sábado, 30 de junio de 2007

Vacacioneeees...

Lo siento, amigos, desconecto y me voy al mundo real y tangible del Pirineo catalán (Pirineu)
Pero pronto vuelvo... El 25 estaré de regreso, porque ¿quién teme al Lobo Feroz?


Perdón por activar la moderación de comentarios.

Un hombre, una mujer, una conciencia

Por Armando Segura Naya, Catedrático de filosofía de la Universidad de Grananda, en Ideal, 25 de junio de 2007

El procedimiento más eficaz que los políticos han elaborado para reducir la conciencia de culpa es reducir la noción misma de conciencia. Puesto que la conciencia no es más que un reflejo de la estructura social que, como todos sabemos, no es más que la lucha entre opresores y oprimidos, el lugar de la conciencia de culpa es evidentemente el de ser la instancia dominante y opresiva. Lavando de conciencia aquel reflejo, la culpa es erradicada por arte de ensalmo.

En el momento actual, se ha aprobado por el Congreso de los Diputados, una legislación que afecta, entre otros aspectos, a la vida de las personas, y a la institución familiar. Esta legislación es considerada injusta y contraria al bien común, por millones de españoles que firmaron su objeción recientemente.

Es preciso reconocer que si durante siglos y hasta hace muy poco, una serie de actos como la eutanasia activa, y el aborto, eran considerados como crímenes, que lo son y lo eran antes de cualquier legislación civil o eclesiástica, no se nos puede pedir de la noche a la mañana, que consideremos tales actos como virtudes cívicas, de la mañana a la noche.

No se trata tanto de una cuestión de adaptación al medio, de que sea preciso un tiempo para acomodarse psicológicamente, a la «nueva sensibilidad». No es un problema de sensibilidad, sino de conciencia. El crimen es un crimen aunque el criminal sea digno de compasión y la objeción al crimen, es un acto civil, que puede ser heroico, aunque la imagen pública la presente como insufrible arrogancia: La mayor modestia, puede pasar por arrogancia, si conviene al Poder.

No tiene el menor sentido que las más antiguas y las más recientes, civilizaciones, las más antiguas y las más recientes religiones y las más antiguas y recientes legislaciones, den por sentado implícita y expresamente, que el matrimonio es de hombre y mujer y venga un caballero a proponer al Congreso y elevar a ley, sin ninguna dificultad, que el matrimonio (de momento) se celebra, entre ciudadanos de cualquier sexo. Hay que matizar, «de momento», puesto que avanza la sencilla opinión de que los animales son «beneficiarios de nuestra comunidad moral», paso previo imprescindible, para que la sociedad vaya entendiendo que es una exigencia ineludible el avanzar en esta dirección y reconocer su categoría, de sujetos no sólo pasivos, sino activos, de dicha comunidad, con todas las consecuencias. Es lo menos que podemos hacer por nuestros compañeros animales, que llevan tantos milenios y millones de años, masacrados por una civilización, que debe darles el honor que se les debe y reparar, incluso económicamente, el mal sufrido.

Visto el valor de López Aguilar, Rodríguez Zapatero y Fernández de la Vega, que no dudo deben ser ilustres jurisconsultos, no cabe la menor duda de que grabarán sus nombres en el Libro de Oro de los Derechos Humanos como los introductores del pleno derecho de los animales (de todos, sin discriminación alguna) a figurar con pleno derecho, (por sí o mediante poderes) en la sociedad presente.

El camino del progreso es ancho y abierto y sólo les detiene una excusable falta de formación, debida probablemente a la educación que muchos tuvieron que padecer, en los antiguos planes de estudio, de bien olvidados gobiernos. No saben de qué beneficios fueron injustamente privados, de la LOGSE, por ejemplo, y de otras disposiciones, que sería largo enumerar y que los colocaron en un lugar privilegiado de nuestra historia.

Todo ese mundo superado, más cercano a la arqueología que a la vida moderna, quedó atrás. Ahora sólo nos resta, aprender a llamar «progenitores» a nuestros padres y adaptarnos a los nuevos tiempos, agradeciendo, a nuestras ministras y ministros, superioras y superiores, el bien que nos están haciendo y el que están haciendo a sus hijos y a sus hijas y a ellos mismos.

Si llamar al padre, padre y a la madre, madre, va contra la ley, si llamar marido al marido y a la mujer, mujer, es ilegal, tal vez sea imprescindible una profunda reeducación (o reciclaje). No siempre se pueden asimilar conceptos tan esquivos, a tanta velocidad.

Es verdad que tales defectos educativos y quien sabe sí también genéticos, pueden tener artera apoyatura en nuestra legislación. Es posible que tengamos que sufrir un indebido uso de la legislación europea y española que delimita las condiciones y los requisitos de la objeción de conciencia.

Debemos esmerarnos y extremar nuestro respeto con estos ciudadanos, que merecen mejor destino que el que les espera y a quien es preciso ayudar con generosidad y con cariño. Aunque, dada su débil condición, no es de temer que hagan uso de su derecho a la objeción de conciencia. Se lo impide el apego al puesto de trabajo, a la consideración social, al ostracismo o al vituperio público.

Tal vez la estrategia de nuestras ministras y nuestros ministros, consista en aplicar a la política, el principio homeopático de que el mal se cura con un mal mayor. Quien sabe sí de lo que se trata, es de despertar el sentido común, algo escaso, de los ciudadanos, mediante sabias dosis de insensatez. O tal vez, no. Tal vez piensen que muchos, con la mayoría de edad que proporciona la legislación ilustrada, aguanten lo que se les eche, sin que por ello, decaiga la asistencia a los actos de mayor devoción.

Si es así, lavada la conciencia de toda ideología represiva, no existen malvados sino enfermos, no existen enfermos sino peculiaridades y personalidades excéntricas cuya identidad hay que respetar. Son los educadores los que deberán ser educados y las víctimas criminalizadas puesto que culpabilizan a sus agresores. Suprimamos pues, la conciencia de víctima ya que, se ha demostrado científicamente, que un buen lavado de conciencia erradica las penitenciarías y sus inquilinos.

Pues lo mejor del paraíso, está por llegar.

miércoles, 27 de junio de 2007

Cómo conseguir el hombre perfecto

Por JOSÉ Mª GARCÍA-HOZ, en ABC, 26 de junio de 2007

EL nuevo premio Príncipe de Asturias de Investigación, doctor Ginés Morata, ha declarado en una entrevista que no ve con malos ojos la posibilidad de manipular la inteligencia «si con ello conseguimos que las personas poseamos mejores sentimientos y anulemos los genes que nos conducen a actos de violencia (...) Si podemos modificar una mosca, ¿por qué no vamos a poder manipular a una persona?».

Lector habitual de prensa, por afición y por obligación, no me escandalizan las exageraciones o las tonterías que se pueden leer en un diario. Pero me resulta difícil recordar la última vez que leí una afirmación tan terrible como la del flamante premio Príncipe de Asturias, cuyo precedente más cercano es el del científico pirado, protagonista de mil películas en las que pretende dominar el mundo mediante un invento estrambótico; en la vida real el antecedente es peor: el científico favorito de Hitler, el doctor Josef Mengele, que experimentaba con judíos para mejorar la raza aria. La posmodernidad ha arrasado con el fundamento de la era moderna, en virtud del cual la ciencia y la razón serían capaces de encontrar la solución de cualquier problema humano. Accidentes como el de Bohpal o Seveso, que hace cuarenta años produjeron la muerte de miles de personas en la India e Italia, se convirtieron en el icono de lo peligroso que puede resultar el progreso científico; detrás de cada hallazgo se esconde un nuevo riesgo. De la razón, ¿para qué hablar? Nada más razonable que la utopía comunista impuesta por Stalin y sucesores, o el intento de salvar a Vietnam de esa tiranía comunista a golpe de bombas de napalm.

Es realmente peligroso que la ciencia, los científicos, se constituyan en los árbitros de la conciencia humana. Dice el doctor Morata que estamos a un cuarto de hora de poder manipular la inteligencia del hombre para así conseguir que tengan mejores sentimientos. Lo que no dice, y ningún científico podrá imponer por muy sabio que sea, qué sentimientos son mejores que otros. Alegrarse por una victoria del Barça y por la derrota del Madrid. ¿Es un sentimiento bueno o malo? ¿Indiferente? ¿Y dónde está la línea que delimita los sentimientos indiferentes de los malos?

Según creo, una adecuada combinación de la última versión de gas mostaza con la fisión de unas cuantas bombas de hidrógeno podría dejar el planeta sin vida en apenas unos minutos. Un adelanto científico, sin duda, pues hace apenas un siglo sólo éramos capaces de fabricar bombas que mataban de cien en cien. Ahora ya podemos manipular una mosca (¿tendrá la mosca sentimientos malos?), pero dentro de nada también podremos manipular la inteligencia humana (que sin duda los tiene). La comparación del doctor Morata resultaría ridícula si no fuera trágica.

Deducir que, dada la similitud de los genomas, el hombre y la mosca merecen el mismo tratamiento resulta un escabroso disparate, a partir del cual sólo se puede temer lo peor: primero se establecen los parámetros del hombre perfecto, después se somete a la población a un proceso de manipulación masiva que lleve a la conformación de todos al modelo preestablecido y, por último, cuando se advierta que este proceso resulta insoportable para las finanzas públicas, se adapta un modelo sostenible: a partir de la manipulación genética se procederá a fabricar hombres con cero defectos y buenos sentimientos desde el principio. ¡Qué feliz sería el doctor Mengele si levantara la cabeza!

No es nada personal. No tengo el gusto de conocer al doctor Morata y seguramente una entrevista periodística (Expansión, 21 de junio) no es el marco más adecuado para reflexionar sobre la manipulación de la inteligencia humana. Pero mis eventuales exageraciones o desenfoques no invalidan la cuestión de fondo que hoy está planteada: la visión unidimensional del hombre, valorado sólo desde un punto de vista científico, es, desde luego, un disparate, pero corremos el peligro serio de que nos sea impuesto.

Si el corazón tiene razones que la razón no comprende, la conciencia del hombre tiene preguntas que la ciencia nunca podrá responder. Y manipular la inteligencia y la conciencia del hombre es como cortar la lengua al niño impertinente para que deje de hacer preguntas, y así evitarnos la molestia de responderlas.

lunes, 25 de junio de 2007

Un santo para todas las horas

26 de junio, fiesta de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei.
Por cambiaelmundo

Cuando cojo la pluma para escribir este artículo, la Iglesia celebra la festividad de Santo Tomas Moro, lo que trae a mi memoria la famosa película de Fred Zinnemann A man for all seasons (Un hombre para la eternidad, en castellano), basada en un guión de Robert Bolt, Oscar a la mejor película, director y actor (Paul Scofield) entre otros. Sir Thomas More, Gran Canciller de Inglaterra entre 1529 y 1532 –el primer laico en ocupar ese cargo-, hizo en su tiempo todo lo políticamente posible para salvar a un tiempo su lealtad al Rey, su conciencia y su propia cabeza: cuando llegó al convencimiento de que esto era imposible, no dudó en sacrificar su vida antes que violentar su conciencia y poner el poder por encima de la verdad. Por eso, en 2000 fue propuesto y proclamado “Patrono de los Gobernantes y Políticos”. En el texto de petición al Papa se señala, entre otras cosas, que Santo Tomás Moro aparece como el modelo ejemplar de esa unidad de vida en la que Su Santidad ha cifrado la expresión específica de la santidad para los laicos (...). En Santo Tomás Moro no hubo señal alguna de esa fractura entre fe y cultura, entre principios y vida cotidiana, que el Concilio Vaticano II lamenta “como uno de los más graves errores de nuestra época”.

La dimensión religiosa del hombre se manifiesta, de un modo o de otro, en la vida social, y en muchas ocasiones lo hace con una especial relevancia, cosa que no deja de plantear algunas dificultades en este mundo plural, globalizado y multicultural nuestro. A veces, esta pluralidad de convicciones genera tensiones, o simplemente parece que complica las cosas, por lo que algunos sienten la necesidad de encontrar un mínimo común sobre el que construir. Sin embargo, esos elementos comunes resultan arduos de identificar y problemáticos en su determinación. En esta época, en la que se embrollan diversas formas de entender la necesaria separación y cooperación entre poder civil y religioso, las palabras de San Josemaría Escrivá, cuya fiesta celebramos hoy 26 de junio, pueden servir de orientación para los ciudadanos que suman a esta condición la de cristianos, y para otras personas que buscan sinceramente el bien común. Será la quinta vez en que tenga lugar su fiesta como santo, tras la canonización de 2002.

El fundador del Opus Dei suscitó la responsabilidad del laico católico, impulsándolo no sólo a vivir con coherencia el Evangelio, sino también a trabajar por la justicia, codo con codo con personas de cualquier credo o filosofía, con el punto de partida de un trabajo bien hecho, tanto desde el punto de vista técnico como ético.

La teoría y la praxis de San Josemaría engarzan con la línea presentada por Juan Pablo II en su encuentro con los jóvenes españoles en Cuatro Vientos en 2003: “la verdad se propone, no se impone”. Las llamadas de Escrivá a secundar a la jerarquía eclesiástica en materia de fe y moral, a implicarse en la defensa del matrimonio y de la libertad de enseñanza, no incitan a la agresividad, sino al diálogo y al estudio; en una entrevista respondía: “Se trata, en una palabra, de comportarse como cristianos, conviviendo con todos, respetando la legítima libertad de todos y haciendo que este mundo nuestro sea más justo”.

Los católicos debemos proponer no imponer; como se espera de cualquiera en una sociedad democrática. “No ser anti nada ni anti nadie” era un lema de San Josemaría, que siempre distinguió, y así lo inculcó en sus hijos espirituales y amigos, entre las convicciones y quienes las detentan. No se puede maltratar a nadie porque piense de una manera distinta. Debe haber libertad para expresar los propios pensamientos, pero sin pretender capitidisminuir al que piensa de otra manera. Porque un cristiano no se siente enemigo de nadie. Hay un ejemplo de esto especialmente significativo en la vida de San Josemaría; le entusiasmaba la idea de impulsar un college en Kenya. Pero se negó rotundamente a que se hiciera bajo las sombras de la discriminación. Si había college, debía estar abierto a cualquier raza, a cualquier religión, a cualquier condición social. Esa es la historia de Strathmore College, el primer centro educativo interracial creado en África.

San Josemaría es un santo para todas las horas, para quienes, ciudadanos de este mundo, ejercitan su libertad de sentirse también ciudadanos de la ciudad celestial, lo cual no les impulsa a desentenderse del mundo en el que viven, sino todo lo contrario, a aportar el signo más, signo que, curiosamente, coincide con la cruz. En 1948 escribía: “Vuestro amor a todos los hombres os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario todos deben ser ocasión para hacer bien a las almas y facilitarles el camino hacia Dios”.

viernes, 22 de junio de 2007

Arquitectos de la cultura de la muerte

Por Jorge Martínez, en Forum Libertas, 18 de junio de 2007

Arquitectos de la cultura de la muerte
Donald De Marco y Benjamin D. Wiker
Ciudadela
341 páginas

Schopenhauer, Nietzsche, Darwin, Marx, Comte, Sartre, Simone de Beauvoir, Freud o Margaret Mead... y nombres menos ilustres abrieron camino a la cripta.

Son pocos ya los libros en que se piensa de un modo ordenado. Decía D’Ors que la claridad es una cortesía de la inteligencia. Hoy el ensayo se ha convertido en la casa de las más insospechadas y encadenadas neurosis. El caos, la inusitada apología del fragmento, florecen al dictado de una escritura automática que abomina de la clásica labor intelectual.

Este libro es una muestra de que todavía es posible pensar al compás del diapasón de la inteligencia. Es la prueba de que en el mundo anglosajón todavía pervive un reducto intelectual donde se agradece la explicitación del principio de causalidad. “Arquitectos de la cultura de la muerte”, es una obra pulida, reposada y divulgativa que busca retratar escuetamente a algunos de los ideólogos de esa mentalidad, cada vez más dominante en Occidente, que no cree que el hombre sea más que un elemento mayormente plástico sobre el que el hombre puede ensayar sus más arcanas inclinaciones.

A lo largo de la lectura, ágil y periodística, uno va descubriendo el “star-system” de la muerte y la desesperanza: los adoradores de la voluntad, los evolucionistas de la eugenesia, los utópicos seculares, los existencialistas ateos, los buscadores del placer, los planificadores del sexo, y los traficantes de muerte. En cada uno de estos cajones de sastre, los dos autores van haciendo emerger la textura humana e intelectual de personajes “ilustres” como Schopenhauer, Nietzsche, Darwin, Marx, Comte, Sartre, Simone de Beauvoir, Freud o Margaret Mead. Pero, quizás el plato más suculento a degustar en estas páginas son los “otros” teológos de la inhumanidad; hombres y mujeres que no han retronado tanto en nuestras librerías, pero que no dejan de suponer una tradición oculta pero letal, a la vez que un reemplazo generacional, para ese “nuevo humanismo” que deshumanizó el S. XX y acorrala al posmoderno S. XXI mediante epifanías numerosas y superfluas como la del Presidente, Rodríguez Zapatero.

No sabemos qué fue antes, si el huevo o la gallina. Algunos dicen que el gallo. Lo que está claro es que el irracionalismo del S. XIX tiene antecedentes. Ese huevo lo puso una gallina que se llamaba Pico de la Mirandola, que emancipó al hombre de su origen. Y también está claro que Ramón Sampedro y sus tétricas navegaciones “Mar adentro”, o “Sendero luminoso” y sus sembraderos de muerte en Leganés, no hubiesen existido sin esos sementales del “instinto de muerte” que desfilan por este preocupante panteón (Derek Humphry, Jack Kevorkian, Peter Singer,...).

Nuestra cultura tiende a la banalidad. Por eso, libros como éste nos ayudan a no ser prisioneros de ella, porque nos llevan –guiados por la razón y el estudio- a través de la apariencia, más allá de ese espejismo de la “libertad pura”, arrancándole la máscara a lo que no es más que el moridero/merendero más pestilente de la reciente “humanidad”. Sin embargo, está claro que los zombis no tienen por qué darse cuenta de que “aquí huele a muerto”.

jueves, 21 de junio de 2007

La barbarie con rostro científico

Por Pío Moa, en Libertad Digital, Blog de Pío Moa el 4 de junio de 2007

Los ateociencistas no paran, dale que te pego con la inexistencia de Dios. Claro que para el creyente, y volvemos a lo de siempre, Dios tampoco existe, propiamente hablando. Es decir, no existe al modo como existen las cosas del universo, sino como condición de la existencia del propio universo, como causa de ella, por así decir. Está por encima de la existencia. Se trata de una intuición inmemorial: lo existente no se explica por sí mismo. Los ciencistas creen que sí se explica, o, más propiamente, tienen fe en que algún día lo explicarán ellos, como la parte consciente que son del universo; y reducen la idea de Dios a una hipótesis innecesaria. Hasta ahora sus demostraciones resultan harto precarias, quizá porque el problema está mal planteado, pero ellos las defienden con fervor y devoción genuinos.

¿Hipótesis innecesaria? No solo, sino profundamente perjudicial, nefasta, peligrosa. "Cuando una persona padece ilusiones, se le llama locura. Cuando las padecen muchas personas, se le llama Religión", nos asegura Dawkins. La religión como locura colectiva. Otro ateo filósofo y militante, Sam Harris, concluye virtuosamente que el efecto de la fe religiosa consiste en cultivar los frutos del mal y considerarlos sagrados. La religión nace de la ignorancia y conduce a la violencia. “El futuro del hombre depende de que a la religión le queden pocos días”. Él propone unos nuevos "ángeles", consistentes en “lo mejor de nuestra naturaleza: razón, honestidad, amor”; y preconiza el rechazo de los “demonios, como la ignorancia, el odio, la codicia y la fe”, siendo la fe, precisamente, “el príncipe de los demonios”. Si redondeara tan profundas consideraciones con la conclusión de que hay que procurar ser bueno y evitar el mal, nuestro bondadoso Harris habría llegado a cimas todavía no alcanzadas por Pero Grullo. Y, a veces, estas personas se permiten mostrarse desdeñosas con el comunismo, cuando, comparada con sus lucubraciones, la doctrina de Marx es un prodigio de refinamiento filosófico.

Por supuesto, no se les ocurre pensar cómo la humanidad habría logrado sobrevivir y, aparentemente, prosperar durante milenios, en estado de permanente locura, bajo el imperio del “príncipe de los demonios”. Y menos todavía se les ocurre, ¡mira que hay que recordárselo una y otra vez a estos señores de mentalidad tan “racional”!, hacer un pequeño balance de la práctica de las ideologías ateas, que tan a mano les quedan.

Pero los Diez Mandamientos, por ejemplo, ¿son demoníacos? ¿Son un mal? El inmenso fondo de arte, pensamiento, literatura, derecho, etc. acumulado por la civilización cristiana, ¿es una locura? Las catedrales góticas, exaltación de esa demencia religiosa, ¿deberían ser demolidas –dejando alguna para ejemplo de las jóvenes generaciones, al estilo de los museos del ateísmo soviéticos– y deberían construirse en su solar útiles bloques de apartamentos o plazas ajardinadas? En fin, la barbarie con rostro científico. O ciencista.

viernes, 15 de junio de 2007

Cultura política y conciencia cristiana

Ensayos de ética política

Ángel Rodríguez Luño

Estudia algunos problemas de ética política, y se sitúa en la perspectiva hoy conocida como ética de las virtudes o ética de la primera persona. Tal perspectiva establece una distinción formal entre la ética personal y la ética política, lo que permite encarar de la forma más adecuada la dimensión social y política de los problemas morales actuales.

Más información

Ediciones Rialp
ISBN 978-84-321-3646-7 · 200 págs · PVP 12,02 / 12,50 Eur (sin IVA /
con IVA)

El Estado como educador

La misión del Estado no es educar, sino garantizar el derecho a la educación y la libertad de enseñanza

Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta de los Negocios, el 14 de junio de 2007.

Ya se han producido los primeros casos de objeción de conciencia contra la imposición obligatoria de la asignatura de educación para la ciudadanía. Es normal, ya que la nueva materia había suscitado gran oposición e incluso alarma en sectores, quizá mayoritarios, de la sociedad.

El titular del derecho a la educación es la persona y se ejerce, en los casos de menores de edad, a través o por representación de los padres. En este sentido, puede decirse que los padres tienen el derecho a decidir la educación que deben recibir sus hijos. Y, lo que no se recuerda con tanta frecuencia, tienen también el deber de hacerlo. Toda educación es pública y ninguna debe ser estatal. Los centros docentes pueden ser de titularidad y gestión privada o estatal (o autonómica y municipal), pero todos son públicos. La formación de la persona no es un asunto meramente privado. Entonces, el Estado no puede aspirar legítimamente a convertirse en educador. Su misión, en este ámbito, no es educar, sino garantizar el ejercicio del derecho a la educación y la libertad de enseñanza. El Estado educador es un Estado totalitario. Sólo podría conferírsele esa potestad en el caso utópico e imposible de que, como en la República platónica, que según Sócrates jamás vería la luz del sol, gobernaran los más sabios (y aún así sería inconveniente por ser lesivo para la libertad).

¿Qué razones pueden aducirse contra la nueva asignatura obligatoria? En primer lugar, carece, en sí misma, de razón de ser, al menos tal como ha sido planteada. La función de formar buenos ciudadanos es una de las básicas de toda educación, pero no tiene por qué ser objeto de una asignatura específica. ¿Es que nunca hasta ahora en España (o acaso salvo la etapa de la Formación del Espíritu Nacional, con la que la Educación para la Ciudadanía guarda algunas semejanzas) se había promovido la formación de los ciudadanos? La asignatura, por lo demás, al menos en parte, instaura el adoctrinamiento moral de los alumnos, pues asume ciertos contenidos antropológicos y morales, en detrimento de otros. Así, encubre la superchería de presentar como común de todos, como los principios básicos que toda persona debe asumir, lo que es sólo una determinada concepción del hombre y la moral. Por lo demás, ni el Gobierno ni la mayoría parlamentaria poseen autoridad para determinar lo que está bien o mal en el orden moral e imponerlo a todos los ciudadanos. Otra cosa sería si se tratara de una asignatura que tuviera como objeto el conocimiento de los principios e
instituciones constitucionales y la adhesión crítica (pues tampoco son un inviolable tabú, sino el contenido de la norma jurídica, no moral, suprema, pero reformable) a ellos. Pero no es éste el caso.

Si equivocado es implantar una asignatura semejante, peor aún es hacerlo sin consenso entre los dos grandes partidos y mediante una exigua mayoría parlamentaria y un Gobierno bastante endeble. Si toda ley educativa fundamental debería contar con el apoyo de la inmensa mayoría de la sociedad, pues la educación es algo, en cierto modo, sagrado, que no puede quedar encomendado a los vaivenes de las mayorías sociales, más aún deberían hacerlo las normas que se refieren a la formación moral de los alumnos.
Además, es, con muy alta probabilidad, inconstitucional, ya que puede vulnerar la libertad de conciencia y, desde luego, el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos. En nombre de la libertad, sólo podría haberse creado esta asignatura, si acaso, como optativa. ¿Por qué no se ha hecho?

Toda educación se nutre de excelencia y ejemplaridad. Sólo puede educar quien ostenta o, al menos, aspira a poseer un poder o, quizá mejor, autoridad espiritual. Acaso la tragedia de nuestro tiempo es que nadie ejerce esa autoridad o al menos a nadie se le reconoce generalmente. Incluso se niega la validez misma del concepto a manos de la arbitrariedad, el capricho, el relativismo y el nihilismo. El resentimiento posmoderno ha decretado que nada ni nadie vale más que nada ni nadie. La igualdad ha
triunfado, pero todo lo demás naufraga, incluida la libertad. En cualquier caso, quien nunca podrá aspirar a ejercer la autoridad espiritual es el Estado democrático, pues él se sustenta en la opinión pública, es decir, en lo mediocre, nunca en lo excelente. Pero a quien aspira a ejercer un poder absoluto lo que menos le interesa es la existencia de una autoridad social ajena a sus intereses. Aspira, pues, a ejercerla él, es decir, a eliminarla, y así a perpetuar su poder. Pero esto ya nada tiene que ver con la democracia ni con la libertad.

Se podrá discutir si el Derecho español faculta a los padres y alumnos para ejercer el derecho a la objeción de conciencia. Pero lo que nadie les podrá, a mi juicio, negar es, en su caso, el deber que tienen de hacerlo: en defensa de la libertad y de su derecho, y en contra del Estado (mal) educador.

martes, 12 de junio de 2007

Votantes de valores

POR JAVIER CREMADES, Abogado
ABC, 23 de mayo de 2007

EL primer día de la presente campaña electoral, José Luis Rodríguez Zapatero acusaba a Mariano Rajoy de tener «principios de hojalata». La respuesta del líder de la oposición no se hizo esperar y al día siguiente comparó al presidente del Gobierno con Groucho Marx: «Estos son mis principios y si no le gustan, tengo otros». Al margen de la retórica, ambas declaraciones coinciden en colocar los valores como tema de campaña.
Esta tendencia es común en todos los procesos electorales que se celebran últimamente. En muchas elecciones democráticas se está votando más por valores concretos que por paquetes ideológicos completos y cerrados. Los valores éticos han entrado de lleno y de forma explícita en la escena política del mundo occidental, condicionando el mensaje y la acción de sus principales líderes. Tres casos recientes pueden ilustrar la situación.
Las elecciones francesas han sido, quizá, las más globales de su historia. No sólo por la cobertura mediática, sino porque el debate entre los candidatos ha girado sobre valores que preocupan en todo el mundo. Temas como la autoridad, la feroz crisis escolar, el esfuerzo y la identidad nacional. Esos discursos, ese tipo de mensajes, han dominado la campaña, que ha terminado por interesar de verdad y provocar una participación histórica. Jacques Marseille, catedrático de la Sorbona, señaló que hoy nadie duda de que la retórica filantrópica del «prohibido prohibir» ha resultado nefasta para la sociedad. José Antonio Zarzalejos puso de manifiesto, magistralmente, que el discurso de Sarkozy había sentenciado a muerte la vigencia del acervo de contravalores que introdujo el mayo del 68. Puede fácilmente concluirse que el vencedor, Nicolás Sarkozy, un hombre político de derechas, conservador y republicano, se presentaba ante la opinión pública francesa y mundial orgulloso de todos sus valores. Su propuesta no era otra que terminar con la exaltación desastrosa del nihilismo demagógico y con el relativismo moral y la hipocresía que habían dominado la vida pública de su país, a diestra y siniestra, al menos durante las presidencias de Miterrand y Chirac. Hoy es presidente de una de las grandes naciones de la tierra.
El segundo ejemplo viene de los Estados Unidos de América donde, hace algo más de un año, se celebraron unas elecciones que devolvieron a los demócratas el control del Senado y de la Cámara de Representantes. En ellas el voto moral también fue decisivo. Las elecciones legislativas norteamericanas fueron acompañadas de un gran número de referendos sobre el aborto, el matrimonio y las uniones homosexuales y la experimentación con embriones. Se empezó a hablar, entonces, de los votantes de valores -«value voters»- como un colectivo clave del mapa electoral. Se trata de una creciente masa de electores que orienta su voto por cuestiones que podríamos denominar «de principios».
El caso de los Estados Unidos pone de manifiesto que el voto moral no es patrimonio de la derecha ni de la izquierda. Los arquetipos ideológicos tradicionales pueden estar resquebrajándose en virtud de la aparición de los votantes de valores. En Dakota del Sur, por ejemplo, fue rechaza una ley que prohibía el aborto en todos los casos excepto en el de peligro para la vida de la madre. Aunque el 56 por ciento de los votantes se opuso, el gobernador republicano Mike Rounds mantuvo su puesto a pesar de que firmó esa ley finalmente revocada. En Arizona, mientras se rechazaba la enmienda destinada a proteger el matrimonio, fueron aprobadas tres medidas aparentemente contrarias a los inmigrantes. En Virginia, se calcula que el 30 por ciento de los votantes demócratas apoyaron la enmienda para proteger el matrimonio.
Esta ruptura de los modelos que se han asociado durante décadas a cada uno de los partidos quedó subrayada por la victoria de algunos demócratas de perfil centrista. El senador demócrata Bob Casey, elegido en Pensilvania, es un católico que ha reconocido públicamente su oposición al aborto. Jon Tester, también demócrata, un ranchero de trazas militares amante de las armas, fue elegido senador por Montana. El nuevo senador demócrata por Virginia, Jim Webb, fue secretario de la Marina con el presidente Reagan. Heath Suler, joven demócrata elegido por Carolina del Norte para la Cámara por primera vez y ex jugador de fútbol americano, se declara devoto cristiano -de religión baptista- y se opone al aborto. Brad Ellsworth, nuevo congresista demócrata de Indiana, es un católico de origen humilde que se opone al aborto y a los matrimonios homosexuales. En los EE.UU. se siguen multiplicando las previsiones sobre el modo de manejar un grupo político tan heterogéneo en algunos aspectos.
Brasil es el tercer escenario del auge de los valores en la vida pública. Allí, su presidente, Lula, recibía hace unos días a Benedicto XVI y declaraba que se siente unido con el Pontífice en la defensa de la familia y la lucha por los más pobres. Valores «de derechas» a la izquierda y al revés, presentando algo parecido a un «ethos asimétrico». Ya Navarro Valls, en su día, denunciaba lo contradictorio que es considerar que algunas cuestiones -como la guerra de Irak- no tienen implicaciones éticas. Discursos como los de Sarkozy o Lula introducen en la política un elemento transversal que conecta con las aspiraciones y los sentimientos de amplias capas de la población. Los valores no son exclusivos de nadie, sino un gran activo social y político que despierta un creciente interés en los ciudadanos. Una derecha e izquierda distintas son posibles. Ni una es la exclusiva depositaria de los valores tradicionales ni la otra la única defensora del progresismo solidario y sostenible. Con esta filosofía se presentaba recientemente en Madrid una ilusionante iniciativa, la fundación «Ciudadanía y Valores», que reúne a profesionales de diferentes disciplinas y orientaciones políticas preocupados por fundamentar unos valores que sirvan para favorecer un encuentro razonable en el ámbito público, independientemente de los puntos de partida personales.
El discurso de los valores éticos, de los principios, cotiza al alza porque la gente esta interesada en ellos. En los próximos años se avecina una lucha por los votantes de valores. Tal vez sea el singular mar de fondo que explique las sorprendentes acusaciones cruzadas de los que, realmente, son los principales candidatos de las próximas elecciones locales y autonómicas en España. Muchos ciudadanos se sienten alejados de las disputas partidistas, y manifiestan su desagrado por la división de los líderes en los temas que realmente les preocupan. Ha llegado la hora de que nuestros políticos apuesten por los valores por encima de los intereses coyunturales. Si se sitúan en ese terreno, además, se encontrarán allí con millones de ciudadanos.

jueves, 7 de junio de 2007

Pluralismo y relativismo

Luis Sánchez de Movellán de la Riva, Doctor en Derecho. Profesor en la USP-CEU.
Obtenido en ConoZe.com, 29 de mayo de 2007.

Los grandes discursos del siglo XX se han construido con grandes palabras: justicia, libertad, democracia, paz, tolerancia... Pero encontramos en ellas un denominador común: su polisemia. Por eso —decía Larra— hay quien las entiende de un modo, hay quien las entiende de otro, y hay quien no las entiende de ninguno. La ética es uno de los ejemplos más actuales, ya que goza entre nosotros de una significación tan generosa que, a menudo, sirve para designar una cosa y su contraria. Se abusa del prestigio de la palabra para justificar lo que muchas veces es injustificable. Se vacía el contenido y se conserva la etiqueta, según la vieja y manida estrategia de la manipulación.

Sin embargo, a todo el que desee apelar a la ética se le debería recordar que la ética no es una palabra mágica, ni un adorno del discurso biempensante y buenista. Los valores éticos representan lo que hay de más humano en el hombre, y también lo más diferenciador, porque sin ellos el hombre queda reducido —como decía Shakespeare— a mera arcilla pintada, barro brillante.

Ahora bien, esta función radicalmente humanizadora de la ética sólo es posible cuando se reconoce un contenido objetivo, no subjetivo y arbitrario. Si tal pretensión nos parece razonable, también nos parece que choca contra el pluralismo y el relativismo de las democracias occidentales. Más, ¿es inevitable ese choque? La respuesta es diferente, pues aunque pluralismo y relativismo conviven como hermanos gemelos, las apariencias engañan: ni son hermanos ni son gemelos.

El pluralismo supone el reconocimiento práctico de la libertad humana, y consagra la convivencia de conductas diferentes. Sin embargo, sólo es posible cuando las diferencias se apoyan sobre valores comunes. Eso significa que el pluralismo debe afectar a las formas, no al fondo. Porque el fondo en el que se apoya la libertad debe ser un fondo común, que hace las veces de fondo de garantías: las exigencias fundamentales de la naturaleza humana.

Así como el pluralismo es manifestación positiva del derecho a la libertad, el relativismo representa el abuso de una libertad que se cree con derecho a juzgar arbitrariamente sobre la realidad. Al no admitir el peso específico de lo real, el relativismo deja a la inteligencia abandonada a su propio capricho, y por eso viene a ser un virus parecido a uno informático que invade la estructura psicológica del ser humano y le impide reconocer que las cosas son como son y tienen consistencia propia.

La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo atenta contra la ética porque pretende la jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real. Abre así la maléfica puerta del 'todo vale', por donde siempre podrá entrar lo más descabellado, lo más extravagante, lo más irracional. Entendido como concepción subjetivista del bien, el relativismo hace imposible la ética. Además, si la ética fuera subjetiva, el político corrupto, el violador, el traficante de droga y el terrorista podrían estar actuando éticamente. Si la ética fuera subjetiva, todas las acciones podrían ser buenas acciones. Y también podrían ser buenas y malas a la vez.

Igual que el pluralismo, la ética es relativa en las formas, pero no debe serlo respecto al fondo. De la naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de alimentarlo y vestirlo. Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero la obligación es intocable. Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero entonces están actuando objetivamente mal.

Hay una experiencia cotidiana a favor de la objetividad moral: la inmoralidad que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales no sería denunciable ni condenable si tuviera carácter subjetivo, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Si los juicios morales sólo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes que condenan lo inmoral podrían estar equivocadas o ser ilegítimas. Y, en consecuencia, si la moralidad no se apoya en verdades, las leyes se convierten en mandatos arbitrarios del más fuerte.

Otra experiencia cotidiana nos dice que hay acciones libres que amenazan la línea de flotación de la conducta humana, y que pueden hundir o llevar a la deriva a sus protagonistas: los hospitales, los tribunales de justicia y las cárceles son testigos de innumerables conductas lamentables, es decir, impropias del hombre. Al enfrentarse a esta evidencia, el relativismo moral hace agua y queda descalificado por los hechos. Defenderlo a pesar de sus consecuencias es una postura irresponsable.

Entonces, ¿hay absolutos morales? Según Campoamor, «En este mundo traidor,/ nada es verdad ni mentira,/ todo es según el color/ del cristal con que se mira». Estos versos reflejan perfectamente esa sagacidad rudimentaria y de vía estrecha del que sólo sabe barrer para casa. Si «nada es verdad ni mentira», la Ética sencillamente no existe, pero tampoco la Física, la Electrónica o la Medicina. Lo cierto, sin embargo, es que existen múltiples verdades, que coexisten con múltiples dudas y múltiples errores. Y también es cierto que existen absolutos morales, que no son dogmas ni imposiciones: son, por el contrario, criterios inteligentes, necesarios como el respirar.

Hemos intentado explicar los dos tipos de juego que puede desarrollar el hombre sobre la cancha de la libertad: el pluralismo, conforme al reglamento; y el relativismo, sin reglas y sin arbitraje, es decir, negando la propia esencia del juego. Si Wittgenstein rechaza la tesis de que el discurso ético sea precientífico, Hilary Putnam explica que «la razón fundamental por la que defendemos que hay juicios morales correctos y equivocados, y perspectivas morales mejores y peores, no es sólo de carácter metafísico. La razón es, sencillamente, que así es como todos nosotros hablamos y pensamos, y también como todos nosotros vamos a seguir hablando y pensando. Hume —añade Putnam— confesó que se olvidaba de su escepticismo sobre el mundo material tan pronto como salía de su despacho; y los filósofos más escépticos y relativistas se olvidan de su escepticismo y relativismo en el mismo momento en que comienzan a hablar de algo que no sea Filosofía». Los valores éticos representan lo que hay que más humano en el hombre, y también lo más diferenciador, porque sin ellos el hombre queda reducido a «mera arcilla pintada, barro brillante»

martes, 5 de junio de 2007

Relativismo e irracionalismo: Un efecto perverso

Antonio R. Rubio Plo, Historiador y Analista de Relaciones Internacionales, en Analisis Digital

Criticar el relativismo imperante en nuestra sociedad supone exponerse a duras críticas porque una opinión extendida es que relativismo equivale a pluralismo y libertad. Atacar el relativismo supondría tomar partido contra estos valores y defender supuestas formas rígidas y autoritarias de concebir a la persona y organizar la sociedad. Pero si profundizáramos un poco e el concepto, a lo mejor descubrimos que los sinónimos más ajustados de relativismo son individualismo y subjetivismo. Quien defienda una actitud relativista ante la vida suele ser a menudo una persona que considera su propia opinión como punto exclusivo de referencia. Si ésta es la actitud extendida en una sociedad, el resultado será un conjunto de “individuos-islas”, un agregado de seres humanos partidarios de una libertad que rehúsa tener límites. Es comprensible que estos individuos defiendan el relativismo porque todo criterio objetivo de comportamiento supondría una cortapisa a su sacrosanta autonomía. Pero nadie podrá decirnos que relativismo es pluralismo pues las opciones no relativistas serán rechazadas en nombre de un subjetivismo que sólo se fundamenta en la dictadura del yo. Tal dictadura será por definición escéptica y nos gritará un no a las ideologías y un no a las religiones, que considera términos equivalentes porque rechaza reconocer la diferencia entre fe secular y fe religiosa. Mas con esto se nos está diciendo que hay que renunciar a la funesta manía de pensar más allá de las cuatro esquinas de nuestro universo particular. ¿No es esto irracionalismo, una contradicción impropia de un ser racional? El irracionalismo es un efecto perverso, quizás no buscado, del relativismo.

Precisamente ese subjetivismo que pretende entender de todo, aunque no haya profundizado en nada, prescinde poco a poco de la razón para interpretar los problemas sociales, políticos y filosóficos, y reduce todo a un psicologismo sentimental. Sobran los expertos o los estudiosos porque el yo soberano ha decidido que lo que yo digo o pienso es la verdad, que mi opinión vale tanto como la de los demás o acaso más porque es la mía. El subjetivismo radical puede escuchar con educación el consejo del especialista pero no se moverá un ápice de su posición porque si lo hiciera pensaría que se coarta su libertad. Lo primero es la libertad individual antes que todas las verdades o certezas del mundo si es que realmente existen porque todo es relativo, tal y como afirma el dogma profesado. Asistimos así a la paradoja de que los que dicen haberse emancipado en nombre de la razón y optado por la libertad, caen en un rígido inmovilismo que les impide admitir la posibilidad de cambiar sus posiciones preconcebidas. No hay ninguna verdad que descubrir. Esta actitud irracionalista es fruto del relativismo.

Pero otro fruto relativista es la desconfianza hacia todo lo que nos rodea: pensar que nadie obra rectamente sino que todos actúan con doblez para ocultar sus intenciones. Dicho de otro modo, todo es mentira porque nada es verdad. La desconfianza también es una vía hacia el irracionalismo. En esas circunstancias, el ser humano es un animal aislado tan sólo preocupado por marcar el territorio del santuario de su autonomía personal. Lo malo es que la desconfianza sistemática alimenta el odio y se puede llegar a “deshumanizar” a los demás. Esto supone privarles de rostro, de su condición de personas concretas, porque así es más fácil desatar la rabia y el rencor. Al final el otro no es un “él” sino un “lo”, un peligroso ismo que hay que desechar. Mas lo peor es que algunas veces el odio se disfrace de realización de la justicia, de exigencia de los propios derechos. ¿Son de verdad derechos o coartada de egoísmos individuales o colectivos? Pero el término “egoísmo” está proscrito para muchas personas porque supone un juicio de valor –y encima con fundamento objetivo- acerca de conductas que suelen fundamentarse en una libertad sin límites. Sin duda, este sería el eslogan más apropiado para los actuales tiempos: “¿Qué es libertad? ¡Mi santa voluntad!”. Este planteamiento también nos lleva hacia la irracionalidad.

El otro desaparece en el discurso del relativismo entendido como subjetivismo e individualismo radical. El mundo que podemos construir es el de unos paseantes solitarios, vagabundos sin rumbo fijo, sin pasado ni futuro apegados a un presente que se desea sin fin. El corazón – importante en una sociedad que tanto dice valorar los sentimientos- se vuelve poco a poco raquítico y pequeño, lo que contrasta con frecuentes llamamientos a la solidaridad. Mas esa solidaridad corre el riesgo de reducirse a lo material, a facilitar un número de cuenta corriente en el que se domicilian recibos para causas benéficas. El relativismo no es lo más adecuado para resolver los problemas de la convivencia humana. En teoría, parecería que sí porque supuestamente respetaría la libertad de los otros individuos. Habría que decir más bien que en el relativismo todos tendrían el derecho de permanecer anclados en sus convicciones y no deberían imponerlas –ni siquiera sugerirlas- a los demás. Pero si no buscamos lo que tenemos en común, y eso no se alcanza con el mero consenso en textos o declaraciones, ¿cómo podremos buscar objetivos comunes para el bien de la sociedad? La debilidad del relativismo radica en que se queda en el caparazón de lo abstracto y no es capaz de ofrecer soluciones concretas para problemas concretos. Presumirá de pragmático pero al final es muy poco práctico. Es incapaz de aportar soluciones específicas porque piensa que eso coarta la libertad de los individuos y en su escepticismo tampoco está muy seguro de cuál puede ser la solución adecuada. El relativismo termina por ser lo que quizás no hubieran querido sus patrocinadores: una forma más de inmovilismo.

Es irracionalista renunciar a pensar y a profundizar en muchos aspectos de la compleja existencia humana; es irracionalista pensar que no existe otra ética que la que me doy a mí mismo. El relativismo construye en el vacío y no nos puede extrañar que venga un Estado, que presumirá incluso de ser un referente ético, a llenar ese hueco.