El arzobispo Dominique Mamberti, encargado de Relaciones Exteriores de la Santa Sede, ha intervenido en La Habana en unas jornadas sobre la laicidad del Estado. Nos vienen muy bien en nuestro país algunas de las cosas que allí ha dicho.
En primer lugar conviene recordar que tanto el término como la realidad misma de la “laicidad” no existiría sino fuera por el cristianismo, pues sin la distinción fundamental que Jesucristo hizo entre lo que el hombre debe a Dios y lo que debe al “César” no podríamos hablar de laicidad. Como ha dicho Benedicto XVI, desde su origen el cristianismo es una religión universal y por tanto “no identificable con un Estado; presente en todos los Estados y distinta de cada uno de ellos. La religión y la fe no están en la esfera política sino en otra esfera de la realidad humana; y la política, el Estado, no es una religión sino una realidad profana con una misión específica. Y las dos realidades deben estar abiertas una a la otra”.
El término “laicidad” ha sido desvirtuado por el uso que se le ha dado en el ámbito político. “Laicidad” deriva de “laico” y tiene su origen en el ámbito eclesial, como cualquier persona medianamente informada sabe. Y el “laico”, en su acepción más elemental era y es “el que no es clérigo”, pero no como realidades contrapuestas, sino simplemente distintas y complementarias. Ahora –en realidad desde el Iluminismo de la revolución francesa- algunos emplean ambos términos con un sentido de oposición neta entre la vida civil y la vida religiosa o eclesial, como si se tratara de dos enemigos incompatibles. Señala el Papa que “en los tiempos modernos ha tenido el significado de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante el confinamiento al ámbito privado y de la conciencia individual. Así ha sucedido que al término laicidad se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen”.
Así pues, la laicidad se ha convertido en laicismo: es decir, en una visión de la vida civil en la que se excluye la dimensión pública religiosa de la vida humana. En este sentido la laicidad laicista no asegura, sino más bien obstaculiza, el derecho a la libertad religiosa. Y es que la supuesta neutralidad del Estado con relación al credo de sus ciudadanos es insuficiente, pues los Estados tienen que garantizar la libertad religiosa de esos mismos ciudadanos. De lo contrario, si se subordina la libertad religiosa a cualquier otro principio, “la laicidad tiende a transformarse en laicismo, la neutralidad en agnosticismo y la separación en hostilidad”, ha escrito el profesor Martín de Agar. En este caso, paradójicamente, el Estado supuestamente neutral, pasa a ser un Estado “confesional”, cuya “religión” es la ideología laicista, “hasta con sus ritos y liturgias civiles”.
Como decía Juan Pablo II cuando estuvo en Cuba en 1998, “el Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un clima social sereno y una legislación adecuada, que permita a toda persona y a toda confesión religiosa vivir libremente su propia fe, expresarla en ámbitos de la vida pública y poder contar con los medios y espacios suficientes para ofrecer a la vida de la Nación sus propias riquezas espirituales, morales y cívicas”.
Y es que el cuidado del Estado por el bien de los ciudadanos no puede limitarse a algunas dimensiones de la persona, como la salud física, el bienestar económico, etc. “El hombre se presenta frente al Estado también con su dimensión religiosa”, lo que implica que el Estado no impida los actos voluntarios y libres de la persona hacia su Creador. “Esos actos no pueden ser mandados ni prohibidos por la autoridad humana”, ha afirmado Benedicto XVI, que por el contrario tiene el deber de respetar y promover esa dimensión.
El derecho a la libertad religiosa no se garantiza por el mero hecho de no hacer violencia o no intervenir en las convicciones personales, o por limitarse a respetar la manifestación de la fe en el ámbito propio del culto, pues no se debe olvidar que “la misma naturaleza social del hombre exige que éste exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, y que profese de modo comunitario su religión”, sigue diciendo el Papa. La libertad religiosa no sólo es un derecho del individuo, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia misma, como proclamó el Concilio Vaticano II en el Decreto “Dignitatis humanae”.
Se trata, en palabras de Mons. Mamberti, de “coordinar rectamente laicidad y libertad religiosa, tomando la primera como un medio importante pero no exhaustivo para respetar la segunda”, sin reduccionismos que terminen negándola.
* Foto: Estandarte, Virgen de Montserrat, Granada 020607, © atarifa
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