Tercera de Andrés Ollero Tassara, de la real academia de las ciencias morales y políticas, en ABC, viernes 13 de enero de 2012
La exhibición de los precios puede considerarse como un índice de civilización. Hay países en los que se exige que su presentación vaya siempre acompañada de la cantidad adicional destinada al impuesto; en otros se oculta la imposición indirecta, como si se diera por supuesto que sólo pagará impuestos quien no sepa que lo hace. Rimando con ello proliferará la venta sin factura, salvo que alguien la necesite tanto como para estar dispuesto a pagar el IVA. Un escalón más bajo lo ocupará el precio sometido a solicitud de rebaja o, no digamos nada, el fijado tras un laborioso regateo fiel trasunto del juego de las siete y media. En estas versiones siempre será el mismo el que engañe a otro y nunca será fácil saber a qué atenerse. Al final todo acabará costando lo que el incauto de turno esté dispuesto a soportar.
No muy distinta es la situación en el ámbito de los valores, sin que me refiera ahora a los que cotizan en bolsa. Se afirma con no poca frecuencia que sufrimos una crisis de valores, que sería incluso la causante de la catástrofe económica; todo ello como resultado de una auténtica dictadura del relativismo. Mi escepticismo al respecto es difícilmente superable.
Parece obvio que todo un mundo de valores tradicionalmente imperantes se va desmoronando con estrépito. Hablar de valores objetivos o, si alguien se atreve, absolutos es condenarse a un drástico anatema. Es tal desplome lo que tiende a achacarse al relativismo; pero éste, tomado en serio, equivale a suscribir que nada es verdad ni mentira, bueno ni malo. ¿Conoce el amable lector a alguien que afirme que nada de lo que dice es verdad, ni nada de lo que hace es bueno? Mala suerte debo tener porque, a estas alturas, no me he tropezado aún con ningún relativista. Una cosa es que te oculten o discutan el precio y otra, bien distinta, que te regalen la mercancía. A la hora de la verdad, el presunto relativista se limita a negar verdad y bondad a lo que proponga cualquier otro; pero jamás admitirá que lo suyo no sea verdadero o bueno. Cómo, si no, podría defenderlo… Si lo del relativismo prospera será porque, como en todo timo que se precie, quien lo sufre va de listo por la vida.
Ese relativismo bizco, que no se apoya en otra dictadura que la del candor de sus víctimas, es el que alimenta algo que, no contento de presentarse como objetivo, acaba operando como absoluto: lo políticamente correcto.
El presunto relativismo nos instalaría en el reino de la libertad. Si nada es bueno ni malo se podrá optar por cualquier cosa; si nada es más verdadero que falso cada cual podrá sostener lo que le peta. Por otra parte, qué mayor libertad que la ausencia de poder. Todo poder público se asentaría sobre la más estricta neutralidad, utilizando como cimiento rocoso los cascotes de los viejos valores absolutos.
A la joven ministra Ana Mato no le han dado ni cien días de respiro para recordarle que lo políticamente correcto no se decide en las urnas. Para eso hay colectivos que se autoencargan de discriminar dogmáticamente qué términos reúnen o dejan de reunir tan preciada homologación. Por mucha mayoría absoluta que se consiga, lo primero es ser bien hablado. Cómo se le ocurre a la ministra ignorar, a estas alturas, que “familiar” se ha convertido tiempo ha en palabrota que huele a franquismo y curas. Si no pasa por el aro del género, le montarán un número; todo un caso… Viva el relativismo.
En aras de lo correcto habrá que reinventar la urbanidad; nada de palabras malsonantes. Qué es eso de hablar de “aborto”, con sospechosa a de asesinato, cuando es bien sabido que es una minucia, un mero desecho de todo un derecho: la salud reproductiva, con s de sálvese quien pueda.
A unos legendarios grandes almacenes le han reprochado -en nombre de la neutralidad, por supuesto- que se comporte como si el índice de libros prohibidos hubiera desaparecido; debería tener constancia de que en realidad sólo se le han cambiado las tapas. Los colectivos en cuestión no parecen muy leídos, porque la traducción al español del libro vetado lleva en el mercado más de siete años; pero algo habrá que hacer para catequizar correctamente al personal.
El denostado relativismo no es sino la sustitución de unos valores objetivos por otros, defendidos con el dogmatismo que merece lo absoluto; asunto distinto es que no se dé argumentalmente la cara, disfrazándolos de neutralidad, buen rollo y algún que otro toque litúrgico. A ver quién es el guapo de argumentar contra lo no argumentado. Me asombró la gallardía de Luis Prieto Sanchís, poco sospechoso de franquismo y clerecía; en ocasión para mí digna de recuerdo, afirmó sin cortarse un pelo que esa ética pública de que hablan los heraldos de la Educación para la Ciudadanía no es menos privada que la suya. El inefable Luis XIV de “L’Etat c’est moi” se ha visto sustituido por otros, no menos orondos, que con aire de frustrados preceptores de príncipes afirman: “La Ciudadanía soy yo” y se quedan tan anchos. Mucho presumir de laicismo para acabar pretendiendo imponer otra religión; presuntamente civil, sólo por ser la suya.
Reducir todo a la aviesa tarea de algún que otro lobby con apoyo en medios de comunicación sería demasiado simplista. La imposibilidad de ir por la vida prescindiendo de lo verdadero y lo bueno no deja de afectar también a los poco dados a la comedura de coco. El vacío valorativo acabará llenándose por defecto, por recurrir a la jerga informática.
El principal sucedáneo de los valores que venían sustentando nuestra sociedad no son ni por asomo los antojos de los políticamente correctos. Demasiado poco para sustituir a la libertad, la igualdad y la fraternidad, por no remontarnos más lejos. Una libertad que, ajena a la verdad y al bien, degenera en arbitrariedad. Una igualdad incapaz de detectar cuándo comienza realmente la discriminación; porque para eso, según nuestro Tribunal Constitucional, hay que contar con un fundamento objetivo y razonable, impensable sin verdad y bien. Una fraternidad de la que, si se huye de lo religioso, podemos acabar huérfanos de noticia. El auténtico sustitutivo es una ética objetiva, privada y pública, con bastantes siglos a las espaldas, que no necesita de argumentos porque se refugia en el cálculo: el utilitarismo.
Se ha puesto de moda, y no sin razón, sugerir que la crisis económica puede acabar trayendo consigo algunos bienes: poner fin al despilfarro de un aeropuerto en cada manzana, o a reivindicaciones autonómicas hasta ahora irrenunciables desde lo políticamente correcto. Quién nos iba a decir que llegaría a plantearse, desde la periferia, la resistencia a asumir competencias; o que se amagara incluso con su devolución. De ahí a ignorar que la crisis puede acabar suponiendo, también en el plano de los valores, un alto coste va un buen trecho.
La mayoría absoluta que ha salido de las urnas resulta bastante elocuente. Achacarla sin más a la crisis económica sería por parte de los socialistas, si se lo toman en serio, un craso error. Ningún ciudadano ignora que la crisis va para largo y a nadie se le va a ocurrir exigir al nuevo gobierno que la solvente en un plis-plas. Se dan por hecho duros ajustes y todo parece indicar que la ciudadanía está dispuesta a asumirlos, si la seriedad de los nuevos gobernantes deja espacio abierto a la esperanza. Lo que situó al gobierno anterior en caída libre no fue la crisis, sino que su absurda negación se viera acompañada de una frivolidad en los objetivos básicos de política interior y exterior que no podía sino acabar con la afición. Cuando la bolsa suena, el utilitarismo convierte los valores éticos en poesía y anima a mirar hacia otro lado; cuando deja de sonar, los desvaríos no encuentran fácil perdón.
El problema ahora es que el economicismo utilitarista pueda convertirse en nueva religión civil, insensible incluso a la necesidad de desmontar los ridículos ídolos de la etapa anterior. Por supuesto que lo primero es lo primero; pero habría que pararse a pensar si un mero utilitarismo estaría en condiciones de identificarlo. Lo que está por resolver es qué no es lo primero…
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
sábado, 14 de enero de 2012
miércoles, 11 de enero de 2012
Una defensa de la Navidad
Pasó la Navidad, Año nuevo, en fin, el rosario de fiestas y celebraciones que acompañan los últimos días de diciembre y primeros de enero de cada año en occidente y muchas partes de oriente. A mí me da pena que acabe este tiempo de luz, color y música, de sentimientos; pero hay personas para los que es un alivio, por distintos motivos. Para algunos, incluso, una liberación del horror.
El artículos de Rafael Nadal -La Vanguardia, 30/12/2011-, pone en evidencia la actitud de esos cenizos que todo lo emborronan.
Algunas personas transmiten siempre buenas vibraciones y otras siempre contagian el mal rollo. El periodista Arturo San Agustín lo comprobó en verano, cuando asistió a la Jornada Mundial de la Juventud, que presidió en Madrid Benedicto XVI. Pensaba encontrarse con un montón de hijos de papá almibarados y acabó atrapado por la vitalidad entusiasta de un millón de jóvenes normales, muchos de ellos trabajadores llegados desde países remotos. "Te sorprendían con cosas sencillas: si una persona mayor tenía que cruzar la calle, la ayudaban; si subía a un autobús, le cedían el asiento. Por unos días, la ciudad era amable y te sentías seguro; parecía Nueva York al día siguiente del 11-S". San Agustín, que es un anarquista conservador y un intelectual insobornable, lo ha escrito en un libro sin prejuicios, que se acaba de traducir al inglés: Un perro verde entre los jóvenes del Papa, la crónica sorprendente de aquella semana en la que los jóvenes católicos transmitían buenas vibraciones y los que protestaban contra el encuentro propagaban el mal rollo.
En Navidad, el fenómeno se radicaliza: algunas personas sólo con su presencia ya contagian las ansias de vivir, y otras se empeñan en amargarnos las fiestas repartiendo pesimismo y mala leche. Algunos intelectuales y periodistas lideran, con indisimulada prepotencia moral, la moda que sostiene que las fiestas son empalagosas, los buenos deseos son blandos, la familia es inaguantable, los amigos son una lata y no hay quien pueda digerir las comidas colectivas. En la intimidad, la mayoría sigue siendo partidaria de las celebraciones, pero en la calle ganan terreno los que empiezan a poner mala cara en el puente de la Purísima y no dejan de quejarse hasta que se desmonta el último pesebre, pasada la Candelaria. Estoy radicalmente en desacuerdo. Entiendo que hay gente que no tiene mucho que celebrar. Respeto a aquellos que se sienten traicionados en sus convicciones morales por los excesos materiales de la Navidad. Aplaudo a quienes hacen una crítica ácida de las muchas hipocresías de estos días. Pero me cansa la burla mediocre de los que necesitan mortificarse y torturar a los demás porque así quedan más intelectuales.
Y me resulta especialmente extraño comprobar que los más activos contra la Navidad son los que siempre reclaman más fiestas y más celebraciones populares. Dicen que están en contra del consumismo, pero acabarán reduciendo la Navidad a una serie de visitas a los grandes almacenes. Hacen lo que pueden para vaciar de sentido la fiesta más trascendente, la más espiritual, y la más simbólica del calendario, que también es la más arraigada, la más sencilla y la más popular. Antes, estos personajes eran los malos del cuento y eran presentados como odiosos, avaros, irritantes, malcarados, violentos y déspotas. Eran el míster Scrooge de la Canción de Navidad de Dickens; ahora los hemos convertido en los héroes de nuestros medios de comunicación.
Dejo a un lado la dimensión religiosa de las fiestas, porque quienes las viven desde la fe no dudan de su significado. Pero me cuesta comprender el odio a la Navidad, incluso desde la más absoluta laicidad. Hace años que no soy practicante, pero estos días no puedo evitar volver a la iglesia y sentirme parte de un colectivo que entierra raíces poderosas en siglos de repetición gestual, con diferentes grados de fe o simplemente de costumbrismo. Generaciones enteras han repetido los mismos actos, las mismas liturgias, los mismos ciclos naturales. Y supongo que eso es importante. Nunca como en estos días me siento tan integrado en esta tierra y en esta comunidad milenaria.
Este año, en nochebuena habíamos decidido buscar una misa del gallo en los alrededores de Girona, y las primeras llamadas resultaron desconcertantes: en Aiguaviva del Gironès no se celebraba; en Vilablareix, tampoco; llamamos a Medinyà, porque tenemos buenos recuerdos de cuando allí predicaba la voz poderosa de mosén Modest Prats: tampoco. Probamos en Sant Daniel, porque algunas navidades nos habíamos acercado al monasterio, andando por el camino que sigue el curso del río Galligants, pero ya hace un par de años que la anularon. Acabamos en Sant Julià de Ramis y fue una buena decisión porque, cuando entrábamos en la iglesia, un coro local cantó Les dotze van tocant y el desconcierto se convirtió en una sorpresa agradable: mosén Sebastià Aupí celebró una misa repleta de canciones tradicionales y de cuadros escénicos de Els pastorets y, al final, en la calle, bebimos chocolate caliente junto a un fuego espléndido.
Era una más de las misas que a aquella hora se repetían en toda Catalunya, como expresión sencilla y poderosa de una fe popular, que respeto y que querría mucho más visible. A menudo recrimino a mis amigos practicantes que cuesta identificarles por su comportamiento ejemplar en el trabajo o en la calle. Deberían confiar más en la fuerza de sus convicciones; como aquella peregrina sevillana, joven y guapa, a la que un día de verano, en Madrid, Arturo San Agustín preguntó por Jesús.
–¿Te gusta mi sonrisa?
–Sí, claro.
–Pues ese es Jesús.
Reconozco que cuesta de creer, pero como imagen es mil veces más estimulante que la mala uva de los pedantes que se pasan el día criticando la Navidad.
El artículos de Rafael Nadal -La Vanguardia, 30/12/2011-, pone en evidencia la actitud de esos cenizos que todo lo emborronan.
Algunas personas transmiten siempre buenas vibraciones y otras siempre contagian el mal rollo. El periodista Arturo San Agustín lo comprobó en verano, cuando asistió a la Jornada Mundial de la Juventud, que presidió en Madrid Benedicto XVI. Pensaba encontrarse con un montón de hijos de papá almibarados y acabó atrapado por la vitalidad entusiasta de un millón de jóvenes normales, muchos de ellos trabajadores llegados desde países remotos. "Te sorprendían con cosas sencillas: si una persona mayor tenía que cruzar la calle, la ayudaban; si subía a un autobús, le cedían el asiento. Por unos días, la ciudad era amable y te sentías seguro; parecía Nueva York al día siguiente del 11-S". San Agustín, que es un anarquista conservador y un intelectual insobornable, lo ha escrito en un libro sin prejuicios, que se acaba de traducir al inglés: Un perro verde entre los jóvenes del Papa, la crónica sorprendente de aquella semana en la que los jóvenes católicos transmitían buenas vibraciones y los que protestaban contra el encuentro propagaban el mal rollo.
En Navidad, el fenómeno se radicaliza: algunas personas sólo con su presencia ya contagian las ansias de vivir, y otras se empeñan en amargarnos las fiestas repartiendo pesimismo y mala leche. Algunos intelectuales y periodistas lideran, con indisimulada prepotencia moral, la moda que sostiene que las fiestas son empalagosas, los buenos deseos son blandos, la familia es inaguantable, los amigos son una lata y no hay quien pueda digerir las comidas colectivas. En la intimidad, la mayoría sigue siendo partidaria de las celebraciones, pero en la calle ganan terreno los que empiezan a poner mala cara en el puente de la Purísima y no dejan de quejarse hasta que se desmonta el último pesebre, pasada la Candelaria. Estoy radicalmente en desacuerdo. Entiendo que hay gente que no tiene mucho que celebrar. Respeto a aquellos que se sienten traicionados en sus convicciones morales por los excesos materiales de la Navidad. Aplaudo a quienes hacen una crítica ácida de las muchas hipocresías de estos días. Pero me cansa la burla mediocre de los que necesitan mortificarse y torturar a los demás porque así quedan más intelectuales.
Y me resulta especialmente extraño comprobar que los más activos contra la Navidad son los que siempre reclaman más fiestas y más celebraciones populares. Dicen que están en contra del consumismo, pero acabarán reduciendo la Navidad a una serie de visitas a los grandes almacenes. Hacen lo que pueden para vaciar de sentido la fiesta más trascendente, la más espiritual, y la más simbólica del calendario, que también es la más arraigada, la más sencilla y la más popular. Antes, estos personajes eran los malos del cuento y eran presentados como odiosos, avaros, irritantes, malcarados, violentos y déspotas. Eran el míster Scrooge de la Canción de Navidad de Dickens; ahora los hemos convertido en los héroes de nuestros medios de comunicación.
Dejo a un lado la dimensión religiosa de las fiestas, porque quienes las viven desde la fe no dudan de su significado. Pero me cuesta comprender el odio a la Navidad, incluso desde la más absoluta laicidad. Hace años que no soy practicante, pero estos días no puedo evitar volver a la iglesia y sentirme parte de un colectivo que entierra raíces poderosas en siglos de repetición gestual, con diferentes grados de fe o simplemente de costumbrismo. Generaciones enteras han repetido los mismos actos, las mismas liturgias, los mismos ciclos naturales. Y supongo que eso es importante. Nunca como en estos días me siento tan integrado en esta tierra y en esta comunidad milenaria.
Este año, en nochebuena habíamos decidido buscar una misa del gallo en los alrededores de Girona, y las primeras llamadas resultaron desconcertantes: en Aiguaviva del Gironès no se celebraba; en Vilablareix, tampoco; llamamos a Medinyà, porque tenemos buenos recuerdos de cuando allí predicaba la voz poderosa de mosén Modest Prats: tampoco. Probamos en Sant Daniel, porque algunas navidades nos habíamos acercado al monasterio, andando por el camino que sigue el curso del río Galligants, pero ya hace un par de años que la anularon. Acabamos en Sant Julià de Ramis y fue una buena decisión porque, cuando entrábamos en la iglesia, un coro local cantó Les dotze van tocant y el desconcierto se convirtió en una sorpresa agradable: mosén Sebastià Aupí celebró una misa repleta de canciones tradicionales y de cuadros escénicos de Els pastorets y, al final, en la calle, bebimos chocolate caliente junto a un fuego espléndido.
Era una más de las misas que a aquella hora se repetían en toda Catalunya, como expresión sencilla y poderosa de una fe popular, que respeto y que querría mucho más visible. A menudo recrimino a mis amigos practicantes que cuesta identificarles por su comportamiento ejemplar en el trabajo o en la calle. Deberían confiar más en la fuerza de sus convicciones; como aquella peregrina sevillana, joven y guapa, a la que un día de verano, en Madrid, Arturo San Agustín preguntó por Jesús.
–¿Te gusta mi sonrisa?
–Sí, claro.
–Pues ese es Jesús.
Reconozco que cuesta de creer, pero como imagen es mil veces más estimulante que la mala uva de los pedantes que se pasan el día criticando la Navidad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)