Juan Manuel de Prada en Religión en Libertad el 10 de octubre de 2010
En unos pocos años, los objetores de conciencia se convertirán en seres asociales, en peligrosos criminales.
La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobaba el otro día una resolución por la que solicita a los Estados miembros que respeten el derecho a la objeción de conciencia de los médicos que se nieguen a perpetrar abortos. Tal resolución se adoptó después de una votación apretadísima; y como resultado de la tramitación de sucesivas enmiendas a un texto originario que proponía exactamente lo contrario: es decir, exhortar a los Estados miembros a impedir el ejercicio de tal derecho, convirtiendo a los objetores en criminales. Ingenuamente, podríamos creer que se trata de una victoria de la objeción de conciencia; cuando, en realidad, se trata de una paso más en la paulatina conculcación de este derecho, que se ha convertido en una suerte de «concesión graciosa» que los Estados permiten, cuando y como les apetece o conviene. Pues desde el momento en que aceptamos que los derechos humanos, «indivisibles, inviolables e inherentes» a la persona, pueden ser remodelados, redefinidos, desnaturalizados o simplemente negados mediante votaciones o mayorías parlamentarias, hemos aceptado su conculcación.
Quienes promueven esta desnaturalización actúan de forma muy astuta, en su propósito de crear artificialmente una «opinión pública» favorable a sus manejos. Para lograr sus propósitos, desarrollan un activismo incansable en los organismos internacionales, donde se redactan textos en los que se redefinen constantemente los derechos humanos. Tales textos carecen de valor jurídico, pero tienen una gran importancia política, pues —por estar bendecidos desde instancias de tanto «predicamento»— crean un espejismo de «consenso internacional» y aparecen revestidos de una legitimidad de la que en realidad carecen. El Consejo de Europa es uno de los centros favoritos de los promotores del Nuevo Orden Mundial, desde el que se evacuan documentos sin valor jurídico que luego son asumidos por el activismo proabortista e introducidos en el lenguaje político, hasta que acaban siendo adoptados por los Estados, que a la vez que fingen obedecer una instrucción internacional pueden presumir de respetar los procedimientos democráticos (votaciones, mayorías parlamentarias, etcétera). Así se impone una nueva y más sibilina forma de totalitarismo que, a diferencia de los totalitarismos antañones, ya no actúa desde una esfera política exterior, sino modelando a su gusto y conveniencia la esfera interior o conciencia del individuo, mediante la manipulación de la «opinión pública» (que es como eufemísticamente se llama al rebaño sometido y adoctrinado).
En esta votación los promotores del Nuevo Orden Mundial no consiguieron aprobar un texto que satisficiera sus propósitos, por un levísimo error de cálculo. No importa: volverán a intentarlo en unos pocos años, y lograrán aprobar la ansiada resolución que exhorte a los Estados miembros a impedir el ejercicio de la objeción de conciencia. Cuando los Estados miembros la incorporen decididamente y sin ambages a sus legislaciones (en España ya la están incorporando sibilinamente, convirtiendo a los objetores en apestados), la «opinión pública» habrá dejado de resistirse. En unos pocos años, los objetores de conciencia se convertirán en seres asociales, en peligrosos criminales que pretenden impedir el libre ejercicio del sacrosanto "derecho al aborto". Así actúa el Nuevo Orden Mundial: con la irreprochable lógica del Mal.
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
martes, 12 de octubre de 2010
martes, 5 de octubre de 2010
Religión y sociedad civil
Dio que hablar el pasado mes de septiembre este artículo de Monseñor Jaume Pujol Balcells, Arzobispo de Tarragona, dirigido a los fieles de su diócesis, y por lo de siempre:
Cuánto cuesta a algunos aceptar que se proponga esta visión de la vida humana junto con las suyas; para mí es que en el fondo les produce remordimientos, y no quieren ni oírla.
Naturalmente, los mismos pasaron de puntillas u obviaron olímpicamente lo que precedía inmediatamente al texto anterior:
A continuación, el texto completo:
Además de recordarnos las obligaciones entre padres e hijos y las que surgen de las relaciones familiares el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, al estudiar el cuarto mandamiento de la ley de Dios, nos recuerda también las obligaciones inherentes a las relaciones entre las personas y las autoridades civiles.
A este respecto habría que recordar que la palabra ministro —y bajo esta expresión hay que considerar a todos aquellos que detentan algún poder público— deriva del latín y significa “servidor”. Por lo tanto, a la hora de pensar cómo se ejerce la autoridad en los diversos ámbitos de la sociedad civil, hay que tener esa referencia. Se trata de un servicio que está obligado a respetar los derechos fundamentales del hombre, una justa jerarquía de los valores, las leyes, la justicia distributiva y el principio de subsidiariedad.
Recuerdo como una persona que pasaba unos días de descanso en Suiza, me decía que le explicaba orgulloso a un amigo que los funcionarios de ese país tienen muy claro que su función es la de servir a los ciudadanos que se acercan para solucionar alguna dificultad administrativa, lo que hace que el ciudadano no tenga miedo de enfrentarse a la administración pública y, al mismo tiempo, valora y respeta el trabajo del funcionario que intenta ayudarle. Puede parecer utópico, pero es lo que sería de desear. Después de todo, a los ministros y a los trabajadores de la administración pública los ponen y los pagan los ciudadanos. Cada uno, en el ejercicio de la autoridad, debe buscar el interés de la comunidad antes que el propio —lo que se llama el bien común—, y debe inspirar sus decisiones en la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo.
Pero en toda relación humana hay contrapartida; por tanto, los ciudadanos tienen también unos deberes en relación a las autoridades civiles: han de considerar a sus superiores como representantes de Dios —así lo recuerda el Compendio—, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto conlleva el amor y el servicio de la patria, el derecho y el deber de voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva. Todo ello implica también la obligación de no obedecer en conciencia cuando las leyes de las autoridades civiles se oponen a las exigencias del orden moral: “Hay que obedecer a Dios antes que los hombres” nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles. Y ello es especialmente grave si esas leyes van en contra de la vida humana, desde la concepción hasta su fin natural.
Toda esta doctrina se encuentra ampliamente desarrollada en las cartas de San Pablo y también en las de San Pedro. Así, pues, los cristianos no hemos aprendido todo eso como una novedad de los últimos siglos con los avances que han traído el sistema democrático y el desarrollo de las libertades individuales. Se trata de una doctrina de ley natural que también nos recuerda el Nuevo Testamento. Lo que hace falta es que todos, unos y otros, la vivamos responsablemente.
Todo ello implica también la obligación de no obedecer en conciencia cuando las leyes de las autoridades civiles se oponen a las exigencias del orden moral: “Hay que obedecer a Dios antes que los hombres” nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles. Y ello es especialmente grave si esas leyes van en contra de la vida humana, desde la concepción hasta su fin natural.
Cuánto cuesta a algunos aceptar que se proponga esta visión de la vida humana junto con las suyas; para mí es que en el fondo les produce remordimientos, y no quieren ni oírla.
Naturalmente, los mismos pasaron de puntillas u obviaron olímpicamente lo que precedía inmediatamente al texto anterior:
Pero en toda relación humana hay contrapartida; por tanto, los ciudadanos tienen también unos deberes en relación a las autoridades civiles: han de considerar a sus superiores como representantes de Dios —así lo recuerda el Compendio—, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto conlleva el amor y el servicio de la patria, el derecho y el deber de voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva.A ver quien dice cosas así hoy día...
A continuación, el texto completo:
Además de recordarnos las obligaciones entre padres e hijos y las que surgen de las relaciones familiares el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, al estudiar el cuarto mandamiento de la ley de Dios, nos recuerda también las obligaciones inherentes a las relaciones entre las personas y las autoridades civiles.
A este respecto habría que recordar que la palabra ministro —y bajo esta expresión hay que considerar a todos aquellos que detentan algún poder público— deriva del latín y significa “servidor”. Por lo tanto, a la hora de pensar cómo se ejerce la autoridad en los diversos ámbitos de la sociedad civil, hay que tener esa referencia. Se trata de un servicio que está obligado a respetar los derechos fundamentales del hombre, una justa jerarquía de los valores, las leyes, la justicia distributiva y el principio de subsidiariedad.
Recuerdo como una persona que pasaba unos días de descanso en Suiza, me decía que le explicaba orgulloso a un amigo que los funcionarios de ese país tienen muy claro que su función es la de servir a los ciudadanos que se acercan para solucionar alguna dificultad administrativa, lo que hace que el ciudadano no tenga miedo de enfrentarse a la administración pública y, al mismo tiempo, valora y respeta el trabajo del funcionario que intenta ayudarle. Puede parecer utópico, pero es lo que sería de desear. Después de todo, a los ministros y a los trabajadores de la administración pública los ponen y los pagan los ciudadanos. Cada uno, en el ejercicio de la autoridad, debe buscar el interés de la comunidad antes que el propio —lo que se llama el bien común—, y debe inspirar sus decisiones en la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo.
Pero en toda relación humana hay contrapartida; por tanto, los ciudadanos tienen también unos deberes en relación a las autoridades civiles: han de considerar a sus superiores como representantes de Dios —así lo recuerda el Compendio—, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto conlleva el amor y el servicio de la patria, el derecho y el deber de voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva. Todo ello implica también la obligación de no obedecer en conciencia cuando las leyes de las autoridades civiles se oponen a las exigencias del orden moral: “Hay que obedecer a Dios antes que los hombres” nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles. Y ello es especialmente grave si esas leyes van en contra de la vida humana, desde la concepción hasta su fin natural.
Toda esta doctrina se encuentra ampliamente desarrollada en las cartas de San Pablo y también en las de San Pedro. Así, pues, los cristianos no hemos aprendido todo eso como una novedad de los últimos siglos con los avances que han traído el sistema democrático y el desarrollo de las libertades individuales. Se trata de una doctrina de ley natural que también nos recuerda el Nuevo Testamento. Lo que hace falta es que todos, unos y otros, la vivamos responsablemente.
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