sábado, 12 de septiembre de 2009

El mal llamado “Estado laico”

Estado no confesional y Estado laicista
Por Juan Moya, Doctor en Medicina y en Derecho Canónico, en Análisis Digital

En estos últimos años, cada vez que los gobernantes quieren tomar una decisión que lleva consigo apartar a la religión de la vida pública, se apoyan en que estamos en un Estado laico. La confusión sobre qué es un Estado laico y cuáles son sus exigencias legítimas es considerable. Tratemos de precisar un poco estas cuestiones.

Conviene empezar por recordar que la palabra “laico” es propia de la terminología eclesiástica, del Derecho Canónico, que distingue –básicamente- entre “laicos” y “clérigos” o “religiosos”. Los laicos son, expresado de modo negativo, los que no son ni clérigos (sacerdotes) ni religiosos (miembros de Congregaciones religiosas: frailes y monjas, para entendernos). Pero los laicos, pueden ser, evidentemente, personas creyentes y practicantes (cristianos o de otras confesiones religiosas) o no creyentes. Por tanto, “laico” se opone a “clérigo” o a “fraile”, pero no a creyente. El término “laico” es tomado del griego “laos”, que significa “el pueblo”.

La versión legítima del confusamente llamado Estado laico sería la de “Estado no confesional”. Pero sin embargo lo que en la práctica quieren decir es “Estado laicista”. Como veremos, esta interpretación es contraria a la libertad de los ciudadanos, y por tanto inadmisible. Veamos estos conceptos.

Estado “no confesional” es el que no tiene una religión propia como religión oficial, pero respeta el derecho a la libertad religiosa de sus ciudadanos, que pueden tener una religión u otra, o no tener ninguna, y no tienen más límite para el ejercicio de sus creencias religiosas que el orden público. El Estado es libre para abrazar o no una determinada religión, pero en todo caso, si es un país libre y democrático y por tanto respeta los derechos humanos, tiene el deber de respetar el derecho a la libertad religiosa de sus súbditos. Esta laicidad del Estado es una “laicidad positiva”, válida y legítima.

El Estado mal llamado “laico” y que realmente es “Estado laicista” es no el que simplemente no tiene ninguna religión, sino el que en la práctica es contrario a toda religión –y más especialmente a la católica-, a la que considera un obstáculo para la convivencia y una limitación a la libertad por las normas morales que esa religión –repito, la cristiana en particular- pretende difundir. Por eso hace todo lo posible por restringir al máximo las manifestaciones religiosas en la vida pública: quitar crucifijos, dificultar que se pueda explicar la religión en la escuela, tratar por igual a todas las confesiones religiosas independientemente de su arraigo en la historia y en la vida real del país, etc. Esta laicidad es una “laicidad negativa”, ilegítima porque invade la libertad legítima de los ciudadanos, negándoles o al menos obstaculizando el derecho fundamental a la libertad religiosa.

Por tanto, entre la laicidad positiva del Estado no confesional y la laicidad negativa del Estado laicista existen diferencias esenciales:

a) La laicidad positiva respeta el derecho a la libertad religiosa de las personas singulares de modo eficaz; el Estado laicista, por el contrario, tiende a restringirlo en todo lo que pueda;

b) La laicidad positiva considera que la religión es una dimensión esencial de la persona, que afecta a todas las manifestaciones de su vida –tanto en la vida privada como en la vida pública-, mientras que el laicismo considera que la religión es algo no sólo secundario, sino incluso perjudicial para la convivencia (esta consideración produce sonrojo y una gran pena).

c) La laicidad positiva distingue entre la neutralidad estatal con respecto a las religiones, y el derecho fundamental de sus ciudadanos a vivir en todo momento de acuerdo con sus creencias, como algo que no sólo se le tolera –se tolera lo malo, lo bueno no necesita ser tolerado-, sino que se le reconoce y protege. La laicidad negativa o laicismo, por el contrario, pretende imponer su “credo” laicista –agnóstico o ateo, contrario incluso a la ley natural- a todos los ciudadanos, obstaculizando en todo lo posible el ejercicio de su fe e imponiendo de modo obligatorio modelos de enseñanza de una determinada orientación moral, contra el derecho de los padres a la educación de sus hijos en el campo de la conciencia.

De lo anterior se deduce que no tiene justificación, ni moral, ni jurídica, ni democrática la interpretación negativa de la laicidad. Invocar el “Estado laico” para recortar derechos, es un abuso y un engaño.

El Estado laicista fácilmente llega a ser un Estado fundamentalista. Hay Estados fundamentalistas religiosos (algunos musulmanes, como es sabido, en los que no se admite más religión que la del Estado y se persigue a las demás). Pero puede haber Estados fundamentalistas laicistas, en los que se tiende a ahogar toda religión, y en particular la católica [de hecho los ha habido y los hay, los comunistas, por ejemplo].

Si el derecho a la libertad religiosa que reconoce la Constitución española no corresponde a lo que hemos llamado manifestaciones de la laicidad positiva, entonces ese derecho sería negado en la práctica.

Concretamente, en aras de la laicidad del Estado, ¿tiene justificación la prohibición de los signos religiosos en la vida pública, en los colegios estatales? Esta pregunta se podría contestar planteándose previamente otras: ¿existe el derecho a manifestar públicamente las propias creencias o éstas deben permanecer encerradas en el interior de la conciencia?; ¿quitar los crucifijos es algo “neutro” con respecto a la religión católica o algo expresamente contrario?; ¿los alumnos tienen derecho a exigir que en sus centros docentes se respete su religión y puedan tener símbolos visibles de sus creencias, sobre todo si se trata de una mayoría de alumnos que profesan esa misma religión?; y, en fin, ¿el crucifijo es un símbolo que realmente moleste la sensibilidad religiosa de los no cristianos?

A los cristianos les parece muy bien que se reconozcan los derechos de los no cristianos –aunque sean minoría-, pero no es legítimo ampararse en esta exigencia para mermar los derechos de los creyentes y concretamente de los católicos, porque ambos derechos han de ser compatibles.

[nota del editor]

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