O cuando la realidad te estropea un buen prejuicio.
Artículo de Víctor Bermúdez, profesor de filosofía, en El Periódico de Extremadura de hoy. Los resaltados en negritas son nuestros.
«Cuando comencé la licenciatura, hace treinta años, la Facultad de Filosofía estaba aún
repleta de profesores cercanos al Opus, la Iglesia y/o más o menos afectos – algunos –
al “antiguo régimen”, así que, rojo y ateo que era uno, acudía a sus clases con la
escopeta dialéctica cargada y dispuesto a discutirles todo lo que pudiera. Para mí
sorpresa, no solo se podía discutir con ellos, sino que incluso eran ellos los que, a veces,
no dejaban pasar ni una sin razonarlo a conciencia.
Ya por de pronto, y lejos del autoritarismo que se les suponía, me sorprendió que
aplicaran el mismo “soft power” pedagógico que los profesores más jóvenes y “de
izquierdas” que yo admiraba. Así, tanto unos como otros minusvaloraban
(retóricamente) la jerarquía entre docentes y alumnos, se mostraban cercanos y
accesibles (“se enrollaban”, solíamos decir entonces) y declaraban, ante todo, estar
abiertos siempre, y en todo, al diálogo.
Y en esto del diálogo vino mí mayor pasmo. Resulta que aquellos profesores calificados
(por la “intelligentsia” estudiantil) de “carcas”, teístas y dogmáticos, se prestaban a
dialogar mucho más que aquellos otros que, pese a su apariencia “alternativa” o su
furibundonietzscheanismo, se mostraban menos dados a cuestionar sus propios
prejuicios (que eran también los míos).
Las generalizaciones son odiosas, pero no puedo negar que, desde entonces (y hasta
ahora), la mayor parte de las veces que he leído o tratado a pensadores tachados a priori
de reaccionarios o dogmáticos (esencialistas, apóstoles del derecho natural, teístas
jesuíticos, metafísicos olvidados…) he encontrado a tipos que demostraban un exquisito
respeto por los argumentos en general (y por los del contrario en particular), amén de
rigor y capacidad para asumir todo lo que significa pensar a fondo (con todas sus
consecuencias) lo que creemos superficialmente pensar.
Sin embargo y al revés, con aquellos filósofos y colegas de la “izquierda intelectual”, y
con los que comparto más afinidad ideológica, me resulta a veces imposible el diálogo.
De entrada, no suelen aceptar hablar seriamente de todo: hay temas y perspectivas
relevantes – están de moda, son de las “nuestras” – y otras que solo generan silencio o
sonrisas displicentes. De otro lado, consideran los argumentos como “objetos
sospechosos” (ocultadores de la realidad, tiranos de la experiencia, “falogocéntricos”
dispositivos de poder…), aunque no por ello se priven de usarlos constantemente. Y,
por último, muestran, a mi juicio, una profunda incapacidad para asumir (no digamos
pensar o cuestionar) la parte más dogmática o axiomática de sus teorías.
¿Por qué ocurre esto? Lo ignoro. Quizá un teísta o creyente no necesite agarrarse con
tanta desesperación como un ateo a sus más mundanas creencias (con Dios como red de
seguridad uno se atreve a discutir de todo). O tal vez sea ese injustificable complejo de
superioridad moral y filosófica que sufre a menudo el intelectual de izquierdas, y que
hace que conciba sus tesis como dogmas de fe.
El otro día – para muestra un botón –, en un seminario universitario repleto de
profesores de lo más iconoclasta (aunque dedicados, todos, a la idolatría más
posmoderna) se me ocurrió insinuar que tal vez no teníamos suficientes argumentos
para sostener lo que se estaba sosteniendo de modo natural (es decir: porque está de
moda y la tribu entera lo mantiene). Y tras la reacción de costumbre (silencio, sonrisas
compasivas, incredulidad), uno de los profesores, el más dicharachero, no pudo
resistirse: “¡Y qué coño – exclamó divertido –, esto también es cosa de fe!”. Solo le
faltó proponer que compartiésemos unas birras.
Porque esa es otra: en el colmo de la desfachatez y la intolerancia disfrazada de buen
rollo, es corriente entre mis colegas de la izquierda intelectual que se aborten las
discusiones esenciales con una especie de repentina deflación cordial. Es lo de “esto se
arregla con una cervecita”; lo cual viene a decir que la verdad importa un comino, que
el diálogo es, en el fondo, banal y que, puestos a vivir en la noche en que todos los gatos
son pardos, mejor es estar un poco más ciegos.
Así que, ya ven, en esta comedia del mundo los dogmáticos son, a veces, los que más
razonan, y los anti-dogmáticos los que – místicos sobrevenidos – aborrecen de todo lo
que “imponga” esa satánica prostituta (Lutero dixit) que es la razón. Sobra decir que los
peligrosos son, hoy, los segundos: te ahogan en cerveza (o en la escolástica que esté de
moda) igual que los primeros, en sus buenos tiempos, lo hacían en el agua: para probar,
igualmente, tu inocencia».