martes, 16 de abril de 2024

LA LAICIDAD, INVENTO CRISTIANO

Luigi Ferrajoli
(“Derecho y moral. A propósito del embrión”) no deja de admitir -explícitamente- que la laicidad es invento cristiano: “¿en qué consiste la laicidad del derecho y del Estado? Creo que la mejor definición es la ofrecida por la separación entre el César y Dios, expresada en la frase del Evangelio: Al César lo que es del César a Dios lo que es de Dios”. No era habitual, en efecto, en cualquier otra cultura afirmación semejante por aquellos idus.

Significativo, a la vez, de la consciente laicidad de D’Agostino es su convicción de que la expresión “jurista católico describiría de modo óptimo, mucho mejor que la de católico jurista, a un hombre que no esconde su identidad de creyente”. No en vano, para él, el derecho era una “práctica antropológica y no religiosa”. Estuvo convencido de que “lo justo radica en el bien y que este no tiene un carácter confesional; es siempre y en todo lugar bien humano, que todo hombre tiene el deber, en su relación con cualquier otro, de defender y promover”.

Conviene no olvidar, desde este comienzo, el alcance que el término laico cobra en la cultura italiana, que me llamó poderosamente la atención en mis primeros contactos con ella. D’Agostino resalta las “polémicas ásperas y contingentes que parecen, en ciertos casos, dividir a nuestro país en dos frentes contrapuestos: el de los progresistas, ilustrados, moralizadores, autores de las reformas y de la democracia y el de los conservadores, tradicionalistas, defensores de privilegios, del desgobierno y el oscurantismo cultural”. Sin duda, tal descripción le sonará familiar también a más de un español. 

Buen conocedor de la cultura clásica, añadiría socarronamente que “la pretensión de modernidad de privatizar la experiencia de la fe no es, pese a las apariencias, moderna del todo. Corresponde -al menos en parte- a una típica pretensión del mundo precristiano, para el que el carácter privado de la fe se fundaba en un principio bien preciso: los dioses no tenían interés alguno por nuestro mundo”. 

A la vez duda de la existencia de no creyentes. “La gran alternativa no estaría entre los que creen en Dios y los que no creen, sino entre los que creen en un Dios personal y los que creen en un dios impersonal (como la materia o la historia)” . 

ENTRE LAICIDAD Y LAICISMO 

Ferrajoli se adentrará en la delicada frontera entre la laicidad y el laicismo, apelando a que es en una “neutralidad moral, ideológica o cultural donde reside la laicidad del derecho y del Estado liberal, del mismo modo que es en la exclusión de todo apoyo jurídico o heterónomo donde reside la auténtica ética laica”. Se verá, sin embargo, de inmediato obligado a matizar -a pie de página- que “el principio de la neutralidad no quiere decir en modo alguno que la acción de las instituciones públicas y específicamente de las de gobierno sea, deba, o pueda ser ética y políticamente neutral, es decir, que no exprese, no deba o no pueda expresar, en cuanto, a los resultados alcanzados o las razones que la inspiran, determinadas opciones o concepciones ético-políticas del interés público, lo que sería una tesis carente de sentido”. 

D’Agostino, por el contrario, funda la laicidad “sobre la aceptación confiada del mundo y sus potencialidades por parte del hombre”, aunque la autonomía que de ello deriva “se entiende referida a la esfera eclesiástica, no respecto al orden moral. No cabe por tanto consentir que, en nombre de la laicidad, se neutralice el debate público sobre la identificación y promoción del bien humano y, menos aún, excluir a individuos o asociaciones (en particular a las confesiones religiosas) de la participación en tal debate”. A su juicio, el “mal entendimiento del principio de laicidad merece ser calificado de laicismo”. 

LAICIDAD Y VERDAD 

Puesto a profundizar, Ferrajoli plantea una conexión entre laicidad y teoría del conocimiento, girando en torno a un dilema entre lo que él -o su traductor- identifica como “cognoscitivismo” -que quizá podría podarse un poco y dejarlo en cognitivismo- al que considera abocado a convertirse en dogmatismo, y un anticognitivismo, que nos llevaría a la tolerancia. A su juicio, “la posición laica excluye que la verdad o falsedad pueda predicarse de los valores”, marcando, precisamente, distancia con el maestro de D’Agostino, al recordar que Sergio Cotta “proponía una ética basada en la verdad y llena de verdad” . Mientras, él apelará a Scarpelli , muy en la línea del "Contra la ética de la verdad" de Zagrebelsky

Actitud similar fue asumida en España por Peces Barba, al que la expresión “la verdad os hará libres” producía una alergia especial, que le llevaba a sustituirla por la de “la libertad os hará verdaderos”; utilizada quizá -en términos retóricos- por su maestro Ruiz Giménez. A propósito de ello solía yo preguntarle -en nuestros cordiales encuentros en el rectorado de la Carlos III- si la interdicción constitucional de la arbitrariedad, no rechazaba precisamente una libertad incompatible con la verdad. 

D’Agostino, por el contrario, resalta que la vinculación al logos lleva consigo una hondura antropológica, que enlaza derecho y verdad y nos adentra en el campo de la razón práctica. Hace suya la afirmación de que el “empeño por la verdad es el alma de la justicia. Quien está empeñado por la verdad tiene que rechazar la ley del más fuerte”. A su juicio, en la efectiva superación –y no mera remoción- de la escisión, típicamente moderna, entre derecho y verdad, es en lo que se juega en estos años el destino del pensamiento postmoderno. Por eso, para él, el derecho es laico, como es laica cualquier forma de la praxis constituida a través del recto uso de la razón, no a través de una referencia inmediata, prerracional o preconsciente a la palabra de Dios . 

A VUELTAS CON EL DERECHO NATURAL 

Coherente con sus planteamientos, Ferrajoli rechazaba “la pretensión iusnaturalista de la imposición jurídica de una determinada moral, religión o ideología, como fuentes exclusivas y exhaustivas del derecho justo”. D’Agostino, por su parte, por lo que llamamos derecho positivo no entiende un ordenamiento normativo separado y subordinado a un hipotético ordenamiento normativo natural, sino como la determinación histórico-contingente del principio natural de la juridicidad. Considera pues que “la actividad del jurista-intérprete será interpretativa, en la medida en que proponga la antecedencia del ius respecto a la lex, del derecho respecto a la ley positiva. Pero ese derecho, que antecede a la ley, es un derecho que no puede formularse positivamente, es un derecho no escrito, es -brevemente- el derecho natural, que confía precisamente a los intérpretes la defensa de sus exigencias

Para él, el -quizá modesto- “cometido del iusnaturalismo es lograr que el derecho sea siempre puesto frente al tribunal de la razón humana, y que ninguna dinámica histórica -fundada, por ejemplo, en tradiciones ancestrales - pueda nunca justificar la humillación de la razón”. Lo considera un logro esencial de la conciencia occidental. No lo entiende pues como un supercódigo, sino que radica en las mismas normas del derecho positivo, que -en su ausencia- quedarían privadas de sentido y perderían con facilidad su obligatoriedad social . 

De ahí que acabe sugiriendo que “esta época posmoderna esté, en consecuencia, necesitada de una nueva reflexión sobre el derecho, a la vez post-iusnaturalista y post-positivista . Sugiere que puede haber acabado generando un cansancio excesivo esta polémica, que considera hoy prácticamente abandonada por parte de los iusnaturalistas; (quizá) por la dificultad teórica de encontrar al derecho natural un fundamento adecuado; y, por parte de los positivistas, por la dificultad ética de hacer pesar únicamente sobre el derecho positivo todo el complejo mundo de valores que afectan al derecho. 

LAICIDAD Y DEMOCRACIA 

El reto final de la laicidad consistirá en descifrar si la democracia exige partir de una ética sin verdad o cabría una democracia basada en la argumentación de lo que cada cual considere más cercano a ella

Ferrajoli plantea un neto dilema: “Si la ética es verdad, se entenderá que equivalga a un sistema de preceptos heterónomos y que pretenda traducirse en normas de derecho. Al contrario, si la ética es sin verdad y con fundamento en la autonomía individual, es claro que el derecho, en cuanto sistema de normas válidas para todos debe secularizarse como convención, pacto de convivencia, capaz de garantizar a todos, cualesquiera que sean los valores profesados por cada uno, renunciando a invadir el terreno de la conciencia y limitándose a garantizar la convivencia pacífica y los derechos de todos, a comenzar por su libertad de conciencia. Por eso resulta incompatible con un ordenamiento liberal la pretensión de la Iglesia y de la religión de autoproponerse como depositarias de la verdad, y por ello de un derecho ‘natural’ basado en la ética religiosa, en cuanto a su vez basada en la verdad”. 

D’Agostino detecta en este dilema que “la alergia del laicismo a la Iglesia sería fruto de su fatiga ante los creyentes, por lo que considera una desconcertante paradoja: la Iglesia pretende estar en la historia, teniendo una raíz que la trasciende”. Él, sin embargo, considera -en una línea, por lo demás compartida por el alemán Habermas y el norteamericano Rawls- que “la animación religiosa es esencial para la democracia. Se equivoca -bien lo sabía Tocqueville- el que defiende, en nombre de un malentendido laicismo, que tal animación deba ser maginada o incluso sofocada: debe, por el contrario, ser aceptada e incluso favorecida, naturalmente en un pleno contexto de libertad”. Recurre incluso a lo que considera una constatación social: “el hecho de que preguntas básicas en la defensa de lo humano se vayan convirtiendo en empeño casi exclusivo de los cristianos debería constituir para los laicos una ocasión, si no de conversión, al menos de un radical y honesto replanteamiento de sus propias visiones del mundo. 

Personalmente, considero que el problema del laicismo deriva de que convierte lo político en criterio último de su enjuiciamiento. De ahí que la sociológica autoridad moral de la Iglesia la interprete como poder sin más; un poder que no ha pasado por las urnas. Para D’Agostino esto implicaría enquistarse en un retroceso, porque, “una vez demostrado que el fin último del hombre es más que político y que la vida humana tiene una excedencia respecto a la situación social en la que está enclavada, de ello derivaba fácilmente la reivindicación a cargo de la misma de una nueva dignidad, que la antigüedad no había conocido”  y ahora se estaría rechazando. 

Más de una vez he pensado que tal situación, en  España, no es tanto fruto de un empeño laicista con apoyo del poder -que en más de un momento no ha faltado- sino, sobre todo, de un laicismo autoasumido por no pocos católicos, al no encontrar respuesta al pintoresco tópico de que no cabe imponer las propias convicciones a los demás; cuando la democracia sirve de escenario para dictaminar cuáles habrá que imponer, si no se prefiere quedar en manos de los que -solo en teoría- no tendrían ninguna. 

D’Agostino se vale de la experiencia italiana, para describir las etapas de este proceso. “el cristiano sufre evidentes apuros. Corre el riesgo, a causa de su constante invocación al primado de la verdad, de verse asimilado a un movimiento fundamentalista”. “La lejanía material de cristianismo y fundamentalismo no excluye que uno y otro puedan reencontrarse en una preocupante vecindad formal”. “Dado que la asimilación al fundamentalismo es indebida y desagradable, los cristianos ceden frecuentemente a la tentación de transformarse -en contra de sus mejores intenciones- en pálidos, atrasados y un tanto pasivos apologistas de la democracia procedimental; aportando así agua a molino ajeno, sin recibir a cambio simpatías ni agradecimientos”. “No parecen ser pocos los cristianos convencidos de que el imperio planetario del modelo democrático hubiera de una vez por todas convertido en superfluo su empeño social como cristianos, ‘laicizando’ [en el peor sentido] así definitivamente la política”. 

No duda en suscribir que “la democracia es hoy universalmente considerada como la única forma de gobierno naturalmente justificable”. Descubre, sin embargo, en ello una paradoja, pues -a su juicio- “ninguna época como la nuestra ha erosionado tanto la idea de que existan valores o principios que se presentan como naturales, objetivamente compartidos por todos los hombres, independientemente de las relevantes diferencias en el plano religioso, político o cultural”. 
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Fragmentos de Andrés Ollero Tassara, LA LAICIDAD EN EL DIFÍCIL DIÁLOGO FILOSÓFICO-JURÍDICO ITALIANO. Ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Foto: atarifa CC


jueves, 4 de enero de 2024

Derecho y Moral

La relación entre el ámbito jurídico y el moral ha generado habitualmente polémica. Sin duda porque conceptos como Derecho, Moral y, por si fuera poco, Ética, se han prestado a posturas muy diversas; tanto en su propio contenido como en su mutua relación.

Derecho, moral y ética

Abordo el problema desde mi personal emplazamiento jurídico, consciente de que la óptica sería distinta desde un punto de vista diverso. Propongo entender por ético todo lo que hace referencia a cómo debe comportarse una persona. Esto tropezará con otras versiones terminológicas; por ejemplo, quien es, por el momento, el más prestigioso filósofo del Derecho nos hablará de planteamientos éticos denominándolos en alemán «normativos».

Sin salir de tan amplio territorio, es obligado distinguir entre el mínimo ético necesario para que resulte posible una convivencia que merezca considerarse humana y las exhortaciones maximalistas derivadas de uno u otro código moral. El Derecho no aspira a garantizar la felicidad, la utilidad o la santidad de los ciudadanos; aspira a ajustar las relaciones sociales para hacer más humana la convivencia. De ahí su parentesco –no siempre bien entendido– con la justicia. El Derecho pretende hacer justicia objetivamente, lo que no exige que el sujeto de la actividad jurídica sea moralmente justo, aunque no vendría nada mal. El Derecho, de relacionarse con alguna virtud moral, sería más bien inseparable de la prudencia; de ahí lo de jurisprudencia. El imprudente sería siempre un jurista perturbador. La virtud de la justicia, como nos enseñaron ya los romanos, es un hábito moral que inclina a dar a cada uno lo suyo; pero determinar lo suyo de cada uno es una actividad jurídica y no un meritorio esfuerzo moral.

La relación entre los tres conceptos planteados se complica aún más si entra en juego la religión. La justicia objetiva a la que nos hemos referido es, por definición, horizontal; de ahí el papel de la igualdad como valor superior del nuestro ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE). La religión, por el contrario, tiende a girar en torno a una tensión vertical, dado el habitual protagonismo de los dioses de turno. La respuesta exigible en el trato con ellos tenderá a resultar maximalista, desbordando los límites de lo jurídico. Esto explica que los planteamientos de herencia greco-romana, desarrollados luego por la escolástica cristiana, puedan identificar Ética con Moral y acabar concibiendo el Derecho como un mínimo ético alojado en el maximalismo de una Moral obligada a satisfacer a un dios celoso; aunque tal postura acabe también suscribiéndola un agnóstico y prestigioso teórico del Derecho, norteamericano en este caso.

Iusnaturalismo y positivismo

Lo curioso es que resultado similar acabe hoy derivando de planteamientos herederos del positivismo jurídico. En efecto, esta teoría del Derecho convirtió a la neta separación entre Derecho y Moral en su seña de identidad. Entendió el Derecho –con una querencia formalista– como la normativa puesta por una autoridad legitimada al efecto. Le preocupaba lo que, puesto con la forma homologada, era –de hecho– jurídico, mientras que consideraba moral y meta-jurídica cualquier propuesta sobre cómo debería ser el Derecho. Cuando la misma racionalidad científica ha hecho imposible seguir admitiendo que solo sea jurídico lo formalmente considerado como tal, ha acabado asumiendo, no que es obligado admitir la existencia de exigencias jurídicas antes de aparecer como formalmente puestas –lo que llevaría a rendirse al iusnaturalismo– sino que prefiere calificarlas como morales y dar por hecho que no pocas veces –por no decir todas– el juez, jurista por antonomasia, tendrá que recurrir a criterios morales para aplicar el Derecho. Tal conclusión, catalogada por algunos autores como post-positivista, no deja de tener su mérito.

Más allá del derbi que, durante siglos, ha ido enfrentando a iusnaturalismo y positivismo como eternos rivales, no faltará quien –dando pocas facilidades para acertar al atribuirle camiseta– considere, como los viejos escolásticos, que el Derecho se aloja en el ámbito de la Moral, haciendo así imposible la deseable frontera, dentro de lo ético, entre mínimo jurídico y maximalismo moral.

La cuestión se complicará si vuelve a entrar en liza lo religioso, dada la querencia a identificarlo con lo moral. Esto lleva a ignorar que el decálogo bíblico contiene preceptos jurídicos. Precisamente por tra- tarse de sugerencias de sentido común, ante la triste experiencia de que se trata del menos común de los sentidos, han sido revelados por vía religiosa tallados en sólida piedra. No matar, no robar o no mentir son contenidos básicos del mínimo ético que el Derecho aspira a garantizar. Lo jurídico no es un mero elemento coactivo, destinado a imponer las exigencias morales más relevantes; al contrario, es el mínimo ético jurídico –por ser, además de mínimo, indispensable– el que generará una obligación moral.

Objeción de conciencia

Es obvio que –de acuerdo con lo ya expuesto– cuando hablamos de Derecho no nos estamos refiriendo a cualquier contenido formalmente homologado, sino a exigencias éticas indispensables para lograr una convivencia humana; lo cual obliga, más allá de lo formal, a profundizar sustancialmente en lo material. A la vez, tampoco cabría considerar que la norma sustancialmente injusta no sea Derecho. Se trata de un Derecho deficiente, que sin duda perturbará y deshumanizará la convivencia; pero sería poco realista olvidar que, si no se logra sustituirlo, acabará imponiéndose de hecho. Asunto distinto es que, pese a ser Derecho, pueda generar paradójicamente una obligación moral de desobedecerlo, si el déficit democrático del ordenamiento jurídico deficiente no permite, al menos, ejercer el derecho a la objeción de conciencia.

Lo ya dicho lleva consigo una consecuencia de no menos sentido común. Ese mínimo ético ha de ser contenido indispensable de cualquier maximalismo moral. Pretender que una supuesta misericordia –que más de una vez puede ser mero síntoma de debilidad– pueda tolerar injusticias, desprecia el mínimo ético jurídicamente propuesto. Quizá una tendencia clerical a suscribirlo puede explicar que –incluso en ámbitos religiosos– haya incidido la lacra social de la pedofilia. No ha faltado algún pontífice que se haya visto obligado a recordar que con la injusticia no se juega, con ocasión de posibles «requerimientos seudopastorales».

La objeción de conciencia, a la que ya nos hemos referido, es campo en el que resulta frecuente malentender la relación entre Derecho y Moral. Cuando esto ocurre, se genera un vértigo que inclina a una actitud restrictiva. En el fondo late el olvido de que la objeción de conciencia es ante todo un derecho y no el fruto de una indebida supremacía de lo moral sobre lo jurídico. El derecho a la objeción es síntoma de la madurez democrática del ordenamiento, pues se trata de respetar con su reconocimiento el juego práctico de un derecho fundamental. Asunto distinto es que haya que constatar la seriedad de la actitud del objetor, evitando cualquier instrumentalización picaresca de actitud tan digna de respeto.

Normativismo

No deja, por último, de tener relación con el problema que abordamos una segunda polémica, menos resaltada, que juega en paralelo a la ya señalada entre iusnaturalismo y positivismo. Esta segunda matriz teórica tendía a caer en el normativismo, amparado en la existencia de un sistema jurídico cuya plenitud haría superfluo y malicioso cualquier intento de dar entrada a elementos no contenidos ya en la norma puesta. Napoleón hizo famosa tal postura con su pintoresca prohibición de que el Código Civil fuera  objeto de  interpretación. Cuando llegaba a admitirse la posible existencia de lagunas en el sistema, se confiaba su eliminación a la entrada en juego de unos principios generales del Derecho que –en teoría– no aportarían nada que no estuviera ya implícito en él. Algo así como un zumo obtenido de los contenidos legales convertido en espray con el que calafatear las porosidades advertidas. 

En realidad, buena parte de las actuales Constituciones, como refleja el capítulo tercero del título primero de la nuestra, reconocen la existencia de unos principios prelegales, cuyo respeto y protección «informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos» (art. 53.3 CE).