jueves, 21 de agosto de 2008

¿Qué es la verdad?

Una mala persona puede expresar una verdad moral, pero no puede conocerla por sí misma

Por Ignacio Sánchez-Cámara, en La Gazeta de los Negocios, el 9.IV.2007

Lo cuenta el Evangelio de San Juan. Jesús, ante Pilato, afirma que su Reino no es de este mundo. El pretor le dice: «Entonces, ¿tú eres Rey?» Y Jesús responde: «Sí; soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Y, entonces, Pilato pregunta: «¿Qué es la verdad?» Pero no espera la respuesta. En otro momento de su vida, Jesús había afirmado que Él era la Verdad. Por lo tanto, no que la conociera o anunciara, o que sólo diera testimonio de ella, sino que la era. «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Si esto es cierto, entonces, Pilato tenía ante sí la respuesta a su pregunta. Y la Verdad, sólo unas horas después, colgaba en una cruz.

En realidad, no hay pregunta más urgente y radical que la que hace Pilato, el buen escéptico, bastante cobarde, que no encontraba mal alguno en el hombre cuya condena le pedían y al que acabó por entregar. El hombre no puede vivir sin la verdad. Es, en este sentido, el «animal verdadero». O se está en la verdad (¡qué profundo sentido encierra esta expresión: «estar en la verdad»!; la verdad no se tiene o posee, sino que es ella la que nos tiene y sostiene), o se cree estar en ella, o se la busca. No hay más alternativas. Y la verdad, como nos enseña la filosofía, no es sino el Ser y su sentido. No hay verdad sin aclaración del sentido y finalidad de la vida humana.

Todo lo grande que el hombre emprende es una exigencia de la verdad o de su búsqueda: el arte, la ciencia, la filosofía y la religión. También el arte (el verdadero y sublime, no sus sucedáneos, como la artesanía del entretenimiento) tiene como tarea la verdad de la vida, es decir, la vida verdadera. Y la ciencia busca las verdades de su propio ámbito mundano y con arreglo a sus métodos propios. Y la filosofía persigue la verdad absoluta a través de la razón. Y la religión, las verdades sobrenaturales reveladas. Y todas ellas son compatibles porque las verdades no pueden contradecirse ni ser incompatibles entre sí. El error procede más bien de que cada una de ellas pretenda negar la validez de los otros ámbitos de verdad. Pero, en su más profundo y radical sentido, la Verdad es el Ser.

Nada es tan absurdo como esa extraña pretensión de que la verdad somete o esclaviza al hombre arrebatándole su libertad. Lo que destruye la libertad es el error. ¿Es que somos acaso menos libres cuando tomamos una decisión en función de elementos verdaderos que cuando lo hacemos bajo presupuestos falsos? En realidad, muchos defensores del escepticismo y del relativismo lo son en gran medida por soberbia o resentimiento. No pueden soportar que haya una verdad por encima del criterio humano. Como si sólo pudiera ser libre un ser que determinara arbitrariamente el contenido de la verdad. Como si la ignorancia y el error pudieran ser liberadores.

La verdad, la más profunda y radical, es sencilla. Está siempre a la mano. Lo extraño es que los hombres le vuelvan la espalda con tanta frecuencia. Acaso la explicación sea también sencilla. En realidad, la verdad no es ajena a la forma de vida. Las verdades inferiores, las que afectan a escalas más bajas de la jerarquía de los asuntos, son asequibles casi para cualquiera por igual. Pero las verdades más elevadas sólo pueden ser conocidas directa y plenamente por quienes viven una vida elevada. Hay verdades a las que sólo es posible llegar a través de una vida buena. Se suprime así o, al menos, se atenúa la paradoja que muchos perciben entre la alta calidad de algunas obras humanas y la ínfima de las vidas de quienes las crearon. Un hombre mediocre o inmoral puede descubrir una verdad científica, o crear una obra artística excelente, o idear una certera tesis filosófica. Con frecuencia, nos perturba la baja calidad moral de algunos grandes pensadores y artistas. No es necesario citar casos. En realidad, esas grandes obras nunca son la consecuencia de los errores de sus autores, sino más bien algo así como pepitas de oro entre el fango. Por lo demás, las bondades de sus obras pertenecen siempre a ámbitos ajenos a aquel en el que manifiestan sus miserias. O las obras no son tan sublimes, o sus creadores no son tan mezquinos. Una mala persona puede enunciar o expresar una gran verdad moral, pero no puede descubrirla o llegar a conocerla por sí misma. Sólo mediante la forma de vida correcta se revelan las verdades morales, y sólo quienes viven la vida del espíritu pueden llegar a conocer y descubrir las verdades espirituales. Ninguna obra puede ser superior a su creador. Nadie puede dar lo que no tiene. Hay verdades que sólo pueden ser descubiertas mediante la vivencia de la vida verdadera. Esta es acaso la razón por la que la expresión de las verdades resulta, en general, incomprendida por la mayoría de los hombres actuales. Todo el problema consiste en acertar con el destinatario de la eterna pregunta: ¿qué es la verdad?

martes, 12 de agosto de 2008

Recordando a Solzhenitsyn

Por Juan Manuel de Prada, en ABC, el 11 de agosto de 2008

EVOCAR la figura titánica de Alexander Solzhenitsyn nos obliga a desprendernos de las categorías ínfimas con que nuestra época suele encasillar a los hombres. Solzhenitsyn no fue sólo un escritor, mucho menos un ideólogo; Solzhenitsyn fue un profeta en la acepción bíblica de la palabra, un «peregrino de las estrellas» -como él gustaba a sí mismo llamarse-que clamaba contra el eclipse moral del mundo; y el mundo, naturalmente, no lo conoció. Pero nadie como él supo mostrarnos los horrores de la conciencia humana privada de su dimensión divina; no sólo los horrores del comunismo, que padeció en sus propias carnes, sino también los horrores de un Occidente que se ha infligido la más pavorosa de las mutilaciones, que es la renuncia al espíritu, en su búsqueda insaciable de bienestar y en su exaltación de una libertad sin más cortapisas que las estrictamente legales. «He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y puedo asegurarles que una sociedad que carece de una escala legal objetiva es efectivamente terrible -afirmaba Solzhenitsyn en una conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard-. Pero una sociedad sin más escala que la legal tampoco es digna del hombre. Una sociedad fundada en la letra de la ley y que nunca llega más allá está reprimiendo las más elevadas posibilidades humanas».

Solzhenitsyn vislumbró sagazmente que las sociedades occidentales, entregadas a la idolatría del progreso social y tecnológico, entregadas a la consecución de una felicidad de orden inferior -esto es, carente de un sentido moral-, caminaban sin remisión hacia el desaliento. Vislumbró que una organización humana fundada en la letra de la ley termina adulterando el sentido originario de los derechos humanos, interpretándolos y manipulándolos hasta su desnaturalización; termina, en definitiva, sometiendo la letra de la ley a coyunturales intereses y conveniencias, enmascarados bajo el disfraz de una mayor conquista de libertad. Pero esta libertad sin más límites que la conveniencia humana acaba siendo «una libertad irresponsable y destructiva» que conduce al abismo de la decadencia humana; y la vida organizada con criterios estrictamente legalistas acaba mostrándose incapaz de defenderse contra la corrosión del mal. Tal tendencia, nos recuerda Solzhenitsyn, tiene su origen en cierto «concepto humanista y benevolente según el cual no existe ningún mal inherente a la naturaleza humana». La autonomía del hombre respecto a cualquier fuerza superior se impone como dogma político; y el hombre, inevitablemente, se convierte en un tiranuelo que da la espalda al espíritu y se abraza con entusiasmo al progreso material, convencido de que no existe tarea más elevada que alcanzar la felicidad en la Tierra. Todavía en el origen de las democracias occidentales, esta búsqueda de felicidad asumía una razón trascendente; todavía los derechos individuales se garantizaban porque el hombre era criatura de Dios; todavía la libertad tenía un fundamento de responsabilidad religiosa. Pero pronto este fundamento se extravió. Y el hombre occidental dio en locura de creer que la libertad le había sido entregada para la satisfacción de sus instintos y deseos; y así, mientras los derechos humanos -convertidos en caricatura de lo que originariamente fueron- se incrementaban en progresión geométrica, el sentido de responsabilidad del hombre ante Dios y ante la sociedad se fue apagando, hasta extinguirse.

Solzhenitsyn anunció proféticamente la emergencia de una conciencia desespiritualizada que hace del hombre imperfecto, con todo su equipaje de crueldad, egoísmo, vanidad y orgullo -porque el mal es inherente a la naturaleza humana-, la medida de todas las cosas. «Hemos puesto demasiada esperanza en las reformas políticas y sociales y sólo para darnos cuenta que hemos sido privados de nuestra posesión más valiosa: nuestra vida espiritual». Y, sin vida espiritual, el hombre está mutilado; tan mutilado que ni siquiera es humano. Solzhenitsyn supo vislumbrarlo desde lejos; y los hombres de nuestro tiempo siguen sin verlo, engolfados en su apetito de libertad y bienestar sin límites. El destino de los profetas siempre fue el mismo; pero su palabra sigue resucitando conciencias, más allá de su consunción física, porque la alienta una fuerza sobrenatural. Descansa en paz, peregrino de las estrellas.

viernes, 8 de agosto de 2008

¿Sigue vigente la Humanae vitae?

La Encíclica Humanae vitae, pasa por ser uno de los documentos magisteriales de la Iglesia católica más polémicos y discutidos, por sus evidentes consecuencias prácticas; a los 40 años de su aparición, vale la pena detenerse a considerar su vigencia.

Por José Antonio Sayés, en Alfa y Omega

En conversaciones frecuentes con sacerdotes, teólogos o seglares, suele ocurrir que se encuentra la opinión de que la Humanae vitae es una doctrina que no va más allá del magisterio ordinario de un Papa y que, por tanto, podría cambiar con otro que viniese después. Y se lanzan sobre el tema una serie de opiniones y juicios que uno no ve cómo pueden encajar con la doctrina de la Iglesia. No se puede olvidar que sistemas de moral como el de la opción fundamental, el teleologismo o el proporcionalismo se gestaron en el seno de la Iglesia poco después de la encíclica, con el fin de justificar, entre otros puntos, la contracepción.

¿Magisterio definitivo?

A pesar de haber ocurrido hace ya 33 años, todavía recuerdo la impresión que me hizo una conferencia del padre de Lubac en Roma (1968), en el centro cultural de San Luis de los Franceses, poco después de la publicación de la encíclica. El teólogo francés, entonces con fama de progresista, había sido invitado probablemente para que formulara una opinión contraria a la encíclica. Pero aquel teólogo, conocedor como pocos de la Escritura y la Tradición, dejó atónito al auditorio al decir que el Papa no puede cambiar una Tradición de veinte siglos ni tiene poder para ello. En efecto, Pablo VI, amante de la cultura francesa y asiduo lector de la nueva tecnología, se quedó solo e incomprendido por su fidelidad a la Tradición.

Juan Pablo II ha vuelto a recalcar la doctrina de la Humanae vitae en numerosas ocasiones, y la misma ha sido recogida en el nuevo Catecismo (nn. 2366-2372). Pero Juan Pablo II, conocedor e impulsor del Vaticano II, ha venido a decir también que "cuanto ha sido enseñado por la Iglesia sobre la contracepción no pertenece a la materia libremente disputada por los teólogos. Enseñar lo contrario equivale a inducir a error a la conciencia moral de los esposos" (5-6-1987). Y al mismo tiempo ha señalado que "dicha doctrina pertenece a la doctrina moral de la Iglesia, que ésta ha propuesto con ininterrumpida continuidad tratándose de una verdad que no puede ser discutida. Por ello ninguna circunstancia personal o social ha podido nunca, puede, ni podrá jamás, convertir un acto así (de contracepción) en un acto justo en sí mismo" (14-3-1988).

Ciertamente, la doctrina de una encíclica pertenece al magisterio ordinario, pero, si se hace de una forma continua y definitiva, resulta irreformable, aunque no sea infalible.

¿Qué antropología?

Frecuentemente se ha tachado a la Humanae vitae de confundir persona con naturaleza, y de sustentar una antropología no personalista. Es cierto que tenemos que distinguir la persona (el yo que actúa) de la naturaleza; pero nunca puede existir una persona que no actúe en el marco de una naturaleza. Y en este sentido la Veritatis splendor, que ha venido a recalcar la necesidad de una moral basada en la verdad objetiva, ha señalado bien cuando enseña que la moral nace y radica en la dignidad de la persona humana provista de alma y cuerpo. Y así ocurre que el alma humana es creada directamente por Dios en cada hombre (Catecismo, n. 366), de modo que ha venido a enseñar Juan Pablo II que "en el origen de toda persona humana hay un acto creador de Dios; ningún hombre viene a la existencia por azar; es siempre el término del amor creador de Dios. De esta fundamental verdad de fe y de razón resulta que la capacidad procreadora inscrita en la sexualidad humana (en su verdad profunda) es cooperación con la potencia creadora de Dios. Por ello la contracepción es tan profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón alguna" (17-9-1983). "La contracepción es, por tanto, un acto de rebelión contra Dios" (14-3-1988).

De nada vale apelar al axioma de que ha de ser la conciencia de cada uno la que decida sobre el asunto, pues como bien explica la Veritatis splendor, la conciencia no es la fuente de la moral, sino un instrumento que Dios nos ha dado, para buscar la verdad. Una conciencia que no quisiera buscar la verdad objetiva sería una conciencia moralmente culpable. No olvidemos que también los terroristas pretenden basarse en su propia conciencia. Pretender que la contracepción sea un mal menor justificable es algo que, a juicio del Papa, no se puede admitir, dado que lo intrínsecamente malo no puede ser justificado por ningún fin.

Métodos naturales

La Iglesia, en cambio, sigue aceptando los métodos naturales como método de regulación de nacimientos dentro de una paternidad responsable. En contra de lo que se suele decir, la experiencia al respecto suele ser muy positiva. Métodos bien comprendidos como el Billings o el sintotérmico son, en cambio, desconocidos en la mayoría de los ambientes. Ellos permiten usar el matrimonio durante el periodo infértil, en el que no se da la oposición a la acción creadora de Dios. Naturalmente, sólo se pueden emplear dentro de una paternidad responsable y no por egoísmo. Habiendo razones para ello, están justificados. Habría que pensar por ello en una catequesis a fondo en este sentido, como se da, de hecho, en otros países.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Fe cristiana y globalización caótica

Por Alejandro Llano en La Gaceta de los Negocios el 26 de julio de 2008

Sueña Tony Blair con que, lejos de ser una reliquia histórica, la fe religiosa pueda desempeñar un papel clave en este mundo cada vez más interdependiente. Lo acaba de afirmar en un artículo publicado por el diario francés Le Monde. Según el ex premier británico, la religión humaniza, da sentido, valores y dimensión espiritual a una globalización caótica que hace perder a los pueblos su identidad y sus referencias.

La globalización ya no aparece como el ungüento amarillo que sanará dolencias y establecerá equilibrios. Baste con pensar en el impresionante fenómeno de las migraciones masivas. Si la sociedad se entiende como una red ilimitada de consumidores y proveedores, regidos casi exclusivamente por leyes económicas, resulta inviable tratar a los inmigrantes como personas iguales y dignas; y tampoco se dispone de recursos morales para exigirles que se integren en un tejido cultural en el que decrecen las convicciones compartidas.

La propia dinámica económica mundial entra en pérdida cuando las perspectivas religiosas y éticas se difuminan. Ya no se sabe qué contraponer a la pura y simple codicia, detectable en la raíz de sonadas catástrofes financieras. Decía Schumacher que la virtud que hoy más necesitamos es la sobriedad. Y algunos sonreían. Pero quizá ciertas sonrisas se han helado en los labios cuando se ha comprobado que el consumismo galopante se encuentra entre las causas de una crisis de gran envergadura. Es intolerable (y arriesgado) que millones de hambrientos tengan que asistir en directo al festín de los poderosos.

El propio Blair, recientemente convertido al catolicismo, advierte que resultó ilusoria la creencia de la Ilustración según la cual el progreso llevaría a la desaparición de las religiones y a la universalización de una moral puramente terrena. No ha sido así. Las religiones perviven tercamente: constituyen, más claramente que nunca, la decisiva instancia de una conciencia humanista y la referencia existencial de una ética que —sin ellas— se reseca y languidece. Mantener todavía que la religión está en el origen de los enfrentamientos fanáticos es una tesis carente de rigor histórico y sociológico. La violencia terrorista, en concreto, constituye un fenómeno mimético que se inspira en utopías revolucionarias, en las que suele estar presente la virulencia anticristiana.

La mayoría de los políticos españoles navegan por aguas culturalmente someras. No están bien vistos por estos pagos los análisis que trasciendan lo coyuntural. Desde luego, una reflexión como la de Blair aterrizaría entre nosotros cual caída de otra galaxia, a diferencia de lo que sucede en Alemania, Francia o la propia Inglaterra.

Aquí los socialistas —militantes de una izquierda ideológica casi desaparecida en Europa— están resucitando un laicismo tan oportunista como rancio, que tratan de extremar para que parezca progresista y distraiga al público de la que está cayendo. Las últimas perlas de información económica, por las que se sigue pasando como sobre ascuas, indican que España es el país europeo en el que más ha descendido la venta de automóviles (30% de disminución anual hasta junio, frente al 1% de aumento en Francia), y también el país al que el Fondo Monetario Internacional augura una crisis más drástica. Es dudoso que salgamos adelante a base de quitar crucifijos, suprimir funerales y enseñar en las escuelas teorías ideológicas sectarias y de ínfima calidad intelectual.

Cuando las cosas se ponen feas, conviene buscar lo mejor que se tiene: echar mano de los recursos que dan más de sí. No se trata de activar las vivencias cristianas porque producen bienes sociales. Ya hay integristas y tradicionalistas que así lo plantean. Se trata, por el contrario, de ampliar el horizonte y percatarse de que el cristianismo representa un valor neto, no instrumentalizable, que tiende puentes de armonía con otras convicciones y posee un potencial ético inigualado.

En vez de un cierre sobre prejuicios y autolimitaciones, lo que pide este tiempo de mudanza es una liberación de energías y una apertura a perspectivas de mayor alcance.

¿A qué objetamos?

Al señor Secretario General de FETE-UGT-RIOJA (sindicato socialista), no le han gustado las últimas resoluciones judiciales que amparan a los padres que defienden su derecho a educar a sus hijos frente a la imposición estatal de la asignatura Educación para la Ciudadanía. Pedro Trevijano, en La Rioja, le contesta con más sencillez, acierto y comedimiento de los que yo sería capaz:

En tono irónico, pero claramente polémico, don Luis Dorado en la Tribuna del día de Santiago critica a quienes no piensan como él. No creo que por ello le extrañe que le replique.

Ante todo la objeción de conciencia es un derecho humano fundamental, como parte de la libertad de conciencia, derecho reconocido en nuestra Constitución y en la Declaración de Derechos Humanos, como se ha enseñado ya innumerables veces. En cuanto al resto le diré que mis profesores en el Seminario, hace ya unos cincuenta años, no eran creacionistas sino evolucionistas. En 1968 empecé a dar clases de educación sexual. Por supuesto con diapositivas, y enseñando que la sexualidad debe estar al servicio del amor. Pienso que la fe es racional, y que no hay oposición entre fe y razón, como insiste Benedicto XVI. En Historia, la Revolución Francesa dio el gran paso de la igualdad de todos ante la ley, pero uno de sus períodos se llama nada menos que ‘El Terror’. Supongo que será por algo. En cuanto a la Revolución comunista, nadie, ni siquiera los nazis, han matado tanta gente como los comunistas. Eso sí, a lo largo de todo el siglo XX y en muchos países. La última gran matanza fue en Camboya, a la vez que Pinochet, con un millón setecientos mil muertos. Sobre la guerra civil, hace mucho que me propuse echar sobre sus rescoldos sólo agua, nunca gasolina. Los países que siguieron las ideas de Marx lo han pagado muy, pero que muy caro, con un Muro de Berlín que ciertamente impresionaba. Sobre la Filosofía, ¿quién quiere quitar la Metafísica de nuestro Bachiller? En cuanto al Griego y al Latín, ¿me puede Vd. indicar gracias a quién, sino los monjes, han llegado a nosotros los autores griegos y latinos? Y sobre el Arte, ¿tiene en Europa el arte religioso alguna importancia? Muchas gracias. Creo que por hoy es suficiente.