jueves, 31 de diciembre de 2009

Cristianismo y laicidad

Estoy leyendo el ensayo de Martin Rhonheimer, Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja -precisamente ayer decía un profesor de literatura que en España están vendiéndose más ensayos que novelas, vivir para ver-; mientras tanto, reproduzco esta selección de textos hecha por Aceprensa:

El concepto político de laicidad
La esencia de lo que denomino “concepto político de laicidad” puede definirse como la exclusión de la esfera política y jurídica pública de toda normatividad que haga referencia a una “verdad” religiosa –justamente en cuanto verdad-; lo que trae consigo la neutralidad e indiferencia pública respecto a cualquier pretensión de verdad en materia religiosa. En materia de religión, un Estado laico no utiliza criterios de verdad, sino que trata a las religiones aplicando criterios de justicia política, que incluyen imparcialidad y neutralidad (p.115-116).

La coexistencia entre la Iglesia y el Estado laico
Más que introducirse en el Estado constitucional democrático, sometiéndose a la lógica de su organización política y jurídica, la Iglesia quiere coexistir con ese Estado, conservando su propia identidad, su libertad organizativa y su independencia. (…) Ahora bien, esa “coexistencia” con el Estado laico y esa presencia pública independiente no puede implicar una especie de interferencia con las instituciones estatales o incluso de oposición a su legitimidad. Es más, si la Iglesia actúa en la vida pública y ejerce, conforme a su autocomprensión, la tarea de maestra de humanidad y de moralidad, debe hacerlo siempre en pleno respeto a las normas del Estado laico, al que ella misma reconoce como un “valor adquirido” que “pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” en la sociedad moderna. (…)

A fin de evitar cualquier “hipertrofia magisterial”, la Iglesia debe tomar conciencia una y otra vez de su específica misión y de su finalidad sobrenatural, limitándose a intervenir en aquello que, en la perspectiva de la dignidad del hombre y de su destino eterno, sea para ella realmente “innegociable” (p. 143-144).

Iglesia libre en Estado libre
El Estado –esto es, el proceso político– debe hallarse libre de constricciones institucionales por parte de la Iglesia. Y esta última ha de reconocer una libertad política que no está vinculada a formas de coerción dictadas por el poder espiritual de la Iglesia o de cualquier otra instancia religiosa.

En sentido inverso, la Iglesia debe gozar de la libertad de decir lo que considere oportuno a quienes ostentan el poder y a los ciudadanos, que en las democracias modernas son también ostentadores del poder. De esta forma, la Iglesia, con la autoridad que le es propia, ejerce un influjo en las conciencias de los ciudadanos. Cierto es que, en una democracia moderna, esa palabra influyente puede constituir un auténtico poder, pero no de tipo coercitivo, sino moral y cultural. Dicho poder sólo puede negárselo a la Iglesia un Estado que quiera erigirse en fuente última de valor, rectitud y justicia, por erigir en valor absoluto la relatividad y disponibilidad política de todos los valores y no tolerar junto a él ninguna voz capaz de relativizar su pretensión (p. 161).

El integrismo laicista
La laicidad integrista pretende la autonomía de las instituciones políticas no sólo como autonomía política, institucional y jurídica, sino también –en un sentido comprensivo– como último criterio moral en el ejercicio de dicha autonomía (p. 127).

Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad. Es decir, tiende a excluir, al menos implícitamente, el hecho de que existan criterios de valor objetivos, independientes del ejercicio práctico del poder político, según los cuales pueda enjuiciarse el ejercicio del poder. La laicidad de este segundo tipo, en efecto, no sólo combate a la religión, sino que se arroga una especie de “exclusivismo político”, en el sentido de que, en el discurso político, sólo acepta como criterio de moral y de justicia a aquellas instancias laicas que se hallan sometidas al control del proceso político, y en la medida en que forman parte de él: un proceso que, como es obvio, será idealmente democrático y, por tanto, estará regulado por el principio de mayoría (p. 121).

La laicidad integrista ve en el fenómeno religioso un oponente, un enemigo del carácter laico del Estado. Y lo que es todavía más importante: ve en el fenómeno religioso un enemigo de la autonomía “laica” de la conciencia de los ciudadanos. La laicidad integrista viene a ser, pues, una especie de paternalismo, que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa –y de instituciones como la Iglesia católica–, porque estima que tal influjo es irracional y corrosivo de la libertad (p. 123).

Posturas católicas y laicas
La defensa alarmista de tal “integrismo laicista” contra las presuntas “intromisiones” de la Iglesia –o de los católicos– no constituye en realidad más que un juego de propaganda y de poder político. ¿Por qué? El quid reside en el simple hecho de que, a pesar de que también los “católicos” –y la Iglesia misma– proponen políticas y legislaciones que resultan sustancialmente justificables conforme a una razón pública laica, los “laicos” se empeñan en considerarlas “no laicas”; y, por tanto, tampoco generalizables, ni aptas para ser impuestas mediante el proceso democrático. ¿Y por qué dicho empeño? Pues únicamente porque son planteadas por “católicos” o, como a veces sucede, son defendidas oficialmente por la Iglesia, motivo inmediato para cargar pesadamente con el baldón de ser posturas de tipo “religioso”.

Así las cosas, en diversas ocasiones, la defensa del carácter laico del Estado por parte del “integrismo laicista” se reduce a rechazar de entrada un verdadero debate público sobre los argumentos proferidos por ciudadanos “no laicos” o por la Iglesia (p. 125-126).

Lo que exige un punto de vista laico no es acallar a la Iglesia y su voz, que habla en nombre de una verdad superior, abrazada por muchos ciudadanos, sino someter la acción de la Iglesia en la escena política pública a las reglas comunes, políticas, civiles, válidas para todo actor en la esfera pública; dejándole, eso sí, plena libertad para expresarse y hacer valer sus razones en el debate político (aun cuando con esto ejerza un verdadero poder, en el sentido de una autoridad espiritual que, según los casos, será más o menos reconocida y seguida) (p. 130).

Al laicismo integrista le resulta difícil argumentar, además, que las posiciones católicas en el ámbito de la política matrimonial o familiar y en el campo de la bioética puedan considerarse incompatibles con un punto de vista “laico”. Y le resulta difícil, sin ir más lejos, por el hecho de que muchas posturas “católicas” actuales en dichos asuntos eran, hasta hace escasos decenios, generalmente compartidas también por “laicos”; y todavía hoy lo son en parte. El estatuto privilegiado de las uniones heterosexuales, llamadas “matrimonio”, ordenadas a la reproducción y perpetuación de la sociedad, así como el rechazo a conceder tal estatuto a las uniones de personas del mismo sexo, formaba parte de la normalidad en los Estados laicos del pasado reciente; y no porque estos Estados fueran víctimas de presiones eclesiásticas, sino porque se consideraba políticamente justo que fuese así. En su día, pues, la equiparación de las uniones de homosexuales con el matrimonio entre varón y mujer resultaba inaceptable por motivos puramente “laicos”.

Los laicos del pasado también veían en el aborto, por ejemplo, una praxis que, por principio, en el orden jurídico debía considerarse un delito: la protección del concebido fue una novedad de las grandes codificaciones de la era de las luces y del desarrollo de la embriología a finales del siglo XVIII. En materia de derecho natural, por tanto, no resulta posible identificar, en lo referente a los contenidos, las posiciones que en sí mismas serían “laicas” o bien “católicas”, de tipo confesional y, por ello, incompatibles con la laicidad del Estado (pp. 151-152).

Doble identidad del cristiano en el Estado laico
El ideal de ciudadanía secular democrática de un cristiano podría ser lo que me gustaría denominar “secularidad cristiana”. “Secularidad cristiana”, según yo la entiendo, significa desarrollar la propia identidad cristiana y realizar la propia vocación cristiana en el contexto de una sociedad –y de una comunidad internacional– cuyas instituciones públicas están definidas de forma secular, aceptando plenamente –con la información y a la luz que proporciona la experiencia histórica– esa secularidad como un valor político y considerando esa aceptación parte integrante de la propia autocomprensión como cristiano (p. 187).

La secularidad cristiana, así definida, significa ser capaz de vivir una especie de “identidad diferenciada” o “doble” como cristiano y como ciudadano (…) “Doble identidad” significa la capacidad (exigida a todos los ciudadanos) de cooperar políticamente en condiciones de desacuerdo, incluso profundo, sobre valores morales esenciales y, con ello, afrontar constructiva y pacientemente configuraciones concretas de pluralismo que el cristiano, en tanto que tal, podría considerar ajenas al verdadero bien común de la sociedad y necesitadas de cambio. Por ejemplo, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte” (p. 188).

“Doble identidad” significa la disposición a reconocer la legitimidad procedimental de las decisiones democráticas incluso cuando contradigan las propias convicciones fundamentales acerca del bien y, por tanto, a apoyar a instituciones políticas como legítimas incluso cuando, en determinados casos, generen decisiones que uno mismo considere profundamente injustas y corruptoras del bien común. Esto, finalmente, implica la disposición a anular esas decisiones o enmendar esas instituciones solamente con medios legales, democráticos, tratando de convencer a otros ciudadanos de la racionalidad de las propias demandas, lo cual, en realidad, refuerza la legitimidad de las instituciones democráticas (pp. 188-189).

La antes mencionada “doble identidad” como cristiano y como ciudadano no significa que sea necesario renunciar al carácter transformador del mundo que es propio del cristianismo, ni que los cristianos no tengan que hacer una contribución específica como cristianos a la conformación social y política de este mundo y, así, al contenido de la ciudadanía. Muy al contrario: la fe cristiana, basada en la fe en la encarnación del Verbo Divino, está llamada a seguir siendo una fuerza transformadora del mundo, pero ello en un mundo secularizado y de un modo secular. (p.189).

El verdadero “poder” del cristianismo y de la Iglesia reside, a día de hoy, en la acción de los fieles cristianos que, con la conciencia cristianamente formada, actúan como “sal de la tierra” y “luz del mundo” en el seno de la sociedad, en todos los ambientes. Un proyecto de nueva evangelización no debe, por eso, abolir los fundamentos de la moderna laicidad del Estado (p. 158).

jueves, 17 de diciembre de 2009

Feliz Navidad

Un año más, este pobre loco que quiere cambiar el mundo desea a todos sus seguidores, comentaristas, lectores y a los blogueros todos, unas muy felices y santas fiestas de Navidad y un año nuevo 2010 que sea un poquito mejor como fruto de nuestros esfuerzos y la ayuda de Dios.



¡FELIZ NAVIDAD!

La Declaración de Manhattan

Un llamamiento a que los cristianos defiendan sus ideas como ciudadanos

Ante los intentos de intimidación de algunos grupos, 152 líderes religiosos de tres confesiones cristianas de EE.UU. (ortodoxos, católicos y evangélicos) han firmado la Declaración de Manhattan. Se trata de un llamamiento a los cristianos para que no abdiquen de sus convicciones en los debates públicos sobre la vida, el matrimonio, la libertad religiosa y la objeción de conciencia.

Ahora toca a los cristianos de a pié actuar.

El origen del manifiesto se encuentra en la polémica que ha suscitado la reforma sanitaria de Barack Obama, donde la financiación del aborto se ha convertido en un tema conflictivo (cfr. Aceprensa, 9-11-2009).

lunes, 7 de diciembre de 2009

Los retos del multiculturalismo

Varios Autores. Editores: Javier Prades y Manuel Oriol. Encuentro. Madrid (2009). 312 págs. 21 €.
ACEPRENSA
Firmado por Juan Meseguer Velasco
Fecha: 3 Noviembre 2009


El término “multiculturalismo” surgió en Canadá para aludir a una política que reivindica el derecho a la diferencia de las distintas identidades culturales. El problema es que lo que al principio se concebía como una actitud de resistencia frente a los procesos de imposición de una cultura sobre otras, pasó a designar un modelo interpretativo que renuncia a cualquier criterio de universalidad.

Contra esta visión relativista se alzan los autores de este libro editado por Javier Prades y Manuel Oriol, que recoge los trabajos presentados en un seminario organizado por la Fundación Subsidiariedad. Desde una perspectiva interdisciplinar, expertos de diferentes países reflexionan sobre el fenómeno de la diversidad y proponen gestionarla de un modo nuevo a partir de categorías como la racionalidad, el encuentro o el reconocimiento.

La primera sección del libro analiza los desafíos que el multiculturalismo de signo relativista plantea hoy a las ciencias jurídicas. Frente a quienes presentan los derechos humanos como un invento típicamente occidental, Marta Cartabia propone redescubrir su justificación racional.

En la misma línea, Lorenza Violini desafía el dogma políticamente correcto según el cual las leyes deben ser éticamente neutras ante las cuestiones morales controvertidas. A su juicio, “es fundamental recuperar elementos racionales de diálogo y de confrontación, además de la capacidad de configurar leyes que se establezcan como elementos de cohesión respecto a valores que hay que compartir”.

Andrés Ollero pone al descubierto la estrategia laicista de quienes afirman que no cabe imponer convicciones –sobre todo, religiosas– a los demás, pero luego son los primeros que pretenden imponer su relativismo al resto de la sociedad.

La segunda sección del libro trata de comprender la diversidad desde la filosofía y la sociología. El artículo de Carmine de Martino explica muy bien la batalla de las ideas que está detrás del debate sobre la diversidad: el multiculturalismo no es un modelo interpretativo entre tantos, sino el punto de llegada del relativismo cultural que se ha ido fraguando en Occidente bajo el impulso de Nietzsche y Heidegger.

Pierpaolo Donati señala el déficit de fondo que lastra a la solución multicultural: se trata de una teoría reductora del encuentro y del reconocimiento. Para superar esta carencia, el sociólogo italiano propone revisar la racionalidad occidental moderna a la luz del paradigma relacional.

Por último, la tercera sección introduce la perspectiva teológica, algo absolutamente novedoso en la literatura española sobre el multiculturalismo. Frente a quienes ven la religión como un germen de conflicto, los autores coinciden en reconocer a Dios como el fundamento común de la convivencia.

Mons. Javier Martínez plantea una tesis aparentemente paradójica: si la Iglesia quiere ser instrumento de paz en las sociedades crecientemente multiculturales, ha de romper con las categorías de la modernidad secular y aprender a ser ella misma desde su propia tradición.

Javier Prades recuerda que, aun en medio de un contexto multicultural y multirreligioso, el cristianismo no renuncia a la pretensión de la verdad de su anuncio para la salvación de los hombres. Ahora bien, ese anuncio sólo puede difundirse como propuesta razonable (y, por tanto, creíble) a través del testimonio que remite a un referente preciso: Jesucristo y Dios Trino.

El conjunto del libro ofrece una visión reposada sobre el debate del multiculturalismo.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Relativismo y dopaje ético

Intervención de Andrés Ollero, Universidad Rey Juan Carlos, en el XI Congreso de católicos y vida pública. 20 de noviembre de 2009

A nadie sorprendería que, planteado el problema de cuál sea el fundamento de los llamados derechos fundamentales, el relativismo ético apareciera como el principal obstáculo. Si nada es verdad ni mentira, si cada uno tiene su idea de la justicia y todo el mundo es bueno, empeñarse en calificar como fundamental un derecho es un modo de perder el tiempo como otro cualquiera. Responder que habría que considerar fundamentales a los derechos humanos replantearía desde otro ángulo idéntica cuestión: qué es eso de la naturaleza humana, desde qué semana y hasta qué año somos humanos y, sobre todo, una cosa es predicar los derechos humanos (que todo el mundo se apuntará...) y otra dar trigo.

Como no sería bueno que mi función introductoria se desarrollara por los trillados cauces de lo previsible, comenzaré a poner en cuestión que la principal amenaza para los derechos humanos derive del relativismo que nos invade; y no por no considerar irreal tal invasión. Suscribo sin mayores dudas que nos movemos “en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola” (BENEDICTO XVI Caritas in veritate, 2). Es esto sin duda lo que lleva a convertir a la ley natural en una fórmula indescifrable, descartándola como posible fundamento de esos derechos. Es lógico pues que se identifique al relativismo como su decisivo enemigo.

Mis dudas provienen del convencimiento de que nuestra sociedad, lo sepa o no, no es en absoluto relativista; ni lo son tampoco las figuras más comerciales de la reflexión ética en España. Todos ellos y ellas han coincidido en excluirse de tan estrafalario club. Habría que reservar semejante audacia a algunos libertarios anarcoides, como Rorty (al que ya tuve ocasión de aludir con más detenimiento en Congreso anterior). Vayamos a ejemplos concretos.

Toda España ha estado durante estos días en vilo ante la trágica situación de unos pescadores, compatriotas nuestros con bandera o sin ella, secuestrados por unos piratas notoriamente relativistas. Los efectos del relativismo se han hecho sin duda notar entre nosotros. Cuando se suscribe alegremente que la ley es la ley, y que no tiene nada que ver con lo que sobre la justicia pueda pensar cada cual, pues por visto eso sería ética privada, el resultado es previsible: la que públicamente se desprestigia no es la justicia sino la ley. A nadie se le ha ocurrido poner públicamente en duda que liberar a un secuestrado sea exigencia elemental de justicia y ningún defensor gubernamental de que la ley es la ley, contra toda posible objeción de conciencia, ha salido en defensa de unos abnegados jueces empeñados, ante los asombrados ciudadanos, en que no cabe soltar piratas porque lo dice no se sabe qué librito que ellos llaman ley. Obviamente se da por hecho que los piratas por uno u otro sistema acabarán en libertad.

Dejando al margen este pequeño detalle, nadie ha cometido tampoco el error de pretender que la mancha de relativismo con relativismo se quita. El argumento más contundente ha sido: "Dos delincuentes no pueden perjudicar a treinta y seis inocentes"; más claro agua. Las cifras no son irrelevantes. Si se hubiera tratado de treinta y seis delincuentes y sólo dos inocentes, alguien se estaría pasando varios pueblos; de relativismo nada...

Al relativismo se lo invoca para socavar la ética objetiva de la ley natural, heredada de nuestra cultura cristiana; pero el resultado no es un vacío relativista, sino algo aún más grave: la asimilación inconsciente de otra ética no sólo objetiva sino incluso empírica. Bentham descubrió esa ética verdadera, fruto del cálculo de expectativas de placer y dolor, que ha llegado a presentarse con acierto como una aritmética en imperativo. Es la que nos ilustra, por ejemplo, sobre cuántos seres humanos embrionarios podemos sacrificar para poder participar en el sorteo de la curación del Alzheimer. De relativismo nada; en nuestra sociedad hay una ética objetiva que, en términos informáticos, acaba imponiéndose por defecto: el utilitarismo. Algunos la califican engoladamente de ética pública, pero no es sino la mera expresión de las únicas leyes hoy fuera de discusión: las del mercado.

Los medios de comunicación, más de una vez inconscientemente, nos adoctrinan en ella a diario. El bebé medicamento es recibido como el no va más del altruismo. El problema no es en este caso que sean menos los piratas que los inocentes; es que ahora ni se habla de cuántos hayan sido los inocentes embriones sacrificados, porque cualquier cantidad se consideraría utilitariamente despreciable.

El bueno de Habermas, al que la falta de fe no le impide negarse a renunciar a la razón con el mismo denuedo que Benedicto XVI, se enfada no poco ante a una escéptica opinión pública, que considera que la dinámica imparable de ciencia, técnica y economía genera unos hechos consumados que no cabe someter a control ético; de ahí que, preocupado por El futuro de la naturaleza humana, lamente las poco entusiastas posturas disidentes ante el avance de las investigaciones que el mercado de capitales haya tenido a bien financiar.

Queda sólo por descifrar lo del dopaje. No es difícil en un país de héroes del ciclismo. El dopaje ha empujado a la ciencia a estudiar no sólo sustancias capaces de permitir subir una pared, sino también otras destinadas a enmascararlas en cualquier posible control. De ahí que se considere producido un positivo también cuando aparecen restos de este intento de camuflaje. Lo mismo ocurre con el relativismo. Es en efecto pieza decisiva del actual dopaje ético de nuestra sociedad; pero sólo como vía insuperable para facilitar la callada e inconsciente generalización del utilitarismo. No sé si escandalizo a alguien, pero me encantaría verme rodeado de más relativistas; vivir sometido a la ética por la cuenta de la vieja de los utilitaristas me da un asco invencible; qué quieren que les diga...

lunes, 23 de noviembre de 2009

Maquiavelos

Por Miguel Aranguren, ALBA, 17 de Septiembre 2009

No nos chupemos el dedo: en el laicismo hay cálculos muy sutiles, como que alguno de sus miembros más reconocidos se declare cristiano y haga un uso torticero de su pertenencia a la Iglesia. En nuestro país tenemos dos casos bien significativos por su maquiavelismo: el del presidente de la Cámara Baja y el del inefable ministro de Fomento. El primero, José Bono, utiliza su pertenencia a la Iglesia con un soniquete que recuerda a la caricatura de un mal beato: empasta la voz, arrebola los ojos y se proclama seguidor de Jesús de Nazaret para después comenzar a poner los puntos sobre las íes a la Iglesia en todos aquellos asuntos que forjan el esqueleto de su programa ideológico. No en vano, a Bono se le recuerda por su decisión de cercenar la libertad de los padres castellano-manchegos a la hora de escoger libremente la escuela de sus hijos, aunque también por los arrullos al delicadísimo Zerolo y a toda la caterva de asociaciones unidas por la promiscuidad, así como por aquel gesto grotesco de desplazarse hasta Entrevías para zamparse un trozo de pan de hogaza contra la llamada al orden del cardenal al díscolo párroco. Tampoco ha dado su brazo a torcer en las leyes que sostienen la cultura de la muerte; se sale por peteneras cuando le preguntan sobre el aborto. El segundo, Pepiño Blanco, es todavía más mendaz. Pisa en los mismos lugares que su compañero de partido (ataque a la libertad de educación, samba con gays y lesbianas, tirones de orejas a la Iglesia española y, como no, justificación de lo injustificable: que la liberación del aborto viene a convertir en derecho el hasta ahora fraude de ley, para que los abortorios de España maten más y mejor).

La soltura con la que proclaman su cristianismo (Pepiño aclara que no va a misa todos los domingos, como si los fieles estuviésemos llamados únicamente a calentar banco en una parroquia) fortalece aún más su capacidad de dañar a la gente de bien. Por eso echo de menos una voz con autoridad que nos aclare si un cristiano puede permitirse el lujo de abanderar la causa del aborto sin que nadie le enmiende la plana y, además, dar lecciones a la Iglesia*.

Prender el hilo de la confusión es la mejor de las estrategias para que el laicismo arraigue. Muchas personas han terminado por admitir los atentados contra la vida como un mal menor gracias a la retranca de estos políticos que lanzan guiños de meapilas. A este paso, terminaremos por embelesarnos con su corazón público el día que les veamos comulgar por la tele.

* La Conferencia Episcopal Española ha dejado bien claro que no hace unos pocos días. Nota del Editor.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Afrentosos crucifijos

Por JUAN MANUEL DE PRADA, en ABC, Lunes, 09-11-09

POR paradojas del azar, la conmemoración de la caída del murito de Berlín ha coincidido con una sentencia del sarcásticamente llamado Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que ordena la retirada de los crucifijos de las aulas. La caída del murito de Berlín supuso, según nos martillea la propaganda, la «victoria de la libertad»; y las consecuencias de esa libertad victoriosa las contemplamos por doquier. La retirada de los crucifijos quizá sea la más aparente, por lo que tiene de simbólica; pero detrás de esa retirada está el suicidio de Occidente, que ha decidido, como los alacranes asediados, inyectarse el veneno de su propio aguijón. Y, en su arrebato de autodestrucción, disfrazado con los bellos ropajes de la libertad, reniega de los logros que han fundado su identidad.

Eso que la propaganda denomina «victoria de la libertad» no ha sido sino victoria de la más feroz de las tiranías, que no es otra que aquélla que despoja a los seres humanos de su capacidad de discernimiento moral. Las tiranías clásicas, ataviadas con los ropajes hoscos de la represión, al ejercer sobre las conciencias una violencia coactiva, aún permitían a sus oprimidos cierto grado de resistencia: pues todo expolio de lo que es constitutivamente humano genera en quien lo padece una reacción instintiva de defensa. La nueva tiranía no actúa reprimiendo la conciencia moral, sino desembridándola, de tal modo que sus sometidos dejan de regir su conducta por la capacidad de discernimiento, dejan de ser propiamente humanos, para guiarse únicamente por la satisfacción de sus intereses y caprichos. Y la nueva tiranía, ataviada con los bellos ropajes de la libertad, otorga a esos intereses el estatuto jurídico de «derechos», sin importarle que sean intereses egoístas o criminales; porque en la protección de tales intereses la nueva tiranía ha encontrado el modo de mantener a sus sometidos satisfechos. Ya no son hombres, sino bestias satisfechas, porque han extraviado la capacidad para discernir lo que es justo y lo que es injusto; pero las bestias satisfechas en sus intereses y caprichos egoístas o criminales, además de adorarse a sí mismas, adoran a quien les permite vivir sin conciencia, pues si alguien les devolviera la capacidad de discernimiento la vida -su vida infrahumana- se les tornaría insoportable.

Y ésa es la razón por la que la nueva tiranía ordena la retirada de los crucifijos: constituyen un recordatorio lacerante de que hemos dejado de ser propiamente humanos. Nos recuerdan que nuestra naturaleza caída fue abrazada, acogida, redimida, perdonada por aquel Cristo que murió colgado de un madero. Pero la noción de redención, como la de perdón, exigen una previa capacidad de discernimiento moral; exigen un juicio sobre la naturaleza de nuestros actos. Y cuando alguien se niega a juzgar sus actos, por considerar que están respaldados por una libertad omnímoda, la presencia de un crucifijo se torna lesiva, agónica y culpabilizadora. Y lo que la nueva tiranía nos promete es que podemos vivir sin ser redimidos ni perdonados, que podemos vivir sin culpa ni agonía; esto es, sin lucha con nuestra propia conciencia, por la sencilla razón de que hemos sido exonerados de tan gravosa carga. La nueva tiranía nos promete que todo lo que nuestra naturaleza caída apetezca o ansíe será de inmediato garantizado, protegido, consagrado jurídicamente; lo mismo da que sean meros caprichos de chiquilín emberrinchado que crímenes infrahumanos como el aborto. Frente a esta promesa de libertad omnímoda, el crucifijo aparece entonces a los ojos de esos hombres convertidos en bestias como una oprobiosa cadena: les recuerda que han renunciado a su verdadera naturaleza; les recuerda que esa naturaleza a la que han renunciado era su posesión más preciosa; les recuerda que Dios mismo entregó su vida por abrazarla. ¡Afrentoso recordatorio!

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Matar al mensajero

Por Rafael NAVARRO VALLS, EL MUNDO. MIÉRCOLES 4 DE NOVIEMBRE DE 2009

Un tribunal tiene la última palabra no porque tenga siempre la razón, sino más bien porque es la última instancia. Conviene tener presente esta verdad para no convertir cada sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en una especie de icono mediático que merece adoración indiscutida.

La sentencia Lautsi c. Italia es un ejemplo de cómo un tribunal puede caer en las redes del activismo político trasladado al ámbito judicial: un tema sensible, la hipotética influencia de la presencia tradicional de crucifijos en la escuela en las conciencias infantiles, se ha convertido en campo de batalla para recortar la posición de la religión en la esfera pública. Una suerte de estímulo para que los estados sólo toleren la manifestación pública de valores morales que no sean religiosos o que, al menos, estén desprovistos de su connotación religiosa, a pesar de que esos valores constituyan, paradójicamente, el humus donde el mismo Estado tiene su origen. Una curiosa percepción de la laicidad del Estado que permite quedarse con los frutos siempre que se tale el árbol. Quedarse con el mensaje, pero matando al mensajero.

No es una sentencia aislada. Se inserta en una serie de decisiones del citado tribunal a favor de políticas de eliminación de símbolos religiosos personales –sobre todo islámicos– en entornos educativos, en Francia y en Turquía, duramente criticadas por juristas de muy diversos países e ideologías. De ahí la preocupación manifestada en agosto por la Comisión sobre Libertad Religiosa Internacional de EEUU.

Uno de los expertos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) en materia de libertad religiosa, el profesor Javier Martínez-Torrón, observaba con razón que el Tribunal de Estrasburgo ha iniciado una deriva «demasiado tributaria de una concepción que entiende la laicidad no como neutralidad del Estado ante el hecho religioso o ideológico, sino como ausencia de visibilidad de la religión, es decir, como una situación artificial que garantiza entornos libres de religión, pero no libres de otras ideas no religiosas de impacto ético equiparable».

Contrasta esa deriva, por ejemplo, con una declaración del Constitucional alemán en 2003: «No es inconstitucional que todos los niños desde su infancia –también los hijos de padres de ideología atea– conozcan que hay en la sociedad personas con creencias religiosas, y que desean practicarlas». O con el Supremo de EEUU (Marsh v. Chambers, 1983), que, al declarar constitucional que se diga una oración pública en la apertura de las sesiones legislativas del Senado, lo calificaba como «un reconocimiento tolerable de las creencias ampliamente compartidas por el pueblo de este país y no un paso decidido hacia el establecimiento de una iglesia oficial».

miércoles, 28 de octubre de 2009

Empanada de laicidad

Artículo espléndido de Pilar Rahola (sí, sí, Pilar Rahola), leído gracias a José Apezarena.

Sobre la objeción de conciencia

Por Salvador Bernal, en Religión Confidencial, el 27 de octubre de 2009

En el proyecto de ley que intenta introducir en el ordenamiento español el derecho al aborto en nombre de la llamada salud sexual y reproductiva, no se contempla la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios.

La cuestión es importante, porque no es cuestión pacífica en España. Muchos autores entienden que existe ese derecho, con base en la libertad ideológica del art. 16 CE, aunque no esté reconocido por una ley. Para otros, es imprescindible la tipificación en una norma objetiva. En fin, no faltan quienes consideran que corresponde a los jueces dilucidar ante casos concretos: p. ej., rechazo de tratamientos médicos por Testigos de Jehová.

Tal vez, la postura más coherente jurídicamente sea esta última. Pero es inoperante en un país con una administración de justicia tan lenta. Basta pensar en sentencias sobre la intimidad de hijos pequeños de famosos, que alcanzaban firmeza cuando las víctimas habían sobrepasado la mayoría de edad. Y eran casos sin intereses económicos o políticos, como puede suceder con los Albertos o con conocidos presidentes de Diputaciones.

Por si fuera poco, no hay unidad entre el Tribunal Constitucional y el Supremo. Aquél afirmó al comienzo de los ochenta que la objeción “es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español”. En cambio, recientemente, el Supremo, a propósito de la educación para la ciudadanía considera que se refiere a “materias perfectamente delimitadas: el servicio militar y la posición de los informadores en las empresas informativas”. Craso error, pues la cláusula de conciencia, mencionada en el art. 20 CE es asunto más bien laboral: el periodista puede acogerse al régimen del despido improcedente cuando cambia la orientación ideológica del medio que le contrató.

Hace años publicaron un importante estudio sobre las objeciones de conciencia en Occidente dos conocidos catedráticos de Derecho eclesiástico: Rafael Navarro Valls y Javier Martínez Torrón. El fenómeno ha crecido desde entonces, por la excesiva injerencia del legislador en cuestiones que deberían quedar al libre arbitrio de cada persona. Como reacción ante esa moral de Estado, tienen que intervenir los más altos Tribunales, incluido el Europeo de derechos humanos con sede en Estrasburgo.

Queda claro en ese libro que no se puede hablar propiamente de una objeción, a modo de un derecho unitario, sino de objeciones de conciencia, en plural: diversas en su origen, significado y valor jurídico. Porque se han multiplicado, en relativamente poco tiempo, tanto los supuestos de objeción como sus fundamentos ideológicos, filosóficos o religiosos. En su origen, fue un mecanismo de defensa de la conciencia religiosa frente a la intolerancia del poder. Pero hoy tutelan contenidos éticos no vinculados a creencias. Además, con un carácter expansivo.

Pero, suprimido el servicio militar, no parece que vayamos a llegar a otras objeciones, como la fiscal o la laboral, o el rechazo de obligaciones civiles como el jurado o el voto. Para el aborto, está reconocida en casi todas las legislaciones que lo han despenalizado. En todo caso, el derecho de la mujer no podrá negar la dignidad humana del personal sanitario.

domingo, 25 de octubre de 2009

Europa y el Papa. Unas élites peligrosas

Publicado por GEES el 1 de Octubre de 2009
Fundación Burke

En primer lugar, las elites intelectuales progresistas, que hace ya tiempo establecieron una feroz censura en las universidades, ahora trasladada a los medios de comunicación. Han creado un despotismo ideológico en temas relacionados con la historia de Europa, con la sexualidad, con la religión, con los sistemas políticos, que hace tiempo que sepultó la libertad de cátedra, y ahora cada vez más la de prensa. Jamás en Europa, incluyendo muchas de sus más negras épocas, se ha defendido tanto la censura por parte de quienes supuestamente la tienen que defender, como ahora. Ver para creer.

En segundo lugar, una clase política cívica y moralmente envilecida, capaz de aceptar y decir cualquier cosa con tal de no dejar de pertenecer al círculo del poder. Tanto la izquierda como la derecha europeas se han convertido en siervos de una supuesta moralidad neutral, que en el fondo es una absolutización burocrático-colectiva de nuestras sociedades, en connivencia o con miedo a la clase intelectual europea. La UE se ha convertido en una inmensa máquina administrativa que cada vez más se dedica a dos cosas: decir a los europeos qué tienen y qué no tienen que hacer, y decirles qué pueden o qué no pueden decir. Todo ello escondido en comisiones, votaciones y toda la parafernalia institucional creada en los últimos años.

Entre unos y otros están creando en Europa un clima irrespirable para quienes no convengan con sus opiniones. El último episodio, el español, donde en el Parlamento -sede de la soberanía nacional- se ha llegado a discutir si había que discutir -como en una triste parodia de los Hermanos Marx- la reprobación al Papa por decir en marzo de 2009 algo defendido por todos los médicos: que los preservativos no evitan el contagio del SIDA al cien por cien. La polémica viene de lejos, pues el asunto ya se trató por parte del Parlamento Europeo y por otros países: uno de ellos, Bélgica, incluso condenó oficialmente al primero de los cristianos por exponer su opinión. Además, el juicio paralelo por la intelligentzia europea ha arrastrado el nombre del Papa por los suelos en los últimos meses.

¿Qué pasa? El preservativo es lo de menos, porque lo que tienen en el punto de mira es a la Iglesia Católica y al cristianismo. La izquierda no soporta, y a parte de la derecha no le parece mal, que haya alguien más fuera de ellos que tenga autoridad para decir qué está bien o qué está mal. Unos, porque lo hacen desde los periódicos o las televisiones. Otros, desde los parlamentos. Entre ellos aún se ponen más o menos de acuerdo -son hijos de la misma degradación intelectual y moral- pero alguien que no sea de la casta, que represente además la tradición europea, y que congregue a millones de personas en misa cada domingo, se les hace insoportable.

Pero ojo, no sólo es un problema de creciente censura: nuestra clase política e intelectual está conduciendo a nuestras sociedades libres al suicidio: rechaza la religión cristiana cuando frente a ella el islamismo se dedica a expandir la suya; se dedica a criminalizar nuestro pasado histórico dando la razón a quienes dicen que debemos pedirles perdón y darles ventajas por ello; rechaza nuestra tradición justo cuando enfrente otros tratan de suplantarla; insulta al Papa cuando otros dicen que acabarán conquistando Roma -tras Al’Andalus, por supuesto. Están atacando el fundamento de nuestras sociedades justo cuando a las puertas del continente los enemigos de la libertad planean cambiarlas de acuerdo a la sharía. Juegan a ver quién es más progresista, a ver quien es más “liberal” -en el peor sentido del término-, pero en el fondo están sirviendo la cabeza de los europeos a los enemigos de la libertad.

¿Alguien en su sano juicio cree que Europa sobrevivirá a la amenaza islamista atacando al Papa y al cristianismo? Respuesta: nadie en la calle, pero muchos en nuestras instituciones, tanto comunitarias como nacionales. La pregunta que debemos hacer tiene que ver con la ruptura entre una ciudadanía que mal que bien sigue teniendo afecto por su pasado, sus costumbres, su religión y sus creencias y unas clases dirigentes situadas al lado de sus enemigos. Si la primera reacciona contra la segunda, hay esperanza. Si no, futuro negro.

jueves, 22 de octubre de 2009

Laicismo y religión, error de enfoque

El laicismo en España parte de un grave error de perspectiva, mira al pasado como un mal que hay que enmendar, y al futuro como los viejos utopistas ilustrados. El error está en que el pasado -al margen de que sea o no tan malo- es inamovible, y que las utopías, cuando han querido llevarse a la práctica, siempre acaban en la guillotina.

Pero el error fundamental del laicismo español es que olvida el presente. Olvida, por ejemplo, cómo somos los católicos de hoy, cuáles son nuestras aspiraciones, como olvida que llenamos este país, que llenamos -aún más- su Historia -su pasado-, y que, como ciudadanos de pleno derecho, aspiramos a contribuir en la construcción del futuro de todos.

Hay un empeño desquiciado en los laicistas por convertir a los católicos en lo que no somos, en devolvernos a las catacumbas -privacidad las llaman ellos-, en subsumirnos bajo la etiqueta de tolerancia.

No, los católicos no podemos ser sólo tolerados, los ciudadanos no pueden ser simplemente tolerados, según sean o no sus convicciones. Los católicos somos actores de la sociedad en la que vivimos, como los demás, ni más ni menos que los demás, como los demás ni más ni menos que nosotros..., o que los laicistas.

Para colmo, a los católicos no hay manera de sujetarnos en unas catacumbas, ni siquiera podríamos hacerlo nosotros mismos; en nuestra naturaleza está ser expansivos, vivir a la intemperie, proponer, comunicar inconformismo. Contrariamente al juicio laicista, al expandirnos nos debilitamos, al contraernos nos hacemos más fuertes; y sabemos que este fluctuar es el pálpito de nuestro corazón histórico.

Los laicistas harían bien en cambiar de enfoque, mirar al presente y relajarse; vamos a caminar juntos, así que más nos vale mirarnos a lo ojos y dejar de tratar con caricaturas y con fantasmas.

martes, 6 de octubre de 2009

La engañosa neutralidad del laicismo

"El buenismo hace que a algunos la tolerancia les sepa a poco, si no va acompañada de reconocimiento de derechos"

Por Andrés Ollero, en Conoze.com, el 21 de agosto de 2009

Toda sociedad necesita establecer un mínimo ético, deslindando la frontera entre moral y derecho. No hace mucho que, invitado a un Congreso nacional sobre objeción de conciencia, he debido ponerlo de relieve. El problema surge a la hora de obtener los criterios para resolver si una determinada cuestión, por su grado de relevancia pública, debe o no ser regulada por el derecho. Hoy día a menudo se intentan imponer sin debate soluciones ideológicas que se presentan como neutrales.

No cabe imponer las propias convicciones a los demás. Tan tajante afirmación, a más de drástica, suena a perogrullada. ¿Qué es eso de pretender que todos piensan como nosotros? Analizada desde otro ángulo—más jurídico—- quizá cambie el panorama. Si fuera imaginable una sociedad en la que cada cual pudiera comportarse con arreglo a su leal saber y entender ¿sería necesario el derecho?

El derecho existe precisamente para que algunos ciudadanos se comporten de determinado modo, pese a su escaso convencimiento al respecto [1]. A quien está convencido de que la defensa de sus heroicos ideales políticos justifica generar muertes, de modo indiscriminado o selectivo, se le ha de convencer sobradamente de lo contrario con las penas oportunas.

1. La democracia no es relativista
Ello es perfectamente compatible con el reconocimiento del pluralismo como «valor superior del ordenamiento jurídico», de acuerdo con el artículo 1.1 de la Constitución española. El derecho se nos presenta siempre como un mínimo ético, lo que excluye de entrada que los demás deban verse obligados a compartir nuestros más preciados maximalismos. Pero incluso ese mínimo ético deberá determinarse a través de procedimientos que no conviertan al ciudadano en mero destinatario pasivo de mandatos heterónomos. La creación de derecho deberá estar siempre alimentada por la existencia de una opinión pública libre, lo que convierte a determinadas libertades (información y expresión) en algo más que derechos fundamentales individuales: serán también garantías institucionales del sistema político.

Todo ello no implica relativismo alguno. La democracia no deriva del convencimiento de que nada es verdad ni mentira; afirmación que, según más de un relativista, sí cabría imponer a los demás. La democracia se presenta como la fórmula de gobierno más verdaderamente adecuada a la dignidad humana y, en consecuencia, recurrirá a la fuerza coactiva del derecho para mantener a raya los comportamientos de quienes no se muestren demasiado convencidos de ello. La democracia no deriva siquiera de la constatación de que el acceso a la verdad resulta, sobre todo en cuestiones históricas y contingentes, 'notablemente problemático; se apoya, una vez más, en una gran verdad: la dignidad humana excluye que pueda prescindirse de la libre participación del ciudadano en tan relevante búsqueda.

Cuando se identifica democracia con relativismo, se verá un enemigo en cualquiera que insinúe, siquiera remotamente, que algo pueda ser más verdad que su contrario. Lo más cómico del asunto es que -desafiando el principio de no contradicción se convertirá así al relativismo en un valor absoluto sustraído a toda critica.

2. La religión, tabaco del pueblo
Para quienes muestran esta curiosa dificultad para hacer compatible democracia y verdad, el problema se agudiza cuando las verdades propuestas dejan entrever parentescos con confesiones religiosas socialmente mayoritarias. Al debate sobre el relativismo se unen ahora las legítimas exigencias del principio de laicidad, que llevan a respetar la autonomía de las instituciones temporales. Los poderes públicos y las confesiones religiosas conciernen al mismo ciudadano, pero tienen ámbitos de acción propios que les obligan a mantener, en su beneficio, una razonable cooperación.

No ocurre así cuando la presencia de lo religioso en la vida social no se acoge con la misma naturalidad que la de lo ideológico, lo cultural o lo deportivo, sino que se le atribuye una dimensión de perturbadora crispación que la haría sólo problemáticamente tolerable. Surge así el laicismo, con sus imperativos de drástica separación entre poderes públicos e-instituciones eclesiales. Quien se cierra a una visión trascendente de la existencia tiende a reducir a política, y a evaluar en términos de poder, todo el dinamismo social. La autoridad moral, que los ciudadanos tienden con toda lógica a reconocer a las confesiones religiosas, se percibe como la pretensión de ejercer una potestad intrusa, no rubricada por los votos. El único modo de extirparla sería una forzada privatización de toda vivencia religiosa, negando legitimidad a su presencia pública. Procedería pues enmudecer por perturbador a cualquier magisterio confesional, por permitirse ilustrar doctrinalmente a sus fieles sobre cómo afrontar determinadas situaciones o problemas sociales.

Por supuesto, visto con ojos medianamente liberales la situación sería bien distinta. Para Rawls, por ejemplo, «en una sociedad democrática, el poder no público», como el «ejercido por la autoridad de la Iglesia sobre sus feligreses, es aceptado libremente»; «pues, dadas la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos»[3]. Cuando algo tan elemental se olvida, la libertad religiosa desaparece en la práctica como derecho fundamental, cuyo respeto es exigencia de justicia, para verse reducida a actividad privada, como fruto de una tolerante generosidad. Se ha superado la vieja idea de que la religión sea el opio del pueblo, lo que obligaba a perseguirla; se pasa, en heroico progreso, a tolerarla como tabaco del pueblo: fume usted poco, sin molestar y, desde luego, fuera de los espacios públicos...

3. Una extraña pareja
Laicismo y relativismo acaban componiendo una extraña pareja, porque los drásticos planteamientos del primero cobran un carácter absoluto difícilmente superable; pero el enemigo común une mucho. El relativismo rechaza toda justicia objetiva y el laicismo a quien se le ocurra predicarla.

En otros tiempos se impuso más de una vez una teoría de los derechos de la verdad, que animaba de modo poco tolerante a negarlos a los equivocados. Ahora se pretende patentar una contrateoría simétrica: todo aquel que sugiera que hay soluciones objetivamente más verdaderas que otras, será tratado como autoritario; por muy abierta que sea su actitud subjetiva en la búsqueda y realización práctica de esa verdad.

Este maridaje acaba confundiendo el plano de la realidad (existen o no exigencias éticas objetivas) con el de su conocimiento (cabe conocerlas racionalmente, con más o menos dificultad). El pluralismo asume la dificultad del acceso a la verdad; en consecuencia, da por hecho que caben caminos diversos para acercarse a ella y tiende a considerar provisional lo logrado. Con esta actitud está dando por supuesto, como hace por lo demás también la ciencia, que existe una realidad objetiva que tiene sentido buscar; de lo contrario, sobrarían todos los caminos imaginables y el definitivo mentís relativista sobre la existencia del problema planteado.

4. Acuerdo fronterizo: público privado
La frecuente vinculación de lo moral con lo religioso agudizará la dificultad del ya aludido deslinde entre lo jurídico y lo moral; sobre todo en países donde la tensión entre clericalismo y laicismo no ha llegado a encontrar históricamente una respuesta equilibrada. Se tenderá a confinar lo religioso, incluidas sus propuestas morales, en el ámbito de lo privado; mientras, se reserva a lo jurídico un ámbito público concienzudamente depurado de su posible influencia.

Esta adjudicación, un tanto simplista, que confina la perspectiva moral en el ámbito de lo privado mientras reserva a la jurídica el de lo público, deja sin resolver el problema decisivo: cómo podemos trazar la frontera entre uno y otro; de dónde obtendremos los criterios para resolver si determinado problema, por su relevancia pública, ha de ser regulado por el derecho, o si cabe privatizarlo dejándolo al albur de los criterios morales de cada cual.

Si surge el problema es porque sólo partiendo de un determinado concepto del hombre, y de la inevitable traducción de éste en un código moral, cabrá deslindar qué exhortaciones morales merecen apoyo jurídico y cuáles cabría confiar a la benevolencia del personal. Lo mismo ocurre al dictaminar que determinado problema reviste tal relevancia pública que el derecho no podrá ignorarlo, privatizándolo imprudentemente.

A la hora de abordar esta cuestión clave no cabe otra solución que determinar el ámbito de lo jurídicamente relevante, teniendo como referencia -de modo más o menos consciente- unos perfiles de justicia objetiva. Como los planteamientos antropológicos y morales que les servirán de punto de partida no serán unánimes, siempre habrá quien no vea reflejado en el ordenamiento jurídico su propuesta de deslinde. Teniendo en cuenta las convicciones de todos, al final -se quiera o no- habrá que imponer a más de uno aspectos que personalmente no considera suyos.

5. Todos tienen convicciones
Tener en cuenta las convicciones de todos equivale por otra parte a reconocer que todos tienen convicciones. El laicismo tiende a estigmatizar como tales sólo las de los creyentes, como si las demás tuvieran el cerebro vacío. Desde esta perspectiva se consolida una concepción discriminatoria del término convicciones, vinculándolo de modo exclusivo a aquellos juicios morales emparentados con posturas defendidas por determinadas confesiones religiosas.

Situados de nuevo ante la necesidad ineludible de trazar la línea entre lo jurídicamente exigible y lo moralmente admisible, el laicismo opta por tomar partido disfrazado de árbitro. Atribuirá de modo gratuito patente de neutralidad a sus parciales propuestas de no contaminación. Conseguirá así, con particular eficacia, imponer sus convicciones por el simpático procedimiento de no confesarlas; no porque se lo pueda considerar poco convencido, sino solo por haberlas formulado desde presupuestos filosóficos o morales no abiertamente similares a los de una confesión religiosa. Se produce así una caprichosa atribución de neutralidad moral a propuestas moralmente discutidas; como si la frontera entre la fe y la increencia marcara a la vez otra entre la valoración o la inocuidad del propio juicio.

Característica de esta implícita discriminación, atentatoria a la libertad religiosa, es la propuesta de que el derecho se inhiba, optando por mostrarse neutral ante problemas particularmente polémicos: aborto, heterosexualidad de la relación matrimonial...

Obviar la polémica, presentando con aire neutral conductas que antes se habían visto rechazadas a golpe de juicio de valor, sería el modo más eficaz de contribuir al progreso y de vencer al oscurantismo. En realidad, lo que se está haciendo es sustituir un anterior juicio de valor -sometido a debate- por otro que -disfrazado de neutral- podrá ahorrarse toda argumentación. Parece obvio que al discutirse si los poderes públicos deben sancionar penalmente una conducta o dejar que cada cual haga de su capa un sayo, optar por lo segundo no demuestra neutralidad alguna; supone suscribir sin más la segunda alternativa. No parece exigir demasiado que, quien lo haga, haya de molestarse en argumentar por qué habrá que aceptarlo.

La causa última del problema acaba quedando en evidencia: las ideologías de querencia totalitaria se muestran incapaces de soportar una convivencia entre autoridad moral y potestad política. Lo reducen todo a política, con lo que de camino atribuyen a sus eventuales protagonistas -como una expresión más de la soberanía- el derecho a imponer a todos los ciudadanos su código moral, que no siendo neutro neutraliza al vigente, invirtiendo así, el juego democrático.

6. Un mínimo ético nada neutral
Situados ante esta realidad, parece claro que sólo la existencia de un fundamento objetivo podría justificar que se llegue a privar de libertad a quien desobedezca normas no necesariamente coincidentes con sus convicciones. Similar presupuesto late bajo el principio de no discriminación, recogido en el artículo 14 de la Constitución española: sólo la existencia de un fundamento objetivo y, en consecuencia, razonable justificará que pueda tratarse de modo desigual a dos ciudadanos. Lo de razonable refleja la inevitable ambivalencia de la razón práctica; se tratará de un fundamento racionalmente cognoscible, por una parte, y posibilitador de un ajustamiento de relaciones satisfactorio, por otra. Lo lógico y lo ético se acaban dando la mano en un planteamiento ético cognitivo.

No cabe solucionar el problema mediante el socorrido recurso al consenso. Descartado el posible juego de la razón práctica, el consenso no tendría ya nada que ver con verdad objetiva alguna, sino que pasaría a ser mera expresión de la superioridad cuantitativa de determinadas voluntades. Esa voluntad mayoritaria, falta de todo correlato objetivo, estaría en condiciones de imponer a las minorías una auténtica dictadura. Cuando, por ser la sociedad Pluricultural, no cabe dar por supuesta voluntad unánime alguna, será imposible salir de tal círculo vicioso.

7. Tolerancia y dictadura del relativismo
Si todo derecho reposa sobre un justo título, difícilmente cabrá exhibir un derecho a ser tolerado. El reconocimiento de derechos no es tarea propia de la tolerancia sino de la justicia, que es la que exige -llegando a recurrir a la coacción, si necesario fuera- dar a cada uno lo suyo. La tolerancia, por el contrario, es fruto de la generosidad; en la medida en que anima a dar al otro más de lo que en justicia podría exigir. Empeñarse en exigir lo que sólo apelando a la generosidad cabría lograr es pura contradicción.

La tolerancia -que por generosa es virtud- no tiene nada que ver con bien alguno, sino con asertos erróneos o conductas rechazables. Una conducta tolerada lleva implícito el reconocimiento de lo rechazable de su contenido, sólo excepcionalmente permitido por motivos de índole ética superior. Cuando esto se olvida se está abriendo la espita para que una ética mínima acabe suplantando al mínimo ético que da sentido al derecho.

Determinadas conductas pueden verse, en aras de la tolerancia, eximidas de sanción penal. Ello no implica, sin embargo, que hayan de convertirse necesariamente en derechos ya que, como el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de argumentar, no tenemos derecho a todo lo no prohibido. El buenismo hace que a algunos la tolerancia les sepa a poco, si no va acompañada de reconocimiento de derechos; esto acaba inevitablemente generando colaterales consecuencias represivas. Si somos tolerantes, al abordar códigos morales, entenderemos que -por moralmente rechazable que puedan parecer- cabría despenalizar determinadas conductas. Lo que no resultará nada tolerante es que, convertidas luego en derechos, pasara a considerarse antijurídica la mera libre expresión del código moral propio, hasta el punto de motejarlo de fobia o incluso atribuirle sanción penal.

Si la conversión de la tolerancia generosa en conducta jurídicamente exigible es ya un disparate, se queda en nada si se la compara con la criminalización como fobia -de la mano de lo políticamente correcto- de meras manifestaciones de libertad de expresión. El principio de mínima intervención penal se ha venido considerando inseparable de todo Estado respetuoso de las libertades, que debe recurrir siempre a cualquier otro instrumento jurídico antes de ejercer una coacción de tal intensidad. El acrítico celo alimentado por lo políticamente correcto acaba justificando inconfesadamente un novedoso principio, el de intervención penal, corno mínimo. El que vulnere sus implícitos dogmas irá a la cárcel, acusado de la fobia que corresponda; luego, si le quedan ánimos, podrá continuar el debate.

Lo más meritorio del asunto es que todo ello se lleve implacablemente a cabo en un contexto de dictadura del relativismo. Se pasa insensiblemente de la salmodia de que no cabe imponer convicciones a los demás, al veto formal a que alguien se atreva a expresar con libertad su propio código moral.

Bentham, poco sospechoso de iusnaturalista, patentó la actitud del buen ciudadano ante la ley positiva: «obedecer puntualmente, censurar libremente» [4]. Bobbio rechazó también con energía lo que tildó de positivismo ideológico[5]: la peregrina idea de que una ley, por el solo hecho de ser legítimamente puesta, genere una obligación moral de obediencia. Lo políticamente correcto, por el contrario, nos lleva al lejano Oeste: prohibido prohibir, porque aquí nada puede considerarse verdad ni mentira; pero yo no lo haría, forastero... ?

Notas
[1] Hemos tenido ocasión de exponerlo con mayor extensión en El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Cizur Menor 2007.
[2] De ello me he ocupado en España ¿un Estado laico? La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Civitas, Madrid 2005.
[3] J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona 1996, pp. 256-257.
[4] Fragmento sobre el Gobierno, Prefacio, 16, Aguilar, Madrid 1973, p. 11.
[5] «Sul positivismo giuridico», en Giusnaturalismo e positivismo guridico, Comunità, Milano 1965, pp. 105-106.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

La libertad religiosa exige la enseñanza de la religión en la escuela

El respeto de la libertad religiosa exige que los alumnos de las escuelas públicas y privadas puedan recibir voluntariamente una enseñanza de la religión en coherencia con su fe. Esta es la postura que mantiene la Santa Sede en una Carta circular de la Congregación para la Educación Católica que, con motivo del inicio del curso escolar en el hemisferio Norte, está siendo distribuida a los obispos.

Firmado por Aceprensa, 9 Septiembre 2009

Aunque la enseñanza de la religión está presente en las escuelas de la mayoría de los países, la Carta reconoce que hoy “se ha convertido en objeto de debate y en algunos casos de nuevas normativas civiles, que tienden a reemplazarla por una enseñanza del hecho religioso de naturaleza multiconfesional o por una enseñanza de ética y cultura religiosa, incluso en contraste con las elecciones y la orientación educativa que los padres y la Iglesia quieren dar a la formación de las nuevas generaciones”.

Un elemento esencial para la formación

Ante estas controversias, la Carta mantiene que “la enseñanza de la religión en la escuela constituye una exigencia de la concepción antropológica abierta a la dimensión trascendente del ser humano: es un aspecto del derecho a la educación. Sin esta materia, los alumnos estarían privados de un elemento esencial para su formación y para su desarrollo personal, que les ayuda a alcanzar una armonía vital entre fe y cultura.

La Carta defiende que en una sociedad pluralista este derecho supone que los padres puedan escoger para sus hijos una enseñanza religiosa coherente con su fe, y no solo una mera exposición del hecho religioso. “En una sociedad pluralista, el derecho a la libertad religiosa exige que se asegure la presencia de la enseñanza de la religión en la escuela y, a la vez, la garantía que tal enseñanza sea conforme a las convicciones de los padres”, dice el documento.

El Concilio Vaticano II recuerda que: “[A los padres] corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas”, y que se violan esos derechos “si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa”.

Esta afirmación encuentra correspondencia en el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, según el cual “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.

En cambio, “la marginación de la enseñanza de la religión en la escuela equivale, al menos en la práctica, a asumir una posición ideológica que puede inducir al error o producir un daño en los alumnos. Además, se podría crear también confusión o engendrar relativismo o indiferentismo religioso si la enseñanza de la religión fuera limitada a una exposición de las distintas religiones, en un modo comparativo y neutral”.

En el caso de las escuelas católicas, la enseñanza de la religión es “característica irrenunciable de su proyecto educativo”. “También en ellas –advierte la Carta– debe ser respetada la libertad religiosa de los alumnos no católicos y de sus padres”. La Iglesia tiene el derecho-deber de enseñar públicamente la fe, pero teniendo en cuenta que “en la divulgación de la fe religiosa y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión deshonesta o menos recta”.

Diferente de la catequesis

Frente a los que dicen que la enseñanza de la religión debe hacerse en el marco de la parroquia y de la familia, la Carta distingue: “La enseñanza de la religión es diferente y complementaria a la catequesis, en cuanto es una enseñanza escolar que no solicita la adhesión de fe, pero transmite los conocimientos sobre la identidad del cristianismo y de la vida cristiana”.

Por eso, constituye una auténtica disciplina escolar para los que la estudian: “La especificidad de esta enseñanza no disminuye su naturaleza de disciplina académica; al contrario, el mantenimiento de ese estatus es una condición de eficacia: es necesario que la enseñanza religiosa escolar aparezca como disciplina escolar, con la misma exigencia de sistematicidad y rigor que las demás materias”.

En esta materia escolar, “corresponde a la Iglesia establecer los contenidos auténticos de la enseñanza de la religión católica en la escuela, que garantiza, ante a los padres y los mismos alumnos la autenticidad de la enseñanza que se transmite como católica”. La iglesia reivindica esta competencia “independientemente de la naturaleza de la escuela (estatal o no estatal, católica o no católica) donde viene impartida”.

Cuando la laicidad deviene en laicismo

Por Eleuterio Fernández Guzmán, Licenciado en Derecho, en Análisis Digital, 12 de septiembre de 2009.

Se predica la laicidad de un sistema político cuando se entiende que ninguna religión puede tener el carácter de estatal.

Esto no es nada extraño para el catolicismo porque es más que conocida la expresión de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios” y, aunque a lo largo de los siglos no siempre ha habido separación entre la Iglesia y el Estado o, mejor entre la Iglesia y lo mundano, hace ya muchos años que la situación cambió.

No quiere, por tanto, la Iglesia fundada por Cristo que el Estado siga sus principios o su doctrina; tampoco quiere, sin embargo, que el Estado o, mejor, los gobernantes del mismo, olviden que la religión no es algo superficial ni caprichoso ni, sobre todo, algo que se puede manipular a su antojo.

El Estado laico

Es de esperar que, en Occidente, una Constitución diga en su texto que la nación para la que se elabora no tiene religión alguna y que, por tanto, ninguna será la del Estado o, lo que es lo mismo, que ninguna creencia regirá el funcionamiento del mismo, de sus organizaciones y de las funciones que cumplen.

Es algo que, por lo demás, es la mejor forma de que no se vean mezcladas dos realidades que en sí mismas consideradas deben estar separadas: Iglesia y Estado.

Entonces, en tal caso, las organizaciones que constituyen la nación han de llevar a cabo una labor no distanciada de las distintas confesiones que en su territorio pueden coexistir sino, muy al contrario, teniéndolas todas en cuenta, actuar con respeto hacia ellas.

¿En qué se basa el necesario respeto?

Sencillamente, debido a que si bien para el Estado, como organización, se haya decidido el alejamiento de confesión religiosa alguna, las personas que conforman la nación sí creen (una gran mayoría así lo manifiesta) y, por tanto, los sujetos activos que constituyen la nación merecen la correspondiente consideración de quienes, al fin y al cabo, no son, sino, los gestores del convivir de la nación.

Por tanto, tal situación es la ideal y la que debe cumplirse para que, en realidad, podamos considerar que un Estado, pongamos el español, tiene una actitud en el que la laicidad juega un papel importante en el desarrollo económico, político y social de aquel.


El Estado laicista

Pero hay algo más avieso y torcido, una forma de comportarse que determina que se han violado los principios arriba citados: cuando la laicidad deviene laicismo. Y, aún peor, cuando la actitud gravemente laicista de sus gobernantes tiene el claro objetivo de menospreciar a una religión en concreto que, no obstante, es la que dice seguir la gran mayoría de la población.

Bien sabemos, en tal aspecto, que España es una de las naciones en las que religión católica tuvo, ha tenido y tiene una acogida, implantación y desarrollo más arraigado y en la que, no sin alguna que otra dificultad de siglos (por la invasión musulmana) se ha mostrado la fortaleza de la fe en Dios.

Extrañaría, por tanto, que algún gobernante se manifestase en contra o muy en contra de la Iglesia católica. Pero, más que nada porque sería atacar, directamente, a la población (en amplia mayoría) que entiende que aquella es importante para sus vidas y que no se trata, exclusivamente, del seguimiento de unos ritos o la percepción de unos sacramentos lo que les guía sino que es una forma de comportarse, de entender la vida.

Sin embargo, no otra cosa ha pasado cuando, en nuestra patria, del principio de laicidad se ha pasado al comportamiento laicista sin solución de continuidad.

¿Qué ha pasado o, mejor, qué está pasando al respecto?

Tan sólo con echar una mirada a nuestro alrededor y, también, teniendo algo de visión (no demasiado profética) de lo que se nos viene encima, respondemos con facilidad a tal pregunta.

Así, paso a paso se están socavando los principios sociales sobre los que se asienta España. Se lleva a cabo, además, a conciencia de lo que se hace porque eso es lo que parece y lo que se quiere.

Se implantó, en el ámbito familiar, el divorcio llamado exprés porque supone una forma rápida de que determinada situación en la que pueda existir una desavenencia, se termine. Sin más problemas... adiós a tal familia.

Se implantó el imposible “matrimonio homosexual”, contrario, en su propio sentido a lo que dice la constitución española.

Se ha facilitado la investigación con células madre embrionarias con fines según los cuales los embriones (seres humanos ya no sólo en potencia sino en acto por ser seres diferenciados unos de otros) se convierten en “medios” y no en un fin en sí mismo.

Se ha implantado una asignatura adoctrinadora, llamada Educación para la Ciudadanía, en pos de la destrucción de la moral social y la adaptación al pensamiento al que lo es socialista. Y todo para “compensar”, de mala manera y mala forma, la existencia de la asignatura de Religión católica a la que, además, se zahiere ninguneándola frente a las demás, que lo son, materias escolares.

Se tiene previsto, a punto ya, de que el aborto sea, en realidad, una barra libre para matar a seres humanos indefensos.

Se tiene previsto, y no tardará, la modificación de la Ley de Libertad Religiosa con la malsana intención de posibilitar que todo valga para que, así, no valga nada.

Y todo lo aquí, apenas, traído, lo es, exclusivamente porque se quiere hacer una labor de ingeniería social y se tiene la intención de dar al traste con una sociedad de raíz religiosa y, aquí, católica, que no se limita, como pretenden hacer ver, al espacio de tiempo que, tras la Guerra Civil, ejerció el gobierno el General Franco sino que, como es sabido por todos, tiene, tras de sí, 2000 años de tradición y fe.

Sin embargo, no todo está perdido porque esto también tiene solución: que el Estado, cumpla con su deber de respeto a la religión católica y deje de legislar en contra de su doctrina (socialmente admitida) y se comporte no como uno que lo es laicista sino, mejor, como uno en el que el principio de laicidad sea, en verdad, lo que debe ser: respeto, sin desprecio, hacia la religión.

sábado, 12 de septiembre de 2009

El mal llamado “Estado laico”

Estado no confesional y Estado laicista
Por Juan Moya, Doctor en Medicina y en Derecho Canónico, en Análisis Digital

En estos últimos años, cada vez que los gobernantes quieren tomar una decisión que lleva consigo apartar a la religión de la vida pública, se apoyan en que estamos en un Estado laico. La confusión sobre qué es un Estado laico y cuáles son sus exigencias legítimas es considerable. Tratemos de precisar un poco estas cuestiones.

Conviene empezar por recordar que la palabra “laico” es propia de la terminología eclesiástica, del Derecho Canónico, que distingue –básicamente- entre “laicos” y “clérigos” o “religiosos”. Los laicos son, expresado de modo negativo, los que no son ni clérigos (sacerdotes) ni religiosos (miembros de Congregaciones religiosas: frailes y monjas, para entendernos). Pero los laicos, pueden ser, evidentemente, personas creyentes y practicantes (cristianos o de otras confesiones religiosas) o no creyentes. Por tanto, “laico” se opone a “clérigo” o a “fraile”, pero no a creyente. El término “laico” es tomado del griego “laos”, que significa “el pueblo”.

La versión legítima del confusamente llamado Estado laico sería la de “Estado no confesional”. Pero sin embargo lo que en la práctica quieren decir es “Estado laicista”. Como veremos, esta interpretación es contraria a la libertad de los ciudadanos, y por tanto inadmisible. Veamos estos conceptos.

Estado “no confesional” es el que no tiene una religión propia como religión oficial, pero respeta el derecho a la libertad religiosa de sus ciudadanos, que pueden tener una religión u otra, o no tener ninguna, y no tienen más límite para el ejercicio de sus creencias religiosas que el orden público. El Estado es libre para abrazar o no una determinada religión, pero en todo caso, si es un país libre y democrático y por tanto respeta los derechos humanos, tiene el deber de respetar el derecho a la libertad religiosa de sus súbditos. Esta laicidad del Estado es una “laicidad positiva”, válida y legítima.

El Estado mal llamado “laico” y que realmente es “Estado laicista” es no el que simplemente no tiene ninguna religión, sino el que en la práctica es contrario a toda religión –y más especialmente a la católica-, a la que considera un obstáculo para la convivencia y una limitación a la libertad por las normas morales que esa religión –repito, la cristiana en particular- pretende difundir. Por eso hace todo lo posible por restringir al máximo las manifestaciones religiosas en la vida pública: quitar crucifijos, dificultar que se pueda explicar la religión en la escuela, tratar por igual a todas las confesiones religiosas independientemente de su arraigo en la historia y en la vida real del país, etc. Esta laicidad es una “laicidad negativa”, ilegítima porque invade la libertad legítima de los ciudadanos, negándoles o al menos obstaculizando el derecho fundamental a la libertad religiosa.

Por tanto, entre la laicidad positiva del Estado no confesional y la laicidad negativa del Estado laicista existen diferencias esenciales:

a) La laicidad positiva respeta el derecho a la libertad religiosa de las personas singulares de modo eficaz; el Estado laicista, por el contrario, tiende a restringirlo en todo lo que pueda;

b) La laicidad positiva considera que la religión es una dimensión esencial de la persona, que afecta a todas las manifestaciones de su vida –tanto en la vida privada como en la vida pública-, mientras que el laicismo considera que la religión es algo no sólo secundario, sino incluso perjudicial para la convivencia (esta consideración produce sonrojo y una gran pena).

c) La laicidad positiva distingue entre la neutralidad estatal con respecto a las religiones, y el derecho fundamental de sus ciudadanos a vivir en todo momento de acuerdo con sus creencias, como algo que no sólo se le tolera –se tolera lo malo, lo bueno no necesita ser tolerado-, sino que se le reconoce y protege. La laicidad negativa o laicismo, por el contrario, pretende imponer su “credo” laicista –agnóstico o ateo, contrario incluso a la ley natural- a todos los ciudadanos, obstaculizando en todo lo posible el ejercicio de su fe e imponiendo de modo obligatorio modelos de enseñanza de una determinada orientación moral, contra el derecho de los padres a la educación de sus hijos en el campo de la conciencia.

De lo anterior se deduce que no tiene justificación, ni moral, ni jurídica, ni democrática la interpretación negativa de la laicidad. Invocar el “Estado laico” para recortar derechos, es un abuso y un engaño.

El Estado laicista fácilmente llega a ser un Estado fundamentalista. Hay Estados fundamentalistas religiosos (algunos musulmanes, como es sabido, en los que no se admite más religión que la del Estado y se persigue a las demás). Pero puede haber Estados fundamentalistas laicistas, en los que se tiende a ahogar toda religión, y en particular la católica [de hecho los ha habido y los hay, los comunistas, por ejemplo].

Si el derecho a la libertad religiosa que reconoce la Constitución española no corresponde a lo que hemos llamado manifestaciones de la laicidad positiva, entonces ese derecho sería negado en la práctica.

Concretamente, en aras de la laicidad del Estado, ¿tiene justificación la prohibición de los signos religiosos en la vida pública, en los colegios estatales? Esta pregunta se podría contestar planteándose previamente otras: ¿existe el derecho a manifestar públicamente las propias creencias o éstas deben permanecer encerradas en el interior de la conciencia?; ¿quitar los crucifijos es algo “neutro” con respecto a la religión católica o algo expresamente contrario?; ¿los alumnos tienen derecho a exigir que en sus centros docentes se respete su religión y puedan tener símbolos visibles de sus creencias, sobre todo si se trata de una mayoría de alumnos que profesan esa misma religión?; y, en fin, ¿el crucifijo es un símbolo que realmente moleste la sensibilidad religiosa de los no cristianos?

A los cristianos les parece muy bien que se reconozcan los derechos de los no cristianos –aunque sean minoría-, pero no es legítimo ampararse en esta exigencia para mermar los derechos de los creyentes y concretamente de los católicos, porque ambos derechos han de ser compatibles.

[nota del editor]

jueves, 3 de septiembre de 2009

Laicidad del Estado y signos religiosos

No suelo compartir los puntos de vista de este autor, profesor de la Universidad de Granada; aunque sí aprecio su capacidad para hacerse preguntas y presentar de forma clara los muchos aspectos de tantas cuestiones complejas, como en este caso.

Por Juan A. Estrada en Granada Hoy, La Tribuna, el 1 de septiembre de 2009

De grafiti
La mejor sociedad no es la que se ajusta a un credo determinado, sino aquella en la que pueden convivir personas que pertenecen a diversas religiones y otras que no son creyentes. La secularización de la sociedad y la laicidad lleva a la separación del ámbito político y religioso, a la no confesionalidad del Estado y al rechazo de privilegios para una iglesia. Esta perspectiva legitima la ausencia de signos religiosos en las instituciones públicas, sobre todo estatales. Responde a las demandas laicistas, que impugnan la dimensión pública de la religión, y se satisfacen las demandas de las religiones minoritarias contra la hegemonía del catolicismo en España. Estas y otras razones avalan la legitimidad de una ley gubernamental que ponga fin a formas tradicionales del cristianismo sociológico. Si la sociedad y el Estado no son cristianos, hay que acabar con tradiciones religiosas centenarias, hoy rechazadas.

El problema, sin embargo, no se reduce a esto. Abordarlo desde la mera legitimidad e ignorar otras dimensiones implica menospreciar a la opinión pública. No todo lo legal es moral, ni lo técnicamente factible, aconsejable. La política es el arte de lo posible y de lo prudente, sin voluntarismos simplificadores. Hay que partir de que somos ciudadanos y no súbditos. No es la sociedad la que debe someterse al Estado sino a la inversa. Si los dirigentes son los representantes del pueblo, hay que consultarlo y no prescindir de él. "Todo por el pueblo pero sin el pueblo" es la tentación de gobernantes paternalistas, que apelan a la voluntad popular en las elecciones, para luego olvidarse de ella. Ellos saben lo que conviene hacer, en lugar de dejar a la sociedad que resuelva libremente los asuntos.

El problema es si la sociedad española demanda una ley general de exclusión de los signos religiosos o si obedece a una iniciativa con motivaciones políticas. Vivimos una sociedad fracturada, con graves problemas como el desempleo, la corrupción en los partidos y cargos políticos, el desencanto ante un poder judicial politizado, la crisis del modelo educativo y la alarma social ante la violencia de menores de edad. En este contexto, ¿tienen sentido nuevas leyes que polarizan y crispan a la sociedad? ¿Es el momento adecuado para legislaciones que aceleran un proceso que puede desarrollarse de forma espontánea y progresiva? ¿No hay que dar la primacía a la paz social en un momento social delicado? ¿No hay urgencia política por marcar signos de izquierda en la cultura, ya que ha fracasado la política económica? ¿Se pueden ignorar la sensibilidad y emociones de generaciones y personas tradicionales, todavía marcadas por los ataques a la religión del pasado?

A esto se añaden otras cuestiones. El núcleo de los problemas son los acuerdos Iglesia-Estado de 1979. ¿Tiene sentido promulgar leyes nuevas sin modificar el acuerdo marco que las limita? Si se quitan signos religiosos del ámbito público habría que eliminar los políticos en el religioso. ¿Se está seguro de que la mayoría quiere que policía, ejercito y autoridades dejen de participar en manifestaciones religiosas y ciudadanas, como procesiones, romerías, fiestas patronales, etc? ¿Qué hacemos con celebraciones religiosas que son también tradiciones de nuestra identidad cultural, histórica y folklore? Además, ¿qué signos se quitan y cuáles quedan ?¿Quién determina lo que es artístico, además de religioso? ¿Dejamos que decidan los políticos y que, según quién gobierne, cambie de una legislatura a otra? El catolicismo ha marcado nuestra historia, tradiciones y formas de convivencia. ¿Lo tratamos por igual que otras religiones sin arraigo en España? ¿Asumimos la demanda de laicistas que no buscan la neutralidad del Estado, sino excluir la religión del ámbito público? ¿No caemos así en una confesionalidad de signo inverso, en este caso antirreligioso? ¿Hay que escuchar a grupos religiosos que rechazan la presencia pública de la religión mayoritaria de los españoles y que en sus países no toleran nada que se aparte de su religión oficial? ¿Es aconsejable, además, regular el velo islámico por ley y entrar en una espiral de conflictos, que hasta ahora, sabiamente, se han obviado?

Son preguntas que exigen un debate social sereno, complejo, plural y abierto. La preferencia personal que tengamos no debe confundirse con lo que siente y piensa la mayoría. El proceso de secularización es gradual y responde a una transformación de la sociedad. No es el Estado ni el Gobierno, el que debe tener la iniciativa, sino la sociedad. Hay que legislar lo mínimo posible, sólo lo necesario, huir del intervencionismo en la vida ciudadana, y aplicar el principio de subsidiariedad. Hay que distinguir entre esfera estatal y el ámbito público en que cada institución resuelve los conflictos según tiempos, lugares, personas y circunstancias. Ante demandas concretas sobre signos religiosos, que cada caso se resuelva atendiendo a las opiniones de los implicados. Es una imprudencia política tensionar más a la sociedad con leyes posiblemente legítimas, pero que no urgen. Habría que aprender de otros países con larga tradición laica y democrática que, sin embargo, mantienen signos religiosos, aunque para muchos ciudadanos sean más parte de la tradición y de la cultura que signos de fe. ¿No hay nada que tengamos que aprender de ellos?

miércoles, 26 de agosto de 2009

Libertad y poder

Alejandro Llano en La Gaceta de los Negocios, el 15 de agosto de 2009

La resignación sumisa al poder nos está acercando a la servidumbre

Como rayo que no cesa, la clase política nos abruma, también durante el verano, con peleas de patio de vecindad, lanzándose denuestos desde los lugares —no precisamente austeros— donde transcurren sus vacaciones. Y el trabajo común, por hacer. La crisis sigue destruyendo empleos y cerrando empresas. Mientras, las únicas informaciones que nos llegan, con posibles remedios, provienen de instituciones en las que se tiene la buena costumbre de trabajar ocho horas diarias, cinco días a la semana.

No hemos asimilado una cultura política en la que el poder se entienda como servicio antes que como disfrute. Los que mandan se aíslan de la sociedad y se rodean sólo de quienes les halagan y les soportan todo. Es congruente entonces que aumente escandalosamente el número de empleados públicos —y de altos cargos— en todos los niveles de la Administración. No conciben el poder como una realidad porosa, abierta a los ciudadanos, sino como un enclave blindado, curvo sobre sí mismo.

Entre nuestros mandatarios, algunos responden más nítidamente a la caricatura del político profesional que se olvida de los ciudadanos y va a la suya. El proceder de los socialistas de los últimos meses es un modelo de conducta autorreferencial, únicamente afanada por los intereses del Gobierno y del partido, y de quienes componen ambas instancias.

Es propio de la ideología socialista creer que la libertad es un producto del poder. La misión histórica del PSOE actual, según ellos mismos, es liberar a las españoles de sus ancestrales prejuicios y forzarles de hecho a un comportamiento que esté a la altura de la modernidad ilustrada. Liberación que, claro está, no se refiere a la pobreza o escasez de medios de vida: esos objetivos del socialismo clásico ya están superados. Ahora nos aplican sistemáticamente una ideología de la desvinculación, en la que se trata de separar al individuo de sus presuntas ataduras familiares y éticas. No nos confundamos: están hablando de liberación, no de libertad; porque creen que la libertad es una ilusión tradicional y conservadora, a la que siguen aferrados los católicos, que pretenden revivir la España tradicional, y los neoliberales, únicos culpables de la crisis económica.

Para poner remedio a los fatales efectos de esta gobernación manipuladora, el único recurso es la libertad humana real y concreta. Contra la liberación ideológica, la libertad vital. A algunos les parece esto un juego de palabras, quizá porque ya están infectados por una pandemia moral, más grave que la nueva gripe. No faltan quienes todavía no han sido absorbidos por la confusión mental, pero hacen las siguientes previsiones: Zapatero volverá a ganar las próximas elecciones generales y continuará la decadencia económica y social hasta que, efectivamente, a España no la conozca ni la madre que la parió.

Quienes seguimos siendo tan optimistas como para no considerar que tal diagnóstico se cumplirá fatalmente, pensamos que la libertad personal y social es la única posibilidad alternativa a la liberación ideológica que nos están imponiendo. Decía Edmund Burke que, “cuando los ciudadanos actúan concertadamente, su libertad es poder”. La libertad no es el producto de una liberación impuesta desde el poder: es más radical y originaria que el propio poder. El totalitarismo, en cambio, se inspira en la sentencia de Hobbes: “No es la verdad, sino la autoridad, la que hace la ley”. El Leviatán, que hoy amaga por doquier, se pasea a sus anchas por los páramos de España. De ahí que los socialistas mantengan el contrasentido de que la propia objeción de conciencia ha de ser autorizada por quienes tienen la vara de mando. Minorías sordas a las opiniones de la gente fabrican leyes inmorales ante las que es preciso inclinarse devotamente.

Signo y expresión de la libertad ha sido siempre el inconformismo ante el poder injusto. La resignación sumisa, por el contrario, es el camino que nos está acercando a la servidumbre. Y como ni el Gobierno ni la oposición apuestan realmente por la libertad, ahora le toca a la responsabilidad cívica. Pacíficamente, hay que plantarse desde este mismo momento y decir: yo por ahí no sigo.

Entrevista al escritor canadiense Michael O’Brien, autor de La última Escapada

En Chequeescolar.org

«Debemos resistirnos al adoctrinamiento»

Nunca un medio de comunicación español ha entrevistado al escritor Michael O’Brien. A pesar de que sus novelas son best-sellers traducidos a nueve idiomas y de que la crítica lo ha comparado con George Orwell o Aldous Huxley, cuenta cómo en Canadá, su país natal, ninguna editorial se atrevió a publicar sus títulos. «Durante 20 años estaba convencido de que mis libros nunca serían publicados. Estaba seguro de que las fuerzas que reprimen la cultura católica habían ganado. Me equivoqué». Se equivocó. Hoy es uno de los periodistas y escritores más brillantes y leídos del mundo, y un referente en el panorama católico internacional

Ha publicado algunas de las novelas católicas más leídas del mundo, es ensayista, pintor y director la revista familiar «Nazareth Journal». La editorial LibrosLibres acaba de publicar «La última escapada», una obra que escribió en 1999 sobre el «totalitarismo suave» y el adoctrinamiento del Estado. ¿Le extraña que en España casi no se hable de él? Lea esta entrevista y comprenderá por qué tan pocos medios se atreven a publicar lo que O’Brien piensa, dice y escribe…