Entrevista de José María Garrido Bermúdez, publicada en Ideal de Jaén, el 16 de noviembre de 2016.
― Usted es especialista en las relaciones entre el Estado y las Iglesias, ¿por qué resulta tan difícil delimitar los ámbitos de actuación de uno y otro?
Es un asunto complicado. Este difícil equilibrio práctico se debe, en parte, a que, en el plano de las convicciones ―incluidas las religiosas― existe una doble patología bastante extendida: la fundamentalista y la relativista. La persona fundamentalista racionaliza una verdad ―para él universal―, y de esta racionalización deduce el derecho de imponerla a los demás. La relativista hace también una afirmación universal: toda es relativo. Y de ahí su deseo de difundir el escepticismo. Me parece que lo difícil es una postura política práctica que admita la unidad entre verdad y libertad. La libertad del hombre tiene una necesidad interior de reconocer la verdad, allí donde la encuentra. Pero, por otro lado, no es posible imponer la verdad, hay que proponerla, que es algo muy distinto.
― ¿Piensa que el cristianismo ha propuesto algo a nuestra sociedad laica?
Desde luego. Muchos valores democráticos tienen un profundo aroma cristiano: la igualdad; la equidad; el concepto de soberanía; los derechos del hombre, especialmente la libertad religiosa; la dignidad de la mujer; el Derecho penal, el de familia, el valor de los compromisos al margen de su forma externa; la intrínseca justicia de la ley no procedimental, etc. Se puede decir que, en buena medida, estos son valores cristianos que se han hecho civiles en su evolución histórica y cultural.
Por otra parte, y como han demostrado Shah y Toft, la religión ha movilizado a millones de personas contra muchos regímenes autoritarios, para que inaugurasen transiciones democráticas, apoyando los derechos humanos. En el siglo XX, los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al Gobierno colonial y a acompañar la llegada de la democracia en Latinoamérica, Europa del Este, el África subsahariana y Asia. La Iglesia católica posterior al Concilio Vaticano II jugó un papel crucial, oponiéndose a los regímenes autoritarios y legitimando las aspiraciones democráticas de las masas, lo cual fue especialmente evidente en España.
― ¿Cuál sería para usted el sentido valioso de la laicidad del Estado?
Coincido con William McLoughlin, en que su sentido original no fue tanto “el de hacernos libres de la religión como el de hacernos oficialmente libres para su práctica”.
Pero este sencillo concepto, que habría debido orientar como una estrella polar las relaciones Estado/Iglesias, pronto evolucionó hacia una tendencia del Estado a crear, junto a zonas de libertad en otros campos, una especie de “apartheid religioso.” Algo así como volver a meter a Jonás en el vientre oscuro de la ballena, confinando poco a poco los valores religiosos en las catacumbas sociales.
― ¿No le parece que habría más tolerancia en un Estado plenamente laico, que solo permitiese la práctica religiosa en la esfera privada?
Un Estado plenamente laico, como usted dice, no es un Estado laico radical. Un Estado laico radical es lo que propugnó Francia en sus orígenes revolucionarios. Pero, como ha estudiado Jeremy Gunn, la historia real de la laicidad francesa está llena de ejemplos de grupos religiosos que son disueltos por el Estado, de líderes religiosos arrestados por una alegada falta de lealtad al Estado, de propiedades de estos grupos que son incautadas por el Estado, y de denegaciones de personalidad jurídica a las congregaciones religiosas.
Me parece que esta es una visión desenfocada de la laicidad, que genera tantas injusticias como su contrario, una versión del Estado que pretende imponer una religión mediante decretos. Michael Burleigh ha hablado de los “periodos oscuros” del laicismo europeo, de un genocidio “en nombre de la Razón”, por parte de algunos laicistas radicales. E incluso ha llegado a decir que, si las personas religiosas fuesen más consciente de esto, no serían tan timoratas cuando practican su propia fe.
― ¿No tiene el Estado derecho a defender una visión ética, desmarcada de Dios, en pro de la convivencia y del diálogo, de la que se habla en este simposio?
En concreto, el problema estriba en que algunos sectores políticos entienden que el Estado debe resumir en sí todas las verdades posibles. En vez de garante de la legalidad de los actos y de la legitimidad de los poderes públicos, debería transformarse ―dicen― en custodio de un determinado patrimonio moral (que suele coincidir con los llamados “nuevos valores emergentes”) y que le confiere poderes ilimitados.
― ¿Ha habido, entonces, alguna evolución en la historia de la laicidad desde esos orígenes revolucionarios que señalaba?
Sí, hay una laicidad renovada que tiene más en cuenta el valor de la religión. La nueva laicidad abandona sus resabios arqueológicos para reconocer en la dimensión religiosa de la persona humana puntos de encuentro en un contexto cada vez más multiétnico y pluricultural. Régis Debray, nada sospechoso de clericalismo, apunta a esta visión cuando, en materia de educación religiosa, preconiza el paso de una laicidad de incompetencia o de combate a una laicidad de inteligencia. Una visión en la que el Estado comienza a tomar conciencia de que necesita de energías morales que él no puede aportar en su totalidad. Se trata de una “laicidad moderada”, contrapuesta a la visión “radical” de la laicidad francesa menos reciente. Su punto de partida es la convicción de que la opinión pública en las democracias suele ser una mezcla de sensibilidad para ciertos males y de insensibilidad para otros. La laicidad positiva no se opone ―al contrario, anima― a fuerzas sociales como son las Iglesias a contribuir a despertar la sensibilidad dormida en materia de valores más o menos olvidados, alertando acerca de carencias espirituales y culturales que fortalezcan el tejido social.
― ¿Qué hitos señalaría en el camino hacia esta versión renovada de la laicidad?
La “ moderación” del concepto y su versión “positiva” es un fruto de tres poderosas fuentes: la jurisprudencia de la Corte Constitucional italiana, del Tribunal Constitucional Federal alemán y del Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos. Corrientes que han venido a converger en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero, por resumir, mencionaré solo por encima la de EE. UU., la del Tribunal Europeo y, si quiere, algo de España. En general, la jurisprudencia norteamericana sobre la neutralidad religiosa del Estado se ha movido en torno a dos posicionamientos: por un lado, reconoce el fuerte papel de la religión y de la tradición religiosa a lo largo de la historia de ese país y, por otro, advierte que la intervención gubernamental en asuntos religiosos puede poner en peligro la misma libertad religiosa. Esta conceptuación ha desembocado en la sentencia Walz vs. Tax Commission. El principio general deducible de estas disposiciones y de la doctrina sentada al respecto por el Tribunal Supremo es que no se puede tolerar la existencia de confesiones religiosas oficiales, como tampoco la interferencia estatal en el ámbito de la religión. Al margen, por tanto, de tales actos prohibidos, hay espacio ―concluye el Tribunal― para una “neutralidad benevolente” que permite el libre ejercicio de la religión sin respaldo y sin interferencias gubernamentales.
― Dar libertad al ciudadano, no interferir…
Así es. Y ya que estamos en el entorno de un simposio sobre San Josemaría, le diré que él lo expresaba con fuerza cuando decía que “es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante”. Pues bien, el goce de este tesoro, en su vertiente política implica redefinir las funciones respectivas de los gobernantes y de los gobernados.
― Hay algún síntoma de esa versión nueva de laicidad en España. A mí me cuesta verla…
Sí la hay. Esa caracterización positiva de la laicidad está influyendo en el Tribunal Constitucional español. Puede verse, por ejemplo, en la sentencia 101/2004 de 2 de junio con sus referencias al art. 16.3 de la Constitución. Se reconoce el factor religioso de la sociedad española y se ordena al poder público a cooperar con la Iglesia católica y demás confesiones, no a ignorarlas o acorralarlas. Por otra parte, la Constitución armoniza sin estridencias jurídicas, junto con esa cooperación, una estricta distinción entre Estado e Iglesias.
― Y, ¿en Europa?
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha admitido que la laicidad puede coexistir con una cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas, incluso cuando esa cooperación no se lleva a cabo de acuerdo con criterios estrictamente igualitarios. El principio de igualdad (artículo 14 del Convenio Europeo) debe aplicarse rigurosamente a la libertad, pero no necesariamente a la cooperación. Ni siquiera las situaciones de colaboración privilegiada entre el Estado y una determinada iglesia, en forma de una velada confesionalidad del Estado (como en Grecia), o en forma de iglesias de Estado (como en Inglaterra o en algunos países escandinavos), se han considerado contrarias al Convenio Europeo. Lo importante —desde el punto de vista de la Corte— es que las relaciones de colaboración privilegiada no produzcan, como efecto secundario, ninguna restricción injustificada a la libertad de actuar de que deben gozar el resto de los grupos e individuos en cuestiones religiosas e ideológicas.
En resumen, no se pretende establecer criterios uniformes para las relaciones Iglesia-Estado en los países miembros del Consejo de Europa, ni, aún menos, imponer un forzoso secularismo. El telón de fondo de este planteamiento es la convicción de que la actitud del Estado hacia la religión es una cuestión primordialmente política, y es el resultado, en gran medida, de la tradición histórica y de las circunstancias sociales de cada país.
― A su juicio, ¿cuál sería la misión fundamental o las garantías que debería ofrecer un Estado laico respecto a las convicciones morales o religiosas de los ciudadanos?
La misión del Estado laico, entiendo, es custodiar un “libre mercado de ideas y religiones”. Ha de renunciar a un intervencionismo dirigido a modificar el panorama sociológico real con la pretensión de construir un arquetípico pluralismo. Como ha indicado Martínez-Torrón, la intervención estatal se limitaría a garantizar una protección del consumidor en el ámbito religioso, como protege en el ámbito económico, evitando que se formen monopolios dañinos para los pequeños grupos, y procurando evitar igualmente el fraude de grupos pseudo-religiosos. Además, creo que este punto de vista es el más congruente con la redacción del artículo 16.3 de nuestra Constitución.
La vida pública es una plaza abierta donde cualquier ciudadano puede ejercer la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión en un clima de respeto por los demás y de servicio al bien común. La idea del “espacio público civil” ―que ha nacido en Norteamérica― entronca con la Primera Enmienda a la Constitución de EE.UU., que prohíbe el Estado confesional y garantiza el libre ejercicio de la religión. O sea, ni “espacio público sagrado”, donde el monopolio de una religión acaba excluyendo a las demás, ni “espacio público vacío”, donde las creencias secularistas terminan imponiéndose a las religiosas.