"[A Scruton] No le ha resultado fácil defender los valores tradicionales, el orden, la función positiva de la autoridad y la prudencia política ante el embate, por un lado, del individualismo liberal y, por otro, de la utopía reformista de la nueva izquierda. Para él, ninguna de estas doctrinas entiende la dinámica de la vida social.
Así, por ejemplo, se ha extendido la idea de que la libertad resulta incompatible con la existencia de un marco institucional o con los valores morales. Sin embargo, en su opinión, la libertad está marcada por la experiencia humana de la reciprocidad y presupone un orden social institucionalizado. El individuo, como ser absolutamente autónomo, es una ficción de la teoría política.
A diferencia de quienes creen que la política se realiza a golpe de decreto y programa, de decisiones y de ingeniería social, aboga por una visión comunitaria asentada sobre acuerdos recíprocos, compromisos libres, muchas veces tácitos, y responsabilidad. El apego y la cercanía fundan comunidades estables. Justamente de esa vida en común espontánea nacen las instituciones, que no son resultado de la planificación, y que no reprimen la libertad, sino que garantizan su ejercicio.
“Una sociedad libre –afirma en Los usos del pesimismo, uno de sus libros más conocidos– es una comunidad de seres responsables, unidos por las leyes de la simpatía y las obligaciones del amor familiar. No es una sociedad donde la gente se encuentre desposeída de cualquier restricción moral, pues el resultado sería precisamente lo opuesto a la sociedad”.
Para el pensador británico, el reformista de hoy ha tomado el testigo del antiguo revolucionario y, como este, pretende configurar la convivencia política desde cero, sin presupuestos. Siguen reinando los mitos ilustrados. Tales doctrinas niegan que exista un orden comunitario y prepolítico que define las instituciones. Pero las instituciones sirven a determinados fines, de modo que más que abolirlas o transformarlas, se ha de garantizar su independencia.
El conservador, sin embargo, no se opone al cambio ni se aferra irreflexivamente al pasado; simplemente desconfía de los que Scruton denomina “optimistas sin escrúpulos”, es decir, los aferrados a la mitología del progreso que sueñan con mejorar la suerte de la humanidad mediante reformas abstractas.
Esa proyección política de la redención, realizada de espaldas a la sociedad civil, se le antoja frívola y falaz. Se trata de una forma de pensar poco responsable, ya que no tiene en cuenta sus consecuencias despersonalizadoras: mina los fundamentos de la vida comunitaria y convierte a los ciudadanos en seres desarraigados, irresponsables y amorales.
Scruton conoce de cerca los efectos de esos planteamientos utópicos y los rasgos totalitarios que adquieren. Durante la década de los ochenta tomó contacto con los disidentes de Europa del Este y les ayudó tanto política como intelectualmente en la clandestinidad. Esta cercanía con quienes se encontraban privados de libertades políticas le llevó a tomar conciencia de lo perniciosas que son las mitologías políticas.
Mejorar uno mismo
Pese a los saldos negativos de las ideologías del progreso, se asiste de nuevo hoy a la revitalización de su discurso. ¿Por qué, se pregunta Scruton, siguen ejerciendo tanto atractivo sobre la opinión pública las propuestas radicales y utópicas? A su juicio, estos “optimistas” políticos prometen una solución rápida a los males sociales, creen haber identificado claramente la causa y, sobre todo, eximen al ciudadano de su responsabilidad en la deriva de la sociedad a la que pertenece.
La injusticia social, la corrupción, la desigualdad o discriminación tendrían así un supuesto culpable, ya sea una clase, una casta o el propio sistema. Se elude el compromiso personal del ciudadano, olvidando que, como recuerda el filósofo británico, la única forma de mejorar la sociedad “es mejorando personalmente cada uno de nosotros”.
La política exige prudencia y responsabilidad, concreción, y calcular las consecuencias. Scruton apoya una política realista, que tenga en cuenta que “las decisiones humanas se toman en un contexto y lugar determinado”. Habla así de la “política real”, hecha mediante negociaciones, transacciones y acuerdos entre los diversos intereses sociales.
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Nota del editor: los destacados en negrita son nuestros.
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