El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa y rentable mitología, cuando no en pura superchería
Por Ignacio Sánchez Cámara, en La Gaceta, 5 de noviembre de 2007
Los hombres tenemos obligaciones con relación a la naturaleza. Y no porque ella tenga derechos. El titular de esos eventuales derechos, correlativos a las obligaciones, es también el hombre y sólo él: las generaciones actuales y las futuras. Sólo la persona es titular de derechos y obligaciones. Estas obligaciones relativas a la naturaleza han sido y son, con frecuencia, incumplidas. No son pocos los desmanes perpetrados. Pero si el hombre es capaz de agredir a la naturaleza, acaso sea porque no es un ser meramente natural.
No es fácil negar la realidad, al menos parcial, de lo que ha venido en denominarse “cambio climático”. La agresión a la capa de ozono, junto a otros factores (también conviene evitar el fundamentalismo del factor causal único), ya ha provocado alteraciones y efectos perceptibles, que se manifiestan en un aumento de la temperatura anual media y en el consiguiente deshielo que provoca el aumento del nivel del mar. Es a los científicos, y no a los charlatanes ventajistas, a quienes compete evaluar la dimensión del problema, establecer previsiones verosímiles y proponer las recomendaciones y las medidas políticas supranacionales que habría que adoptar (si bien, esto último ya no les corresponde sólo a ellos). No es infrecuente que algunas predicciones agoreras se funden en la condición, casi nunca cumplida, de un mantenimiento inalterado de las demás condiciones actuales (lo que en Derecho se llama la cláusula rebus sic stantibus, es decir, el presupuesto de que permanezcan inalteradas las demás circunstancias). Cuando comenzaba mis estudios universitarios, circulaba por ahí el dogma del “crecimiento cero”, patraña de la que apenas nadie se acuerda ya. El debate, si ha de serlo auténticamente, tiene que ser científico.
Existen síntomas evidentes de que el debate empieza a transitar más por la senda ideológica que por la científica. Para empezar hay mucho barullo y griterío, y ya decía Galileo que donde se grita no hay verdadera ciencia. El “cambio climático” se está convirtiendo en una poderosa, y rentable, mitología, cuando no en pura superchería. La ciencia nunca impone, silencia o censura, nunca amonesta o insulta, sino que persuade. Ciertamente, en ocasiones debe ser algo dura con los charlatanes, pero nunca escamoteando el debate e imponiendo una ortodoxia asfixiante. Ortega y Gasset decía que ciencia es aquello sobre lo que siempre cabe discusión. Y los apóstoles de la nueva “religión” seudoecologista pretenden imponer su creencia. El debate ha pasado ya de su lugar natural científico al ámbito ruidoso de la política y de la ideología, en el sentido de conocimiento deformado por intereses o de falsa conciencia, cuando no al del puro negocio. La naturaleza cotiza al alza en el mercado ideológico. Siempre es fácil traficar con los buenos sentimientos.
El futuro de la vida en nuestro planeta es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de demagogos poco escrupulosos que no desean que los hechos les estropeen una buena causa. Los retos que tiene planteados la humanidad van mucho más allá del logro de un descenso de uno o dos grados de temperatura media anual durante los próximos seis años. Ojalá fuera ese el único o el principal reto. Eso no significa, ciertamente, que no pueda tratarse de un objetivo necesario o conveniente. Por lo demás, como afirmó Popper, nadie cambia mediante argumentos y razones una opinión a la que no ha llegado mediante argumentos y razones. Es cierto que cualquier gobernante responsable debe enfrentarse a las amenazas del “calentamiento global” en toda su gravedad. Pero valorar y determinar las proporciones de esta gravedad no le corresponde a él sino a los científicos, y se da la circunstancia de que en la comunidad científica no existe unanimidad sobre este problema. También hay que evaluar el coste que entrañan las políticas propuestas, pues acaso muchos de los que se adscriben con fervor a la nueva fe no estén dispuestos a asumirlo. Casi siempre el problema son los otros. El pensamiento simple nunca llega a apresar una realidad compleja. Es muy probable que convenga reducir las emisiones de dióxido de carbono, pero no parece razonable convertirlo en el enemigo público número uno. Como he afirmado al principio, a mi juicio, el problema y su debate son de naturaleza moral, pero sus presupuestos y condiciones son científicos.
Nadie debe ser excluido del debate, salvo los que no estén dispuestos a plantearlo a partir de los conocimientos científicos. También la ciencia puede convertirse en una poderosa mitología, pero sus resultados nunca serán tan devastadores como los que puede producir la sustitución de la ciencia por la ideología. Y toda ideología presta al mal una sola cara, ya sea la clase social, la raza, la propiedad privada o, como en este caso sucede, la emisión de dióxido de carbono. La ideología, en el mejor de los casos, simplifica, siempre engaña, y, en el peor, esclaviza. Sustituyamos la ideología por la ciencia, y el fanatismo por la inteligencia.
3 comentarios:
Lobo! te di un thniking hace pocos días...
¡Auuuu! ¿Thinking? ¿No te referirás al "blogger del día? Lo recogí con legítimo orgullo y lo luzco en mi vitrina lateral (ver más abajo).
Y gracias.
tienes razón! es el blog del día...
de nada, bien merecido,
un abrazo!
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