lunes, 7 de octubre de 2024

HUMANISMO SEGÚN ILLA

Para Andrés Ollero -en política- el cristianismo es, ante todo, el inventor de la laicidad; o sea, de la autonomía de lo temporal: dar al césar lo indicado en la famosa moneda

«Resulta paradójico que en el mapa político sea un socialista catalán quien enarbole, oportuna o inoportunamente, la bandera del humanismo cristiano», ha afirmado alguien tan versado en la materia como Serrano Oceja.

Quizá porque mi debut parlamentario fue con la escarapela democristiana del PDP -de la mano de Alzaga- me llamó siempre la atención la referencia política al humanismo cristiano. Por entonces, era patrimonio político de AP, a la que nunca pertenecí, aunque si compartí con ella mis ajetreadas primeras elecciones.

Cuando la generosidad de Fraga permitió el nacimiento del hoy PP, yo no había aún superado mi profunda curiosidad por conocer, de primera mano, que podía significar aquel rótulo. Por fin, mi trato con los depositarios de la patente permitió que uno de ellos me desvelara un día los arcana imperii. El asunto consistía, por lo visto, en que no éramos marxistas.

Quedé un tanto perplejo, porque nunca había imaginado que Dios se hubiera hecho hombre para no ser marxista. Al ver ahora repetido el slogan, pensé frívolamente que Illa echaba su red barredera hacia los restos de Unió Democrática de Cataluña, teniendo en cuenta su hoy abandonado pedigrí. Como ya que son varios -y por mí respetados- los que se lo han comentado en serio, me animo a unirme a la causa.

Para mí -en política- el cristianismo es, ante todo, el inventor de la laicidad; o sea, de la autonomía de lo temporal: dar al césar lo indicado en la famosa moneda. Esto implica que hay un mínimo ético natural, defensor de lo humano, que toda confesión religiosa ha de respetar, se interese o no por la política. Ese mínimo es el que las constituciones de los países democráticos se esfuerzan en plasmar.

La nuestra -ya en su artículo 1.1- incluye, entre los «valores superiores de su ordenamiento jurídico», la igualdad. Como nunca faltará alguno al que le interese no darse por enterado, reitera en el artículo 149, como primera competencia exclusiva del Estado: «La regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales». Algo difícilmente compatible con el jardín en el que el señor Illa, con tal de disfrutar del poder, se está internando.

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Fuente: Andrés Ollero: Humanismo según Illa, Andrés Ollero en ABC, 3 de octubre de 2024
Foto: ABC

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Falacias de la "justicia social"

¿Tienen razón los defensores de la "justicia social"?, se pregunta Thomas Sowell en su ensayo Falacias de la justicia social. El problema es el apriorismo ideológico y la falta de realismo que manifiestan en muchos casos. Se debe luchar contra la segregación racial o la discriminación sexual, pero resulta ilusorio imponer la igualdad mediante una agenda que puede derivar en «ingeniería social» y que no siempre soluciona las injusticias, sino que más bien las agrava.


Thomas Sowell cuestiona, desde una perspectiva liberal, los presupuestos filosóficos y económicos de la "justicia social", según la definición actual del movimiento "woke", y lo hace negando la mayor: que todos seamos iguales. 

Nada hay más desigual, afirma, que la naturaleza, los factores geográficos, la demografía etc. Eso no quiere decir que no se deba luchar contra la segregación racial o las discriminaciones de sexo, pero resulta ilusorio imponer la igualdad mediante una agenda que, a su juicio, puede derivar en «ingeniería social» y que, a la postre, no siempre soluciona las injusticias sino que las agrava. El autor desmonta, a lo largo del ensayo, las cuatro falacias de la justicia social: las falacias de la igualdad de oportunidades, las falacias raciales, las falacias a la hora de aportar soluciones y las falacias del conocimiento.

En el mundo ideal rousoniano del que bebe la justicia social —señala Sowell— todos deberían tener los mismos resultados, independientemente de la clase o raza. La experiencia nos dice que no es así. Y ello no se debe a la discriminación ejercida por las mayorías dominantes contra las minorías, sino a un cúmulo de factores, incluidos la libertad humana y el azar. Pero la justicia social reduce «la búsqueda de causas a una búsqueda de culpables». 

Así, movimientos como el Black Lives Matter sostiene que las mayores tasas de pobreza de los negros son principalmente producto del persistente «racismo sistémico». Pero olvida otros factores no menos influyentes, objeta Sowell. Por ejemplo, las familias monoparentales, de EE.UU., independientemente de que sean blancas o negras, tienen una tasa de pobreza superior a las familias compuestas por parejas casadas. 

La trayectoria del propio Sowell, afroamericano y de origen humilde, sirve para desmontar determinados tópicos sobre el racismo en Norteamérica. Huérfano desde niño, no terminó el bachillerato y pudo matricularse en la universidad, gracias a una ley que beneficiaba a los veteranos de guerra como él, y con el tiempo llegó a ser un prestigioso académico.

Ingeniería social

A la hora de buscar soluciones, la justicia social recurre a los «decisores sustitutos» de la sociedad, es decir a élites expertas que aplican recetas creyendo que «pueden mover a las personas como se mueven las piezas de ajedrez», según el símil de Adam Smith. El ejemplo más gráfico es la confiscación y redistribución de la riqueza, «núcleo de la agenda de la justicia social». Según esta, «las subidas de impuestos y los ingresos fiscales se mueven automáticamente en la misma dirección, cuando a menudo se mueven en la dirección opuesta». No menos contraproducentes son otras medidas de los «decisores sustitutos» como el control de precios; el «impuesto» de la inflación; o la legislación del salario mínimo. 

Debido al conocimiento que acumulan, las elites expertas creen ser los que mejor saben lo que le conviene a la sociedad, pero no siempre sus políticas son acertadas. Cita el autor, entre otros ejemplos, el de los jueces del Supremo de EE.UU. que reinterpretaron la Constitución en los años 60 al considerar el delito como una enfermedad. Resultado: se duplicó la tasa de homicidios.

Y no es que no tengan razón los defensores de la justicia social al detectar lo que está mal, indica Sowell. El problema es el apriorismo ideológico y la falta de realismo que hace que, en muchos casos, sea peor el remedio que la enfermedad. Una irónica pregunta lo deja en evidencia. ¿Queremos que los pilotos de las aerolíneas sean elegidos por representar a diversos grupos demográficos o preferimos volar en un avión cuyo piloto sea capaz de llevarnos sanos y salvos a nuestro destino?

martes, 16 de abril de 2024

LA LAICIDAD, INVENTO CRISTIANO

Luigi Ferrajoli
(“Derecho y moral. A propósito del embrión”) no deja de admitir -explícitamente- que la laicidad es invento cristiano: “¿en qué consiste la laicidad del derecho y del Estado? Creo que la mejor definición es la ofrecida por la separación entre el César y Dios, expresada en la frase del Evangelio: Al César lo que es del César a Dios lo que es de Dios”. No era habitual, en efecto, en cualquier otra cultura afirmación semejante por aquellos idus.

Significativo, a la vez, de la consciente laicidad de D’Agostino es su convicción de que la expresión “jurista católico describiría de modo óptimo, mucho mejor que la de católico jurista, a un hombre que no esconde su identidad de creyente”. No en vano, para él, el derecho era una “práctica antropológica y no religiosa”. Estuvo convencido de que “lo justo radica en el bien y que este no tiene un carácter confesional; es siempre y en todo lugar bien humano, que todo hombre tiene el deber, en su relación con cualquier otro, de defender y promover”.

Conviene no olvidar, desde este comienzo, el alcance que el término laico cobra en la cultura italiana, que me llamó poderosamente la atención en mis primeros contactos con ella. D’Agostino resalta las “polémicas ásperas y contingentes que parecen, en ciertos casos, dividir a nuestro país en dos frentes contrapuestos: el de los progresistas, ilustrados, moralizadores, autores de las reformas y de la democracia y el de los conservadores, tradicionalistas, defensores de privilegios, del desgobierno y el oscurantismo cultural”. Sin duda, tal descripción le sonará familiar también a más de un español. 

Buen conocedor de la cultura clásica, añadiría socarronamente que “la pretensión de modernidad de privatizar la experiencia de la fe no es, pese a las apariencias, moderna del todo. Corresponde -al menos en parte- a una típica pretensión del mundo precristiano, para el que el carácter privado de la fe se fundaba en un principio bien preciso: los dioses no tenían interés alguno por nuestro mundo”. 

A la vez duda de la existencia de no creyentes. “La gran alternativa no estaría entre los que creen en Dios y los que no creen, sino entre los que creen en un Dios personal y los que creen en un dios impersonal (como la materia o la historia)” . 

ENTRE LAICIDAD Y LAICISMO 

Ferrajoli se adentrará en la delicada frontera entre la laicidad y el laicismo, apelando a que es en una “neutralidad moral, ideológica o cultural donde reside la laicidad del derecho y del Estado liberal, del mismo modo que es en la exclusión de todo apoyo jurídico o heterónomo donde reside la auténtica ética laica”. Se verá, sin embargo, de inmediato obligado a matizar -a pie de página- que “el principio de la neutralidad no quiere decir en modo alguno que la acción de las instituciones públicas y específicamente de las de gobierno sea, deba, o pueda ser ética y políticamente neutral, es decir, que no exprese, no deba o no pueda expresar, en cuanto, a los resultados alcanzados o las razones que la inspiran, determinadas opciones o concepciones ético-políticas del interés público, lo que sería una tesis carente de sentido”. 

D’Agostino, por el contrario, funda la laicidad “sobre la aceptación confiada del mundo y sus potencialidades por parte del hombre”, aunque la autonomía que de ello deriva “se entiende referida a la esfera eclesiástica, no respecto al orden moral. No cabe por tanto consentir que, en nombre de la laicidad, se neutralice el debate público sobre la identificación y promoción del bien humano y, menos aún, excluir a individuos o asociaciones (en particular a las confesiones religiosas) de la participación en tal debate”. A su juicio, el “mal entendimiento del principio de laicidad merece ser calificado de laicismo”. 

LAICIDAD Y VERDAD 

Puesto a profundizar, Ferrajoli plantea una conexión entre laicidad y teoría del conocimiento, girando en torno a un dilema entre lo que él -o su traductor- identifica como “cognoscitivismo” -que quizá podría podarse un poco y dejarlo en cognitivismo- al que considera abocado a convertirse en dogmatismo, y un anticognitivismo, que nos llevaría a la tolerancia. A su juicio, “la posición laica excluye que la verdad o falsedad pueda predicarse de los valores”, marcando, precisamente, distancia con el maestro de D’Agostino, al recordar que Sergio Cotta “proponía una ética basada en la verdad y llena de verdad” . Mientras, él apelará a Scarpelli , muy en la línea del "Contra la ética de la verdad" de Zagrebelsky

Actitud similar fue asumida en España por Peces Barba, al que la expresión “la verdad os hará libres” producía una alergia especial, que le llevaba a sustituirla por la de “la libertad os hará verdaderos”; utilizada quizá -en términos retóricos- por su maestro Ruiz Giménez. A propósito de ello solía yo preguntarle -en nuestros cordiales encuentros en el rectorado de la Carlos III- si la interdicción constitucional de la arbitrariedad, no rechazaba precisamente una libertad incompatible con la verdad. 

D’Agostino, por el contrario, resalta que la vinculación al logos lleva consigo una hondura antropológica, que enlaza derecho y verdad y nos adentra en el campo de la razón práctica. Hace suya la afirmación de que el “empeño por la verdad es el alma de la justicia. Quien está empeñado por la verdad tiene que rechazar la ley del más fuerte”. A su juicio, en la efectiva superación –y no mera remoción- de la escisión, típicamente moderna, entre derecho y verdad, es en lo que se juega en estos años el destino del pensamiento postmoderno. Por eso, para él, el derecho es laico, como es laica cualquier forma de la praxis constituida a través del recto uso de la razón, no a través de una referencia inmediata, prerracional o preconsciente a la palabra de Dios . 

A VUELTAS CON EL DERECHO NATURAL 

Coherente con sus planteamientos, Ferrajoli rechazaba “la pretensión iusnaturalista de la imposición jurídica de una determinada moral, religión o ideología, como fuentes exclusivas y exhaustivas del derecho justo”. D’Agostino, por su parte, por lo que llamamos derecho positivo no entiende un ordenamiento normativo separado y subordinado a un hipotético ordenamiento normativo natural, sino como la determinación histórico-contingente del principio natural de la juridicidad. Considera pues que “la actividad del jurista-intérprete será interpretativa, en la medida en que proponga la antecedencia del ius respecto a la lex, del derecho respecto a la ley positiva. Pero ese derecho, que antecede a la ley, es un derecho que no puede formularse positivamente, es un derecho no escrito, es -brevemente- el derecho natural, que confía precisamente a los intérpretes la defensa de sus exigencias

Para él, el -quizá modesto- “cometido del iusnaturalismo es lograr que el derecho sea siempre puesto frente al tribunal de la razón humana, y que ninguna dinámica histórica -fundada, por ejemplo, en tradiciones ancestrales - pueda nunca justificar la humillación de la razón”. Lo considera un logro esencial de la conciencia occidental. No lo entiende pues como un supercódigo, sino que radica en las mismas normas del derecho positivo, que -en su ausencia- quedarían privadas de sentido y perderían con facilidad su obligatoriedad social . 

De ahí que acabe sugiriendo que “esta época posmoderna esté, en consecuencia, necesitada de una nueva reflexión sobre el derecho, a la vez post-iusnaturalista y post-positivista . Sugiere que puede haber acabado generando un cansancio excesivo esta polémica, que considera hoy prácticamente abandonada por parte de los iusnaturalistas; (quizá) por la dificultad teórica de encontrar al derecho natural un fundamento adecuado; y, por parte de los positivistas, por la dificultad ética de hacer pesar únicamente sobre el derecho positivo todo el complejo mundo de valores que afectan al derecho. 

LAICIDAD Y DEMOCRACIA 

El reto final de la laicidad consistirá en descifrar si la democracia exige partir de una ética sin verdad o cabría una democracia basada en la argumentación de lo que cada cual considere más cercano a ella

Ferrajoli plantea un neto dilema: “Si la ética es verdad, se entenderá que equivalga a un sistema de preceptos heterónomos y que pretenda traducirse en normas de derecho. Al contrario, si la ética es sin verdad y con fundamento en la autonomía individual, es claro que el derecho, en cuanto sistema de normas válidas para todos debe secularizarse como convención, pacto de convivencia, capaz de garantizar a todos, cualesquiera que sean los valores profesados por cada uno, renunciando a invadir el terreno de la conciencia y limitándose a garantizar la convivencia pacífica y los derechos de todos, a comenzar por su libertad de conciencia. Por eso resulta incompatible con un ordenamiento liberal la pretensión de la Iglesia y de la religión de autoproponerse como depositarias de la verdad, y por ello de un derecho ‘natural’ basado en la ética religiosa, en cuanto a su vez basada en la verdad”. 

D’Agostino detecta en este dilema que “la alergia del laicismo a la Iglesia sería fruto de su fatiga ante los creyentes, por lo que considera una desconcertante paradoja: la Iglesia pretende estar en la historia, teniendo una raíz que la trasciende”. Él, sin embargo, considera -en una línea, por lo demás compartida por el alemán Habermas y el norteamericano Rawls- que “la animación religiosa es esencial para la democracia. Se equivoca -bien lo sabía Tocqueville- el que defiende, en nombre de un malentendido laicismo, que tal animación deba ser maginada o incluso sofocada: debe, por el contrario, ser aceptada e incluso favorecida, naturalmente en un pleno contexto de libertad”. Recurre incluso a lo que considera una constatación social: “el hecho de que preguntas básicas en la defensa de lo humano se vayan convirtiendo en empeño casi exclusivo de los cristianos debería constituir para los laicos una ocasión, si no de conversión, al menos de un radical y honesto replanteamiento de sus propias visiones del mundo. 

Personalmente, considero que el problema del laicismo deriva de que convierte lo político en criterio último de su enjuiciamiento. De ahí que la sociológica autoridad moral de la Iglesia la interprete como poder sin más; un poder que no ha pasado por las urnas. Para D’Agostino esto implicaría enquistarse en un retroceso, porque, “una vez demostrado que el fin último del hombre es más que político y que la vida humana tiene una excedencia respecto a la situación social en la que está enclavada, de ello derivaba fácilmente la reivindicación a cargo de la misma de una nueva dignidad, que la antigüedad no había conocido”  y ahora se estaría rechazando. 

Más de una vez he pensado que tal situación, en  España, no es tanto fruto de un empeño laicista con apoyo del poder -que en más de un momento no ha faltado- sino, sobre todo, de un laicismo autoasumido por no pocos católicos, al no encontrar respuesta al pintoresco tópico de que no cabe imponer las propias convicciones a los demás; cuando la democracia sirve de escenario para dictaminar cuáles habrá que imponer, si no se prefiere quedar en manos de los que -solo en teoría- no tendrían ninguna. 

D’Agostino se vale de la experiencia italiana, para describir las etapas de este proceso. “el cristiano sufre evidentes apuros. Corre el riesgo, a causa de su constante invocación al primado de la verdad, de verse asimilado a un movimiento fundamentalista”. “La lejanía material de cristianismo y fundamentalismo no excluye que uno y otro puedan reencontrarse en una preocupante vecindad formal”. “Dado que la asimilación al fundamentalismo es indebida y desagradable, los cristianos ceden frecuentemente a la tentación de transformarse -en contra de sus mejores intenciones- en pálidos, atrasados y un tanto pasivos apologistas de la democracia procedimental; aportando así agua a molino ajeno, sin recibir a cambio simpatías ni agradecimientos”. “No parecen ser pocos los cristianos convencidos de que el imperio planetario del modelo democrático hubiera de una vez por todas convertido en superfluo su empeño social como cristianos, ‘laicizando’ [en el peor sentido] así definitivamente la política”. 

No duda en suscribir que “la democracia es hoy universalmente considerada como la única forma de gobierno naturalmente justificable”. Descubre, sin embargo, en ello una paradoja, pues -a su juicio- “ninguna época como la nuestra ha erosionado tanto la idea de que existan valores o principios que se presentan como naturales, objetivamente compartidos por todos los hombres, independientemente de las relevantes diferencias en el plano religioso, político o cultural”. 
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Fragmentos de Andrés Ollero Tassara, LA LAICIDAD EN EL DIFÍCIL DIÁLOGO FILOSÓFICO-JURÍDICO ITALIANO. Ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Foto: atarifa CC


jueves, 4 de enero de 2024

Derecho y Moral

La relación entre el ámbito jurídico y el moral ha generado habitualmente polémica. Sin duda porque conceptos como Derecho, Moral y, por si fuera poco, Ética, se han prestado a posturas muy diversas; tanto en su propio contenido como en su mutua relación.

Derecho, moral y ética

Abordo el problema desde mi personal emplazamiento jurídico, consciente de que la óptica sería distinta desde un punto de vista diverso. Propongo entender por ético todo lo que hace referencia a cómo debe comportarse una persona. Esto tropezará con otras versiones terminológicas; por ejemplo, quien es, por el momento, el más prestigioso filósofo del Derecho nos hablará de planteamientos éticos denominándolos en alemán «normativos».

Sin salir de tan amplio territorio, es obligado distinguir entre el mínimo ético necesario para que resulte posible una convivencia que merezca considerarse humana y las exhortaciones maximalistas derivadas de uno u otro código moral. El Derecho no aspira a garantizar la felicidad, la utilidad o la santidad de los ciudadanos; aspira a ajustar las relaciones sociales para hacer más humana la convivencia. De ahí su parentesco –no siempre bien entendido– con la justicia. El Derecho pretende hacer justicia objetivamente, lo que no exige que el sujeto de la actividad jurídica sea moralmente justo, aunque no vendría nada mal. El Derecho, de relacionarse con alguna virtud moral, sería más bien inseparable de la prudencia; de ahí lo de jurisprudencia. El imprudente sería siempre un jurista perturbador. La virtud de la justicia, como nos enseñaron ya los romanos, es un hábito moral que inclina a dar a cada uno lo suyo; pero determinar lo suyo de cada uno es una actividad jurídica y no un meritorio esfuerzo moral.

La relación entre los tres conceptos planteados se complica aún más si entra en juego la religión. La justicia objetiva a la que nos hemos referido es, por definición, horizontal; de ahí el papel de la igualdad como valor superior del nuestro ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE). La religión, por el contrario, tiende a girar en torno a una tensión vertical, dado el habitual protagonismo de los dioses de turno. La respuesta exigible en el trato con ellos tenderá a resultar maximalista, desbordando los límites de lo jurídico. Esto explica que los planteamientos de herencia greco-romana, desarrollados luego por la escolástica cristiana, puedan identificar Ética con Moral y acabar concibiendo el Derecho como un mínimo ético alojado en el maximalismo de una Moral obligada a satisfacer a un dios celoso; aunque tal postura acabe también suscribiéndola un agnóstico y prestigioso teórico del Derecho, norteamericano en este caso.

Iusnaturalismo y positivismo

Lo curioso es que resultado similar acabe hoy derivando de planteamientos herederos del positivismo jurídico. En efecto, esta teoría del Derecho convirtió a la neta separación entre Derecho y Moral en su seña de identidad. Entendió el Derecho –con una querencia formalista– como la normativa puesta por una autoridad legitimada al efecto. Le preocupaba lo que, puesto con la forma homologada, era –de hecho– jurídico, mientras que consideraba moral y meta-jurídica cualquier propuesta sobre cómo debería ser el Derecho. Cuando la misma racionalidad científica ha hecho imposible seguir admitiendo que solo sea jurídico lo formalmente considerado como tal, ha acabado asumiendo, no que es obligado admitir la existencia de exigencias jurídicas antes de aparecer como formalmente puestas –lo que llevaría a rendirse al iusnaturalismo– sino que prefiere calificarlas como morales y dar por hecho que no pocas veces –por no decir todas– el juez, jurista por antonomasia, tendrá que recurrir a criterios morales para aplicar el Derecho. Tal conclusión, catalogada por algunos autores como post-positivista, no deja de tener su mérito.

Más allá del derbi que, durante siglos, ha ido enfrentando a iusnaturalismo y positivismo como eternos rivales, no faltará quien –dando pocas facilidades para acertar al atribuirle camiseta– considere, como los viejos escolásticos, que el Derecho se aloja en el ámbito de la Moral, haciendo así imposible la deseable frontera, dentro de lo ético, entre mínimo jurídico y maximalismo moral.

La cuestión se complicará si vuelve a entrar en liza lo religioso, dada la querencia a identificarlo con lo moral. Esto lleva a ignorar que el decálogo bíblico contiene preceptos jurídicos. Precisamente por tra- tarse de sugerencias de sentido común, ante la triste experiencia de que se trata del menos común de los sentidos, han sido revelados por vía religiosa tallados en sólida piedra. No matar, no robar o no mentir son contenidos básicos del mínimo ético que el Derecho aspira a garantizar. Lo jurídico no es un mero elemento coactivo, destinado a imponer las exigencias morales más relevantes; al contrario, es el mínimo ético jurídico –por ser, además de mínimo, indispensable– el que generará una obligación moral.

Objeción de conciencia

Es obvio que –de acuerdo con lo ya expuesto– cuando hablamos de Derecho no nos estamos refiriendo a cualquier contenido formalmente homologado, sino a exigencias éticas indispensables para lograr una convivencia humana; lo cual obliga, más allá de lo formal, a profundizar sustancialmente en lo material. A la vez, tampoco cabría considerar que la norma sustancialmente injusta no sea Derecho. Se trata de un Derecho deficiente, que sin duda perturbará y deshumanizará la convivencia; pero sería poco realista olvidar que, si no se logra sustituirlo, acabará imponiéndose de hecho. Asunto distinto es que, pese a ser Derecho, pueda generar paradójicamente una obligación moral de desobedecerlo, si el déficit democrático del ordenamiento jurídico deficiente no permite, al menos, ejercer el derecho a la objeción de conciencia.

Lo ya dicho lleva consigo una consecuencia de no menos sentido común. Ese mínimo ético ha de ser contenido indispensable de cualquier maximalismo moral. Pretender que una supuesta misericordia –que más de una vez puede ser mero síntoma de debilidad– pueda tolerar injusticias, desprecia el mínimo ético jurídicamente propuesto. Quizá una tendencia clerical a suscribirlo puede explicar que –incluso en ámbitos religiosos– haya incidido la lacra social de la pedofilia. No ha faltado algún pontífice que se haya visto obligado a recordar que con la injusticia no se juega, con ocasión de posibles «requerimientos seudopastorales».

La objeción de conciencia, a la que ya nos hemos referido, es campo en el que resulta frecuente malentender la relación entre Derecho y Moral. Cuando esto ocurre, se genera un vértigo que inclina a una actitud restrictiva. En el fondo late el olvido de que la objeción de conciencia es ante todo un derecho y no el fruto de una indebida supremacía de lo moral sobre lo jurídico. El derecho a la objeción es síntoma de la madurez democrática del ordenamiento, pues se trata de respetar con su reconocimiento el juego práctico de un derecho fundamental. Asunto distinto es que haya que constatar la seriedad de la actitud del objetor, evitando cualquier instrumentalización picaresca de actitud tan digna de respeto.

Normativismo

No deja, por último, de tener relación con el problema que abordamos una segunda polémica, menos resaltada, que juega en paralelo a la ya señalada entre iusnaturalismo y positivismo. Esta segunda matriz teórica tendía a caer en el normativismo, amparado en la existencia de un sistema jurídico cuya plenitud haría superfluo y malicioso cualquier intento de dar entrada a elementos no contenidos ya en la norma puesta. Napoleón hizo famosa tal postura con su pintoresca prohibición de que el Código Civil fuera  objeto de  interpretación. Cuando llegaba a admitirse la posible existencia de lagunas en el sistema, se confiaba su eliminación a la entrada en juego de unos principios generales del Derecho que –en teoría– no aportarían nada que no estuviera ya implícito en él. Algo así como un zumo obtenido de los contenidos legales convertido en espray con el que calafatear las porosidades advertidas. 

En realidad, buena parte de las actuales Constituciones, como refleja el capítulo tercero del título primero de la nuestra, reconocen la existencia de unos principios prelegales, cuyo respeto y protección «informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos» (art. 53.3 CE).

sábado, 27 de mayo de 2023

La inspiración cristiana de una Universidad (y II)

EL HUECO DE LA TEOLOGÍA SEGÚN NEWMAN 

En su Idea of a University (o de manera más técnica, The Scope and Nature of University Education), el cardenal Newman dedica mucha atención a defender la importancia de que en una universidad estén presentes todas las disciplinas y en particular la Teología Natural. Y da un argumento: señala que, si una disciplina falta, su hueco lo invadirá otra que se saldrá de su sitio y dirá más de lo que puede decir. «Si elimináis una ciencia del círculo del co­nocimiento, no podréis conservar vacío su puesto. Esa ciencia se olvida y las demás se empujan unas a otras, es decir, exceden sus propios límites y entran donde no tienen derecho a entrar (5)». 

Eso es lo que sucede. Muchos grandes científicos extrapolan especulaciones sobre el sentido de toda la realidad a partir de su experiencia en un campo del conocimiento. Quizá no lo advierten, pero en ese momento cambian de método y de campo del saber. Abandonan el método de las Ciencias Positivas y entran en la especulación metafísica y preci­samente en el campo de la Teología Natural. Tienen perfecto derecho a hacerlo pero, a veces, entran de manera precipitada y con una notable ignorantia elenchi, es decir, sin conocer lo mucho que ya se ha pensado y dicho sobre el tema. 

La ausencia de una Teología Natural en la univer­sidad, de una reflexión racional sobre el sentido del universo y la explicación última de la realidad, deja un importante hueco que suele quedar invadido por explicaciones ingenuas y poco consistentes. Con frecuencia, divulgadores científicos hacen afirmaciones de un materialismo tan pobre, que es insostenible a la razón. ¿cómo es posible que exista inteligencia en el universo, y libertad y conciencia en el ser humano, si todo se ha hecho por casuali­dad a partir de una materia definida en la física de manera convencional? ¿Qué tienen las partículas elementales, tal y como las definimos, para dar lu­gar a semejante maravilla? Los que defienden esto poseen una fe caracterizada como materialista y se limitan a argumentar que, puesto que no puede haber otra causa, esta tiene que ser la material, tal y como la definimos. Una pobre abstracción de la realidad. Dan por demostrado lo que desearían demostrar. 

Este tipo de preguntas sobre la estructura y sentido del universo son inevitables en cualquier persona que quiera pensar. Y son propias de la metafísica porque van más allá de la física. La metafísica se ha intentado desterrar de las ciencias, pero vuelve a plantearse con toda fuerza, especialmente cuando las ciencias modernas declaran que todo el universo que conocemos ha surgido de un único proceso. Esto lo suponía la teología antigua, pero hoy lo demuestran las ciencias positivas. 

El universo que conocemos es unitario. Existe una unidad de origen y un despliegue histórico . Por eso, hace falta una causa que esté a la altura de los efectos. Y el mayor efecto es nuestra propia inteligencia que forma parte del mundo. Para explicar la inteligencia del ser humano y todo el proceso, debe de haber una «Causa inteligente». La otra posibilidad sería pensar que el mundo está lleno de magia o que es una inteligencia universal de la que todos formamos parte. Un panteísmo. 

La fe cristiana desmitificó la naturaleza con sus convicciones: todo el mundo es creado y en el mundo no hay más fuerzas que las naturales. La naturaleza es obra de Dios y es buena, manifiesta la bondad y la inteligencia de Dios, pero no es divina. Esto formó parte del primer diálogo de la fe cristiana con la filosofía y las ciencias y transformó realmente el marco. Es cristiana la convicción de que la naturaleza es natural y no mágica, y posee unas «fuerzas naturales» que se pueden, y se deben, estudiar y dominar. Y también tiene una unidad. No es posible volver a fórmulas mágicas. 

En algún sentido, el mundo es más complejo que antes, porque lo conocemos mejor. En otro sentido, es más simple, porque sabemos que solo quedan causas naturales. Pero causas naturales impregnadas de inteligencia o de información, si se prefiere una terminología neutral. Si se postula que el mundo se ha hecho a sí mismo por casualidad y sin ningún sentido, no hace falta Dios, pero tampoco se puede sostener la racionalidad de las ciencias ni del ser humano, ni tampoco de los frutos de la inteligencia humana que pretenden ordenar la convivencia, como el derecho o la política o la moral cívica. ¿cómo justificarlas? ¿Por qué habría que comportarse de manera racional en un mundo que en el fondo es irracional? ¿se trata solo de una convención humana para sobrevivir y no caer en la ley de la selva? Nos jugamos mucho en esto. 

EL HUMANISMO CRISTIANO COMO FUENTE DE LA CULTURA OCCIDENTAL 


En realidad el huma­nismo de todos los tiempos, el que encontramos en la antigua cultura china o en la India, y en la sabiduría griega, en la tradición humanista cristiana e incluso en la tradición ilustrada, plantea el tema exactamente al revés. Parte de la evidencia de que somos seres inteligentes y libres y concluye que tenemos que vivir a la altura de nuestra inteligencia y libertad, superando nuestra ignorancia y dominando nuestras pasiones. Precisamente, el saber o los saberes proporcionan libertad. Y, por eso, son una ocupación liberal propia de hombres libres. Esta es una de las grandes convicciones de todos los tiempos. Y se añade otra, que nace también de la experiencia. 

Hay que aprender a ser humanos, no es un crecimiento espontáneo, y necesitamos aprender de los mejores. El ser humano tiene que adquirir una forma espiritual, moral y social, empezando por el dominio de sí mismo. Una parte se hace con la educación, pero la mayor parte la hace libremente cada uno con el buen ejercicio de la libertad. Para esto se necesita un ideal de forma humana basado explícita o implícitamente en unas convicciones sobre el ser humano. 

El cristianismo aporta unas convicciones que han sustentado la base de nuestro humanismo, de nuestros ideales de educación y también de nuestra cultura política. Estas son algunas de las convicciones: 

1. La dignidad de todo ser humano, apoyada sobre todo en que es imagen de Dios, puesto a la cabeza de la Creación para que la domine, y en que cada uno tiene un destino eterno ante Dios. Esta dignidad es la misma para varones y mujeres y no se pierde en ninguna circunstancia. La fe cristiana es personalista y ha forjado el concepto de «persona», concepto capital de nuestra cultura filosófica y política. 

2. La libertad de las personas, dueñas de sus actos, por los que darán cuenta un día, ante un Dios que perdona a quienes se arrepienten. 

3. La igualdad fundamental ante Dios de todos los seres humanos, que son personas, queridas por Dios y destinadas a Él. Todos, ricos y pobres, poderosos y humildes, serán juzgados con los mismos criterios, en especial con la caridad. Esto ha deslegitimado para siempre la fuerza de las clases, las castas y las naciones en que tiende a dividirse el ser humano. 

4. Unido a lo anterior, la fraternidad humana. Porque todos son hijos del mismo Dios y ha pedido que se traten como hermanos. La caridad es el mandamiento fundamental del cristianismo e implica la preocupación por los más pobres y excluidos, preferidos de Dios, combatiendo la marginación que se crea en los procesos sociales. La caridad de­termina el estilo de vida, porque es una invitación a superar el egoísmo, sabiendo que es mejor darse que buscarse a sí mismo. Defiende la humildad frente a la gloria como fin de la vida, un ideal clásico. Y deslegitima la venganza personal, porque hay que amar incluso a los enemigos. 

5. Estas convicciones implican una cultura política, pues abren paso a la reflexión sobre los derechos humanos y ponen límites al ejercicio de la autoridad. La fe cristiana defiende que los que gobiernan son iguales a los demás, que, como todos, están sometidos a sus leyes y que, como todos, habrán de dar cuenta a Dios de sus actos. Cree en la distinción entre el poder religioso y el político («dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»). Y ha combatido a lo largo de la historia la tendencia del poder político a divinizarse, como ha sucedido en todos los imperios antiguos y en todos totalitarismos modernos. 

6. También tiene una idea propia y fuerte del valor del amor conyugal, inspirada por el respeto a la naturaleza del sexo y del amor personal, entendido como entrega de sí mismo al cónyuge y a los hijos. 

7. Y frente a la incertidumbre por el futuro, que lleva a la actitud fatalista clásica o a depender de augurios y adivinos, propone poner la esperanza en Dios. Se rechazan todas las adivinaciones y ciencias ocultas que intentan dominar el futuro, y que están profundamente insertadas en las culturas antiguas y vuelven a renacer en las nuevas.


NOTAS 

(5) John Henry Newman, Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, EUNSA, Pamplona 1996, 101. Es el discurso IV, 2.

miércoles, 24 de mayo de 2023

La inspiración cristiana de una Universidad (I de II)

«La universidad católica, por el encuentro que establece entre la insondable riqueza del mensaje salvífico del Evangelio y la pluralidad e infinidad de campos del saber en los que la encarna, permite a la Iglesia establecer un diálogo de fecundidad incomparable con todos los hombres de cualquier cultura» (San Juan Pablo II).

EN EL MUNDO HA HABIDO y hay muchas universida­des con una inspiración cristiana (1). ¿Qué puede tener que ver el cristianismo con las tareas universitarias? Mezcla dos cosas heterogéneas. El tema es mucho más profundo e importante de lo que puede parecer a primera vista, porque afecta a la naturale­za misma de la universidad, a la naturaleza misma del saber y de su unidad, y a la naturaleza de la fe cristiana. Lo vamos a desarrollar en siete grandes cuestiones que ahora presentamos resumidas.

1. La universidad es,junto con la Iglesia y el Estado moderno, una institución característica del mundo occidental (2). En realidad, toda la institución universitaria  nació históricamente  de la inspiración cristiana. En el fondo, por el interés de una fe que quería comprenderse al mismo tiempo que comprendía el mundo. El propio Dios que creó el mundo es el que se reveló en la historia de la salvación y plenamente en Jesucristo. Tenía que haber una relación entre los saberes humanos y la fe cristiana.

2. Por eso, la unidad de todos los saberes, que está de manera inherente en la definición de universidad, es una aspiración natural cristiana y una prueba de la existencia de Dios. Si existe alguna unidad de los saberes es porque hay una causa última y única de todo, que es Dios. Y, al contrario, si no hay Dios único y creador de todo, no puede darse una unidad de los saberes y tampoco tiene sentido buscar inteligencia en la realidad natural.

3. Esta reflexión sobre la causa última de toda la realidad se llama históricamente -en especial en la tradición anglosajona- Teología Natural. El cardenal Newman pensaba que esta disciplina es muy necesaria en la universidad. Y que cuando una disciplina falta en ella, con sus argumentos y sus métodos, su lugar lo ocupan otras ciencias, que se saldrán de su sitio natural. Si no existe una reflexión explícita sobre la «causa última» que da unidad a los saberes, acabará sustituida consciente o inconscientemente por otros supuestos.

4. La fe cristiana no solo ha creado las universidades, sino que está en la base de muchas convicciones que configuran la mente occidental, en particular de nuestro humanismo y nuestro sistema de convivencia. Temas que merecen un profundo estudio, tanto para poder comprender la propia identidad como para desarrollarla y no perderla. Es otra forma importante de presencia de la fe cristiana en la universidad . 

5. La pérdida de la unidad cristiana de Europa propició una secularización que, en parte, es un desarrollo natural y aceptable de los principios humanistas pero que adquirió, también, un tono polémico con lo cristiano. Este sesgo ha deformado, a veces, la actividad universitaria, en algunas espe­culaciones más generales de las ciencias positivas, las humanidades y de las ciencias humanas. Y la pérdida de esa base ha dejado estos saberes expuestos a derivas ideológicas. Por exigencias de método, los saberes deberían ser neutrales e inmunes a otras influencias que no fueran sus propias fuentes, pero se observa reiteradamente que no es así y que han estado fuertemente sometidos a modas ideológicas.

6. En este contexto, los cristianos siguen creando universidades porque siguen creyendo en la unidad del saber y quieren mantener vivo el humanismo cristiano, con sus propios exponentes y sus propias ideas que, de otra forma, podrían quedar marginados. Además, como todas las obras educativas cristianas, estas universidades asumen una función de testimonio cristiano y de evangelización. 

7. Alcanzar y conservar la identidad cristiana de una universidad en un medio crecientemente secularizado exige bastante esfuerzo. El medio ejerce espontáneamente una presión osmótica para homogeneizar lo de dentro con lo de fuera. Es preciso mantener operativos los fines y garantizar la identidad de los que en ella trabajan, además del saber que se crea y se enseña, respetando tanto la con­ ciencia de las personas como los métodos propios de los saberes. La pura inercia llevaría a una política reactiva muy difícil de mantener. Al contrario: se necesita una política proactiva ambiciosa que tenga claro este proyecto y busque personas que puedan entusiasmarse con él. 

LAS UNIVERSIDADES  NACIERON CON INSPIRACIÓN CRISTIANA


Conviene no olvidar que no solo las antiguas universidades nacen del cristianismo, sino que muchas otras creadas hasta el siglo XVII también lo tienen . Esto sucede en universidades europeas y norteamericanas. Harvard llevaba en su escudo, aunque ahora ya no, Christo et Ecclesia, «Por Cristo y por la Iglesia». También Oxford llevaba, y todavía lleva, en su escudo Dominus, Illuminatio mea, «El Señor es mi luz», porque los que la fundaron estaban convencidos de la unidad del saber en Dios. La fe cristiana es una fe que busca comprender, tal y como dice la famosa frase de san Anselmo de Canterbury, con ecos de san Agustín, fides quaerens intellectum. Desde que en los primeros siglos entró en contacto con la filosofía y los saberes griegos, la fe cristiana aprendió que no abarcaba todo y que otros saberes le ayudan a desarrollarse. Esto no  suponía entonces ni ahora ninguna deformación del mensaje evangélico, porque el mismo Dios, que se ha revelado en la historia de la humanidad dando origen a la fe cristiana, es el que ha creado el mundo, que es otra forma de revelar­se. Los cristianos sabemos que la fe aporta mucho, pero no contiene todo el saber ni sobre Dios ni sobre el ser humano ni sobre el mundo. Para definir sus límites y entenderse mejor a sí mismo, el saber revelado necesita del saber profano.

La antigüedad cristiana experimentó, con toda claridad, que la teología necesitaba de la filosofía, en el sentido estricto en que hoy la entendemos y en el sentido mucho más amplio con el que esta palabra se acuñó. Muchos ya sabrán que «filosofía» significa amor al saber o a la sabiduría.Pero el sentido antiguo de esta palabra era amor a todo saber seguro, que además incluía todos los saberes humanos bien establecidos. 

Y precisamente este deseo de la fe que se benefi­cia de todos los saberes humanos bien establecidos es lo que da origen a las universidades medievales. Sobre todo, cuando, desde el siglo XI, con Pedro Abelardo (3) y Pedro Lombardo, se descubre que la lógica aristotélica es un método apto y riguroso para lograr el saber. Es un asunto notable y con frecuencia olvidado. Los saberes universitarios y la misma universidad nacieron, al mismo tiempo, por el deseo de saber y por la conciencia de tener un método para lograrlo de forma rigurosa . Esto explica que la lógica haya estado en la base de los saberes universitarios (Trivium) hasta el siglo XIX. Aunque, con frecuencia, por pura inercia y sin ninguna conexión real con el propósito original. 

Las universidades nacieron cuando se crearon cátedras fijas para desarrollar con rigor los estudios de Filosofía y Teología, atrayendo a alumnos de todo el mundo, deseosos de saber. Y también, como ahora, de lograr un puesto reconocido en la sociedad. Desde entonces, la palabra «universidad» designa a la vez el conjunto de los saberes (universitas studiorum) y de todos los que quieren dedicarse a ellos, tanto profesores como alumnos (universitas magistrorum et scholarium) (4). De aquí procede la antigua estructura en facultades de la universidad, que dura hasta el siglo XIX. Después de los cursos de Humanidades o Gramática, que sirven para aprender la lengua culta común -el latín-, manejando los textos clásicos, está la Facultad de Artes (Liberales) o Filosofía, donde se estudia el método científico (Lógica) y los saberes humanos básicos naturales (Matemáticas, Física o Filosofía de la Naturaleza, Metafísica y Ética). Sólo después se puede pasar a las facultades superiores, como la de Teología; a la que se añadieron muy pronto las de Derecho Civil y Canónico, y la Facultad de Medicina. 

Esta estructura permanece hasta el siglo XIX, cuando las ciencias experimentales, conscientes de tener un método distinto al aristotélico, se emancipan de la Facultad de Filosofía. Desde entonces, la filosofía ya no abarca todo el saber humano natural, sino que se ha convertido en una reflexión abstracta sobre todo el saber, y en una disciplina dedicada a la conservación y desarrollo de sus propias tradiciones. Hay que lamentar que esa separación, aunque beneficia a la especialización, también ha supuesto una pérdida de contacto entre las humanidades y las ciencias experimentales, negativo para ambas partes. 

LA UNIDAD Y RACIONALIDAD DEL SABER Y LA EXISTENCIA  DE  DIOS

 

La unidad de profesores y alumnos que enseñan y estudian en las distintas facultades refleja y propicia la unidad y el diálogo de los saberes. Estudio y diálogo forman el núcleo vivo de la universidad, entonces y ahora. Pero la uni­dad de los saberes sobre el mundo y el ser humano supone la unidad del universo y, en definitiva, la existencia de una causa única inteligente, que en general llamamos Dios. De manera que tanto el presupuesto como el fin de las tareas universitarias es la existencia de Dios. Esto puede sonar muy raro a los oídos actuales, porque han perdido por completo el sentido de aquella unidad original, pero es así de manera rigurosa. Y no se trata de algo marginal. 

El cristianismo es connatural con la idea de que el saber tiene unidad, porque toda la realidad procede de una causa inteligente, de un solo Dios. Si el mundo hubiera sido hecho por causas distintas, carecería de sentido plantearse la unidad, porque cada causa habría obrado de manera independiente. Y, si muchas causas hubieran obrado de manera casual e irracional, no tendría sentido investigar la naturaleza o el ser humano porque no habría nada inteligente que encontrar, solo el caos. Como no se puede obtener ninguna ciencia del estudio de los números que salen por casualidad en la lotería. Pero al argumento hay que darle la vuelta. Cuando suponemos que el universo se puede comprender y que tiene una unidad, estamos suponiendo que tiene una causa inteligente y única. Esa es la definición filosófica de Dios, justo en la misma línea que las famosas cinco vías de santo Tomás de Aquino. 

Este argumento está en la base de la universidad y no es posible separarse de él. Está en constante planteamiento en la misma historia de las ciencias y, en concreto, en cualquier reflexión profunda sobre la naturaleza de las matemáticas. La cuestión de la «Causa última» es, en el fondo, ineludible. En concreto se hace en una parte de la Filosofía que se llama Teología Natural. Teología, porque trata de la causa última, Dios. Y natural, porque no trabaja con la fe sino con la razón natural. Esta disciplina tiene una fuerte tradición anglosajona. Ha sido y es muy importante en la Universidad de Oxford y, por ejemplo, en las famosas Gifford Lectures de la Universidad de Aberdeen, el fruto de una espléndida serie de ensayos clásicos de las humanidades. Se puede investigar cualquier aspecto del universo o del ser humano sin plantearse la cuestión del fundamento de la racionalidad del mundo y de su unidad, pero la cuestión está planteada en la misma naturaleza de las ciencias y de las matemáticas. Porque lo que se busca es inteligencia y unidad o coherencia. Por eso, hay mucha teología «implícita» en todo el empeño humano por conocer el mundo y su sentido  

NOTAS 

(1) J. M. Mora, <<Universidades de inspiración cristiana: iden­ tidad, cultura, comunicación», en Romana (2012)  194-220; J. M. Torralba, <<La doble identidad de las universidades de inspiración cristiana según Ex Corde Ecclesiae>>, en Rivista PATH (Pontificia Academia Theologiae) 14 (2015) 131-150. 
(2) Es interesante el comentario que le dedica Ignacio Sánchez Cámara, en Europa y sus bárbaros. I. El Espíritu de la cultura europea, Rialp,Madrid 2012,284-332, donde la sitúa como una de las seis características intelectuales de Europa. 
(3) Tiene particular encanto el ambiente universitario incipiente que describe la gran medievalista Régine Pernoud en su libro Eloísa y Abelardo. 
(4) Son muy útiles los cuatro volúmenes sobre La Historia de la Universidad en Europa, bajo la dirección general de Walter Rüegg (Cambridge University Press); en parte traducidos (Universidad del País Vasco). El propio cardenal Newman es autor de una interesante Historia de las universidades, poco conocida, que se puede leer online,Rise & Progress of Universi­ties.

jueves, 20 de abril de 2023

Ni libertad, ni igualdad ni servicio al ciudadano

Se consumó el desafuero. 

La noticia: "El Pleno del Tribunal Constitucional ha desestimado el recurso de inconstitucionalidad del grupo parlamentario VOX en el Congreso contra la "Ley Celáa" (Ley Orgánica 3/2020, de educación)". 

Se veía venir. El tribunal constitucional (desde ahora con minúsculas) lleva unos meses dando por buenas todas las iniciativas legislativas del actual gobierno, aunque sean clamarosamente inconstitucionales (en este caso, vulnerando el derecho a la educación y la libertad de enseñanza "garantizados" en el artículo 27 de la Constitución. Una reforma de la Carta Magna por vía de tribunal, sin acudir a los mecanismos políticos previstos para esto. 

Entre otros despropósitos, la sentencia dice que no todos los modelos educativos deben recibir ayudas públicas. ¿Cómo va a tener libertad de elección la inmensa mayoría de familias si han de pagar DOS VECES (vía impuestos y vía matrícula) la educación de sus hijos, según qué modelo educativo escojan? 

La plataforma Más plurales ha emitido el siguiente comunicado, suficientemente elocuente: 

MÁS PLURALES RESPETA LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Y MANTIENE SU RECHAZO A LA LOMLOE 

La Plataforma estudiará con detenimiento los fundamentos de la Sentencia, así como los votos particulares emitidos por cuatro magistrados. 

MÁS PLURALES respeta la Sentencia del TC aunque no la comparte y espera conocer y analizar con detalle los fundamentos que utiliza el alto tribunal para desestimar el recurso presentado y realizar en ese momento una valoración más profunda y desarrollada. 

La Plataforma MÁS PLURALES sigue defendiendo que hay aspectos de la LOMLOE claramente injustos sobre los que ya nos pronunciamos en su momento, que perjudican al sistema educativo y limitan gravemente las libertades y derechos de los ciudadanos. 

El hecho de que se hayan tenido que realizar dos ponencias distintas sobre la Sentencia pone de manifiesto que es una ley polémica y discutible. Por este motivo, la Plataforma seguirá trabajando para que sea modificada o sustituida cuanto antes y que su impacto en las Comunidades Autónomas sea el menos perjudicial posible. 

MÁS PLURALES sigue trabajando por una Ley de Educación que: 
  • Reconozca la complementariedad de las redes pública y concertada en el servicio de la educación sostenida con fondos públicos. 
  • Consolide el derecho de los padres a elegir centro educativo para sus hijos, respetando la demanda social a la hora de programar la oferta educativa. 
  • Mantenga, sin exclusión, el acceso a la financiación pública de todo tipo de centros educativos autorizados por las administraciones públicas. 
  • Permita la continuidad de los centros de educación especial para las familias que consideren que es lo más adecuado para sus hijos. 
  • Establezca la financiación a coste real del puesto escolar de los centros concertados garantizando así la gratuidad total de los mismos y las necesarias mejoras laborales de sus profesionales, docentes y personal de administración y servicios. 
  • Regule respetuosamente la asignatura de religión de acuerdo con su naturaleza académica, en igualdad de condiciones al resto de materias y como instrumento indispensable para la formación integral de la persona, objetivo esencial de la enseñanza. 

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 Foto: atarifa CC