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Ante estas últimas afirmaciones conviene advertir que lo público no se agota en lo estatal. Todo lo estatal es público; pero no todo lo público es estatal. Negar esta distinción equivaldría, entre otras cosas, a negar la distinción entre Estado y sociedad. En el ámbito o esfera de lo público están legítimamente presentes realidades e instituciones que no son estatales. “Sacar” la religión de la esfera de lo estatal es una exigencia de la laicidad –la sana laicidad de la que ya hablaba Pío XII- propia del Estado. Reducir la religión al ámbito de lo “absolutamente privado” es, en cambio, justo una pretensión del laicismo.
Laicismo es, por eso, en este sentido una posición particular, negativa, ante la religión que no puede, sin grave error, identificarse con la posición general de neutralidad del Estado respecto de las diversas opciones particulares ante lo religioso. Las manifestaciones sociales y, por lo mismo, públicas del hecho religioso son perfectamente compatibles con la laicidad, neutralidad religiosa o aconfesionalidad del Estado., rectamente entendidas, y tienen la plena legitimidad que positivamente les reconoce el artículo 16 de nuestra Constitución.
Paradójicamente, un Estado que asumiera como posición oficial el laicismo, que profesara el laicismo, lo convertiría en confesión estatal y, por lo mismo, obviamente, perdería su neutralidad religiosa, su aconfesionalidad, su laicidad.
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