miércoles, 11 de enero de 2012

Una defensa de la Navidad

Pasó la Navidad, Año nuevo, en fin, el rosario de fiestas y celebraciones que acompañan los últimos días de diciembre y primeros de enero de cada año en occidente y muchas partes de oriente. A mí me da pena que acabe este tiempo de luz, color y música, de sentimientos; pero hay personas para los que es un alivio, por distintos motivos. Para algunos, incluso, una liberación del horror.


El artículos de Rafael Nadal -La Vanguardia, 30/12/2011-, pone en evidencia la actitud de esos cenizos que todo lo emborronan.

Algunas personas transmiten siempre buenas vibraciones y otras siempre contagian el mal rollo. El periodista Arturo San Agustín lo comprobó en verano, cuando asistió a la Jornada Mundial de la Juventud, que presidió en Madrid Benedicto XVI. Pensaba encontrarse con un montón de hijos de papá almibarados y acabó atrapado por la vitalidad entusiasta de un millón de jóvenes normales, muchos de ellos trabajadores llegados desde países remotos. "Te sorprendían con cosas sencillas: si una persona mayor tenía que cruzar la calle, la ayudaban; si subía a un autobús, le cedían el asiento. Por unos días, la ciudad era amable y te sentías seguro; parecía Nueva York al día siguiente del 11-S". San Agustín, que es un anarquista conservador y un intelectual insobornable, lo ha escrito en un libro sin prejuicios, que se acaba de traducir al inglés: Un perro verde entre los jóvenes del Papa, la crónica sorprendente de aquella semana en la que los jóvenes católicos transmitían buenas vibraciones y los que protestaban contra el encuentro propagaban el mal rollo.

En Navidad, el fenómeno se radicaliza: algunas personas sólo con su presencia ya contagian las ansias de vivir, y otras se empeñan en amargarnos las fiestas repartiendo pesimismo y mala leche. Algunos intelectuales y periodistas lideran, con indisimulada prepotencia moral, la moda que sostiene que las fiestas son empalagosas, los buenos deseos son blandos, la familia es inaguantable, los amigos son una lata y no hay quien pueda digerir las comidas colectivas. En la intimidad, la mayoría sigue siendo partidaria de las celebraciones, pero en la calle ganan terreno los que empiezan a poner mala cara en el puente de la Purísima y no dejan de quejarse hasta que se desmonta el último pesebre, pasada la Candelaria. Estoy radicalmente en desacuerdo. Entiendo que hay gente que no tiene mucho que celebrar. Respeto a aquellos que se sienten traicionados en sus convicciones morales por los excesos materiales de la Navidad. Aplaudo a quienes hacen una crítica ácida de las muchas hipocresías de estos días. Pero me cansa la burla mediocre de los que necesitan mortificarse y torturar a los demás porque así quedan más intelectuales.

Y me resulta especialmente extraño comprobar que los más activos contra la Navidad son los que siempre reclaman más fiestas y más celebraciones populares. Dicen que están en contra del consumismo, pero acabarán reduciendo la Navidad a una serie de visitas a los grandes almacenes. Hacen lo que pueden para vaciar de sentido la fiesta más trascendente, la más espiritual, y la más simbólica del calendario, que también es la más arraigada, la más sencilla y la más popular. Antes, estos personajes eran los malos del cuento y eran presentados como odiosos, avaros, irritantes, malcarados, violentos y déspotas. Eran el míster Scrooge de la Canción de Navidad de Dickens; ahora los hemos convertido en los héroes de nuestros medios de comunicación.

Dejo a un lado la dimensión religiosa de las fiestas, porque quienes las viven desde la fe no dudan de su significado. Pero me cuesta comprender el odio a la Navidad, incluso desde la más absoluta laicidad. Hace años que no soy practicante, pero estos días no puedo evitar volver a la iglesia y sentirme parte de un colectivo que entierra raíces poderosas en siglos de repetición gestual, con diferentes grados de fe o simplemente de costumbrismo. Generaciones enteras han repetido los mismos actos, las mismas liturgias, los mismos ciclos naturales. Y supongo que eso es importante. Nunca como en estos días me siento tan integrado en esta tierra y en esta comunidad milenaria.

Este año, en nochebuena habíamos decidido buscar una misa del gallo en los alrededores de Girona, y las primeras llamadas resultaron desconcertantes: en Aiguaviva del Gironès no se celebraba; en Vilablareix, tampoco; llamamos a Medinyà, porque tenemos buenos recuerdos de cuando allí predicaba la voz poderosa de mosén Modest Prats: tampoco. Probamos en Sant Daniel, porque algunas navidades nos habíamos acercado al monasterio, andando por el camino que sigue el curso del río Galligants, pero ya hace un par de años que la anularon. Acabamos en Sant Julià de Ramis y fue una buena decisión porque, cuando entrábamos en la iglesia, un coro local cantó Les dotze van tocant y el desconcierto se convirtió en una sorpresa agradable: mosén Sebastià Aupí celebró una misa repleta de canciones tradicionales y de cuadros escénicos de Els pastorets y, al final, en la calle, bebimos chocolate caliente junto a un fuego espléndido.

Era una más de las misas que a aquella hora se repetían en toda Catalunya, como expresión sencilla y poderosa de una fe popular, que respeto y que querría mucho más visible. A menudo recrimino a mis amigos practicantes que cuesta identificarles por su comportamiento ejemplar en el trabajo o en la calle. Deberían confiar más en la fuerza de sus convicciones; como aquella peregrina sevillana, joven y guapa, a la que un día de verano, en Madrid, Arturo San Agustín preguntó por Jesús.

–¿Te gusta mi sonrisa?

–Sí, claro.

–Pues ese es Jesús.

Reconozco que cuesta de creer, pero como imagen es mil veces más estimulante que la mala uva de los pedantes que se pasan el día criticando la Navidad.

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