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domingo, 30 de mayo de 2010

De qué hablamos cuando hablamos de ley natural, derecho natural y política

Artículo de Ángel Rodríguez Luño, profesor de Ética y Filosofía de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma) / Etica e politica / martes 18 de mayo 2010

1. ¿Qué es la ley natural?
El concepto de ley natural es un concepto filosófico, del que se han ocupado ampliamente las más variadas orientaciones del pensamiento ético a lo largo de la historia. Es verdad que también está presente en las principales religiones del mundo, y en la religión católica tiene una gran importancia. Pero eso no hace de la ley natural un tema confesional, sea porque la noción es originariamente filosófica, sea porque la religión católica lo ve como un instrumento de diálogo con todos los hombres, que debería permitir la convergencia en torno a unos valores comunes que la actual dimensión global de los problemas éticos hace particularmente necesaria: los problemas comunes exigen soluciones universalmente compartidas.

Entendiéndola en su sentido ético más básico, la ley natural es la orientación fundamental hacia el bien inscrita en lo más profundo de nuestro ser, en virtud de la cual tenemos la capacidad de distinguir el bien del mal, y de orientar la propia vida, con libertad y responsabilidad propia, de modo congruente con el bien humano. Santo Tomás de Aquino la considera como un aspecto inseparable de la creación de seres inteligentes y libres, y por ello la entiende come la participación de la sabiduría creadora de Dios en la criatura racional

Esta ley, dice Santo Tomás, “no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”. Con estas palabras se quiere afirmar que la inteligencia humana tiene la capacidad de alcanzar la verdad moral, y que cuando esta capacidad se ejercita rectamente y se logra alcanzar la verdad, nuestra inteligencia participa de la Inteligencia divina, que es la medida intrínseca de toda inteligencia y de todo lo inteligible y, en el plano ético, de todo lo razonable. En virtud de esa presencia participada, nuestra inteligencia moral tiene un verdadero poder normativo, y por eso se la llama ley.

Para entender bien qué es la ley natural conviene no olvidar que la noción de ley es análoga. Lo que a nosotros nos resulta más conocido son las leyes políticas emanadas por el Estado, y por eso existe el peligro de entender la ley natural como la expresión de un poder que se nos impone, o bien como un código inmutable de leyes ya hechas deducible especulativamente de una concepción de la naturaleza humana, como en siglos pasados pretendió el racionalismo

A mi juicio es importante entender bien el significado de la razón práctica en la constitución de la ley natural. La ley natural no es una especie de código civil universal. En realidad no es otra cosa que el hecho, incontestable, que el hombre es un ser moral y que la inteligencia humana es, de suyo, también una inteligencia práctica, una razón moral, capaz de ordenar nuestra conducta en vista del bien humano. Con otras palabras, ley moral natural significa que la instancia moral nace inmediata y espontáneamente del interior del hombre, y encuentra en él una estructura que la alimenta y sostiene, sin la cual las exigencias éticas serían opresivas e incluso completamente ininteligibles.

La ley moral natural fundamentalmente está formada por los principios que la razón práctica posee y conoce por sí misma, es decir, en virtud de su misma naturaleza. La ley natural es la ley de la razón práctica, la estructura fundamental del funcionamiento de la razón práctica, de todas sus evidencias y de todos sus razonamientos. Pero hay que añadir inmediatamente que la razón práctica se diferencia de la razón especulativa porque la razón práctica parte no de premisas especulativas, sino del deseo de unos fines, que la ponen en movimiento para buscar el modo justo de realizarlos. Por eso la razón práctica se mueve en el ámbito de las inclinaciones naturales, de las tendencias propias de la naturaleza humana (como son, por ejemplo, la sociabilidad, la creatividad y el trabajo, el conocimiento, el deseo de libertad, la tendencia sexual, el deseo de amar y de ser amado, la tendencia a la propia conservación y la seguridad, etc.).

La ley moral natural se llama “natural” porque tanto la razón que la formula como las tendencias o inclinaciones a las que la razón práctica hace referencia son partes esenciales de la naturaleza humana, es decir, se poseen porque pertenecen a lo que el hombre es, y no a una contingente decisión que un individuo o un poder político puede tomar o no. De aquí procede lo que suele llamarse “universalidad” de la ley moral natural. La universalidad de la ley natural no se debe concebir como si se tratase de una especie de ley política válida para todos los pueblos de todos los tiempos. Significa simplemente que la razón de todos los hombres, considerada en sus aspectos más profundos y estructurales, es substancialmente idéntica.

La universalidad afirma la identidad substancial de la razón práctica. Si la razón práctica no fuese unitaria en sus principios básicos, no sería posible el dialogo entre las diversas culturas, ni el reconocimiento universal de los derechos humanos, ni el derecho internacional.

Esta universalidad coexiste con la diversidad de aplicaciones prácticas por parte de los diferentes pueblos a lo largo de la historia, diversidad que se hace más grande cuanto más lejos de los principios básicos están los problemas de que se trata.

Si quisiéramos añadir algunas consideraciones desde el punto de vista cristiano, habría que decir que la ley moral natural es objetivamente insuficiente y fragmentaria. Es insuficiente para ordenar la convivencia social, y por eso ha de ser completada por las leyes civiles; y, en la práctica, es también insuficiente para garantizar la realización del bien personal: aunque, en línea de principio, indica todas las exigencias del bien humano, no posee la fuerza necesaria para evitar el oscurecimiento de la percepción de algunas exigencias éticas, debido al desorden introducido por el pecado en el hombre.

Por otra parte, considerada la totalidad del designio salvífico de Dios, es obvio que el bien sobrenatural del hombre, es decir, la realización de la unión con Cristo a través de la fe, la esperanza y la caridad, excede completamente el alcance de la ley moral natural.

2. Ley moral natural y percepciones morales erróneas
La existencia de la ley moral natural es compatible con la existencia y difusión de percepciones morales erróneas. Se trata de una cuestión compleja, sobre la que aquí me limitaré a proponer dos consideraciones.

La primera es que la ley moral natural es “natural” de modo muy parecido a como es natural para el hombre el lenguaje oral y escrito: los animales irracionales nunca conseguirán hablar, en cambio el hombre tiene la capacidad natural de hacerlo. Pero el ejercicio efectivo de esa capacidad requiere un largo período de aprendizaje. Y así como la calidad del lenguaje oral y escrito de cada uno depende de la calidad de su educación, así también de la diversa educación moral y humana dependerá en buena parte el valor de verdad de los juicios morales que cada uno formula.

Esto no constituye en realidad una objeción válida acerca de la existencia de la ley natural. Podría constituir una objeción la existencia de hombres completamente amorales, sin razón práctica, que no asumiesen, ante la propia vida o ante la de los demás, una actitud de valoración y de juicio; pero esto no sucede: por más que a veces se puedan encontrar comportamientos morales muy deformados, nunca son plenamente amorales. Del hecho que una capacidad natural pueda desarrollarse poco o ejercitarse de manera defectuosa, no es lícito concluir que tal capacidad no existe. Es verdad, en cambio, que el recto ejercicio de esa capacidad es una gran responsabilidad personal y colectiva.

La segunda consideración pertinente es que no todos los elementos de la ley natural tienen la misma evidencia. Considerada en su más íntima estructura, la ley natural está constituida por principios reguladores de la actitud (uso, posesión, deseo) ante los diferentes bienes humanos (tiempo, dinero, salud, amistad, sexualidad, etc.), que son las virtudes. Pero colocándonos en el plano de la reflexión sobre la actividad reguladora de la razón práctica, muchas de las exigencias de las virtudes se pueden formular como preceptos, y por eso se puede hablar de preceptos de la ley natural. No todos estos preceptos tienen la misma evidencia. En este sentido, Santo Tomás distingue tres órdenes de preceptos:

1) los principios primeros y comunes, que gozan de la máxima evidencia y que son aplicables a los diferentes ámbitos del obrar (la regla de oro, por ejemplo);

2) los preceptos secundarios muy cercanos a los preceptos de primer orden, que se refieren ya a ámbitos específicos del obrar (relaciones interpersonales, sexualidad, comercio, etc.), y que pueden ser alcanzados a partir de los de primer orden por medio de razonamientos sencillos y al alcance de todos. A este nivel está el Decálogo;

3) los preceptos secundarios más lejanos de los preceptos primeros, y que pueden ser conocidos a partir de los de segundo orden mediante razonamientos difíciles, que no están desde luego al alcance de todos. Santo Tomás dice que la generalidad de las personas llegan a conocer los preceptos de tercer orden mediante la enseñanza de los sabios.

En este tercer orden de preceptos me parece que está, por ejemplo, la absoluta indisolubilidad del matrimonio. A mi modo de ver, buena parte de los fenómenos actuales que son objeto de debate y que causan no poco dolor ponen de manifiesto el oscurecimiento, en el nivel individual y social, de percepciones morales de notable importancia, pero que en su mayor parte pertenecen a lo que hemos llamado antes preceptos de tercer orden, aunque en algún caso el oscurecimiento está llegando por desgracia bastante más arriba.

No cabe duda de que las personas y los pueblos pueden equivocarse en el modo de proyectar su vida. La historia y la experiencia lo demuestran. Pero la historia también demuestra que las personas y los pueblos no pierden la capacidad de auto-corregirse, y de hecho han logrado corregir total o parcialmente errores importantes como son la esclavitud, la discriminación racial, la atribución a la mujer de un papel subordinado en la vida familiar y social, la concepción absolutista del poder político, etc.

La ley natural es desde luego la norma según la cual todos, creyentes y no creyentes seremos juzgados, pero en el plano operativo se la debe ver no como un argumento de autoridad para condenar a otros, sino como un tesoro que está en nuestras manos y que comporta una tarea: contribuir mediante el diálogo y la acción inteligente para que la evolución de las personas y de los pueblos sea siempre un verdadero progreso.

En orden a esta contribución positiva conviene reflexionar sobre las causas del oscurecimiento de algunas cuestiones éticas que en el pasado parecían de una evidencia indiscutible. Se trata sin duda de causas complejas. Entre ellas tiene mucha importancia, a mi juicio, un modo no exacto de concebir la relación entre las cuestiones éticas y las ético-políticas.

Siempre se ha sabido que la consecución de la madurez moral personal no es independiente de la comunicación y de la cultura, es decir, de la lógica inmanente y objetivada en el ethos del grupo social, un ethos que presupone compartir ciertos fines y ciertos modelos, y que se expresa en leyes, en costumbres, en historia, en la celebración de eventos y personajes que se adecuan a la identidad moral del grupo. Por este motivo se consideraba razonable reforzar mediante diversas formas de presión familiar, social y política, exigencias éticas de índole personal o social.

En los diversos países, y a lo largo de la historia, muchas veces se logró un adecuado equilibrio entre la protección del ethos social y la libertad personal, pero en tantas otras ocasiones se han creado situaciones de hecho y de derecho no suficientemente respetuosas de la autonomía personal y de la distinción que existe y debe existir entre el ámbito público y el privado.

La cuestión es difícil, y no podemos detenernos en ella. Lo cierto es que ciertas situaciones históricas hacen que hoy pueda ser creíble a los ojos de muchos la crítica dirigida a ciertas normas morales en nombre de la libertad y, sobre todo, que resulte aceptable para muchos conceder una hiper-protección legal a comportamientos nocivos que no la merecen, por el simple hecho de que quizá en el pasado tuvieron que sufrir una censura que no siempre conseguía respetar de modo equilibrado el ámbito de la autonomía personal privada. El caso de las conductas homosexuales puede servir de ejemplo.

Repito que la cuestión es difícil. Me he ocupado de ella en algunas publicaciones dedicadas al estudio del relativismo ético-social.

En todo caso, la herencia del pasado explica que quien se opone a los que con ligereza inadmisible sacrifican la verdad sobre el altar de la libertad, hayan de hacerlo con modalidades que ni siquiera den la impresión de que están dispuestos a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad, actitud esta última que tampoco sería aceptable, porque la libertad es un bien humano fundamental y forma parte sin duda del bien común. En todo caso, pienso que algunas consideraciones sobre la relación entre la ley natural, el derecho natural y la política pueden tener algún interés.

3. Derecho natural y política
Se llama “derecho natural” a un ámbito particular de la ley natural: el ámbito de la justicia. El derecho natural es por ello algo más restringido que la ley natural. Se refiere fundamentalmente a la relación entre personas, entre instituciones o entre personas e instituciones, y por eso está en la base del orden social.

El derecho natural no es un cuerpo de leyes distinto de lo que nosotros llamamos hoy “ordenamiento jurídico” o cuerpo de las leyes del Estado. Aristóteles lo entendía de otra manera. En el derecho y en las leyes políticas, dice en la Ética a Nicómaco hay dos componentes: uno natural y otro legal. Es natural “lo que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no”; es legal “aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo”.

El derecho natural es una parte de lo que comúnmente llamamos derecho y ley, la parte que es naturalmente justa y por ello debe ser siempre así. Si consideramos, por ejemplo, la ley de tráfico española e inglesa, por la cual en España los automóviles van por la derecha de la carretera y en Inglaterra en cambio por la izquierda, se distingue en ella algo natural y algo convencional: es naturalmente justo y razonable que, dada la impenetrabilidad de la materia y mientras ésta dure, los coches que van y los que vienen no pueden ir por el mismo lado de la carretera; es convencional que los automóviles vayan por la derecha o por la izquierda.

Se puede elegir lo que más guste, pero una vez que se llegue a una decisión, todos la han de aceptar. El respeto de la justicia natural asegura un primer ajuste de la vida social a la realidad del mundo y al bien de las personas y de los pueblos. Si alguien se empeña en organizar la vida social como si la tierra fuera cuadrada o como si los hombres se encontrasen a gusto a una temperatura ambiente de diez grados bajo cero, se estrellará y, si todos le seguimos, nos estrellaremos todos. El respeto de lo que es justo por naturaleza es parte esencial de una característica fundamental de toda ley: la racionalidad, el ser razonable.

Los que trabajan en el mundo de la justicia, y muy particularmente los gobernantes y los legisladores, suelen notar una cierta incomodidad ante el concepto de derecho natural, porque les parece que se puede convertir en una instancia a la que cada ciudadano se puede apelar para desobedecer, por motivos de conciencia, a las leyes del Estado. El derecho natural se podría convertir en un instrumento desestabilizador en manos del arbitrio o de los intereses subjetivos, principio de desorden, enemigo de la certeza del derecho.

Es una desazón semejante a la que suscita en los gobernantes la idea de objeción de conciencia y, en general, todo lo que podría justificar la desobediencia a las leyes.

No cabe duda de que puede haber algo de verdad en estos temores, y en ocasiones lo habrá. Pero si vamos derechamente al núcleo de la cuestión, habrá que reconocer con Karl Popper que la “sociedad abierta”, democrática y laica, se fundamenta sobre el dualismo fundamental entre “datos de hecho” y “criterios de valor”. Una cosa son los datos de hecho (leyes e instituciones concretas) y otra son los criterios éticos justos y verdaderos, que son independientes y superiores al proceso político que produce los datos de hecho. Los datos de hecho pueden conformarse a los criterios racionales de justicia, y generalmente se conforman, pero pueden también no conformarse.

Como añade Popper, querer negar dicho dualismo equivale a sostener la identificación del poder con el derecho; es, pura y simplemente, expresión de un talante totalitario.

El totalitarismo es un monismo, es poner todo en las mismas manos, identificar la fuente del poder político con la del valor moral y con la de la racionalidad.

Es cierto que las instituciones políticas gozan de una autonomía política y jurídica, pero esto no comporta en modo alguno negar la trascendencia de los criterios de valor sobre los hechos y los acuerdos políticos.

Quien negase esta dualidad, estaría a un paso de “convertir los hechos mismos —mayorías concretas, medidas legislativas, etc.— en valores políticos supremos y moralmente inapelables”. No obstante lo dicho, el cuerpo legislativo es política y jurídicamente autónomo.

Efectivamente, lo es y lo debe ser. Pero la autonomía del cuerpo legislativo no es el único principio de nuestro sistema social. La autonomía del cuerpo legislativo se encuadra en un largo proceso, que ha tenido lugar en la teoría política moderna, que se propuso como objetivo asegurar algunos elementos básicos del derecho natural, como son los derechos humanos y otras exigencias de la justicia, mediante un sistema de garantías jurídicas e institucionales.

Una de esas garantías es la división de poderes. El poder legislativo ha de ser autónomo también en su relación con el poder ejecutivo, para lo cual, sobre todo por lo que se refiere a los temas discutidos o éticamente sensibles, la disciplina de partido no puede sofocar el derecho de cada miembro del Parlamento a no aprobar con su voto lo que en conciencia considera que es un mal importante para el propio país: cada parlamentario suele pertenecer a un partido político, pero no es un robot.

El poder judicial también debe ser autónomo en el ejercicio de su función de aplicar equitativamente las leyes, y ello exige independencia e imparcialidad tanto por parte de los magistrados que juzgan como por parte de los que instruyen y de los que acusan. Ni los unos ni los otros pueden ser vistos como funcionarios dependientes del poder ejecutivo (pues no serían autónomos) ni de los partidos políticos (pues entonces no serían imparciales).

Otro medio de protección de los derechos humanos y de otros contenidos del derecho natural es la Constitución. La Constitución de un país es, por definición, una limitación del poder de legislar, y por ello su interpretación no puede quedar sometida a los juegos de las mayorías y de los acuerdos políticos que determinan las opciones del legislador ordinario. Para que estos sea una realidad, el organismo encargado de controlar la constitucionalidad de las leyes ha de ser verdaderamente autónomo e imparcial, y su actividad tendrá como punto de referencia único y exclusivo los valores en que ha ido cristalizando el constitucionalismo occidental.

El nombramiento y la duración del mandato de los jueces constitucionales debe responder a procedimientos que sean y parezcan libres de cualquier sospecha. Un Estado sólo es verdaderamente constitucional cuando existe la garantía de que ciertas cosas no podrán ser hechas ni por un ciudadano, ni por una parte política ni siquiera por todos los ciudadanos juntos. Ejemplos de cosas que ninguno puede hacer podrían

miércoles, 4 de marzo de 2009

El problema del relativismo (y 4)

4. Los problemas antropológicos del relativismo

Hemos dicho que el relativismo en el campo ético-social se apoya en una motivación de orden práctico: quiere permitir hacer algo a quien lo desea, sin hacer daño a los demás, y esto sería una ampliación de la libertad. Pero el valor de esa motivación es sólo aparente. La mentalidad relativista comporta un profundo desorden antropológico, que tiene costes personales y sociales muy altos. La naturaleza de este desorden antropológico es bastante compleja y altamente problemática. Aquí voy a mencionar sólo dos problemas.

El primero es que la mentalidad relativista está unida a una excesiva acentuación de la dimensión técnica de la inteligencia humana, y de los impulsos ligados a la expansión del yo con los que esa dimensión de la inteligencia se relaciona, lo que lleva consigo la depresión de la dimensión sapiencial de la inteligencia y, por consiguiente, de las tendencias transitivas y trascendentes de la persona, con las que esta segunda dimensión de la inteligencia está emparentada.

Lo que aquí se llama dimensión técnica de la inteligencia humana, y que otros autores llaman con otros nombres 24, es la evidente y necesaria actividad de la inteligencia que nos permite orientarnos en el medio ambiente, garantizando la subsistencia y la satisfacción de las necesidades básicas. Acuña conceptos, capta relaciones, conoce el orden de las cosas, etc. con la finalidad de dominar y explotar la naturaleza, fabricar los instrumentos y obtener los recursos que necesitamos. Gracias a esta función de la inteligencia las cosas y las fuerzas de la naturaleza se hacen objetos dominables y manipulables para nuestro provecho. Desde este punto de vista conocer es poder: poder dominar, poder manipular, poder vivir mejor.

La función sapiencial de la inteligencia mira, en cambio, a entender el significado del mundo y el sentido de la vida humana. Acuña conceptos no con la finalidad de dominar, sino de alcanzar las verdades y las concepciones del mundo que puedan dar respuesta cumplida a la pregunta por el sentido de nuestra existencia, respuesta que a la larga nos resulta tan necesaria como el pan y el agua.

La sistemática huida o evasión del plano de la verdad, que hemos llamado mentalidad relativista, comporta un desequilibrio de estas dos funciones de la inteligencia, y de las tendencias que les están ligadas. El predominio de la función técnica significa el predominio a nivel personal y cultural de los impulsos hacia los valores vitales (el placer, el bienestar, el poseer, la ausencia de sacrificio), a través de los cuales se afirma y se expande el yo individual. La depresión de la función sapiencial de la inteligencia comporta la inhibición de las tendencias transitivas, es decir, de las tenencias sociales y altruistas, y sobre todo un empequeñecimiento de la capacidad de autotrascendencia, por lo que la persona se queda encerrada en los límites del individualismo egoísta. En términos más sencillos: el afán de tener, de triunfar, de subir, de descansar y divertirse, de llevar una vida fácil y placentera, prevalece con mucho sobre el deseo de saber, de reflexionar, de dar un sentido a lo que se hace, de ayudar a los demás con el propio trabajo, de trascender el reducido ámbito de nuestros intereses vitales inmediatos. Queda casi bloqueada la trascendencia horizontal (hacia los demás y hacia la colectividad) y también la vertical (hacia los valores ideales absolutos, hacia Dios).

El segundo problema está estrechamente vinculado con el primero. La falta de sensibilidad hacia la verdad y hacia las cuestiones relativas al sentido del vivir lleva consigo la deformación, cuando no la corrupción, de la experiencia de la libertad; de la propia libertad en primer lugar. No puede extrañar que la consolidación social y legal de los modos de vida congruentes con el desorden antropológico del que estamos hablando se fundamenten siempre invocando la libertad, realidad ciertamente sacrosanta, pero que hay que entender en su verdadero sentido. Se invoca la libertad como libertad de abortar, libertad de ignorar, libertad de ser soez, libertad de no dar razón de las propias posiciones, libertad de molestar y, ante todo y sobre todo, libertad de imponer a los demás una filosofía relativista que todos tendríamos que aplaudir como filosofía de la libertad. Quien le niega el aplauso será sometido a un proceso de linchamiento social y cultural muy difícil de aguantar. Pienso que estas consideraciones pueden ayudar a entender en qué sentido Benedicto XVI ha hablado de “dictadura del relativismo”.

Todo esto también tiene mucho que ver, negativamente, con la fe cristiana. Quien piensa que existe una verdad, y que esa verdad se puede alcanzar con certeza aun en medio de muchas dificultades, quien piensa que no todo puede ser de otra manera, es decir, quien piensa que nuestra capacidad de modelar culturalmente el amor, el matrimonio, la generación, la ordenación de la convivencia en el Estado, etc. tiene límites que no se pueden superar, piensa, en definitiva, que existe una inteligencia más alta que la humana. Es la inteligencia del Creador, que determina lo que las cosas son y los límites de nuestro poder de transformarlas. El relativista piensa lo contrario. El relativismo parece un agnosticismo. Quien pueda pensarlo coherentemente hasta el fondo lo verá mucho más afín al ateísmo práctico. No me parece compatible la convicción de que Dios ha creado al hombre y a la mujer 25, con la idea de que puede existir un matrimonio entre personas del mismo sexo. Esto sólo sería posible si el matrimonio fuese simplemente una creación cultural: nosotros lo estructuramos hace siglos de un modo, y nosotros somos libres de estructurarlo ahora de otro modo.

El relativismo responde a una concepción profunda de la vida que trata de imponer. El dogma relativista afirma que el modo de alcanzar la mayor felicidad que es posible lograr en este pobre mundo nuestro, que siempre es una felicidad fragmentaria y limitada, es evadir el problema de la verdad, que sería una complicación inútil y nociva, causa de tantos quebraderos de cabeza 26. El relativismo es una filosofía dogmática de la felicidad. Como tal se encuentra con el problema de que los hombres tenemos también una inteligencia, y no podemos ser felices sin conocer el sentido de nuestro vivir. Aristóteles inició su Metafísica diciendo que todo hombre, por naturaleza, desea saber 27. Y Cristo añadió que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» 28.

El deseo de saber y el hambre de la palabra que procede de la boca de Dios son inextinguibles, y ningún aparato comunicativo o coercitivo podrá hacerlos desaparecer de la vida humana. Por eso estoy convencido de que la hora actual es una hora llena de esperanza y de que el futuro es mucho más prometedor de lo que parece, con tal de que los que buscan la verdad sepan demostrar que su vida es más plena y más humana que la preconizada por el relativismo. Y esto es sin duda un desafío también para los que desean contribuir a la difusión de la fe cristiana en el mundo actual.

Para ir a la fuente original, el artículo y sus notas.

El problema del relativismo (3 de 4)

3. El relativismo ético-social

Pasamos a ocuparnos del relativismo ético-social. Esta expresión significa no sólo que el relativismo actual tiene muchas y evidentes manifestaciones en al ámbito ético-social, sino también — y principalmente — que se presenta como si estuviese justificado por razones ético-sociales. Esto explica tanto la facilidad con que se difunde cuanto la escasa eficacia que tienen ciertos intentos de combatirlo.

Veamos cómo formula Habermas esa justificación ético-social. En la sociedad actual encontramos un pluralismo de proyectos de vida y de concepciones del bien humano. Este hecho nos plantea la siguiente alternativa: o se renuncia a la pretensión clásica de pronunciar juicios de valor sobre las diversas formas de vida que la experiencia nos ofrece; o bien se ha de renunciar a defender el ideal de la tolerancia, para el cual cada concepción de la vida vale tanto como cualquier otra o, por lo menos, tiene el mismo derecho a existir 17. La misma idea se puede expresar de modo más sintético: «Si la existencia de razones para modos de vida no fuese utilizada para justificar el empleo de la coacción, la tolerancia sería compatible con los compromisos más profundos» 18. La fuerza de este tipo de razonamientos consiste en que históricamente ha sucedido muchas veces que los hombres hemos sacrificado violentamente la libertad sobre el altar de la verdad. Por eso, con un poco de habilidad dialéctica no es difícil hacer pasar por defensa de la libertad actitudes y concepciones que en realidad caen en el extremo opuesto de sacrificar violentamente la verdad sobre el altar de la libertad.

Esto se ve claramente en el modo en que la mentalidad relativista ataca a sus adversarios. A quien afirma, por ejemplo, que la heterosexualidad pertenece a la esencia del matrimonio, no se le dice que esa tesis es falsa, sino que se le acusa de fundamentalismo religioso, de intolerancia o de espíritu antimoderno. Menos aún se le dirá que la tesis contraria es verdadera, es decir, no se intentará demostrar que la heterosexualidad nada tiene que ver con el matrimonio. Lo característico de la mentalidad relativista es pensar que esta tesis es una de las tesis que hay en la sociedad, junto con su contraria y quizá con otras más, y que en definitiva todas tienen igual valor y el mismo derecho a ser socialmente reconocidas. A nadie se obliga a casarse con una persona del mismo sexo, pero quien quiera hacerlo debe poder hacerlo. Es el mismo razonamiento con el que se justifica la legalización del aborto y de otros atentados contra la vida de seres humanos que, por el estado en que se encuentran, no pueden reivindicar activamente sus derechos y cuya colaboración no nos es necesaria. A nadie se le obliga a abortar, pero quien piense que debe hacerlo, debe poder hacerlo.

Se puede criticar a la mentalidad relativista de muchas formas, según las circunstancias. Pero lo que nunca se debe hacer es reforzar, con las propias palabras o actitudes, lo que en esa mentalidad es más persuasivo. Es decir: quien ataca el relativismo no puede dar la impresión de que está dispuesto a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad. Más bien se debe demostrar que se es muy sensible al hecho, de suyo bastante claro, de que el paso desde la perspectiva teórica a la perspectiva ético-política ha de hacerse con mucho cuidado. Una cosa es que sea inadmisible que los que afirman y niegan lo mismo tengan igualmente razón, otra cosa sería decir que sólo los que piensan de un determinado modo pueden disfrutar de todos los derechos civiles de libertad en el ámbito el Estado. Se debe evitar toda confusión entre el plano teórico y el plano ético-político: una cosa es la relación de la conciencia con la verdad, y otra bien distinta es la justicia entre las personas. Siguiendo esta lógica se podrá mostrar después, de modo creíble, que de una afirmación que pretende decir cómo son las cosas, es decir, de una tesis especulativa, sólo cabe decir que es verdadera o que es falsa. Las tesis especulativas no son ni fuertes ni débiles, ni privadas ni públicas, ni frías ni calientes, ni violentas ni pacíficas, ni autoritarias ni democráticas, ni progresistas ni conservadoras, ni buenas ni malas. Son simplemente verdaderas o falsas. ¿Qué pensaríamos de quien al exponer una demostración matemática o una explicación médica, empezase a decir que esos conocimientos científicos tienen sólo una validez privada, o que constituyen una teoría muy democrática? Si hay completa certeza de que un fármaco permite detener un tumor, se trata de una verdad médica, a secas, y no hay nada más que añadir. En cambio a una forma de concebir los derechos civiles o la estructura del Estado sí cabe calificarla de autoritaria o democrática, de justa o injusta, de conservadora o reformista. A la vez hay que recordar que existen realidades, como el matrimonio, que son a la vez objeto de un conocimiento verdadero y de una regulación práctica según justicia. En caso de conflicto, hay que encontrar el modo de salvar tanto la verdad cuanto la justicia con las personas, para lo cual se ha de tener muy en cuenta —entre otras cosas — el aspecto “expresivo” o educativo de las leyes civiles 19.

En el Discurso del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI ha distinguido con mucha nitidez la relación de la conciencia con la verdad de las relaciones de justicia entre las personas. Transcribo un párrafo muy significativo: «Si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad desde el plano de la necesidad social e histórica hasta el nivel metafísico y se le priva de su auténtico sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese conocimiento, en virtud de la dignidad interior de la libertad. Algo completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el Decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la Iglesia» 20.

Benedicto XVI da muestras de un fino discernimiento cuando reconoce que en el Concilio Vaticano II la Iglesia hizo suyo un principio ético-político del Estado moderno, y que lo hizo recuperando algo que pertenecía a la tradición católica. Su posición está llena de matices. Y así aclara que «quien esperaba que con este “sí” fundamental a la edad moderna iban a desaparecer todas las tensiones y que esa “apertura al mundo” transformase todo en armonía pura, había minimizado las tensiones interiores y las contradicciones de la misma edad moderna; había infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todos los períodos de la historia». Y si afirma que «no podía ser la intención del Concilio abolir esta contradicción del Evangelio en relación a los peligros y errores del hombre» 21, dice también que es un bien hacer todo lo posible por evitar «las contradicciones erróneas o superfluas con el fin de presentar a este mundo nuestro las exigencias del Evangelio con toda su grandeza y pureza» 22. Y señalando el fondo del problema, añade que «el paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como “apertura al mundo”, pertenece en definitiva al problema perenne de la relación entre fe y razón, que se muestra siempre con formas nuevas» 23.

El razonamiento de Benedicto XVI muestra un modo de hacer frente de modo justo y matizado a una posición tremendamente insidiosa como es el relativismo ético-social.

El problema del relativismo (2 de 4)

2. El relativismo religioso

La fuerza del Cristianismo, y el poder para configurar y sanar la vida personal y colectiva que ha demostrado a lo largo de la historia, consiste en que implica una estrecha síntesis entre fe, razón y vida 9, en cuanto la fe religiosa muestra a la conciencia personal que la razón verdadera es el amor y que el amor es la razón verdadera 10. Esa síntesis se rompe si la razón que en ella debería entrar es relativista. Por ello dijimos al inicio que el relativismo se ha convertido en el problema central que la evangelización tiene que afrontar en nuestros días. El relativismo es tan problemático porque, aunque no llega a ser una mutación epocal de la condición y de la inteligencia humanas, sí comporta un desorden generalizado de la intencionalidad profunda de la conciencia respecto de la verdad, que tiene manifestaciones en todos los ámbitos de la vida.

En primer lugar existe hoy una interpretación relativista de la religión. Es lo que actualmente se conoce como “teología del pluralismo religioso”. Esta teoría teológica afirma que el pluralismo de las religiones no es sólo una realidad de hecho, sino una realidad de derecho. Dios querría positivamente las religiones no cristianas como diversos caminos a través de los cuales los hombres se unen a Él y reciben la salvación, independientemente de Cristo. Cristo a lo más tiene una posición de particular importancia, pero es sólo uno de los caminos posibles, y desde luego ni exclusivo ni inclusivo de los demás. Todas las religiones serían vías parciales, todas podrían aprender de las demás algo de la verdad sobre Dios, en todas (o en muchas) habría una verdadera revelación divina.

Esta posición descansa sobre el presupuesto de la esencial relatividad histórica y cultural de la acción salvífica de Dios en Jesucristo. La acción salvífica universal de la divinidad se realizaría a través de diversas formas limitadas, según la diversidad de pueblos y culturas, sin identificarse plenamente con ninguna de ellas. La verdad absoluta sobre Dios no podría tener una expresión adecuada y suficiente en la historia y en el lenguaje humano, siempre limitado y relativo. Las acciones y las palabras de Cristo estarían sometidas a esa relatividad, poco más o menos como las acciones y palabras de las otras grandes figuras religiosas de la humanidad. La figura de Cristo no tendría un valor absoluto y universal. Nada de lo que aparece en la historia puede tener ese valor 11. No nos detenemos ahora en explicar los diversos modos en que se ha pretendido justificar esta concepción 12.

De estas complejas teorías se ocupó la encíclica Redemptoris Missio 13 de Juan Pablo II y la declaración Dominus Iesus 14. Es fácil darse cuenta de que tales teorías teológicas disuelven la cristología y relativizan la revelación llevada a cabo por Cristo, que sería limitada, incompleta e imperfecta 15, y que dejaría un espacio libre para otras revelaciones independientes y autónomas 16. Para los que sostienen estas teorías es determinante el imperativo ético del diálogo con los representantes de las grandes religiones asiáticas, que no sería posible si no se aceptase, como punto de partida, que esas religiones tienen un valor salvífico autónomo, no derivado y no dirigido a Cristo. También en este caso el relativismo teórico (dogmático) obedece en buena parte a una motivación de orden práctico (el imperativo del diálogo).

Se hace necesario aclarar que lo que acabamos de decir en nada prejuzga la salvación de los que no tienen la fe cristiana. Lo único que se dice es que también los no cristianos que viven con rectitud según su conciencia se salvan por Cristo y en Cristo, aunque en esta tierra no le hayan conocido. Cristo es el Redentor y el Salvador universal del género humano. Él es la salvación de todos los que se salvan.

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El problema del relativismo (1 de 4)

Por Prof. Mons. Ángel Rodríguez Luño, Universidad Pontificia de la Santa Cruz
Publicado en el Boletín ROMANA, n° 42 • Enero - Junio 2006

1. La fe cristiana ante el desafío del relativismo

Las presentes reflexiones toman como punto de partida algunas enseñanzas de Benedicto XVI, pero sin la pretensión de hacer una exposición completa de su pensamiento 1. En diversas ocasiones y con diversas palabras, Benedicto XVI ha manifestado su convicción de que el relativismo se ha convertido en el problema central que la fe cristiana tiene que afrontar en nuestros días 2. Algunos medios de comunicación han interpretado esas palabras como referidas casi exclusivamente al campo de la moral, como si respondiesen a la voluntad de calificar del modo más duro posible a todos los que no aceptan algún punto concreto de la enseñanza moral de la Iglesia Católica. Esta interpretación no es acertada, porque el relativismo es un problema mucho más hondo y general, que se manifiesta primariamente en el ámbito filosófico y religioso, y que se refiere a la actitud intencional profunda que la conciencia contemporánea —creyente y no creyente— asume fácilmente con relación a la verdad.

La referencia a la actitud profunda de la conciencia ante la verdad distingue el relativismo del error. El error es compatible con una adecuada actitud de la conciencia personal con relación a la verdad. Quien afirmase, por ejemplo, que la Iglesia no fue fundada por Jesucristo, lo afirma porque piensa (equivocadamente) que ésa es la verdad, y que la tesis opuesta es falsa. Quien hace una afirmación de este tipo piensa que es posible alcanzar la verdad. Los que la alcanzan —y en la medida en que la alcanzan— tienen razón, y los que sostienen la afirmación contradictoria se equivocan.

La filosofía relativista dice, en cambio, que hay que resignarse al hecho de que las realidades divinas y las que se refieren al sentido profundo de la vida humana, personal y social, son sustancialmente inaccesibles, y que no existe una única vía para acercarse a ellas. Cada época, cada cultura y cada religión habría utilizado diversos conceptos, imágenes, símbolos, metáforas, visiones, etc. para expresarlas. Estas formas culturales pueden oponerse entre sí, pero con relación a los objetos a los que se refieren tendrían todas igual valor. Serían diversos modos, cultural e históricamente limitados, de aludir de modo muy imperfecto a unas realidades que no se pueden conocer. En definitiva, ninguno de los sistemas conceptuales o religiosos tendría bajo algún aspecto un valor absoluto de verdad. Todos serían relativos al momento histórico y al contexto cultural, de ahí su diversidad e incluso su oposición recíproca. Pero dentro de esa relatividad, todos serían igualmente válidos, en cuanto vías diversas y complementarias para acercarse a una misma realidad que sustancialmente permanece oculta.

En un libro publicado antes de su elección como Romano Pontífice, Benedicto XVI se refería a una parábola budista 3. Un rey del norte de la India reunió un día a un buen número de ciegos que no sabían qué es un elefante. A unos ciegos les hicieron tocar la cabeza, y les dijeron: “esto es un elefante”. Lo mismo dijeron a los otros, mientras les hacían tocar la trompa, o las orejas, o las patas, o los pelos del final de la cola del elefante. Luego el rey preguntó a los ciegos qué es un elefante, y cada uno dio explicaciones diversas según la parte del elefante que le habían permitido tocar. Los ciegos comenzaron a discutir, y la discusión se fue haciendo violenta, hasta terminar en una pelea a puñetazos entre los ciegos, que constituyó el entretenimiento que el rey deseaba.

Este cuento es particularmente útil para ilustrar la idea relativista de la condición humana. Los hombres seríamos ciegos que corremos el peligro de absolutizar un conocimiento parcial e inadecuado, inconscientes de nuestra intrínseca limitación (motivación teórica del relativismo). Cuando caemos en esa tentación, adoptamos un comportamiento violento e irrespetuoso, incompatible con la dignidad humana (motivación ética del relativismo). Lo lógico sería que aceptásemos la relatividad de nuestras ideas, no sólo porque eso corresponde a la índole de nuestro pobre conocimiento, sino también en virtud del imperativo ético de la tolerancia, del diálogo y del respeto recíproco. La filosofía relativista se presenta a sí misma como el presupuesto necesario de la democracia, del respeto y de la convivencia. Pero esa filosofía no parece darse cuenta de que el relativismo hace posible la burla y el abuso de quien tiene el poder en su mano: en el cuento, el rey que quiere divertirse a costa de los pobres ciegos; en la sociedad actual, quienes promueven sus propios intereses económicos, ideológicos, de poder político, etc. a costa de los demás, mediante el manejo hábil y sin escrúpulos de la opinión pública y de los demás resortes del poder.

¿Qué tiene que ver todo esto con la fe cristiana? Mucho. Porque es esencial al Cristianismo el autopresentarse como religio vera, como religión verdadera 4. La fe cristiana se mueve en el plano de la verdad, y ese plano es su espacio vital mínimo. La religión cristiana no es un mito, ni un conjunto de ritos útiles para la vida social y política, ni un principio inspirador de buenos sentimientos privados, ni una agencia ética de cooperación internacional. La fe cristiana ante todo nos comunica la verdad acerca de Dios, aunque no exhaustivamente, y la verdad acerca del hombre y del sentido de su vida 5. La fe cristiana es incompatible con la lógica del “como si”. No se reduce a decirnos que hemos de comportarnos “como si” Dios nos hubiese creado y, por consiguiente, “como si” todos los hombres fuésemos hermanos, sino que afirma, con pretensión veritativa, que Dios ha creado el cielo y la tierra y que todos somos igualmente hijos de Dios. Nos dice además que Cristo es la revelación plena y definitiva de Dios, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» 6, único mediador entre Dios y los hombres 7, y por lo tanto no puede admitir que Cristo sea solamente el rostro con que Dios se presenta a los europeos 8.

Quizá conviene aclarar que la convivencia y el diálogo sereno con los que no tiene fe o con los que sostienen otras doctrinas no se opone al Cristianismo; más bien es verdad todo lo contrario. Lo que es incompatible con la fe cristiana es la idea de que el Cristianismo, las demás religiones monoteístas o no monoteístas, las místicas orientales monistas, el ateísmo, etc. son igualmente verdaderos, porque son diversos modos cultural e históricamente limitados de referirse a una misma realidad que ni unos ni otros en el fondo conocen. Es decir, la fe cristiana se disuelve si en el plano teórico se evade la perspectiva de la verdad, según la cual quienes afirman y niegan lo mismo no pueden tener igualmente razón, ni pueden ser considerados como representantes de visiones complementarias de una misma realidad.

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lunes, 2 de marzo de 2009

Laicidad y pluralismo (y 3)

El pluralismo político de los católicos

La Nota doctrinal no olvida que la actividad política no es, mera declaración de valores ético-políticos abstractos, sino que mira a «la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un determinado contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural» (23).

En este nivel de concreción, los ciudadanos católicos gozan de un legítimo pluralismo político (24). Aunque la conciencia cristiana esté vinculada por algunos valores sustanciales de fondo, para su realización concreta a menudo son concebibles distintas estrategias. Y también cabe tener opiniones diferentes acerca de la interpretación de los principios fundamentales de la teoría política que mejor se adecua a la idiosincrasia de un pueblo; o bien la complejidad técnica de algunos problemas políticos puede dejar espacio a diversas soluciones moralmente aceptables.

Es derecho y deber de la Iglesia pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando la fe o la moral así lo requieren. Pero excede de su misión señalar y sugerir propuestas concretas, y menos aún propuestas únicas vinculantes, a problemas que, según la conciencia cristiana, admitan diversas soluciones (25) . Proponer y asumir las opciones que se consideran más adecuadas para el bien común es en cambio cometido y responsabilidad específica de todos los que son propiamente sujetos activos de la política: los ciudadanos creyentes o no creyentes, los partidos, las instituciones, los gobernantes.

Cosa muy distinta es, para un católico -y, por otro título, también para cualquier ciudadano-, confundir la pluralidad de opciones políticas legítimas «con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los que se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que remite directamente a la doctrina moral y social cristiana. Con esta enseñanza están obligados a confrontarse siempre los laicos católicos, para tener la certeza de que su participación en la vida política se caracteriza por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales» (26).

Para entender el fondo de esta delicada cuestión hay que tener presentes a la vez dos principios igualmente importantes:

1) La fe cristiana no se identifica con ninguna síntesis cultural y política concreta. La fe no es una cultura política, ni contiene una cultura política completa, alternativa a las culturas políticas humanas, que por tanto podría ser recibida sólo por quien careciera de cultura política, es decir, podría ser recibida sólo en un escenario mental vado por lo que concierne a las ideas políticas.

2) A la vez la fe cristiana tiene muchas consecuencias para la actividad política. La fe es para los creyentes el criterio supremo de vida, y por ello la fe informa, confirma, añade o modifica las diversas culturas políticas de los creyentes. La historia demuestra que la fe ha sido más de una vez innovadora y creadora en el ámbito social y político.

Compaginar ambos principios requiere atención y equilibrio. Porque lo religioso y lo moral, en la práctica, pueden ir en un vehículo político, y por tanto es fácil la confusión. Se requiere tacto, y no dejar que se instrumentalicen políticamente las cuestiones morales. Si aunque sea solamente por razones sociológicas, la fe cristiana acabara identificándose con una parte política, se cometería un error que a la larga será extremamente nocivo para la fe. Se ha de evitar por ello la visión «partidista» de las cuestiones éticas y religiosas, que entre otras cosas haría muy difícil que los creyentes que legítimamente militan en diversas partes políticas puedan sostener eficazmente una posición común en materias éticas. Los creyentes deben oponerse a las estrategias sectarias que pretenden recluir la fe en el ámbito de una opción política determinada.

Por otra parte, el pluralismo no tiene nada que ver con el relativismo ético, para el que toda concepción del bien del hombre es tan valiosa como cualquier otra (2). Ni siquiera cabe invocarlo legítimamente a propósito de comportamientos o estrategias políticas (aborto, destrucción de embriones humanos, etc.) que se oponen de modo frontal a exigencias esenciales del bien común (28).

Las aclaraciones sobre la laicidad y el pluralismo son un aspecto importante de la Nota que aquí comentamos. Ahora bien, no constituyen su principal objetivo. Frente al conformismo y al relativismo propagado en muchos ambientes políticos, y que a veces asumen connotaciones de intolerancia y de injusticia, la Nota trata sobre todo de convocar a los ciudadanos católicos a un compromiso social y político coherente con la conciencia cristiana.

La presión ambiental, que se sirve frecuentemente de slogans que no resisten un análisis racional, y la atribución de mayor peso a desacuerdos en cuestiones contingentes que a la común adhesión a valores sustanciales de fondo, puede dar lugar a un desdoblamiento de la conciencia, una especie de esquizofrenia mental por la cual una cosa es lo que en la intimidad de la conciencia se considera conveniente para el bien común, y otra distinta -quizás incluso contraria-lo que se sostiene en la actividad social y política.

El Concilio Vaticano 11 advierte que «la separación, que se constata en muchos, entre la fe que profesan y su vida diaria se cuenta entre los más graves errores de nuestro tiempo» (29). La recta comprensión de la laicidad y del pluralismo es necesaria para enmarcar mejor, en el contexto de las actuales sociedades democráticas, la urgente necesidad de comprometerse para conseguir que la vida pública se ordene conforme a los valores de libertad, justicia, paz, respeto a la vida, solidaridad, etc., que son inseparables de la conciencia cristiana.

Notas
23 ibid. n. 3.
24 Sobre el pluralismo político de los católicos y su significado, remitimos a lo dicho en el capítulo 3.
25 Cfr. Nota doctrinal, 11. 6.
26 ibid. n. 3.
27 Cfr. ibid., n. 2-3.
28 Cfr. ibid., n. 4.
29 CONCILIO VATICANO 11, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, 7-XII-1965, n. 43.

Laicidad y pluralismo (2 de 3)

Laicidad y coherencia en la acción política

La enseñanza de la Iglesia en materia social y política intenta ser plenamente respetuosa de la distinción entre la esfera religiosa y la política, así como del legítimo pluralismo político de los fieles. Tal enseñanza se dirige a la conciencia de los ciudadanos católicos, y de los no católicos que libremente quieran escucharla, para ilustrar las exigencias éticas pertenecientes a la conciencia cristiana que atañen al recto ordenamiento de una sociedad política de personas humanas, y no de una comunidad religiosa particular.

La Iglesia católica es muy consciente de «que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la, competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni puede exigirlos o impedirlos de ningún modo, salvo por razones de orden público» (16). La enseñanza social de la Iglesia no propone valores o principios que presuponen la profesión de la fe cristiana (17), sino exigencias éticas «radicadas en el ser humano» (18) que, «por su naturaleza o por su papel fundamental de la vida social, no son 'negociables'» (19). Se trata de valores relevantes para el bien común político que, por sí mismos, comprometen moralmente la conciencia de todo ciudadano.

Para la moral cristiana, que en su estructura interna responde a la lógica de la Encarnación, resulta enteramente connatural la asunción de todo lo que es auténtico valor humano, individual o social, aun cuando en ella la fe se mantenga siempre como criterio definitivo de vida. De aquí la exhortación de San Pablo: «En conclusión, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, honrado, lo que es virtud y merece alabanza, ha de ser objeto de vuestros pensamientos» (20).

Razón y fe no son principios autoexcluyentes. Especialmente en el campo moral, la fe es también confirmación de verdades alcanzables por todos. Por eso se afirma que «el hecho de que algunas de estas verdades sean también enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la «laicidad» del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desempeñado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la «laicidad» indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una» (21).

Y acertadamente se añade que quienes, «en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante» (22).

Obrando según su conciencia, los cristianos han introducido en la cultura política valores e instancias –por ejemplo, la superación gradual de la esclavitud-, que en su momento eran rechazados por todos, pero que hoy nadie los consideraría confesionales o, en cualquier caso, contrarios a la laicidad de la política.

Notas
16 Nota doctrinal n. 6.
17 Cfr. ibid., n. 5.
18 ibid., n. 5.
19 ibid., n. 3.
20 Fi14, 8.
21 Nota doctrinal n. 6.
22 Ibidem.

Laicidad y pluralismo (1 de 3)

Ángel Rodríguez Luño, “Cultura política y conciencia cristiana. Ensayos de ética política”. Ed. Rialp 2007. Cap. VII. Laicidad y pluralismo (l), pp. 157-167.

La laicidad del Estado en el pensamiento social cristiano

La laicidad del Estado se invoca con frecuencia de manera ambigua e impropia y, a veces, hasta para enmascarar actitudes o recursos poco respetuosos hacia la sensibilidad religiosa de los ciudadanos. Sin embargo, la laicidad constituye un valor positivo, que no debería generar desconfianza o sospecha. Lo mismo cabe decir del pluralismo político, consecuencia inmediata de la libertad, que el Estado reconoce a todos los ciudadanos y la Iglesia católica a sus fieles (2).

La Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 24 de noviembre de 2002 (3), precisa oportunamente que «para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica -pero nunca de la esfera moral-, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio alcanzado de civilización» (4).

La concepción monista, propia del mundo greco-romano y de otras civilizaciones no cristianas, de una comunidad política que unificaba orgánicamente las exigencias religiosas con las éticas y con las más específicamente políticas, se vuelve inaceptable tras la venida de Cristo. Con el Cristianismo entra en escena un concepto más alto de persona, cuya dignidad y libertad se fundan en última instancia en una esfera de valores que trascienden la política (5).

De la enseñanza evangélica, según la cual hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (6), se colige la existencia de una dualidad de esferas y autoridades, llamadas a desempeñar sus cometidos específicos de modo autónomo y armónico: quien da a Dios lo que es de Dios puede, sin contradicción, dar al César lo que es del César (7). San Pablo parece avanzar un paso más: al invocar las razones de conciencia, viene a afirmar que no se puede dar a Dios lo que es de Dios sin dar al César lo que es del César (8). El Estado que actúa rectamente dentro de su ámbito de competencia nada tiene que temer de esa otra enseñanza apostólica, que sostiene que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (9).

Para el pensamiento cristiano, sin embargo, la esfera política y la religiosa están conectadas en virtud de las razones de conciencia invocadas por San Pablo (10); es decir, en virtud del terreno moral en que ambas coinciden. La política es «la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común» (11). Por su esencial referencia al bien de los hombres que viven en comunidad, la praxis política no sólo tiene importantes dimensiones morales, sino que ella misma es praxis moral, aunque no toda praxis moral sea praxis política.

En base a estos presupuestos, la concepción cristiana de la laicidad consiste en la afirmación simultánea de tres principios:

1) La política es inseparable de la moral, porque la política remite esencialmente al bien común, y éste comprende la promoción y la tutela de los bienes relevantes para la vida en común de las personas humanas, tales como el orden público y la paz, la libertad, la justicia y la igualdad, el respeto de la vida humana y del ambiente, la solidaridad, etc. (12).

2) La índole moral de la praxis política no puede dar lugar a confusión alguna entre la sociedad política y la comunidad religiosa, entre sus finalidades y entre los ámbitos de competencia propios de sus respectivas autoridades.

Si en la naturaleza misma de las cosas está que la esfera política y la religiosa tengan puntos en común, igualmente está en la naturaleza misma de las cosas que el lugar privilegiado en que tal conexión hace sentir su peso sea la conciencia personal de cuantos son simultánea e inseparablemente ciudadanos -o incluso gobernantes del Estado y fieles de la Iglesia.

De ahí que la existencia de puntos de contacto entre la esfera política y la religiosa no desdibuje la distinción y la autonomía de ambas esferas. Es más, para evitar cualquier ambigüedad, la Iglesia católica prohíbe a los clérigos «asumir cargos públicos que comportan una participación en el ejercicio del poder civil» (13), así como tomar parte activa en los partidos políticos (14), si bien los clérigos siguen siendo ciudadanos que ejercitan todos los derechos políticos compatibles con su condición de ministros sagrados (derecho al voto, etc.).

3) Por lo que atañe a la religión, laicidad del Estado no significa irreligiosidad, agnosticismo o ateísmo de Estado. El Estado laico reconoce la importancia y el papel tanto del fenómeno religioso en cuanto tal, como de las convicciones religiosas de los ciudadanos y de las tradiciones religiosas de los pueblos. A la vez, es consciente de que no es la fuente ni el juez de la conciencia religiosa de los ciudadanos, a los que reconoce el más amplio derecho a la libertad religiosa, con tal de que se respeten las justas exigencias del orden público. Y «si, consideradas las peculiares circunstancias de los pueblos, en el ordenamiento jurídico de una sociedad se otorga un especial reconocimiento civil a una determinada comunidad religiosa, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y respete a todos los ciudadanos y comunidades religiosas el derecho a la libertad en materia religiosa» (15).

Notas
1 Publicado en lengua italiana en «L'Osservatore Romano», 24 de enero 2003, 9. Hemos introducido algunas modificaciones.
2 «Los fieles laicos tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos; sin embargo, al usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia, evitando a la vez presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables» (Código de Derecho Canónico, c. 227).
3 A partir de ahora se citará como Nota doctrinal
4 Nota doctrinal n. 6.
5 Cfr. D'ADDIO, M., Storia delle dottrine politiche, cit., vol. 1, pp. 127-128.
6 Cfr. Mt22, 15-22; Mc12, 13-17; Lc20, 20-26.
7 Sobre el sentido del pasaje de Mt22, 15-22, véase el comentario de
SCHNACKENBURG, R., I1 messaggio morale del Nuovo Testamento, Nuova
Edizione, Paideia, Brescia 1989, vol. 1, p. 169 (trad. espafiola: El mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1991).
8 Cfr. Rm 13, 1-7.
9 At 5, 29.
10 Rm 13,5.
11 Nota doctrinal, n. 1.
12 Cfr. ibid., n. 1.
13 Código de Derecho Canónico, c. 285 § 3.
14 Nota doctrinal, n. 1, nota 1.
15 CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7-XII-1965, n. 6.

viernes, 15 de junio de 2007

Cultura política y conciencia cristiana

Ensayos de ética política

Ángel Rodríguez Luño

Estudia algunos problemas de ética política, y se sitúa en la perspectiva hoy conocida como ética de las virtudes o ética de la primera persona. Tal perspectiva establece una distinción formal entre la ética personal y la ética política, lo que permite encarar de la forma más adecuada la dimensión social y política de los problemas morales actuales.

Más información

Ediciones Rialp
ISBN 978-84-321-3646-7 · 200 págs · PVP 12,02 / 12,50 Eur (sin IVA /
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