3. El relativismo ético-social
Pasamos a ocuparnos del relativismo ético-social. Esta expresión significa no sólo que el relativismo actual tiene muchas y evidentes manifestaciones en al ámbito ético-social, sino también — y principalmente — que se presenta como si estuviese justificado por razones ético-sociales. Esto explica tanto la facilidad con que se difunde cuanto la escasa eficacia que tienen ciertos intentos de combatirlo.
Veamos cómo formula Habermas esa justificación ético-social. En la sociedad actual encontramos un pluralismo de proyectos de vida y de concepciones del bien humano. Este hecho nos plantea la siguiente alternativa: o se renuncia a la pretensión clásica de pronunciar juicios de valor sobre las diversas formas de vida que la experiencia nos ofrece; o bien se ha de renunciar a defender el ideal de la tolerancia, para el cual cada concepción de la vida vale tanto como cualquier otra o, por lo menos, tiene el mismo derecho a existir 17. La misma idea se puede expresar de modo más sintético: «Si la existencia de razones para modos de vida no fuese utilizada para justificar el empleo de la coacción, la tolerancia sería compatible con los compromisos más profundos» 18. La fuerza de este tipo de razonamientos consiste en que históricamente ha sucedido muchas veces que los hombres hemos sacrificado violentamente la libertad sobre el altar de la verdad. Por eso, con un poco de habilidad dialéctica no es difícil hacer pasar por defensa de la libertad actitudes y concepciones que en realidad caen en el extremo opuesto de sacrificar violentamente la verdad sobre el altar de la libertad.
Esto se ve claramente en el modo en que la mentalidad relativista ataca a sus adversarios. A quien afirma, por ejemplo, que la heterosexualidad pertenece a la esencia del matrimonio, no se le dice que esa tesis es falsa, sino que se le acusa de fundamentalismo religioso, de intolerancia o de espíritu antimoderno. Menos aún se le dirá que la tesis contraria es verdadera, es decir, no se intentará demostrar que la heterosexualidad nada tiene que ver con el matrimonio. Lo característico de la mentalidad relativista es pensar que esta tesis es una de las tesis que hay en la sociedad, junto con su contraria y quizá con otras más, y que en definitiva todas tienen igual valor y el mismo derecho a ser socialmente reconocidas. A nadie se obliga a casarse con una persona del mismo sexo, pero quien quiera hacerlo debe poder hacerlo. Es el mismo razonamiento con el que se justifica la legalización del aborto y de otros atentados contra la vida de seres humanos que, por el estado en que se encuentran, no pueden reivindicar activamente sus derechos y cuya colaboración no nos es necesaria. A nadie se le obliga a abortar, pero quien piense que debe hacerlo, debe poder hacerlo.
Se puede criticar a la mentalidad relativista de muchas formas, según las circunstancias. Pero lo que nunca se debe hacer es reforzar, con las propias palabras o actitudes, lo que en esa mentalidad es más persuasivo. Es decir: quien ataca el relativismo no puede dar la impresión de que está dispuesto a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad. Más bien se debe demostrar que se es muy sensible al hecho, de suyo bastante claro, de que el paso desde la perspectiva teórica a la perspectiva ético-política ha de hacerse con mucho cuidado. Una cosa es que sea inadmisible que los que afirman y niegan lo mismo tengan igualmente razón, otra cosa sería decir que sólo los que piensan de un determinado modo pueden disfrutar de todos los derechos civiles de libertad en el ámbito el Estado. Se debe evitar toda confusión entre el plano teórico y el plano ético-político: una cosa es la relación de la conciencia con la verdad, y otra bien distinta es la justicia entre las personas. Siguiendo esta lógica se podrá mostrar después, de modo creíble, que de una afirmación que pretende decir cómo son las cosas, es decir, de una tesis especulativa, sólo cabe decir que es verdadera o que es falsa. Las tesis especulativas no son ni fuertes ni débiles, ni privadas ni públicas, ni frías ni calientes, ni violentas ni pacíficas, ni autoritarias ni democráticas, ni progresistas ni conservadoras, ni buenas ni malas. Son simplemente verdaderas o falsas. ¿Qué pensaríamos de quien al exponer una demostración matemática o una explicación médica, empezase a decir que esos conocimientos científicos tienen sólo una validez privada, o que constituyen una teoría muy democrática? Si hay completa certeza de que un fármaco permite detener un tumor, se trata de una verdad médica, a secas, y no hay nada más que añadir. En cambio a una forma de concebir los derechos civiles o la estructura del Estado sí cabe calificarla de autoritaria o democrática, de justa o injusta, de conservadora o reformista. A la vez hay que recordar que existen realidades, como el matrimonio, que son a la vez objeto de un conocimiento verdadero y de una regulación práctica según justicia. En caso de conflicto, hay que encontrar el modo de salvar tanto la verdad cuanto la justicia con las personas, para lo cual se ha de tener muy en cuenta —entre otras cosas — el aspecto “expresivo” o educativo de las leyes civiles 19.
En el Discurso del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI ha distinguido con mucha nitidez la relación de la conciencia con la verdad de las relaciones de justicia entre las personas. Transcribo un párrafo muy significativo: «Si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad desde el plano de la necesidad social e histórica hasta el nivel metafísico y se le priva de su auténtico sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese conocimiento, en virtud de la dignidad interior de la libertad. Algo completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el Decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la Iglesia» 20.
Benedicto XVI da muestras de un fino discernimiento cuando reconoce que en el Concilio Vaticano II la Iglesia hizo suyo un principio ético-político del Estado moderno, y que lo hizo recuperando algo que pertenecía a la tradición católica. Su posición está llena de matices. Y así aclara que «quien esperaba que con este “sí” fundamental a la edad moderna iban a desaparecer todas las tensiones y que esa “apertura al mundo” transformase todo en armonía pura, había minimizado las tensiones interiores y las contradicciones de la misma edad moderna; había infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todos los períodos de la historia». Y si afirma que «no podía ser la intención del Concilio abolir esta contradicción del Evangelio en relación a los peligros y errores del hombre» 21, dice también que es un bien hacer todo lo posible por evitar «las contradicciones erróneas o superfluas con el fin de presentar a este mundo nuestro las exigencias del Evangelio con toda su grandeza y pureza» 22. Y señalando el fondo del problema, añade que «el paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como “apertura al mundo”, pertenece en definitiva al problema perenne de la relación entre fe y razón, que se muestra siempre con formas nuevas» 23.
El razonamiento de Benedicto XVI muestra un modo de hacer frente de modo justo y matizado a una posición tremendamente insidiosa como es el relativismo ético-social.
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