martes, 23 de junio de 2009

Notas sobre "La Ideología Invisible"

Estoy leyendo “La Ideología Invisible. El pensamiento de la nueva izquierda radical” de Jesús Trillo-Figueroa, un ensayo imprescindible para entender de dónde viene, qué es y a dónde nos lleva la ideología de los socialistas que gobiernan España en este momento.

Trillo-Figueroa hace un alarde de conocimiento de autores y textos significativos –a veces con alguna falta de sistematización- con un esfuerzo de divulgación y síntesis, cosa que consigue…, casi siempre. Pero cuando mejores son sus páginas es cuando se suelta y elabora su propio discurso, como por ejemplo, al comentar lo que Enrique de Diego llama “nuevos clérigos” (algunos profesores, periodistas y artistas, pág. 142):
En fin, la característica común de todos ellos es que son buscadores de renta pública. Su interés por lo público se concreta en su interés por la subvención y el gasto público, en su propio beneficio. Es la vieja historia de la cultura subvencionada.
Más adelante, expone su visión de las disyuntivas ética pública-ética privada y espacio privado-espacio público (págs. 187-188):
Otra de las causas fundamentales que, a mi juicio, han conllevado el desprestigio de la política en nuestra sociedad ha sido, sin duda, el intento excesivo de politización de la misma. El socialista Joaquín Leguina, en un viejo opúsculo publicado por la Comunidad de Madrid, "Viejas y nuevas ideas de la Izquierda", a modo de cuasi catecismo de su propio pensamiento ideológico, afirmaba que cada vez más aspectos de la vida cotidiana se convierten en aspectos de dominio público. Según Leguina, “la frase feminista lo personal es político resume la falsa escisión entre lo privado y lo público”.

El socialismo y todas las demás ideologías que conciben la realidad desde la sola óptica de la política consideran que “todo es política”, y esto es radicalmente falso. El gran problema es confundir los dos planos, confundir el plano de lo personal y de lo público. Resulta curioso sin duda que aquéllos que son partidarios de distinguir entre una ética privada y una ética pública –cuando ambas no dejan de ser ética- se empeñen en no distinguir entre esfera privada y esfera pública, pues afirman que todo es política.

La conclusión de los que piensan que todo es política es, en definitiva, que todo es competencia del Estado. Y así eliminan la legitimidad de la existencia de una sociedad civil frente al Estado, e infiltran la maquinaria estatal en todos los aspectos de la vida social, de manera que jamás entienden la diferencia entre la sociedad, el individuo y el Estado. Esta es la explicación más clara de una concepción política totalitaria.

jueves, 11 de junio de 2009

El liberalismo como tradición ética

Europa. Por qué no podemos negar la herencia cristiana

En su último libro, Por qué debemos llamarnos cristianos (1), el senador italiano Marcello Pera analiza la íntima relación entre un planteamiento liberal bien entendido y los valores cristianos. También denuncia los contraproducentes resultados de una laicidad llevada al extremo de avergonzar a Europa de su propia identidad.

ACEPRENSA
Firmado por Xavier Reyes Matheus
Fecha: 10 Junio 2009

Una carta de Benedicto XVI precede al texto de Pera, un ensayo que parece recoger, desde Europa, el guante lanzado al Viejo Continente por George Weigel en Política sin Dios. Ya en 2004 Pera, político y profesor de Filosofía en las universidades de Catania y Pisa, había unido su firma, en un libro, a la de Joseph Ratzinger, a propósito del tema de las raíces cristianas de Europa (cfr. Aceprensa, 14-06-2006).

Conocida es la disposición de Pera a aceptar la exhortación que el Papa ha dirigido a los no creyentes, entre quienes se cuenta: seguir la vieja fórmula de Pascal y de Kant de vivir “como si Dios existiese” (velut si Deus daretur). “La tengo por una solución sabia –ha dicho Pera–, porque nos hace a todos moralmente más responsables. Si Dios existe, existen también límites morales a mis acciones, comportamientos, decisiones, proyectos, leyes”.

El defecto del actual liberalismo
En este nuevo título, Marcello Pera, nacido en 1943 y amigo cercano de Karl Popper, hace un llamamiento a poner orden en el reblandecimiento de ideas que asedia al programa liberal, confundido y desorientado entre la disolución relativista y lo políticamente correcto. Para hallar un rodrigón firme vuelve Pera sobre la necesidad de remitirse a la radicalidad cristiana de la cultura europea. Pero también se trata de conjurar los peligros absolutizadores de lo que llama la “ecuación laica”, con el riesgo de que la premisa “el Estado liberal es laico” pueda degenerar en que el Estado liberal tiene la “religión de la laicidad”, una sacralización de la política que ha descrito Emilio Gentile como un avance hacia al totalitarismo.

Según Pera, “el defecto principal del actual liberalismo ha sido el de recluirse en una dimensión sólo política y procedimental, y el de olvidar que es una tradición con específicos y densos contenidos éticos que hunde sus raíces en la historia europea, de la cual es parte esencial la historia cristiana de Europa, incluida la Reforma”. Una observación que glosa en su carta Benedicto XVI al decir que “el liberalismo, sin dejar de ser liberalismo, más bien, para ser fiel a sí mismo, puede referirse a una doctrina del bien, en particular a la cristiana, que le es familiar, ofreciendo así verdaderamente una contribución para superar la crisis”.

Falacia del multiculturalismo
También ha merecido especial comentario del Papa la forma en que Pera trata el asunto del multiculturalismo, mostrando, en palabras del pontífice, “la contradicción interna de este concepto y, por tanto, su imposibilidad política y cultural”.

El filósofo italiano repasa en efecto todos los argumentos que se esgrimen a favor del multiculturalismo, concediendo, cuando procede, la verdad de muchas de sus razones. No admite, en cambio, una valoración de la cultura que pretenda sobreponerla al individuo y consagrar la intocabilidad de rasgos que se proponen como superestructuras sociales al margen de la condición humana: “Del hecho –señala el autor– de que los individuos no puedan ser lo que son sin una cultura, no se sigue que tal cultura exista independientemente de aquel individuo, como un club en el que éste se inscribiera”.

Por eso, pues, no pueden invocarse derechos en nombre de la diferencia si esto implica desconocer valores sociales imprescindibles: “Conceder o no conceder derechos de grupo depende de la cualidad de los derechos reclamados, de su conformidad con los derechos fundamentales garantizados a los ciudadanos en la sociedad amplia”.

En la línea de lo que ha señalado Pascal Bruckner en su Tiranía de la penitencia, Pera deplora la forma en que el multiculturalismo ha hecho nacer en los europeos un “complejo de culpa”. Por lo demás, el autor hace ver que una ojeada a la integración de los inmigrantes en Europa revela que no han sido eficaces las políticas con que la mentalidad multicultural pretendía cumplir aquel propósito; antes bien, haciendo fuertes las reivindicaciones de ciertos colectivos extranjeros sobre el mantenimiento de formas de vida notablemente ajenas a las del país receptor, el dogma multiculturalista ha contribuido a la creación de guetos o enclaves en los que lo cultural agrava las ya naturalmente periféricas condiciones en las que suelen establecerse los inmigrantes (Ver “La diversidad es perfectamente asumible”, Aceprensa, 18-03-2009).

En el mismo sentido, Benedicto XVI ha reconocido al libro de Pera el acierto de explicar que “un diálogo interreligioso en el sentido estricto de la palabra no es posible, mientras que es particularmente urgente el diálogo intercultural, que profundiza en las consecuencias culturales de la decisión religiosa de fondo. Si bien sobre esta última un verdadero diálogo no es posible sin poner entre paréntesis la propia fe, es necesario afrontar en el debate público las consecuencias culturales de las decisiones religiosas de fondo”, ha escrito el Papa.

Pronunciándose en efecto por un diálogo intercultural, Pera alude a la necesidad de relacionar las religiones con la verdad y el bien que buscan y con el modo de buscarlos, de manera que pueda valorarse lo que ellas aportan al desarrollo individual y social. Trascendiendo los miedos, los tabúes y la inocua tentación de lo sincrético (habla de un “islamocristianismo” imposible), el ex presidente del Senado italiano defiende que el comparativo “mejor” vuelva a incorporarse a las reflexiones y a los juicios que nuestro tiempo no puede menos que reclamar.

Diez razones para llamarse cristianos
De modo muy concreto, Pera concentra en forma de “decálogo” las razones por las que los liberales deben admitir sus raíces cristianas. Según esto, deben hacerlo:

Si guardan memoria de que la idea de la libertad humana arraiga en el pensamiento cristiano, que confirió al hombre la dignidad de una criatura a imagen y semejanza de Dios, y que, contra la incertidumbre relativista de múltiples verdades, proclama que “la verdad os hará libres”.

Si tienen conciencia de las dificultades de su doctrina y de la crisis de sus sociedades, pues según Pera la sociedad liberal es una unidad moral y espiritual que requiere de un revestimiento doctrinal adecuado y de virtudes a propósito.

Si comprenden que el liberalismo no puede ser autosuficiente, sino que su construcción depende de una elección que, en cuanto movida por la responsabilidad y la benevolencia hacia el prójimo, es una elección de matriz cristiana.

Si quieren resolver el problema de la estabilidad social, pues la libertad individual requiere, para no transformarse en violencia y caos, un límite y un sentido del pecado o de lo no negociable que sería siempre artificial si se confiase sólo a la imposición del derecho positivo.

Si no se quiere ser etnocéntricos y reducir los derechos humanos a la condición de privilegios propios de ciertas culturas.

Si se quiere dar un fundamento conceptual y no meramente histórico y anticlerical de la separación entre Estado e Iglesia, pues Pera considera que, a pesar de las luchas por el poder temporal, el cristianismo despojó conceptualmente a la figura del césar de su condición divina y proveyó al hombre de una dignidad que procede de Dios, y que es distinta de la ciudadanía que le otorga el Estado.

Si quiere conjurar el peligro o la profecía de su autodestrucción, pues, como decía Juan Pablo II, “una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo visible o encubierto” (Centesimus annus, n. 46).

Si recuerdan las atrocidades sucedidas cuando Europa ha abandonado el cristianismo y se ha “hecho pagana”: Auschwitz y los gulags.

Si quieren resolver la crisis moral que vive Europa actualmente.

Si quieren conservar el orgullo de su civilización, sostenerla cuando se la pone en cuestión, promoverla cuando se enfrenta a algún obstáculo, defenderla cuando se la ataca.

-----------------------
NOTAS
(1) Marcello Pera, Perchè dobbiamo dirci cristiani. Il liberalismo, l’Europa, l’etica. Mondadori. Milán (2008). 196 págs. 18 €.

Presente y futuro de nuestra civilización

Dos artículos de ACEPRENSA para pensar y sacar conclusiones.

Habermas y el papel de la religión en las sociedades actuales

Desde que en 2004, en un debate con el entonces cardenal Ratzinger, hiciera públicas sus ideas sobre la función revitalizadora de la religión en la esfera pública, Jürgen Habermas ha tenido que responder a multitud de críticas. Se le ha acusado de traicionar el proyecto ilustrado de la modernidad y de desconocer la función positiva del laicismo. En un artículo, publicado en Claves de Razón Práctica (nº 190, marzo 2009), Habermas responde a las críticas del laicista italiano y ateo militante Paolo Flores D’Arcais.

Sobre el futuro de esta civilización

Hay autores que poseen la capacidad de dar un diagnóstico, a la vez general y profundo –que no abstracto– sobre la evolución histórica, con sus consecuencias en el arte, la ciencia, la sensibilidad, la cultura. Uno de esos autores fue el vienés Herman Broch (1886-1951). En el posfacio que escribió, en los últimos años de su vida, al libro de Rachel Bespallof De la Ilíada (1), de 1947, se puede leer una de esas reflexiones que clarifican tanto la historia como la situación actual. Bespaloff y Broch eran judíos. Broch se convirtió al catolicismo en su juventud, sin perder nunca la fidelidad a la patria hebrea.

Catecismo legal

Por ANDRÉS OLLERO TASSARA, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en La Tercera de ABC, miércoles, 3 de junio de 2009

Las sentencias del Tribunal Supremo sobre las asignaturas relacionadas con la educación para la ciudadanía ofrecen la oportunidad insólita de asistir a un cruce de argumentos sobre una cuestión de interés general. Es de lamentar que debates como este queden reservados a una minoría de iniciados, capaces de armarse de paciencia y enfrentarse a centenares de folios. Se abordan problemas como la relación entre conciencia personal y derecho, el efectivo alcance del pluralismo como valor superior de nuestro ordenamiento constitucional, la dimensión más excluyente («negativa», diría Kelsen) que positiva de la Constitución al reconocer derechos y contenidos axiológicos, el intento imposible de separar drásticamente ética pública y privada, o la aporía de perseguir en el ámbito educativo una neutralidad moral que no encubra un burdo indiferentismo. Por si fuera poco, se pone de relieve el grado de atención prestado por el Tribunal Supremo a la doctrina del Tribunal Constitucional, y su asombrosa capacidad para ignorarla o malentenderla.

El Constitucional afirmó hace ya veintisiete años que «la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español». Nuestro Tribunal Supremo demuestra cierta sordera, fenómeno a veces consistente en percibir sólo lo que interesa y como interesa. Ignora la cita para deducir que «es indiscutible» que se refiere a «materias perfectamente delimitadas: el servicio militar y la posición de los informadores en las empresas informativas». «Es obvio», por lo visto, «que la Constitución española no proclama un derecho a la objeción de conciencia con alcance general».

La Unión Europea suscribe todo lo contrario. Coincidiendo con ella el Constitucional dejó claro, en idéntica fecha, que «el derecho del objetor no está por entero subordinado a la actuación del legislador». Como otros derechos y libertades fundamentales, «su aplicabilidad inmediata no tiene más excepciones que aquellos casos en que así lo imponga la Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impida considerarla inmediatamente aplicable, supuestos que no se dan en la objeción de conciencia». La Constitución, lejos de condicionar la posibilidad de objetar de los padres recurrentes, les ha reconocido un fundamento expreso para ejercerla: el «derecho» que les «asiste» para que «sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». El Supremo, muy afectado por el ruido circundante, se inventa «un derecho a la objeción de conciencia de rango puramente legislativo, no constitucional», con lo que una mayoría coyuntural «podría crear, modificar o suprimir dicho derecho según lo estimase oportuno». Por lo que se ve, tenemos la fortuna de contar con dos Constituciones, según el intérprete que nos caiga en suerte. ¿Con cuál de las dos se educará a la ciudadanía?

Lo que sí parece obvio es que si el Supremo se muestra discrepante no es por mala voluntad. La falta de debate público nos acaba afectando a todos y aquí de objeción de conciencia se habían venido ocupando mayormente los insumisos y los testigos de Jehová. Añádase a ello un malentendido nada infrecuente al invocarse al pluralismo político como valor superior de nuestro ordenamiento. No consistiría en que cada cual pueda sin obstáculo expresar y aportar al debate público sus posturas personales; no las de los vecinos, por correctas que se las pueda mayoritariamente considerar. En la sentencia parece suscribirse un pluralismo en versión marxista (sector Groucho): soy un hombre de principios pero, si no les gustan, tengo otros. El ciudadano parece obligado a suscribir posturas plurales, lo que le impediría convencerse peligrosamente de que puede tener razón en lo que dice. Esto produce una asimetría que Habermas ha denunciado como incompatible con un Estado liberal. El convencido ha de traducir sus argumentos relativizándolos; el relativista no tiene que traducir nada y su postura gozará de indiscutida prioridad en el ámbito institucional.

Lo curioso es que esta obligada indefinición sea compatible con una asignatura obligatoria destinada a explicar modelos imprecisos. El argumento de que sólo se pretende inculcar valores constitucionales, llegando incluso a la promoción activa de su vivencia práctica, resulta sin duda apabullante. Ignora, sin embargo, que la Constitución reconoce el contenido esencial de unos derechos para evitar que el legislador pueda vulnerarlo; pero no establece positivamente un desarrollo que el pluralismo político se encargará de plasmar de mil maneras distintas, todas ellas constitucionales. ¿Con cuál de ellas educamos a la ciudadanía? He sido diputado más de diecisiete años y he comprobado hasta la saciedad cómo los miembros de todos los grupos parlamentarios compartíamos unos valores constitucionales que habíamos jurado o prometido respetar; pero también con qué dificultad unos y otros llegábamos a ponernos de acuerdo a la hora de plasmarlos en algo tan genérico como un texto legal. ¿Será más fácil hacerlo en el ámbito personalizado que la educación moral exige?. La Constitución no lo considera posible y por eso convierte a los padres en árbitro de cuestiones tan abiertas.

El que tan inevitable, y gozosa, apertura llegue a provocar un debate conflictivo sí parece preocupar al Supremo, pero en realidad es irrelevante. No respetaron la negativa de unos testigos de Jehová a firmar contra su conciencia la conformidad para una trasfusión de sangre a su hijo en peligro de muerte, pensando quizá que en España se considera de modo nada conflictivo que tal actitud es disparatada. Olvidaron que ningún poder público puede erigirse en árbitro de la conciencia de nadie. Asunto distinto es que la objeción -como todo derecho- no pueda tener alcance ilimitado y deba ponderarse con arreglo a exigencias de interés común; como la propia Constitución ejemplifica a propósito del servicio militar. Pero será el poder público el encargado de precisar en virtud de qué bien lo limita, sin cargar al ciudadano con la prueba de presentarle su convicción como convincente.

Por detrás de este malentendido late la curiosa diferenciación entre una ética privada y otra pública, merecedora ésta de estricta observancia. Tan poco feliz ocurrencia se pretende convertir en catecismo civil. En una sociedad plural la ética pública es el resultado del entrecruce de las propuestas que sus ciudadanos plantean, cada uno inevitablemente desde su ética personal. Cuando alguien se erige en árbitro de si lo aportado por los demás expresa una «voluntad particular» o la «voluntad general» el totalitarismo está servido: alguien impondrá como general su particular voluntad, erigiéndose en vidente del interés público.

Todo este escenario invita a recordar la sentencia del Constitucional sobre el derecho fundamental al agua que su novedoso Estatuto reconoce a los valencianos. Se limitó a negar displicentemente que los derechos de los estatutos autonómicos fueran realmente derechos; y todos contentos. O eso parecía; ahora resulta que para el Supremo el catecismo civil, que nos revela de modo infalible la inobjetable ética pública, incluye la obligación de «asumir y valorar positivamente los derechos y obligaciones» derivados «de la Constitución y del Estatuto de Autonomía», y «utilizarlos como criterios para valorar éticamente las conductas sociales». O sea que, si un aragonés reside en Valencia, la ética pública le obligará a abjurar de sus egoístas particularismos. Para no ser los estatutarios ni siquiera derechos, no está nada mal...

martes, 9 de junio de 2009

Andrea Riccardi, premio Carlomagno 2009

Firmado por Aceprensa, 21 Mayo 2009

El historiador italiano Andrea Riccardi ha sido el ganador en 2009 del premio Carlomagno, uno de los más prestigiosos de Europa, que en ediciones anteriores recayó sobre personalidades como Alcide De Gasperi, Konrad Adenauer, Javier Solana, Carlo Azeglio Ciampi, Juan Pablo II, Juan Carlos I de España y la canciller alemana Angela Merkel, galardonada el año pasado. A diferencia de todas estas figuras, Riccardi, nacido en Roma hace 58 años, no es un hombre de Estado, sino un profesor de Historia del Cristianismo y el fundador de la Comunidad de San Egidio, una asociación de laicos católicos presente en 70 países.

Alguien que “vive el espíritu de Europa”
El premio, que corre a cargo de la ciudad de Aquisgrán, reconoce la labor de quienes trabajan al servicio de los ideales de Europa. Jürgen Linden, alcalde de la antigua capital imperial de Carlomagno y uno de los miembros del jurado, ha explicado que este año se ha querido deliberadamente que el premiado no fuera un político: “Le hemos escogido [a Riccardi] para animar a la gente corriente a trabajar desde la base por la unidad de Europa”, ha reconocido Linden.

Riccardi, de quien ha dicho el jurado que “vive los valores de Europa”, ha sido también elogiado en el fallo “por su extraordinario empeño civil a favor de una Europa más humana y solidaria dentro y fuera de sus fronteras, por la comprensión entre pueblos, religiones y culturas, por un mundo más pacífico y justo”. Algunos medios se han referido al historiador como el “outsider por excelencia”, que llama urgentemente a la paz y al que no mueven intereses políticos ni económicos para intervenir en los problemas que intenta solucionar.

Mediación en conflictos internacionales
La iniciativa por la que ha sido ahora premiado Riccardi nació hace cuarenta años, cuando él y un grupo de ex compañeros de colegio decidieron fundar una comunidad de laicos en el barrio romano del Trastevere con el fin de proporcionar alimento y vestido a los pobres. La organización, con sede en la parroquia de San Egidio, cuenta ahora con 50.000 miembros, y sus actividades abarcan frentes que van desde la mediación en conflictos internacionales hasta el consuelo de condenados a muerte a través del intercambio epistolar.

Propuesto también para el Nobel de la Paz, Riccardi ha tenido con su organización un papel importante en los acuerdos de paz de varios países africanos. Especialmente Mozambique, en donde logró en 1992 el entendimiento entre gobierno y guerrilla que puso fin a la guerra civil.

El ecumenismo, condición para la paz
Para Riccardi, la división entre dos Europas aparece renovada con lo que llama la “recuperación de las identidades subyacentes”: una reacción al mundo globalizado que vincula a la religión con la conciencia nacional al modo de lo que ocurría a comienzos del siglo XX, antes de la implantación del comunismo. “El problema de la fractura entre el este y el oeste es antiguo, y se ha acentuado con la Guerra Fría”, sostiene Riccardi. “Pero es también el problema de una Europa del este que debe afrontar la victoria del modelo occidental, que no es un modelo católico o protestante, sino el de una sociedad secularizada, consumista, capitalista, desarrollada. En este contexto, el reto ecuménico resulta decisivo”.

Este ecumenismo no es para el historiador (una autoridad en Historia del Papado en la Edad Moderna y Contemporánea) mera discusión teológica, sino también voluntad de acercamiento entre líderes religiosos. Según Riccardi, resultan aquí de una importancia clave ciertas figuras del mundo ortodoxo que representan un acercamiento a la modernidad, algo que constituye aún un problema para esta Iglesia y que en cambio el catolicismo enfrentó en el Concilio Vaticano II.
Este espíritu de ecumenismo debe sostenerse también respecto de Rusia y el islam, “los dos problemas de frontera de Europa”. Para el primer caso, explica Riccardi, se trata de un problema interno, pues Rusia no está fuera de Europa. En el segundo, dice, “es necesario dejar la puerta abierta, imponiendo condiciones en lo referente a los derechos humanos y a la inmigración”. Frente a un tema que vuelve a estar de actualidad, Riccardi decía en 1999 que “necesitamos de Turquía en los Balcanes, en particular para abordar este islam europeo de ‘rancio abolengo’, que no es producto de la inmigración”.

A propósito, precisamente, de la inmigración, Riccardi ha declarado recientemente que el verdadero problema que ella refleja no es lo que ocurre en Europa, sino la miseria de los países de origen, contra cuya fuerza centrífuga no valen vallas ni patrullas marítimas. Aunque Il Professore admite haber militado en el discurso tercermundista durante su juventud (“en el 68 tenía 18 años”, se justifica), su percepción actual se rinde a la evidencia: “El Tercer Mundo ya no existe. Asia es una realidad; América Latina es otra. Pero el problema de África persiste, y Europa no puede ignorarlo”.

Religión y laicidad
En una entrevista concedida a El Mundo en 2007, y preguntado sobre la situación en España, Riccardi se refería a conflicto entre laicos y católicos como “una cosa del pasado”. Menospreciar la dimensión cristiana de la cultura en los países de los que ella ha formado parte supone condenarlos a la insignificancia: “En mi opinión, tanto para los creyentes como para los no creyentes, un discurso de fe religiosa o de cultura de las tradiciones cristianas es un recurso importante. La historia de Italia, de España o de Francia no es la historia de la cristiandad, pero el cristianismo es un aspecto fundamental de nuestra historia”.

En el marco de la entrega del premio Carlomagno a Riccardi, se ha organizado una mesa redonda en Aquisgrán sobre el tema “La civilización de la paz: Religiones y culturas en diálogo”, donde participarán David Brodman, rabino mayor de Savyon (Israel); el profesor Mohammed Amine Smaili, de la Universidad de Rabat; Mons. Heinrich Mussinghoff, arzobispo Aquisgrán; Nikolaus Schneider, presidente de la Iglesia evangélica de Renania; y el arzobispo Serafim, metropolitano de la Iglesia ortodoxa rumana para Alemania y Europa central.

martes, 2 de junio de 2009

Sobre el liberalismo

Liberalismo en Juan Manuel de Prada

Por: Federico Rodríguez de Rivera, en el blog Cartas y artículos

Hay mucho ruido en la "red" por un artículo de Juan Manuel de Prada sobre el "liberalismo" [ver más abajo] en el que muestra una realidad, una vaguedad y una falsedad.

La realidad es la existencia de distintos tipos de liberales; la vaguedad es la interpretación de "liberalismo difuso" al hablar de la afirmación de Esperanza Aguirre sobre el ser liberal definido como "toda persona debe elegir libremente"; y la falsedad es afirmar que el "liberalismo" desemboca en su opuesto, el "totalitarismo".

Sin embargo no se puede linchar a nadie en la red por no ser liberal. ¿Liberales intolerantes? ¿liberales?

Ahora, sí se le puede rebatir con razonamientos su afirmación en el crítico artículo sobre el "liberalismo" que publicó en el ABC, y ¡ójala! el debate de ideas estuviese en este campo, buscando una organización política más justa más que una más populista como es el caso de Occidente.

La realidad de la que se debe partir es una realidad antropológica: o el hombre tiene una naturaleza inmutable como sustrato, lo que significa que hay bien y verdad al margen de que lo conozca o se adhiera a él; o bien con una naturaleza "en construcción" nada hay de verdadero o falso salvo lo que afirme su voluntad soberana.

En el caso primero se puede hablar de un "liberalismo" fundamentado en una realidad constitutiva y antecedente. Y eso se muestra en verdades absolutas como "matar es malo", "mentir es malo", y en la necesidad de protegerse de esas agresiones a través del Derecho, de la ley justa y de la autoridad. Pero también es una verdad absoluta que "la droga mata" y que "el vicio esclaviza" y ahí está la experiencia diaria de la voluntad debilitada de drogadictos y ludópatas.

En el segundo supuesto: la voluntad creadora, no tengo nada que objeta a De Prada. Si no hay verdades, si no hay orden moral antecedente, ¿qué impide la ley de la selva o la imposición desde fuera de criterios que impidan en caos generado? Ese es el razonamiento roussonianio y, también, de Peces Barba, y la justificación ideológica de la Educación para la Ciudadanía del gobierno socialista.

La confusión que introduce sobre la afirmación de Esperanza Aguirre es torticera, porque ¿no podía interpretar que Esperanza Aguirre está afirmando que nada ni nadie puede sustituir la libertad de conciencia, o que nadie puede sustituir la voluntad ajena?

Podría haber concluido que "no sabe lo que quiere decir" Esperanza Aguirre, pero de ahí derivar al liberalismo relativista no se puede hacer sin un quiebro en su discurso.

Aquí estamos entrando en el meollo del pensamiento liberal, en el que coinciden conservadores y radicales; en que el ser humano tiene "algo" irrenunciable.

Muestras de ese "algo" irrenunciable: "no se puede convertir a una religión a nadie a la fuerza", "no se puede obrar contra conciencia", "no se puede entregar al Estado ni a nadie la libertad para caer en esclavitud", "no se puede eliminar una vida humana inocente".

Es la tensión entre la esfera personal y social la que acaba mostrando los límites de aquello a lo que el ser humano puede comprometerse o renunciar.

Y creo que la falsedad que sostiene es la de introducir todo el liberalismo en el "liberalismo derivado del relativismo ético".


Liberalismo

Por Juan Manuel de Prada, en ABC, abril de 2009

Discursos célebres, fundadores de una nueva época, ha habido unos cuantos a lo largo de la historia. El más famoso de todos ellos lo pronunció Jesús y se conoce como Sermón de la Montaña; en el cual se contienen, por cierto, muchas más cosas que las ocho Bienaventuranzas. Está también el discurso fúnebre de Pericles recogido por Tucídides en su «Historia de la guerra del Peloponeso»; está el discurso de Lincoln en Gettysburg, que los niños americanos aprenden de memoria en la escuela; y está el discurso que Churchill pronunció en la Cámara de los Comunes, en el que sólo prometía a los ingleses «sangre, sudor y lágrimas». Pero el discurso más célebre del momento, el discurso que tiene a la derecha española alborozada o mohína -y, en conclusión, meningítica perdida- es el que pronunció Esperanza Aguirre en el Foro de ABC hace unos días. ¿Y cuál es el busilis de ese discurso, que tanta tremolina ha levantado entre los escoliastas? Pues el busilis de ese discurso es la apología del liberalismo.

¿Y qué es eso del liberalismo? Para Esperanza Aguirre ser liberal consiste en considerar que «cada persona debe elegir libremente»; pero es una definición un tanto difusa que lo mismo sirve para definir a un liberal que a un abortista. O a un liberal abortista: ahí tenemos, por ejemplo, al escritor Vargas Llosa retirando su apoyo al PP porque no defendía con suficiente ardor el aborto, que es lo que a su parecer exige un liberalismo de buten. Para mí que eso de proclamarse liberal, antes que una declaración de principios ideológicos, es la última adscripción no peyorativa que le resta a la derecha, toda vez que proclamarse conservador en el Matrix progre es como proclamarse fascista, o siquiera reaccionario. Pero que lo tilden a uno de reaccionario puede ser un timbre de gloria, como lo prueba aquel envío de Antonio Machado a Azorín: «¡Admirable Azorín, el reaccionario/ por asco de la greña jacobina!». El argentino Leonardo Castellani, otro admirable reaccionario por asco de la época que le tocó vivir (menos greñuda que la nuestra, sin embargo), escribió diatribas formidables contra el liberalismo, esa «niebla ponzoñosa» que ha hecho caer al hombre en cinco idolatrías nefastas: 1) Idolatría de la Ciencia, con la cual el hombre quiso hacer otra torre de Babel que llegase hasta el cielo; 2) Idolatría del Progreso, nuevo Becerro de Oro con el cual creyó que haría en poco tiempo otro Paraíso terrenal; 3) Idolatría de la Carne, a la cual se le pidió el cielo y las delicias del Edén, pero la carne desvestida, exhibida, mimada y adorada ha sido a la postre destrozada y amontonada como estiércol; 4) Idolatría del Placer, con la cual se quiere hacer del mundo un perpetuo carnaval y convertir a los hombres en chiquilines agitados e irresponsables; y -last but not least- 5) Idolatría de la libertad, con la cual se quiere hacer de cada hombre un caprichoso caudillejo.

«Esta obsesión de la libertad -nos enseña Castellani- vino a servir maravillosamente a las fuerzas económicas y al poder del Dinero, que también andaban con la obsesión de que los dejasen en paz. Los dejaron en paz: triunfaron sobre el alma y la sangre la técnica y la mercadería; y se inauguró en todo el mundo una época en que nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre ha sido en realidad menos libre». El liberalismo acabó engendrando la libertad enloquecida del Dinero, que fue lo que a la postre trajo el comunismo en el siglo XX; y también ha engendrado, en estos albores del siglo XXI, la creencia no menos enloquecida en una especie de Reino de la Paz Perpetua y las Delicias Universales, producto de la Ciencia, la Libertad y la Democracia; Reino que, básicamente, consiste -como Castellani profetizó con clarividencia- en que «un grupo de sabios socialistas, bajo la coartada de adoración al Hombre, gobiernen el mundo autocráticamente y con poderes tan extraordinarios que no los soñó Licurgo». El liberalismo, en fin, es el caldo de cultivo que la derecha aliña, creando las condiciones sociales, económicas y morales óptimas para el triunfo de la izquierda, que es la que mejor ha sabido vender las falsificaciones de la libertad inventadas por el liberalismo. Falsificaciones catastróficas para el hombre, que creyendo «elegir libremente» no hace sino ahondar en su esclavitud.