Por LUIS ALBERTO DE CUENCA, Profesor de Investigación del CSIC
ABC, Viernes, 15 de enero de 2010
Don Antonio Fontán, marqués de Guadalcanal, acaba de apagar la luz de su alcoba y se ha marchado para siempre. Esa costumbre humana de morirse, tan arraigada en nuestra especie, ha hecho partícipe de su inútil victoria a mi querido maestro. Llevaba muchos años luchando con su corazón, que le había avisado hacía tiempo de la precariedad de todo. Pero hasta hace bien poco conducía su vida con absoluta normalidad, jugando al golf casi a diario, viéndose con frecuencia con sus numerosísimos amigos de la política, de la cultura, del periodismo, de la universidad, pilotando con mano experta, ayudado de Álvaro Lucas, su amada Nueva Revista, que acaba de cumplir veinte años y cuyo número conmemorativo de esa efeméride pudo tener, por suerte, Fontán entre las manos.
Don Antonio fue muchos hombres a la vez, como el protagonista del apócrifo borgiano «Le regret d´Héraclite», como Fernando Pessoa, pero nunca perdió el control de sus distintas personalidades y las armonizó de tal manera que sus muchas facetas dieron siempre la sensación de configurar un solo rostro, una sola alma, un único espíritu. Fue, por ejemplo, un monárquico convencido que llevó a cabo una gigantesca tarea de futuro en el entorno de Don Juan de Borbón, un político decisivo en los años de la Transición, un extraordinario catedrático de Filología Latina, especialista en temas tan apasionantes como Séneca, Tito Livio y el Humanismo renacentista, un bibliófilo consumado, un espejo de periodistas, un gran concertador de voluntades, un exquisito comensal. Todos los hombres que agrupó bajo el marbete de su nombre fueron buenos, inteligentes, mesurados, analíticos, generosos. En todos ellos aleteaba el espíritu de la ejemplaridad. De todos ellos deja huella en sus discípulos, que son legión, pues pertenecen a ámbitos muy diversos, y hay en sus filas nombres destacadísimos en los diferentes ámbitos cultivados por su profesor.
Fontán fue, ante todo y sobre todo, un liberal. Su liberalismo trascendía incluso el vocablo en su acepción de uso ideológico para ubicarse en el espacio semántico que corresponde al término «liberalidad». Porque don Antonio se ha pasado la vida distribuyendo generosamente sus bienes espirituales y morales por todas partes sin esperar recompensa a cambio. Y él, que creía firmemente en la libertad como principio máximo al que invocar en la dirección de los Estados, creyó también a pie juntillas en la libertad del desprendimiento, del altruísmo, de la filantropía. Y, a partir de ese desapego de lo accesorio, urdió un sistema de alianzas con lo esencial, que incluía la relación con Dios y con la patria y el servicio a los demás. Una voluntad de servicio que culminó en el desempeño de la Presidencia del Senado en el momento en que se aprobó la Constitución de 1978, de manera que su firma aparece en nuestra ley fundamental refrendando la sanción y firma de Su Majestad el Rey, junto a la de Antonio Hernández Gil y a la del entonces Presidente del Congreso de los Diputados, Fernando Álvarez de Miranda (este último cumplió años ayer, el mismo día en que murió Fontán).
Don Antonio Fontán había sido profesor mío de Filología y Crítica Textual Latinas en mi cuarto curso de carrera, allá por los primeros años 70 del siglo pasado. Lo recuerdo siempre con libros que acababan de salir en las cuatro esquinas del orbe y que él conseguía, como por arte de birlibirloque, nada más ponerse a la venta, lo que suscitaba en mí pasmo y admiración a partes iguales. Otro motivo por el que, a mis diecinueve años, decidí adoptar a Fontán como modelo a imitar tiene que ver con el arte. Recuerdo que en aquellos años, o tal vez un poco más tarde, había aparecido en Francia un monumental Watteau de Jean Ferré en cuatro volúmenes que Fontán comentó muy elogiosa y pormenorizadamente en ABC. Me pareció genial que un catedrático de Latín como Antonio Fontán se dedicase a glosar tan colosal monografía artística, pues siempre he creído que no hemos nacido tan sólo para dedicarnos a una sola tarea, sino para desplegarnos como abanicos vivos en diferentes parcelas del saber, como hacía mi profesor de Crítica Textual.
Hace casi sesenta años que Antonio Fontán obtuvo la cátedra de Filología Latina. Siempre compaginó la enseñanza con el periodismo y con la política. Quién no recuerda su etapa como director del diario Madrid en una época en que ese periódico se erigió en portavoz de la futura democracia y pagó un alto precio por ello. Fue en las páginas de ese diario donde me inicié, a los dieciocho años recién cumplidos, en la crítica literaria, y fue en su sede de la calle Maldonado esquina a General Pardiñas donde estreché por vez primera la mano de mi futuro maestro.
Como estudioso del Humanismo de los siglos XV y XVI, Fontán estampó su firma en una larga serie de publicaciones ad hoc, de las que citaré algunas que recuerdo de memoria, como Humanismo romano, Juan Luis Vives, Españoles y polacos en la Corte de Carlos V (en colaboración con Jerzy Axer) y Letras y poder en Roma. De su última obra en este terreno, Príncipes y humanistas, me ocupé en estas mismas páginas hace unos meses. Reunía trabajos sobre señeros humanistas del Renacimiento europeo, como Dantisco, Vives, Erasmo, Tomás Moro, Maquiavelo, Antonio de Nebrija y Benito Arias Montano. A Fontán le interesaba, sobre todo, la íntima relación que mantuvieron estos primeros espadas de la cultura con los príncipes de la época, ya fuesen papas, reyes, emperadores, prelados, nobles o ministros responsables de la res pública, a los que aconsejaban en sus tomas de decisión, influyendo de forma considerable en su pensamiento político y hasta en su modo de comportarse tanto en público como en privado. Se trataba, por tanto, de unos scholars realmente engagés con el momento histórico que les tocó vivir, como Antonio Fontán, no como esos intelectuales maudits que, a partir del Romanticismo, riñeron con las bases sociales que los vieron nacer y se situaron al margen de la Historia, refugiándose en la autodestrucción.
Cuenta Fontán que, mientras preparaba su tesis doctoral en el antiguo Instituto Nebrija del CSIC, se tropezó con un libro de Walter Rüegg sobre Cicerón y el Humanismo que iba a influir decisivamente en su carrera. Leyéndolo, se produjo el primer contacto de nuestro humanista contemporáneo con sus colegas de otro tiempo, dándole un asidero permanente de buen juicio, serenidad y sabiduría desde donde mirar las cosas con ojos ponderados y prudentes. Príncipe y humanista él mismo, Antonio Fontán tenía que sentirse muy a gusto entre sus iguales. Un fragmento de Hesíodo nos anuncia que «los nobles, sin ser invitados, acuden a los banquetes de los nobles». Si eso ocurre sin necesidad de que medie una invitación, qué no ocurrirá cuando esa invitación existe y por partida múltiple. Ayer, los humanistas del Renacimiento reclamaron la presencia definitiva de Fontán en sus simposios celestiales. Desde entonces el mundo de los vivos se siente huérfano
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