Por Fernando de Haro, en Páginas Digital, el 28 de noviembre de 2008
En el reino de España, en el que hace un mes su reina dijo -a través del libro de Pilar Urbano- unas cuantas evidencias sobre el sentido de la vida y de la muerte, esta semana varios representantes de la izquierda cultural y política han vuelto a hacer un liberador ejercicio de laicidad sobre algunas certezas comunes muy necesarias para la convivencia.
Veníamos de la resaca provocada por la polémica de la placa de la santa Madre Maravillas. La presión del grupo socialista había provocado que se rechazara la decisión de la Mesa del Congreso para colocar un signo en recuerdo de la religiosa, en las dependencias que ahora son de la Cámara Baja y que habían sido su casa. En un artículo infame en El País, la novelista Almudena Grandes sugería que a la santa le habría gustado sufrir la violencia sexual y machista contra la que tanto luchamos ahora. Grandes se ha hecho un nombre a base de tórridos relatos de dudosa calidad y su falta de inteligencia le impide comprender que, aunque haya vendido muchos libros malos, hay chistes de camionero violador que son intolerables.
En este reino de España en el que, por fuerza, tienes que defender a los que se suponen que están en tu frente, o al menos callarte cuando "cargan demasiado la mano", ha tenido que venir un auténtico novelista, con dos dedos de frente, columnista también de El País y con muchos galones de progre, para romper la baraja. Muñoz Molina, que en otro tiempo dejó de escribir en el periódico de "los polanco", respondía rápido en las cartas del lector: "En su artículo del 24 de noviembre, Almudena Grandes hace lo que tal vez intente ser una broma acerca de una monja en el Madrid del comienzo de la Guerra Civil: ‘¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una pandilla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?'. ¿Estamos ante la repetición del viejo y querido chiste español sobre el disfrute de las monjas violadas? No hace falta imaginar lo que sintieron, en los meses atroces del principio de la guerra, millares de personas al caer en manos de pandillas de milicianos, armados y casi siempre jóvenes, aunque tal vez no siempre sudorosos. Basta consultar a historiadores fuera de toda sospecha o -ya que nos preocupa tanto la recuperación de la memoria- recuperar el testimonio de republicanos y socialistas sin tacha que vieron con horror los crímenes que se estaban cometiendo en Madrid al amparo del colapso de la legalidad provocado por el levantamiento militar".
Muñoz Molina, en un ejercicio de sanidad mental, no soporta broma alguna sobre la violencia revolucionaria y repasa luego lo que hicieron algunos republicanos para salvar, sin éxito, vidas. Concluye: "Almudena Grandes habla de exiliarse a México: cuando leemos artículos como el suyo y como tantos otros que por un lado o por otro parecen empeñados en revivir las peores intransigencias de otros tiempos, algunas personas nos sentimos cada vez más extrañas en nuestro propio país".
Extraños se sienten todos aquellos que perciben que se les roba la Transición. También se ha sentido extraño el socialista Joaquín Leguina, ex presidente de la Comunidad de Madrid, que esta semana ha defendido la placa de la Madre Maravillas. Se hace eco de la decisión de la Mesa del Congreso con ironía: notables socialistas han tenido "tiempo para darle un coscorrón a José Bono por una gravísima desviación ideológica detectada en el presidente de las Cortes: la de acoger una propuesta del PP acerca de una placa conmemorativa en honor de una monja (Sor Maravillas) que, nacida en una casa cuyos terrenos ocupa hoy el Congreso, fue canonizada por Juan Pablo II, elevándola así a los altares. Pareciera, pues, que el nuevo socialismo propende a confundir el laicismo con el anticlericalismo, cosa esta última mucho más primaria. Si las placas conmemorativas han de servir para honrar a las personas que alcanzaron en vida la excelencia dentro de su oficio, Sor Maravillas merece esa placa... a no ser, claro está, que el nuevo socialismo consista en reescribir la Historia: ¿Van a dedicarse a quitar los nombres de los santos de las calles y de las plazas?".
Y se hace afortunadamente extraño a las directrices de su partido el también socialista, alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch. La dirección del PSOE ha utilizado la sentencia no firme de Castilla León que obliga a retira un crucifijo en un colegio de Valladolid para anunciar que quiere retirar todos los crucifijos de los centros públicos de España. La Chunta Aragonesista aprovechó la sentencia para exigirle a Belloch la retirada de los símbolos religiosos del salón de Plenos del Ayuntamiento. "No hemos sido demandados -contestó Belloch- en ningún momento, por tanto la posición se mantiene en sus términos y se mantendrá mientras no se cambie el alcalde o una sentencia nos condene, en cuyo caso se iría recurriendo hasta la última instancia posible, hasta el Tribunal Europeo si hace falta".
Otro ejemplo. Mientras crece la ola laicista aparecen en la izquierda política y cultural algunas figuras verdaderamente laicas, que defiende las evidencias comunes. Un auténtico milagro en el reino de España, el reino de los frentes. Probablemente la mayor contribución a la democracia del reino sea en este momento favorecer milagros de este tipo. Para eso hay que salir de las trincheras.
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
sábado, 29 de noviembre de 2008
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Laicidad, laicismo y ética pública
Athena Intelligence publica en su revista el artículo de Rafael Palomino titulado "Laicidad, laicismo y ética pública: presupuestos en la elaboración de políticas para prevenir la radicalización violenta". Aunque está dirigido principalmente a personas dedicadas a la seguridad, tiene ideas muy sugerentes para toda persona interesada en estos temas.
Occidente se encuentra en una encrucijada marcada por nuevos fenómenos representados por la multiculturalidad, la identidad y la violencia (...)
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martes, 18 de noviembre de 2008
La religión tiene su sitio en lo público
Revisando papeles, he encontrado este que, porque me parece muy claro, transcribo. Unas declaraciones de la entonces ministra de Asuntos Exteriores del gobierno español, Ana Palacio, sobre la separación de la Iglesia y del Estado, motiva una carta del lector Teófilo González Villa, publicada en Alfa y Omega (14 de noviembre de 2002).
En una reciente entrevista a la ministra de Asuntos Exteriores, para señalar una radical diferencia entre la posición de Jatamí (presidente iraní de visita en Madrid) y la española, afirma: “Para nosotros la esencia misma de la democracia es la separación de la Iglesia y del Estado”. Y añade a continuación, como quien explica en qué consiste esa separación: “El hecho de que la religión sea un asunto privado, absolutamente privado. Esa es la batalla de la modernidad en Europa, el sacar a la religión de la esfera de lo público”.
Ante estas últimas afirmaciones conviene advertir que lo público no se agota en lo estatal. Todo lo estatal es público; pero no todo lo público es estatal. Negar esta distinción equivaldría, entre otras cosas, a negar la distinción entre Estado y sociedad. En el ámbito o esfera de lo público están legítimamente presentes realidades e instituciones que no son estatales. “Sacar” la religión de la esfera de lo estatal es una exigencia de la laicidad –la sana laicidad de la que ya hablaba Pío XII- propia del Estado. Reducir la religión al ámbito de lo “absolutamente privado” es, en cambio, justo una pretensión del laicismo.
Laicismo es, por eso, en este sentido una posición particular, negativa, ante la religión que no puede, sin grave error, identificarse con la posición general de neutralidad del Estado respecto de las diversas opciones particulares ante lo religioso. Las manifestaciones sociales y, por lo mismo, públicas del hecho religioso son perfectamente compatibles con la laicidad, neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado., rectamente entendidas, y tienen la plena legitimidad que positivamente les reconoce el artículo 16 de nuestra Constitución.
Paradójicamente, un Estado que asumiera como posición oficial el laicismo, que profesara el laicismo, lo convertiría en confesión estatal y, por lo mismo, obviamente, perdería su neutralidad religiosa, su aconfesionalidad, su laicidad.
En una reciente entrevista a la ministra de Asuntos Exteriores, para señalar una radical diferencia entre la posición de Jatamí (presidente iraní de visita en Madrid) y la española, afirma: “Para nosotros la esencia misma de la democracia es la separación de la Iglesia y del Estado”. Y añade a continuación, como quien explica en qué consiste esa separación: “El hecho de que la religión sea un asunto privado, absolutamente privado. Esa es la batalla de la modernidad en Europa, el sacar a la religión de la esfera de lo público”.
Ante estas últimas afirmaciones conviene advertir que lo público no se agota en lo estatal. Todo lo estatal es público; pero no todo lo público es estatal. Negar esta distinción equivaldría, entre otras cosas, a negar la distinción entre Estado y sociedad. En el ámbito o esfera de lo público están legítimamente presentes realidades e instituciones que no son estatales. “Sacar” la religión de la esfera de lo estatal es una exigencia de la laicidad –la sana laicidad de la que ya hablaba Pío XII- propia del Estado. Reducir la religión al ámbito de lo “absolutamente privado” es, en cambio, justo una pretensión del laicismo.
Laicismo es, por eso, en este sentido una posición particular, negativa, ante la religión que no puede, sin grave error, identificarse con la posición general de neutralidad del Estado respecto de las diversas opciones particulares ante lo religioso. Las manifestaciones sociales y, por lo mismo, públicas del hecho religioso son perfectamente compatibles con la laicidad, neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado., rectamente entendidas, y tienen la plena legitimidad que positivamente les reconoce el artículo 16 de nuestra Constitución.
Paradójicamente, un Estado que asumiera como posición oficial el laicismo, que profesara el laicismo, lo convertiría en confesión estatal y, por lo mismo, obviamente, perdería su neutralidad religiosa, su aconfesionalidad, su laicidad.
lunes, 10 de noviembre de 2008
Fundamentalismo democrático
Por Ignacio Sánchez-Cámara en La Gaceta de los Negocios.
Si cabe una democracia totalitaria, también es posible un fundamentalismo democrático. Una de las anomalías de nuestro tiempo es la pretensión de que el creyente, especialmente si es cristiano, y, más aún, si es católico, no puede ser un ciudadano democrático, y debe ser excluido de la vida pública, a menos que renuncie en ella a sus creencias religiosas.
Es la consecuencia de un equivocado entendimiento de las exigencias de la secularización y de la separación entre Iglesia y Estado. Probablemente se trate de algo peor. El principio democrático que atribuye a cada ciudadano un voto no queda condicionado por la forma en que se haya decidido ese voto.
En una sociedad democrática, no se le pregunta a cada ciudadano sobre la procedencia, religiosa o no, de sus principios, convicciones y valores. Basta con que exponga su posición y razones, sin imponerlas. El problema es que la falacia del laicismo militante pretende que toda creencia religiosa entraña la asunción del fundamentalismo. En realidad, el fundamentalista es él.
Quizá convenga precisar algo el término. El fundamentalismo consiste, al menos en su sentido más genuino, en la pretensión de convertir una determinada revelación religiosa, un texto sagrado, en Derecho. Las leyes jurídicas vendrían así a contenerse en el texto sagrado o en la interpretación dominante de él. Pero cuando un hombre religioso participa en la vida pública democrática, al menos en España y en las sociedades occidentales, no pretende nada de eso. Se limita a expresar su posición y convicciones. Igual que los agnósticos o ateos. El fundamentalismo religioso considera que el texto sagrado es el texto legal (en sentido jurídico). Cabría entonces hablar también de un fundamentalismo democrático que pretende lo contrario, es decir, convertir el texto jurídico en verdad sagrada y el Derecho en Moral.
En realidad, estamos ente una interesada y antidemocrática estrategia de exclusión del adversario. La prueba está en que no se le reprocha nada al creyente cuando coincide con la opinión progresista dominante, pero sí cuando se aparta de ella. Un ejemplo. Cuando un creyente se opone a la legalización del aborto o la eutanasia, no exhibe sus creencias religiosas particulares ni pretende imponerlas a los demás; simplemente, extrae las consecuencias lógicas del precepto: «no matarás». Y apela a argumentos y razones, y no a su fe religiosa.
La prueba es que muchos agnósticos pueden compartir y de hecho comparten esa posición. Su actitud en esto es semejante a la de los demás ciudadanos, a quienes no se les interroga acerca del origen de sus seculares y laicas convicciones. En definitiva, la creencia religiosa sólo excluye de la práctica democrática a quien la posee si renuncia a apelar a argumentos y razones o trata de imponerla por la fuerza. La pretensión de convertir al creyente, especialmente al cristiano, en un apestado democrático es un atentado contra la democracia y contra la verdad histórica.
En conclusión, si el fundamentalismo religioso aspira a convertir una moral derivada de la fe en Derecho, el fundamentalismo seudodemocrático pretende convertir la ley democrática en moral absoluta. Son dos caras del mismo mal.
La diferencia estriba en que mientras el primer riesgo es prácticamente inexistente en las religiones cristianas, el segundo es muy frecuente entre los fundamentalistas ateos. El fundamentalismo se combate con una distinción nítida, que no separación, entre el Derecho y la Moral. Mientras que la Moral es, ante todo, asunto de la conciencia personal y está orientada al perfeccionamiento del hombre, el Derecho persigue fines sociales y, concretamente, la búsqueda de la justicia y de la paz social.
Pero cuando el Derecho aspira a suplantar a la Moral, abandona la democracia y se adentra en el ámbito del fundamentalismo. Una cosa es que, en una democracia, el Estado no asuma ninguna confesión religiosa, y otra muy distinta y antidemocrática, que la democracia se fundamente en el agnosticismo.
Si cabe una democracia totalitaria, también es posible un fundamentalismo democrático. Una de las anomalías de nuestro tiempo es la pretensión de que el creyente, especialmente si es cristiano, y, más aún, si es católico, no puede ser un ciudadano democrático, y debe ser excluido de la vida pública, a menos que renuncie en ella a sus creencias religiosas.
Es la consecuencia de un equivocado entendimiento de las exigencias de la secularización y de la separación entre Iglesia y Estado. Probablemente se trate de algo peor. El principio democrático que atribuye a cada ciudadano un voto no queda condicionado por la forma en que se haya decidido ese voto.
En una sociedad democrática, no se le pregunta a cada ciudadano sobre la procedencia, religiosa o no, de sus principios, convicciones y valores. Basta con que exponga su posición y razones, sin imponerlas. El problema es que la falacia del laicismo militante pretende que toda creencia religiosa entraña la asunción del fundamentalismo. En realidad, el fundamentalista es él.
Quizá convenga precisar algo el término. El fundamentalismo consiste, al menos en su sentido más genuino, en la pretensión de convertir una determinada revelación religiosa, un texto sagrado, en Derecho. Las leyes jurídicas vendrían así a contenerse en el texto sagrado o en la interpretación dominante de él. Pero cuando un hombre religioso participa en la vida pública democrática, al menos en España y en las sociedades occidentales, no pretende nada de eso. Se limita a expresar su posición y convicciones. Igual que los agnósticos o ateos. El fundamentalismo religioso considera que el texto sagrado es el texto legal (en sentido jurídico). Cabría entonces hablar también de un fundamentalismo democrático que pretende lo contrario, es decir, convertir el texto jurídico en verdad sagrada y el Derecho en Moral.
En realidad, estamos ente una interesada y antidemocrática estrategia de exclusión del adversario. La prueba está en que no se le reprocha nada al creyente cuando coincide con la opinión progresista dominante, pero sí cuando se aparta de ella. Un ejemplo. Cuando un creyente se opone a la legalización del aborto o la eutanasia, no exhibe sus creencias religiosas particulares ni pretende imponerlas a los demás; simplemente, extrae las consecuencias lógicas del precepto: «no matarás». Y apela a argumentos y razones, y no a su fe religiosa.
La prueba es que muchos agnósticos pueden compartir y de hecho comparten esa posición. Su actitud en esto es semejante a la de los demás ciudadanos, a quienes no se les interroga acerca del origen de sus seculares y laicas convicciones. En definitiva, la creencia religiosa sólo excluye de la práctica democrática a quien la posee si renuncia a apelar a argumentos y razones o trata de imponerla por la fuerza. La pretensión de convertir al creyente, especialmente al cristiano, en un apestado democrático es un atentado contra la democracia y contra la verdad histórica.
En conclusión, si el fundamentalismo religioso aspira a convertir una moral derivada de la fe en Derecho, el fundamentalismo seudodemocrático pretende convertir la ley democrática en moral absoluta. Son dos caras del mismo mal.
La diferencia estriba en que mientras el primer riesgo es prácticamente inexistente en las religiones cristianas, el segundo es muy frecuente entre los fundamentalistas ateos. El fundamentalismo se combate con una distinción nítida, que no separación, entre el Derecho y la Moral. Mientras que la Moral es, ante todo, asunto de la conciencia personal y está orientada al perfeccionamiento del hombre, el Derecho persigue fines sociales y, concretamente, la búsqueda de la justicia y de la paz social.
Pero cuando el Derecho aspira a suplantar a la Moral, abandona la democracia y se adentra en el ámbito del fundamentalismo. Una cosa es que, en una democracia, el Estado no asuma ninguna confesión religiosa, y otra muy distinta y antidemocrática, que la democracia se fundamente en el agnosticismo.
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