jueves, 30 de octubre de 2008

El cristianismo no es un moralismo.

Por Antonio Millán Puelles, en Ética y realismo, Rialp 1996, pp. 93 a 97

Para terminar quiero hacer una reflexión hablando como cristiano, no como profesor de filosofía, aunque sin dejar de ser profesor de filosofía. En nuestra época, no podemos limitamos los cristianos, ni en nosotros mismos ni en el trato con los demás, a una ética meramente natural. En ninguna época, pero en la nuestra es oportuno decirlo, porque como hay mucha gente que niega la ética natural, nos vemos en la tesitura de tener que dialogar con ellos con meras razones de tipo natural. Es decir, por ejemplo, justificamos la condenación del aborto con razones científicas, ético-naturales, etc.; lo mismo en todo lo referente a la indisolubilidad del matrimonio, y tantas otras cosas más. Como tenemos que dialogar con personas que no creen, echamos mano sólo de argumentos de filosofía o de ciencia positiva, digamos, de razón natural. Los primitivos cristianos no actuaron únicamente así. Daban testimonio de su fe. Parece que ahora estamos como avergonzados: -Mire usted-decimos muchas veces-, prescindiendo de que seamo9s cristianos, resulta que el embrión es un ser humano, porque los cromosomas, etc...- Eso es real, y está muy bien que lo digamos, pero... ¿como cristianos cumplimos nuestra obligación quedándonos ahí, por aquello de que el señor que nos oye no lo es? A lo mejor el señor que nos oye estaba esperando que le dijéramos algo como cristianos, y no sólo como conocedores de la biología contemporánea y del derecho natural, que quizá podría compartir con nosotros. Quizá esperaba ese otro testimonio. O, aunque no lo esperara, a lo mejor le vendría muy bien. A este propósito, afirma Karl Adam en su libro Jesucristo, refiriéndose a la esencia del mensaje de Cristo: «Se puede afirmar que, incluso históricamente, la esencia de su mensaje consiste precisamente en la buena nueva de la proximidad del Reino de Dios, que llega en su Persona. No se debe buscar dicha esencia primariamente en su doctrina moral. Efectivamente, en muchos puntos de su mensaje de una justicia mejor, pueden encontrarse analogías en el Antiguo Testamento, o en la filosofía judía –y también en la filosofía griega de la época-. Sin duda Jesús desbrozó esta preciosa herencia de sus numerosos aditamentos humanos, y mediante una revolución y una concentración anárquica, la dejó pura y refulgente -incluso desde el punto de vista humano-, pero su contenido principal estaba ya previamente implicado, y propiamente hablando no es aquí donde debe verse la verdadera novedad que quiso traer, y que de hecho trajo al mundo»1 .

La novedad de Cristo no es su doctrina moral: es su anuncio del Reino de Dios. ¡Claro que incluye, por supuesto, una doctrina moral! En cuestiones de justicia hay que ser tan exigente –o más- que el que más, pero con la condición –si es que queremos actuar como cristianos- de dejar claro que hay otra cosa que está por encima y se llama caridad. «Está por encima» no quiere decir que se oponga a la justicia. Exigiendo la justicia tanto o más que el que más, yo tengo que hablar de caridad, de amor al prójimo por amor a Dios. Entonces estoy hablando como un cristiano. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué como soy cristiano debo hablar sólo de la caridad, y no de lo otro? No; de ninguna manera, porque Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y en Él lo sobrenatural y lo natural están unidos. Pero si están unidos en Él, también deben estarlo en mi conducta y en mi actuación.

Digo esto porque veo cierta propensión a que en nuestros escritos y en nuestro hablar con los demás casi parece como que ocultamos que somos cristianos. Hablamos de valores humanos, de los cuales hay que hablar, evidentemente. Si no lo hacemos estamos edificando en vano. Sí, pero si queremos edificar no nos podemos contentar con los cimientos: hay que poner algo más. Y si no lo ponemos, esos cimientos ¿de qué son cimientos, cristianamente hablando, se entiende?

Contemplata aliis tradere, dice Santo Tomás: hay que transmitirlo visto por la gracia a quienes no han recibido el mensaje (quizá lo desconocen sin culpa, pero lo pueden conocer).

Yo temo que pueda haber un cierto pudor malentendido en los cristianos de hoy, de manera que, bajo un pretexto -propiamente no es que sea pretexto, pues casi llegamos a creérnoslo- de que como hay que dialogar con los no creyentes, no se debe meter para nada ninguna alusión a la revelación. Y yo diría: de ninguna manera hay que dejar de dar todos los argumentos científicos, filosóficos, humanos, naturales, etc., que hay que dar (y, por consiguiente, hay que conocerlos, porque eso es doctrina también, y más para un cristiano). Un cristiano no es un señor que admite sólo lo sobrenatural; admite también lo natural. El sí más grande que se le ha dado a la humanidad se llama Cristo, que es también un sí a Dios; pero un sí consistente en que es las dos cosas a la vez. Entonces, además de todas esas razones naturales, yo diría que en medio de un razonamiento de esos, o al final, donde sea, hay que meter hábilmente -si se me permite la expresión: no quiero decir con ello hipócritamente una referencia a la verdad sobrenatural. De lo contrario, no estaremos hablando como cristianos. No es que estemos hablando como anticristianos, pero tampoco como cristianos. No voy a convencer a un señor hablándole de un Evangelio en el cual no cree, ciertamente. Pero he de hablarle también cristianamente, con algo de habilidad, y no cuidando tan habilidosamente la forma y manera de decírselo, que terminemos por callamos.

1 Barcelona; Herder, 1961, p.163

Una tentación totalitaria

Nuevo libro de Jesús Trillo Figueroa, autor de La Ideología Invisible

domingo, 19 de octubre de 2008

La muerte de Sócrates

Por Ignacio Sánchez-Cámara. Obtenido en Quaestio.

Pocos acontecimientos hay tan clarificadores y memorables en la historia espiritual de Occidente como la muerte de Sócrates en la democracia ateniense. Pocas lecturas, por tanto, tan esclarecedoras como la Defensa redactada por Platón, iluminada por el diálogo Gorgias y su contraste entre la enseñanza socrática y la de los sofistas, mercaderes de los alimentos del alma. Víctor Pérez-Díaz acaba de titular un excelente ensayo así: El malestar de la democracia.

Y este malestar acaso tenga mucho que ver, como ha afirmado Olegario González de Cardedal en una perdurable Tercera de ABC, con la conversión de la democracia en ídolo, al margen de toda consideración de la idea del bien y la justicia, y de la ejemplaridad de las figuras morales. “La medida y grandeza de un país es proporcional al número de hombres y mujeres que se afirman desde la voluntad de verdad frente a la voluntad de poder”. Y, sin embargo, se pretende que la democracia pueda prescindir de la verdad moral hasta llegar a suplantarla.

Cuando las masas son divinizadas en las democracias es para utilizarlas con fines perversos. Nunca se insistirá lo bastante en la primacía de la cultura. Así lo hace Pérez-Díaz. Una sociedad obsesa con la riqueza, el placer y el poder tiende a subestimar la importancia de la cultura. Pero, en verdad, ni la política ni la economía poseen autonomía frente a ella. No existen ellas por sí mismas, sino insertas en el ámbito de la cultura.

Las oligarquías que tienden a apoderarse de la democracia, degradándola, lo saben muy bien. Siempre procuran controlar la cultura, aunque, en realidad, sólo son capaces de alentar una decadente contracultura adormecedora y estéril. El mal no es exclusivo de la derecha ni de la izquierda, pero ésta última revela una capacidad muy superior en el arte engañoso de la manipulación cultural. No es superior en la cultura. Sólo es superior en el arte de la propaganda (pseudo) cultural. En esto, sólo tiene competencia en los nacionalismos.

Puede comprobarse en la habilidad que exhiben para hacerse con las consejerías de Educación y Cultura en las regiones en las que gobiernan. Así sucedió en el País Vasco. Uno de los episodios más lamentables de nuestra democracia fue la cesión del poder al PNV por parte del Partido Socialista, que había ganado las elecciones autonómicas. Se impone así en las democracias decadentes una falsa cultura sofística. Y vuelve aquí Platón. Sócrates no era de derechas ni de izquierdas, sino del minoritario partido de la búsqueda de la verdad y la justicia. Frente a él, tiende a imponerse en las democracias la falacia de la cultura sofística de la oligarquía, que halaga al pueblo para mantenerse en el poder. Un poder que sólo es un bien para el que lo posee si lo utiliza al servicio de la justicia. Tres son los medios para este proceso de apropiación ilegítima y suplantación de la verdadera cultura: el control de la Educación, la utilización abusiva de los medios y el empleo de los aparatos de propaganda política.

El resultado es la reducción al silencio de lo que González de Cardedal llama figuras morales frente a los ídolos. El secreto de la manipulación cultural se reduce a una norma: reducir al silencio, ningunear como se suele decir, a los socráticos, a las nobles figuras morales que se ocupan ante todo de los fines últimos y supremos. El secreto de la política demagógica y oligárquica se reduce hoy a un sólo principio: renovar la muerte de Sócrates.

martes, 7 de octubre de 2008

Correctamente silenciada

La dictadura del relativismo amenaza la libertad de cátedra

El aumento del relativismo moral no ha llevado a una mayor libertad de discusión, sino a la creación de nuevos tabúes incluso en la Universidad. El pensamiento políticamente correcto resucita así la actitud censora para excluir del debate las ideas que considera inaceptables. La profesora universitaria canadiense Margaret Somerville explica en primera persona su experiencia. La segunda parte de ese servicio analiza los intentos de que los médicos se olviden de sus convicciones éticas a la hora de atender al paciente (1).
Firmado por Margaret Somerville, Directora y Fundadora del Centro de Medicina, Ética y Derecho de la Universidad de McGill en Montreal.
(Artículo publicado originalmente en MercatorNet, el 1-07-2008, traducción ACEPRENSA).

En 2006 acepté una invitación para recibir un doctorado honoris causa en ciencias por la Universidad de Ryerson (Toronto). Cuando se supo la noticia, la comunidad de activistas gays y quienes les apoyan desataron una ola de protestas por todo Canadá exigiendo que, debido a mis opiniones sobre el matrimonio homosexual, la Universidad retirara su ofrecimiento del título. Esto, a su vez, provocó en el país una tormenta mediática incluso mayor en defensa de la libertad de expresión.

La Universidad de Ryerson recibió numerosas llamadas de personas que afirmaban que jamás volverían a realizar una donación a la institución si me otorgaban el título honorario. Una de mis clases fue invadida por estudiantes, acompañados de cámaras de TV que filmaban la escena, y tuvo que ser suspendida cuando los intrusos llevaron a cabo un simulacro de matrimonio homosexual. Me llegaron cantidades de cartas insultantes; fui objeto de una campaña de protestas en Internet y necesité tomar medidas de seguridad al hablar en público; todo ello, porque creo que todos los niños –incluidos los que, llegados a la edad adulta, sean homosexuales– necesitan al padre y a la madre que el matrimonio heterosexual les da y de los que les priva el homosexual.

El relativismo de rigor

En esa “tormenta perfecta” encontré numerosas personas que me expresaban su honda preocupación sobre “lo que está ocurriendo en nuestras universidades”. Algo que está sucediendo es el aumento del relativismo moral. Esto puede conducir a la pérdida, por parte de los estudiantes universitarios, de valores esenciales, sin duda compartidos, o incluso abrir la puerta al nihilismo ético en el sentido de que la ética se reduzca nada más que a preferencias personales.

El postmodernismo es actualmente de rigor en las humanidades y las ciencias sociales. Los postmodernistas adoptan un enfoque relativista: no existe la verdad fundamentada; lo ético es sencillamente una cuestión de opinión y de preferencias personales. El relativismo moral supone que todos los valores valen lo mismo, y cuál debe tener prioridad en caso de conflicto no depende más que de la percepción y la preferencia de cada persona. Paradójicamente, el resultado es que “la igualdad de todos los valores” se convierte, ella misma, en el valor supremo.

Esta postura conduce en definitiva, al menos teóricamente, a convertir la extrema tolerancia en el “más igual” de entre los valores iguales. Pero, ¿sucede eso en la práctica?

La corrección política excluye los valores políticamente incorrectos del redil en el que “todos los valores son iguales”. Sofoca la libertad de expresión de las personas políticamente incorrectas. Quien desafíe la postura políticamente correcta queda, por ello mismo, etiquetado como intolerante, fanático o propagador del odio. La sustancia de los argumentos queda sin debatir; en vez de ello, las personas catalogadas como políticamente incorrectas son atacadas como intolerantes y odiosas simplemente por expresar tales argumentos.

Estrategias para aplastar el debate

Es importante comprender la estrategia empleada: hablar en contra del aborto o del matrimonio homosexual no es considerado como materia de discurso; se considera, más bien, como un acto sexista o discriminatorio contra los homosexuales, respectivamente, y, por lo tanto, en sí mismo, como una violación de los derechos humanos o incluso un delito de intolerancia. En consecuencia, se argumenta que la protección de la libertad de expresión no es aplicable en estos casos.

Otro aspecto de la misma estrategia consiste en reducir el discurso a dos posturas posibles. O eres “pro choice” en el caso del aborto y a favor de respetar los derechos de las mujeres, o eres “pro vida” y estás en contra de las mujeres y sus derechos. La posibilidad de estar a favor de las mujeres, de sus derechos y ser pro vida queda eliminada.

Idéntico enfoque se adopta respecto del matrimonio homosexual: o se está contra la discriminación basada en la orientación sexual y a favor del matrimonio homosexual, o contra el mencionado matrimonio y a favor de dicha discriminación. Se elimina la opción de estar en contra de tal discriminación y del matrimonio homosexual, como es mi caso.

Nada de ello es casual; constituye el núcleo de la estrategia que ha tenido éxito en Canadá y que ha llevado a la legalización del matrimonio homosexual y al mantenimiento de un vacío legal absoluto sobre la regulación del aborto.

En pocas palabras, la corrección política está siendo utilizada como una forma de fundamentalismo.

Política de exclusión

¿Ha sido Ryerson un caso singular en nuestras universidades? No lo creo. Un ejemplo actual, y muy preocupante, es la supresión de grupos pro vida y de todo discurso de idéntica orientación en los campus universitarios canadienses. Sean cuales sean nuestras opiniones acerca del aborto, a todos debería preocuparnos esta tendencia. Los estudiantes favorables al aborto tratan de impedir que sus compañeros pro vida participen en el debate colectivo que debería tener lugar a propósito del aborto. En realidad, no desean que haya debate alguno, alegando que preguntarse si deberíamos tener alguna ley sobre el aborto es, en sí mismo, inaceptable.

Hay quienes van incluso más lejos: quieren obligar a los estudiantes a actuar en contra de su conciencia como condición para graduarse. El grupo “Medical Students for Choice” quisiera que la realización de un aborto fuera un “procedimiento requerido”; es decir, que un estudiante tendría que realizar competentemente un aborto para obtener el título. En cambio, asistir en un parto no es un “procedimiento requerido”.

No es necesario hacer hincapié en los peligros que esto entraña para las universidades. El precepto más fundamental sobre el que se funda una universidad es la apertura a las ideas y al conocimiento procedentes de todas las fuentes.

¿Qué fue de los valores compartidos?

Lo más preocupante es que este conflicto dentro de las universidades, resuelto mediante la anulación de la libertad de expresión, podría ser un ejemplo menor de un problema mucho mayor fuera de los centros docentes. Podríamos estar corriendo el riesgo de aniquilar algunos de nuestros valores compartidos, y eso crea una situación que amenaza a la misma sociedad.

No podemos mantener unida a una sociedad a largo plazo sin valores compartidos, es decir, sin un paradigma socio-cultural: la historia sobre nosotros mismos que sostiene nuestros principios, valores, actitudes y creencias más importantes, la que nos transmitimos mutuamente y la que todos nosotros aceptamos a fin de formar la argamasa que nos mantiene unidos. La sola tolerancia, especialmente si no está equilibrada por otros valores importantes, no es suficiente, ni de lejos, para fundamentar ese discurso.

Para garantizar que nuestra historia no se desintegre y siga enriqueciéndose, debemos entablar una conversación mutuamente respetuosa. El público necesita que los profesores universitarios hablen con libertad –y con respeto, abierta y francamente, sin la amenaza de posibles repercusiones– sobre problemas sociales polémicos pero importantes. Ello exige que se respeten la libertad de pensamiento, la de expresión, la de asociación y la académica; esta última tiene como fin principal el bien del público, permitiendo que los profesores universitarios sientan que pueden decir la verdad, tal y como ellos la ven.