Por Luis Sánchez de Movellán de la Riva
Profesor de la Universidad CEU-San Pablo. Doctor en Derecho.
El sarcástico, penetrante y siempre polémico William F. Buckley, padre del conservadurismo norteamericano actual y fundador de la legendaria National Review, falleció hace unos días mientras trabajaba en su estudio de Stamford (Connecticut) Era un intelectual respetado por los liberals y por los conservadores, ya que se le consideraba como un mito político viviente. Fue la inspiración ideológica y el estandarte de miles de conservadores estadounidenses y de notables miembros del influyente partido republicano.
William F. Buckley nació en 1925, en el seno de una familia acomodada cuyo cabeza de familia, un abogado norteamericano de origen irlandés, le educó en torno a un conservatismo de corte europeo, católico y autoritario. Su otra gran influencia intelectual provino de dos amigos de su padre, Albert Jay Nock y Frank Chodorov, intelectuales libertarios e iconoclastas, quienes inculcaron al joven Buckley los principios liberales, opuestos al igualitarismo y a la expansión del Estado.
El joven Bill cursó estudios superiores de ciencia política, economía e historia en la prestigiosa Universidad de Yale, donde adquirió fama de gran tertuliano, de amante de los debates y de apasionado por la batalla de las ideas. Se hizo famoso pronto, pues, poco después de cumplir veinte años, escribió su primer libro God and Man at Yale, en el que tuvo la osadía de denunciar el dominio marxista de las cátedras universitarias y la marginación de Dios y los principios morales y espirituales de la formación de los universitarios. El libro provocó una conmoción nacional, fue condenado por los gurus izquierdistas y los mandarines de la progresía del momento, pasando el joven Bill a ser conocido por el gran público estadounidense –y, en concreto, por la minoría conservadora asediada entonces por las políticas del New Deal.
Tras el éxito indiscutido de sus primeras aventuras literarias, Buckley colaboró con varios medios conservadores, especialmente con el mítico The Freeman y con The American Mercury, decidiendo finalmente, con el apoyo financiero de su padre William Buckley Sr. y el de un grupo de mecenas conservadores, fundar en 1955 la legendaria y todavía hoy viva National Review, con la que modernizó el conservadurismo norteamericano en torno a principios más directos, sin ataduras, atentos a la moral, intelectualmente sólidos y pedagógicos y políticamente incorrectos. El objetivo vital de William Buckley Jr. fue articular principios que propugnaran más libertad, menos estatismo, dejar hacer a los ciudadanos con responsabilidad y que articularan un conservadurismo como sistema de ideas y gozne intelectual que luchara por el interés nacional y por una mayor moralidad individual y cívica.
La National Review fue –y es- una publicación conservadora que, aparte de su habitual rigor, ofrecía –y ofrece- una lectura amena, divertida e irreverente. Su calidad literaria era –y es- parangonable a la de las revistas progresistas de gran circulación, como Time o Newsweek; e hizo uso Bill de la revista para reconciliar las facciones en liza del conservadurismo –libertarios económicos, tradicionalistas morales y halcones de la política exterior- en torno a una nueva filosofía basada en el anticomunismo, el libre mercado y los valores tradicionales judeocristianos. Se ha sólido decir que la National Review de Bill Buckley hizo respetable el conservadurismo purgándole del antisemitismo y de otros virus políticos.
La influencia del catolicismo que le inculcaron sus padres, William y Aloise, acompañó a Buckley toda su vida, siendo una persona profundamente creyente que, incluso con frecuencia, asistía en Connecticut a misas en latín. Una anécdota sobre su profundo catolicismo y su figura a lo Chesterton, se produjo cuando Juan XXIII publicó Mater et Magistra, una Encíclica muy crítica con Occidente, ante la cual Buckley se dejó llevar por su sarcasmo y su vehemencia, exclamando: “Mater, sí, Magistra, ¡de ninguna manera!”.
En definitiva, Occidente necesita un conservadurismo moderno y actual, que sepa dar respuesta a la multiculturalidad y al feminismo de género, que defienda y apoye una política moral y una moral política, que rebata la catastrófica influencia neomarxista en las Universidades y que cuestione la interferencia del Estado en la vida familiar y personal de los ciudadanos. La clave para este conservadurismo del siglo XXI, es bastante fácil y sencilla: inyectar la idea de la libertad en la mentalidad conservadora.
Por la Libertad, contra la dictadura del relativismo, el laicismo y todo lo políticamente correcto. No tengamos miedo, el único verdadero enemigo está dentro: que los buenos no hagan nada.
domingo, 20 de abril de 2008
Jueces y objeción de conciencia ante Educación para la Ciudadanía
Por JOSÉ ANTONIO DÍEZ, en Ideal (Jaén), 16 de abril de 2008
NO hace mucho, un conocido profesor universitario vaticinaba que en los próximos años habría un auténtico ‘big bang’ de objeciones de conciencia. En España los hechos parecen darle la razón, y ¿de qué modo!
En los últimos meses, tres Tribunales Superiores (los de Asturias, Cataluña y Andalucía), han dictado sentencias contradictorias sobre recursos presentados por objetores a la polémica asignatura. Empleando un símil deportivo, se podría decir que el resultado provisional es de 2 a 1, a favor de quienes sostienen que la obligación de cursar Ciudadanía no excluye a ningún alumno.
El hecho en sí, no debería, sin embargo, resultar demasiado extraño, pues responde a la lógica judicial de asimilación gradual del reconocimiento o la extensión de derechos que presentan aspectos novedosos en algunas de sus facetas. No se trata de un fenómeno nuevo en la historia de la jurisprudencia: las leyes contra la esclavitud, las leyes antirraciales, el reconocimiento de los derechos de la mujer, las que protegen la intimidad de los ciudadanos, etc., se han abierto paso poco a poco y, tantas veces, en medio de dificultades y luchas. En general, el Derecho se suele mover más lento que las transformaciones sociales, y no siempre por un prurito de conservadurismo, sino por prudencia jurídica: la aceptación o la extensión de los derechos individuales, requiere un periodo de decantación hasta garantizar que su reconocimiento general no perjudique a valores como la igualdad ante la ley y la seguridad jurídica.
Volviendo al tema de la objeción de conciencia, nadie niega que el único supuesto regulado en la ley española es el de la objeción al servicio militar. Pero la ley, como cualquier jurista sabe, no es la única fuente del Derecho: también lo son -y de modo singular, en el terreno de los derechos humanos- las decisiones judiciales, los Convenios internacionales, etc. Precisamente, el reconocimiento de la objeción de conciencia en nuestro ordenamiento jurídico ha venido de la mano de los Tribunales: sucedió primero con los médicos y enfermeras, después con algunos funcionarios públicos y, en fecha reciente, con los farmacéuticos.
Cierto es que, hasta ahora, no existían pronunciamientos judiciales sobre un hipotético derecho a la objeción de conciencia en materia educativa; y la razón es bien sencilla: hasta la implantación de Educación para la Ciudadanía, nadie se había inquietado por la impartición obligatoria de una asignatura que -al menos para muchos- autoriza al Estado a interferir en el derecho constitucional de los padres de elegir para sus la educación ética y religiosa más acorde a sus convicciones, desde una postura ideológica determinada y dudosamente compartida por importantes sectores de la sociedad.
Los Tribunales Superiores de Cataluña y Asturias coinciden en dos puntos: el rechazo a ampararse en la objeción de conciencia para no cursar la asignatura, y la falta de pruebas para impugnarla, por no considerarla contraria al derecho a la libertad ideológica y de conciencia. No entran a analizar los contenidos y, en el caso, asturiano se da la paradoja de que, después de reconocer la posibilidad de la objeción de conciencia, y hablar de las posibles reticencias de los padres, se limita a reproducir los principios inspiradores de los Decretos que regulan EpC y, concluir que, de reconocerse un derecho genérico a la objeción de conciencia, sólo podría invocarse en la enseñanza práctica de la asignatura, en las clases. Hasta ahí las coincidencias.
El Tribunal catalán va más lejos: no se para en distinciones y concluye que la Constitución no reconoce (a los padres) «el derecho a imponer a la Administración educativa la exención de asignaturas obligatorias para sus hijos».
De modo bien distinto juzga el problema el TSJ de Andalucía, cuando indica que la falta «de reconocimiento legislativo de la objeción, no puede impedir su objetivo cuando están en juego derechos fundamentales», y precisamente «en los Reales decretos ( ) que establecen las enseñanzas mínimas, se emplean conceptos de indudable trascendencia ideológica y religiosa, como son ética, conciencia moral y cívica, valoración ética, valores o conflictos sociales y morales. Ante esta situación, es razonable que los demandantes, por razones filosóficas o religiosas que no tienen por qué exponer detalladamente […] pueden estar en desacuerdo con parte de la asignatura, y lógico que soliciten que se excluya de ella a su hijo».
Para el TSJC el único ámbito en que reconoce la ley la o. de c. es del servicio militar (art. 30 CE): «Fuera de dicha previsión no puede eficazmente alegarse las propias creencias o convicciones para imponer la exención al cumplimiento de las obligaciones, deberes, funciones o cargas impuestas por la Constitución o por la Ley. Por lo demás, no observan ni en las leyes nacionales ni en los convenios internacionales ni, por supuesto, en los argumentos de los recurrentes la existencia de un derecho a la exención de deberes generales motivada por la propia conciencia o a su prestación con el contenido o en la forma estimada conforme a las creencias personales».
Sin entrar en algunas incongruencias importantes de las que hace gala la sentencia del TSJC, lo más sintomático, a mi juicio, son los dos modos bien distintos de entender el papel del Estado y el de los ciudadanos en la consecución del interés público, una de las claves de la ‘democracia participativa’ moderna. La cuestión que se ventila aquí tiene consecuencias nada desdeñables: ¿es el ‘interés público’ patrimonio exclusivo del Estado, o bien puede y debe ser compartido con la acción de los ciudadanos?; dicho de otro modo, ¿hay o no unos derechos previos a la existencia del Estado cuya misión será protegerlos y extenderlos a todos los ciudadanos? Entiendo que este es un contexto muy adecuado para enfocar el debate sobre la deseable aspiración de un Estado que quiera implicar en su desarrollo a los simples ciudadanos. La sentencia del TSJA realiza, en este sentido, un análisis, a mi entender especialmente lúcido: «El interés público está en la garantía de los derechos, que al final es lo que justifica la existencia del Estado y sus potestades. Entre estos derechos están la libertad ideológica y religiosa ( ) y el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones ( ). La salvaguarda de estos derechos mediante la objeción de conciencia no pone en peligro el ordenamiento jurídico democrático, simplemente refleja su funcionamiento. En último caso, corresponde al legislador crear instrumentos para hacer compatibles esos derechos con que la enseñanza básica sea obligatoria y gratuita».
Al margen de consideraciones legales y sin la pretensión de sugerir que la razón jurídica tenga que decantarse a favor de una parte, por serias que sean sus motivaciones y vitales los intereses en juego (nada menos que el futuro de sus hijos), sería una grave irresponsabilidad despreciar a esos miles de padres de familia -que rompiendo una larga tradición de pasividad de la gente corriente de este país- se han implicado en una batalla en la que están arriesgando algo tan delicado como el futuro educativo de sus hijos. Conozco desde el inicio el movimiento de objeción de conciencia a EpC y puedo afirmar con rotundidad que no es un movimiento político, sino social, ciudadano, que no encaja en las limitadas categorías políticas al uso (sólo en fechas recientes, con cientos de recursos presentados, algunos representantes del PP han asumido políticamente las reivindicaciones de los objetores). Con una carencia absoluta de medios materiales y económicos han emprendido una lucha de ‘David contra Goliat’, y en menos de un año han alcanzado las 27.000 objeciones, siendo el fenómeno de objeción de conciencia más importante en toda la historia reciente de España, después de la del servicio militar. Este rasgo se está dando con particular agudeza en Andalucía, la Comunidad que más objeciones ha recibido, no sólo porque el currículo de la asignatura en esta Comunidad autónoma tenga más carga ideológica que el de otras, sino porque desde que surgieron las primeras objeciones, la Administración andaluza no ha hecho sino poner dificultades, ocultar datos sobre el número real de objeciones, negarse con razones peregrinas a tramitar la objeciones, inventar trámites legales inexistentes para poner piedras en el camino de los padres objetores, incluso amenazar abiertamente con el suspenso y la imposibilidad de promoción por no cursar ¿una! asignatura, y finalmente, revolverse con extraña virulencia contra la sentencia del TSJA.
Qué pueda decir el Supremo si, ante sentencias contradictorias, se viera precisado a unificar doctrina, es algo difícil de saber, por más que las profecías de algún brillante catedrático de Filosofía del Derecho auguren un negro futuro a los objetores. El problema no es tanto de convicciones éticas o religiosas, aunque sin duda motivan; sino el respeto a un derecho constitucional que es de los padres, no de la escuela, ni del Estado. En cualquier caso, y tratándose de una cuestión que toca directamente a derechos humanos, lo más razonable es que los Tribunales, amparándose en el principio constitucional no interpretar con criterio restrictivo los derechos humanos, se inclinen por la libertad: ‘in dubio, libertas’: en la duda, por la libertad.
NO hace mucho, un conocido profesor universitario vaticinaba que en los próximos años habría un auténtico ‘big bang’ de objeciones de conciencia. En España los hechos parecen darle la razón, y ¿de qué modo!
En los últimos meses, tres Tribunales Superiores (los de Asturias, Cataluña y Andalucía), han dictado sentencias contradictorias sobre recursos presentados por objetores a la polémica asignatura. Empleando un símil deportivo, se podría decir que el resultado provisional es de 2 a 1, a favor de quienes sostienen que la obligación de cursar Ciudadanía no excluye a ningún alumno.
El hecho en sí, no debería, sin embargo, resultar demasiado extraño, pues responde a la lógica judicial de asimilación gradual del reconocimiento o la extensión de derechos que presentan aspectos novedosos en algunas de sus facetas. No se trata de un fenómeno nuevo en la historia de la jurisprudencia: las leyes contra la esclavitud, las leyes antirraciales, el reconocimiento de los derechos de la mujer, las que protegen la intimidad de los ciudadanos, etc., se han abierto paso poco a poco y, tantas veces, en medio de dificultades y luchas. En general, el Derecho se suele mover más lento que las transformaciones sociales, y no siempre por un prurito de conservadurismo, sino por prudencia jurídica: la aceptación o la extensión de los derechos individuales, requiere un periodo de decantación hasta garantizar que su reconocimiento general no perjudique a valores como la igualdad ante la ley y la seguridad jurídica.
Volviendo al tema de la objeción de conciencia, nadie niega que el único supuesto regulado en la ley española es el de la objeción al servicio militar. Pero la ley, como cualquier jurista sabe, no es la única fuente del Derecho: también lo son -y de modo singular, en el terreno de los derechos humanos- las decisiones judiciales, los Convenios internacionales, etc. Precisamente, el reconocimiento de la objeción de conciencia en nuestro ordenamiento jurídico ha venido de la mano de los Tribunales: sucedió primero con los médicos y enfermeras, después con algunos funcionarios públicos y, en fecha reciente, con los farmacéuticos.
Cierto es que, hasta ahora, no existían pronunciamientos judiciales sobre un hipotético derecho a la objeción de conciencia en materia educativa; y la razón es bien sencilla: hasta la implantación de Educación para la Ciudadanía, nadie se había inquietado por la impartición obligatoria de una asignatura que -al menos para muchos- autoriza al Estado a interferir en el derecho constitucional de los padres de elegir para sus la educación ética y religiosa más acorde a sus convicciones, desde una postura ideológica determinada y dudosamente compartida por importantes sectores de la sociedad.
Los Tribunales Superiores de Cataluña y Asturias coinciden en dos puntos: el rechazo a ampararse en la objeción de conciencia para no cursar la asignatura, y la falta de pruebas para impugnarla, por no considerarla contraria al derecho a la libertad ideológica y de conciencia. No entran a analizar los contenidos y, en el caso, asturiano se da la paradoja de que, después de reconocer la posibilidad de la objeción de conciencia, y hablar de las posibles reticencias de los padres, se limita a reproducir los principios inspiradores de los Decretos que regulan EpC y, concluir que, de reconocerse un derecho genérico a la objeción de conciencia, sólo podría invocarse en la enseñanza práctica de la asignatura, en las clases. Hasta ahí las coincidencias.
El Tribunal catalán va más lejos: no se para en distinciones y concluye que la Constitución no reconoce (a los padres) «el derecho a imponer a la Administración educativa la exención de asignaturas obligatorias para sus hijos».
De modo bien distinto juzga el problema el TSJ de Andalucía, cuando indica que la falta «de reconocimiento legislativo de la objeción, no puede impedir su objetivo cuando están en juego derechos fundamentales», y precisamente «en los Reales decretos ( ) que establecen las enseñanzas mínimas, se emplean conceptos de indudable trascendencia ideológica y religiosa, como son ética, conciencia moral y cívica, valoración ética, valores o conflictos sociales y morales. Ante esta situación, es razonable que los demandantes, por razones filosóficas o religiosas que no tienen por qué exponer detalladamente […] pueden estar en desacuerdo con parte de la asignatura, y lógico que soliciten que se excluya de ella a su hijo».
Para el TSJC el único ámbito en que reconoce la ley la o. de c. es del servicio militar (art. 30 CE): «Fuera de dicha previsión no puede eficazmente alegarse las propias creencias o convicciones para imponer la exención al cumplimiento de las obligaciones, deberes, funciones o cargas impuestas por la Constitución o por la Ley. Por lo demás, no observan ni en las leyes nacionales ni en los convenios internacionales ni, por supuesto, en los argumentos de los recurrentes la existencia de un derecho a la exención de deberes generales motivada por la propia conciencia o a su prestación con el contenido o en la forma estimada conforme a las creencias personales».
Sin entrar en algunas incongruencias importantes de las que hace gala la sentencia del TSJC, lo más sintomático, a mi juicio, son los dos modos bien distintos de entender el papel del Estado y el de los ciudadanos en la consecución del interés público, una de las claves de la ‘democracia participativa’ moderna. La cuestión que se ventila aquí tiene consecuencias nada desdeñables: ¿es el ‘interés público’ patrimonio exclusivo del Estado, o bien puede y debe ser compartido con la acción de los ciudadanos?; dicho de otro modo, ¿hay o no unos derechos previos a la existencia del Estado cuya misión será protegerlos y extenderlos a todos los ciudadanos? Entiendo que este es un contexto muy adecuado para enfocar el debate sobre la deseable aspiración de un Estado que quiera implicar en su desarrollo a los simples ciudadanos. La sentencia del TSJA realiza, en este sentido, un análisis, a mi entender especialmente lúcido: «El interés público está en la garantía de los derechos, que al final es lo que justifica la existencia del Estado y sus potestades. Entre estos derechos están la libertad ideológica y religiosa ( ) y el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones ( ). La salvaguarda de estos derechos mediante la objeción de conciencia no pone en peligro el ordenamiento jurídico democrático, simplemente refleja su funcionamiento. En último caso, corresponde al legislador crear instrumentos para hacer compatibles esos derechos con que la enseñanza básica sea obligatoria y gratuita».
Al margen de consideraciones legales y sin la pretensión de sugerir que la razón jurídica tenga que decantarse a favor de una parte, por serias que sean sus motivaciones y vitales los intereses en juego (nada menos que el futuro de sus hijos), sería una grave irresponsabilidad despreciar a esos miles de padres de familia -que rompiendo una larga tradición de pasividad de la gente corriente de este país- se han implicado en una batalla en la que están arriesgando algo tan delicado como el futuro educativo de sus hijos. Conozco desde el inicio el movimiento de objeción de conciencia a EpC y puedo afirmar con rotundidad que no es un movimiento político, sino social, ciudadano, que no encaja en las limitadas categorías políticas al uso (sólo en fechas recientes, con cientos de recursos presentados, algunos representantes del PP han asumido políticamente las reivindicaciones de los objetores). Con una carencia absoluta de medios materiales y económicos han emprendido una lucha de ‘David contra Goliat’, y en menos de un año han alcanzado las 27.000 objeciones, siendo el fenómeno de objeción de conciencia más importante en toda la historia reciente de España, después de la del servicio militar. Este rasgo se está dando con particular agudeza en Andalucía, la Comunidad que más objeciones ha recibido, no sólo porque el currículo de la asignatura en esta Comunidad autónoma tenga más carga ideológica que el de otras, sino porque desde que surgieron las primeras objeciones, la Administración andaluza no ha hecho sino poner dificultades, ocultar datos sobre el número real de objeciones, negarse con razones peregrinas a tramitar la objeciones, inventar trámites legales inexistentes para poner piedras en el camino de los padres objetores, incluso amenazar abiertamente con el suspenso y la imposibilidad de promoción por no cursar ¿una! asignatura, y finalmente, revolverse con extraña virulencia contra la sentencia del TSJA.
Qué pueda decir el Supremo si, ante sentencias contradictorias, se viera precisado a unificar doctrina, es algo difícil de saber, por más que las profecías de algún brillante catedrático de Filosofía del Derecho auguren un negro futuro a los objetores. El problema no es tanto de convicciones éticas o religiosas, aunque sin duda motivan; sino el respeto a un derecho constitucional que es de los padres, no de la escuela, ni del Estado. En cualquier caso, y tratándose de una cuestión que toca directamente a derechos humanos, lo más razonable es que los Tribunales, amparándose en el principio constitucional no interpretar con criterio restrictivo los derechos humanos, se inclinen por la libertad: ‘in dubio, libertas’: en la duda, por la libertad.
miércoles, 9 de abril de 2008
La negación de la responsabilidad
Por Ignacio Sánchez Cámara, Gaceta de los Negocios, jueves, 27 de marzo de 2008
Cuenta Arthur Koestler en sus memorias una conversación con Sigmund Freud, viejo y exiliado en Londres. El autor de El cero y el infinito comentó no sé qué perogrullada sobre los nazis. El fundador del psicoanálisis se quedó pensando un instante, mirando con ojos ausentes los árboles a través de la ventana, y luego afirmó, de manera vacilante: “Pues, como usted sabe, están desatando la agresividad que se hallaba reprimida en nuestra civilización. Era inevitable que tarde o temprano ocurriera algo semejante”. Y concluyó con estas enormes palabras: “No estoy seguro de que, desde mi punto de vista, pueda censurarlos”.
Los debates morales actuales no enfrentan a dos o más concepciones alternativas de la persona. En ellos se oponen quienes, respectivamente, afirman o niegan la condición personal del hombre. No existe acontecimiento comparable a este proceso, que ya dura varios siglos, de negación de la realidad personal. Ni tampoco hay otro que produzca tan fatales consecuencias. Detrás de cada uno de los males que padecemos, oculta su rostro esta negación injustificada e injustificable de la libertad y de la responsabilidad del hombre por sus actos.
No deja de ser paradójico, aunque sea más razonable y natural, que justo cuando la soberbia humana conduce a la negación de Dios, se produzca no una exaltación de lo humano, sino su más brutal degradación, el descenso imparable en la escala zoológica. Y no faltan quienes aplauden y alientan todos los intentos de rebajar al hombre por debajo incluso del umbral de la animalidad.
Tampoco puede extrañarse que entonces se produzca la cosificación del hombre, su consideración como mera mercancía. Así, se regocijan ante todos los golpes infligidos a la dignidad humana, ya sean reales o ficticios, verdaderos o falsos: Copérnico, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud. Desde luego, no cabe negar que sienten nostalgia del animal ancestral. Su visión del hombre no es sino la proyección de su propio ser. Pretenden hablar del hombre pero sólo hablan de sí mismos.
La responsabilidad puede ser escamoteada por muchos motivos: el deseo irreprimible de caminar “a cuatro patas” ingresando en una confortable barbarie que algunos confunden con el paraíso perdido; el alivio de la angustia de sentirse libre y responsable de sus actos; la mera ignorancia; o el resentimiento que dictamina que el sabio y el ignorante, el bueno y el malo, valen lo mismo, ya que no existe ni libertad, ni mérito, ni culpa, ni responsabilidad, sino la más perfecta y absoluta igualdad.
Si todos somos puros mecanismos, entonces todos somos iguales. Nada daña a algunos tanto ni los deslumbra hasta la ceguera como la luz de la verdad. Es posible que no seamos absolutamente responsables de todo lo que hacemos, pero somos absolutamente responsables de lo que queremos. Freud era perfectamente coherente al dudar de que, “desde su punto de vista” pudiera censurar a los nazis.
Sus ideas se lo impedían. Desde luego, exhibió la mayor honradez intelectual. Si somos la obra ciega de pulsiones inconscientes y vivimos bajo el poder de dos tiranos, Eros y Tanatos, no queda hueco para la responsabilidad. El problema era quizá su punto de vista. Pero somos libres y responsables en una medida mucho mayor de la que usualmente se admite. Aunque, pese a ello, quizá nunca debamos juzgar a otro, si es cierto que toda subjetividad es maravillosa y sagrada, aunque sí sus acciones. Somos responsables, pero no jueces. Entonces, Freud habría expresado, aunque por motivos erróneos, una profunda verdad.
Cuenta Arthur Koestler en sus memorias una conversación con Sigmund Freud, viejo y exiliado en Londres. El autor de El cero y el infinito comentó no sé qué perogrullada sobre los nazis. El fundador del psicoanálisis se quedó pensando un instante, mirando con ojos ausentes los árboles a través de la ventana, y luego afirmó, de manera vacilante: “Pues, como usted sabe, están desatando la agresividad que se hallaba reprimida en nuestra civilización. Era inevitable que tarde o temprano ocurriera algo semejante”. Y concluyó con estas enormes palabras: “No estoy seguro de que, desde mi punto de vista, pueda censurarlos”.
Los debates morales actuales no enfrentan a dos o más concepciones alternativas de la persona. En ellos se oponen quienes, respectivamente, afirman o niegan la condición personal del hombre. No existe acontecimiento comparable a este proceso, que ya dura varios siglos, de negación de la realidad personal. Ni tampoco hay otro que produzca tan fatales consecuencias. Detrás de cada uno de los males que padecemos, oculta su rostro esta negación injustificada e injustificable de la libertad y de la responsabilidad del hombre por sus actos.
No deja de ser paradójico, aunque sea más razonable y natural, que justo cuando la soberbia humana conduce a la negación de Dios, se produzca no una exaltación de lo humano, sino su más brutal degradación, el descenso imparable en la escala zoológica. Y no faltan quienes aplauden y alientan todos los intentos de rebajar al hombre por debajo incluso del umbral de la animalidad.
Tampoco puede extrañarse que entonces se produzca la cosificación del hombre, su consideración como mera mercancía. Así, se regocijan ante todos los golpes infligidos a la dignidad humana, ya sean reales o ficticios, verdaderos o falsos: Copérnico, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud. Desde luego, no cabe negar que sienten nostalgia del animal ancestral. Su visión del hombre no es sino la proyección de su propio ser. Pretenden hablar del hombre pero sólo hablan de sí mismos.
La responsabilidad puede ser escamoteada por muchos motivos: el deseo irreprimible de caminar “a cuatro patas” ingresando en una confortable barbarie que algunos confunden con el paraíso perdido; el alivio de la angustia de sentirse libre y responsable de sus actos; la mera ignorancia; o el resentimiento que dictamina que el sabio y el ignorante, el bueno y el malo, valen lo mismo, ya que no existe ni libertad, ni mérito, ni culpa, ni responsabilidad, sino la más perfecta y absoluta igualdad.
Si todos somos puros mecanismos, entonces todos somos iguales. Nada daña a algunos tanto ni los deslumbra hasta la ceguera como la luz de la verdad. Es posible que no seamos absolutamente responsables de todo lo que hacemos, pero somos absolutamente responsables de lo que queremos. Freud era perfectamente coherente al dudar de que, “desde su punto de vista” pudiera censurar a los nazis.
Sus ideas se lo impedían. Desde luego, exhibió la mayor honradez intelectual. Si somos la obra ciega de pulsiones inconscientes y vivimos bajo el poder de dos tiranos, Eros y Tanatos, no queda hueco para la responsabilidad. El problema era quizá su punto de vista. Pero somos libres y responsables en una medida mucho mayor de la que usualmente se admite. Aunque, pese a ello, quizá nunca debamos juzgar a otro, si es cierto que toda subjetividad es maravillosa y sagrada, aunque sí sus acciones. Somos responsables, pero no jueces. Entonces, Freud habría expresado, aunque por motivos erróneos, una profunda verdad.
sábado, 5 de abril de 2008
La existencia "científica" de Dios
En una entrada anterior, La miseria de una ética inferior, se ha producido un interesante debate que ha ido decantando hacia la posibilidad (o no) de demostrar la existencia o inexistencia de Dios. Como pruebas científicas - en sentido propio- no se pueden aportar, he pensado que sería interesante hacer una relación de pruebas de científicos. Aquí sigue un ejemplo:
A. EINSTEIN: «A todo investigador profundo de la naturaleza no puede menos de sobrecogerle una especie de sentimiento religioso, porque le es imposible concebir que haya sido él el primero en haber visto las relaciones delicadísimas que contempla. A través del universo incomprensible se manifiesta una Inteligencia superior infinita».
Ch. DARWIN: «Jamás he negado la existencia de Dios. Pienso que la teoría de la evolución es totalmente compatible con la fe en Dios. El argumento máximo de la existencia de Dios, me parece, es la imposibilidad de demostrar y comprender que el universo inmenso, sublime sobre toda medida, y el hombre, hayan sido frutos del azar».
N. COPÉRNICO: «¿Quién, que vive en íntimo contacto con el orden más consumado y la sabiduría divina, no se sentirá estimulado a las aspiraciones más sublimes? ¿Quién no adorará al Arquitecto de todas estas cosas?».
T. A. EDISON: «Mi máximo respeto y mi máxima admiración a todos los ingenieros, especialmente al mayor de todos ellos, que es Dios».
HATHAWAY (padre del cerebro electrónico): «La moderna física me enseña que la naturaleza no es capaz de ordenarse a sí misma. El universo supone una enorme masa de orden. Por eso requiere una Causa Primera, grande, que no está sometida a la segunda ley de la transformación de la energía y que, por lo mismo, es sobrenatural».
W. VON BRAUN: «Por encima de todo está la gloria de Dios, que creó el gran universo, que el hombre y la ciencia van escudriñando e investigando día tras día en profunda adoración».
A. M. AMPERE: «¡Cuán grande es Dios, y nuestra ciencia, una pequeñez!».
I. NEWTON: «Lo que sabemos es una gota, lo que ignoramos, un inmenso océano. La admirable disposición y armonía del universo no ha podido salir sino del plan de un Ser omnisciente y omnipotente».
K. F. GAUSS: «Cuando suene nuestra última hora, será grande e inefable nuestro gozo al ver a Quien en todo nuestro quehacer sólo hemos podido columbrar».
G. MARCONI: «Lo declaro con orgullo: soy creyente. Creo en el poder de la oración y creo no sólo como católico, sino como científico».
C. LINNEO: «He visto pasar de cerca al Dios eterno, infinito, omnisciente y omnipotente, y me he postrado de hinojos en adoración».
E. SCHRÖDINGER (premio Nobel de Física, creador de la Mecánica Ondulatoria): «La obra maestra más fina es la hecha por Dios según los principios de la mecánica cuántica».
K. L. SCHLEICH (célebre cirujano, descubridor de la anestesia local): «Me hice creyente por el microscopio y la observación de la naturaleza, y quiero, en cuanto esté a mi alcance, contribuir a la plena concordia entre la ciencia y la religión».
J. KEPLER: «Si Dios es grande, grande es su poder, grande su sabiduría. Alabadle, cielos y tierra. ¡Mi Señor y mi Creador! La magnificencia de tus obras quisiera yo anunciarla a los hombres en la medida en que mi limitada inteligencia puede comprenderla».
Sir Fred HOYLE (gran astrónomo y matemático): «El universo de las galaxias se dilata, y se crea continuamente en el espacio nueva materia para mantener constante la densidad media del universo, y esto exige la existencia de un Creador».
A. S. EDDINGTON (astrónomo y matemático inglés): «Ninguno de los inventores del ateísmo fue naturalista, sino filósofos mediocres. El origen del universo presenta dificultades insuperables, a no ser que lo consideremos sobrenatural».
J. Barón VON LIEBIG (químico y fisiólogo alemán): «La grandeza e infinita sabiduría del Creador la reconocerá realmente sólo el que se esfuerce por extraer sus ideas del gran libro que llamamos naturaleza».
E. WHITTAKER (investigador y catedrático de la Universidad de Edimburgo): «Cuando se investiga profundamente sobre el origen del universo, no hay más opción que convertirse al catolicismo».
A. EINSTEIN: «A todo investigador profundo de la naturaleza no puede menos de sobrecogerle una especie de sentimiento religioso, porque le es imposible concebir que haya sido él el primero en haber visto las relaciones delicadísimas que contempla. A través del universo incomprensible se manifiesta una Inteligencia superior infinita».
Ch. DARWIN: «Jamás he negado la existencia de Dios. Pienso que la teoría de la evolución es totalmente compatible con la fe en Dios. El argumento máximo de la existencia de Dios, me parece, es la imposibilidad de demostrar y comprender que el universo inmenso, sublime sobre toda medida, y el hombre, hayan sido frutos del azar».
N. COPÉRNICO: «¿Quién, que vive en íntimo contacto con el orden más consumado y la sabiduría divina, no se sentirá estimulado a las aspiraciones más sublimes? ¿Quién no adorará al Arquitecto de todas estas cosas?».
T. A. EDISON: «Mi máximo respeto y mi máxima admiración a todos los ingenieros, especialmente al mayor de todos ellos, que es Dios».
HATHAWAY (padre del cerebro electrónico): «La moderna física me enseña que la naturaleza no es capaz de ordenarse a sí misma. El universo supone una enorme masa de orden. Por eso requiere una Causa Primera, grande, que no está sometida a la segunda ley de la transformación de la energía y que, por lo mismo, es sobrenatural».
W. VON BRAUN: «Por encima de todo está la gloria de Dios, que creó el gran universo, que el hombre y la ciencia van escudriñando e investigando día tras día en profunda adoración».
A. M. AMPERE: «¡Cuán grande es Dios, y nuestra ciencia, una pequeñez!».
I. NEWTON: «Lo que sabemos es una gota, lo que ignoramos, un inmenso océano. La admirable disposición y armonía del universo no ha podido salir sino del plan de un Ser omnisciente y omnipotente».
K. F. GAUSS: «Cuando suene nuestra última hora, será grande e inefable nuestro gozo al ver a Quien en todo nuestro quehacer sólo hemos podido columbrar».
G. MARCONI: «Lo declaro con orgullo: soy creyente. Creo en el poder de la oración y creo no sólo como católico, sino como científico».
C. LINNEO: «He visto pasar de cerca al Dios eterno, infinito, omnisciente y omnipotente, y me he postrado de hinojos en adoración».
E. SCHRÖDINGER (premio Nobel de Física, creador de la Mecánica Ondulatoria): «La obra maestra más fina es la hecha por Dios según los principios de la mecánica cuántica».
K. L. SCHLEICH (célebre cirujano, descubridor de la anestesia local): «Me hice creyente por el microscopio y la observación de la naturaleza, y quiero, en cuanto esté a mi alcance, contribuir a la plena concordia entre la ciencia y la religión».
J. KEPLER: «Si Dios es grande, grande es su poder, grande su sabiduría. Alabadle, cielos y tierra. ¡Mi Señor y mi Creador! La magnificencia de tus obras quisiera yo anunciarla a los hombres en la medida en que mi limitada inteligencia puede comprenderla».
Sir Fred HOYLE (gran astrónomo y matemático): «El universo de las galaxias se dilata, y se crea continuamente en el espacio nueva materia para mantener constante la densidad media del universo, y esto exige la existencia de un Creador».
A. S. EDDINGTON (astrónomo y matemático inglés): «Ninguno de los inventores del ateísmo fue naturalista, sino filósofos mediocres. El origen del universo presenta dificultades insuperables, a no ser que lo consideremos sobrenatural».
J. Barón VON LIEBIG (químico y fisiólogo alemán): «La grandeza e infinita sabiduría del Creador la reconocerá realmente sólo el que se esfuerce por extraer sus ideas del gran libro que llamamos naturaleza».
E. WHITTAKER (investigador y catedrático de la Universidad de Edimburgo): «Cuando se investiga profundamente sobre el origen del universo, no hay más opción que convertirse al catolicismo».
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