mientras las disciplinas que explican la realidad e infunden en el individuo una verdadera libertad de juicio y una verdadera libertad de elección son relegadas al ostracismo, se impulsen otras que crean vínculos nuevos, que imponen un nuevo sistema de valores, so capa de reconocimiento de esa ‘libertad ilimitada’ que graciosamente la tiranía nos concede. La misión de la nueva tiranía consiste en administrar y hacer productiva esa ‘suma de egoísmos’ en que, inevitablemente, se convierte cualquier sociedad desvinculada. Así se explica la implantación de asignaturas como la llamada Educación para la Ciudadanía, que bajo una fachada de amable libertad trata de suministrar pienso ideológico a una sociedad atomizada que ha olvidado su genealogía. Pero ya nos advirtió François Revel que «la tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano». En este designio de ingeniería social que anhela la ‘desvinculación’ del individuo, cualquier forma de agrupación humana que proteja a la persona de las injerencias del poder es de inmediato identificada por la tiranía como enemigo a batir. Inevitablemente, la familia, ese ecosistema que crea, sobre la argamasa de los vínculos de la sangre, afectos y lealtades fuertes y –lo que aún resulta más peligroso para los propósitos de la nueva tiranía—transmisión de convicciones que se escapan a la fiscalización del poder, es hostigada, escarnecida, presentada como un reducto de arcaico autoritarismo. Todo lo que contribuya a desnaturalizarla y hacer más quebradizos los vínculos que en su seno se entablan, todo lo que contribuya a su destrucción será aplaudido y auspiciado por la nueva tiranía, en su afán por crear ‘hombres nuevos’ sin sentido de pertenencia, náufragos en un mundo sin cimientos ni asideros. Pero la nueva tiranía aún dispone de otro instrumento muy eficaz para engullirnos en su trituradora. Lo llamaremos ‘fisiologización’ del hombre.

La nueva tiranía (I)

XLSEMANAL del 29 de enero al 4 de febrero de 2007. Animales de compañía, Por Juan Manuel de Prada Me pone un poco nervioso esa gente que se refiere a la democracia como si fuera una forma de gobierno superadora de tiranías. La democracia admite una expresión ideal, pero también su degradación en tiranía, como cualquier otra forma de gobierno. La aristocracia que defendía Platón nada tiene que ver con las dictaduras militares que han asolado Hispanoamérica en décadas recientes, por mucho que ambas postulen que el poder sea depositado en manos de unos pocos. Tampoco la democracia, tal como fue formulada en sus orígenes, se parece demasiado a su degeneración actual. Hay personas que identifican la tiranía con los totalitarismos de otras épocas, como si fuese una reliquia de la Historia; actitud que, amén de complaciente y hasta bobalicona, resulta tan disparatada como afirmar que la poesía tiene que escribirse necesariamente en cuartetos de versos alejandrinos monorrimos, como hacían los poetas del mester de clerecía, ignorando que después vino el verso endecasílabo, el verso blanco, el verso libre y lo que te rondaré morena. Las tiranías no constituyen una forma de gobierno específica, sino que se adaptan a la forma de gobierno impuesta por cada época: hace casi un siglo, las tiranías hallaron acomodo en las ideologías totalitarias que entonces triunfaban; hoy, tratan de colonizar la forma hegemónica de gobierno instaurada en Occidente tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, que no es otra que la democracia. Naturalmente, la tiranía se manifiesta de un modo muy diverso según la forma de gobierno a la que se acoge. Si perseveramos en el anacronismo de identificarla con el ascenso de un líder carismático y autoritario que monopoliza la maquinaria del poder, no conseguiremos dilucidar la verdadera naturaleza de la tiranía contemporánea. Mucho más eficaz en esta labor de desenmascaramiento resulta establecer cuál es el rasgo común a todas las tiranías que en el mundo han sido, el objetivo primordial y siempre repetido que las ha delatado. Dicho objetivo no es otro que la ‘construcción’ de un ‘hombre nuevo’, una labor de ingeniería social consistente en uniformizar a los individuos, convirtiéndolos en una masa amorfa, indistinta y fácilmente moldeable. Para ello, la tiranía anula la naturaleza del individuo, la extirpa de aquellos elementos que juzga incompatibles con sus designios y, mediante una labor de adoctrinamiento cruenta o sibilina (dependiendo del grado de sofisticación de la tiranía en cuestión), la introduce en una trituradora ideológica de la que los individuos salen convertidos en lacayos más o menos mohínos o satisfechos, incluso (si la tiranía actúa con perspicacia) orgullosísimos de su condición de lacayos. Antaño, estas trituradoras ideológicas adquirían rasgos pavorosos: campos de trabajo, burocracia policial, torturas, etc.; por supuesto, las tiranías de hogaño han conseguido hacer mucho más presentables y asépticas sus trituradoras de almas, han logrado incluso que tales trituradoras resulten amables, simpáticas, encandiladoras, irresistibles. Las tiranías siempre han mirado con suspicacia la dimensión intelectual y espiritual del hombre. Alguien que se sabe ser pensante y traspasado de trascendencia es más consciente de su vocación de libertad. Pero a la tiranía le interesa el hombre esclavizado: despojado de libertad, en el caso de las tiranías más rudimentarias y antediluvianas; o, mejor todavía, el hombre que ha olvidado que la libertad es una posesión consustancial a su condición humana y que, en su lugar, la considera algo que graciosamente se le concede desde una instancia de poder. Pero para que este espejismo resulte efectivo primero hay que lograr, mediante una minuciosa labor reeducadora, que el hombre reniegue de su libertad intrínseca; y para ello la tiranía contemporánea dispone de poderosas herramientas propagandísticas. En esta labor de mutilación humana, la tiranía emplea dos métodos muy eficazmente quirúrgicos: por un lado, la ‘desvinculación’ del individuo, que lo torna mucho más vulnerable e inconsistente, al obligarlo a romper lazos con toda forma de tradición cultural que sirva para entender sus orígenes, su lugar en el mundo, que en definitiva le sirva para explicarse, para hacerse inteligible; por otro lado, su ‘fisiologización’ salvaje, su conversión en un pedazo de aburrida carne que no tiene otro anhelo sino la satisfacción de unos cuantos apetitos y pulsiones, como un perro de Paulov. Dejaremos para una próxima entrega la exposición de los métodos que la nueva tiranía emplea en su tarea de ingeniería social, hasta convertirnos en ‘hombres nuevos’ y amputados, sin vínculos que nos expliquen ni aspiraciones de índole espiritual.

El resentimiento en el laicismo

Hace falta carecer de entendederas para creer que un belén en un colegio pueda ofender a alguien

Ignacio Sánchez Cámara
La Gaceta de los Negocios, 27 de diciembre de 2006

LOS episodios de las guerritas de los belenes pueden entenderse como consecuencias de las perturbaciones intelectuales y morales producidas por el solsticio de invierno en mentes anegadas por el rencor laicista. No es posible imputarlo a otra cosa que a los desvaríos anticatólicos que pretende suscitar en España la triste legislatura actual presidida por Zapatero, pues no cabe olvidar que sus ejes vertebradores (es un decir) son la ruptura del espíritu de concordia de la transición y la transformación de España en una sociedad ajena y hostil al cristianismo y sus principios y valores. La indigencia de los fines y los medios no debe hacer pensar que no hay un plan, porque sí lo hay. Hace falta carecer de entendederas o tenerlas gravemente deterioradas para pretender que un belén en un centro docente público pueda ofender a alguien o atentar contra el principio de aconfesionalidad del Estado establecido por nuestra Constitución. Hasta para el islamista más furibundo Jesús de Nazaret no deja de ser, ya que no Dios, sí un profeta de Dios, y su nacimiento y enseñanzas, hechos incontrovertibles de verdad y fe. Pero aquí no se trata de salvar ni la libertad religiosa ni el respeto al islam; sólo se trata de proscribir el cristianismo.

La aconfesionalidad del Estado no entraña la supresión de los símbolos religiosos de los lugares públicos. Eso sólo puede ser exigencia del laicismo, que no es neutral, sino una determinada concepción que proscribe lo religioso (aquí, más bien, lo cristiano) del ámbito público. Según él, para el Estado Dios no existe. Acaso porque el Estado aspire a ocupar el lugar del dios ausente. Pero el pueblo tiene derecho a expresar sus creencias religiosas. A ver si va a resultar que la libertad religiosa consiste en la imposición del laicismo y en la reducción de la práctica religiosa al ámbito doméstico de las catacumbas, es decir, a una especie de prohibición de hecho de la práctica pública de alguna religión concreta. Y, con todos mis respetos, si a algún inmigrante le ofende la celebración del nacimiento de Jesús, está en su perfecto derecho de buscar un país de acogida más laicista y hospitalario.

En realidad, más que de laicismo o de pura hostilidad a la religión, cabe hablar de una verdadera cristofobia, patología que el constitucionalista judío Weyler diagnosticó en su ensayo contra la ausencia de la mención a Dios y al cristianismo en el preámbulo de la nonata Constitución para Europa. Esta parafernalia anticatólica nace del resentimiento. Sabido es que Nietzsche diagnosticó el mal, aunque erró en el destinatario: la moral cristiana. Max Scheler puso las cosas en su sitio y negó que ella fuera obra del resentimiento, pero el mecanismo queda en pie. El resentido se ciega a sí mismo para la percepción de los valores más altos, y no sólo decreta que las uvas más altas están verdes, sino que llega a negar valor a la fruta madura. Para el resentido es casi un deber derribar alturas e igualar niveles. El resentimiento es el gran nivelador. El resentido arremete contra todo lo que eleva y dignifica al hombre.

Ignoro si la civilización occidental perecerá pronto o no, pero creo que si lo hace no será a manos de otra más pujante sino como consecuencia de su propia barbarie interior, de su propia estupidez moral. El Papa en su mensaje de Navidad ha vuelto a reiterarlo. El hombre necesita a Cristo, a pesar de que la posmodernidad haya decretado una ficticia autosuficiencia del ser humano. Y no dejan de proclamar aún más esa necesidad de salvación los males que padecemos: hambre, pobreza, esclavitud, odio racial y religioso y terrorismo. Por lo demás, el mensaje de la Navidad va dirigido a todos los hombres, y hay que haber descendido muchos peldaños en la escala de la hominización moral para sentir odio y aversión hacia el Niño que nació en Belén. Quienes no tengan fe para reconocer que allí nació la Verdad, no su mero testigo, al menos deberán reconocer la grandeza eterna del mensaje. Los resentidos contra la dignidad humana son los principales enemigos del acontecimiento de Belén, una especie de segunda creación del mundo, que muestra que Dios está con nosotros y entre nosotros. Se recoge, si no me equivoco, en el Talmud esta memorable narración. Un joven se acercó a un rabino para tentarlo y ponerle en aprietos teológicos, y le ofreció dos monedas de oro si le decía dónde estaba Dios. La respuesta de la sabiduría no se hizo esperar: “Yo te doy el doble si me dices dónde no está Dios”.