No voy a lanzar un discurso sobre lo tendencioso del mundo cultural y todo eso; pero me apetece hablar de algunos intelectuales olvidados -cuando no denostados- por la corriente oficial hegemónica.
Han coincidido dos cosas para que hable de Jesús Arellano Catalán (Corella, Navarra, 1921 - Sevilla, 2009, filósofo y poeta, catedrático y fundador de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla y primer Decano de la Facultad de Psicología de la misma universidad), y las aprovecho. La primera es el entusiasmo de un amigo cordobés, que lo conoció bien, por la edición de Semilla de Verdad, Vida y obra de Jesús Arellano, por parte de la Fundación de Cultura Andaluza y la Asociación de La Rábida, trabajo coordinado por José María Prieto, Femando Fernández y Juan Arana.
La segunda es el artículo que con este motivo ha escrito Andrés Ollero, que pasa a constituir el cuerpo de la entrada.
Por cierto, hablando de olvidados, para los que tengan curiosidad por saber más del extraordinario experimento universitario de La Rábida, y, de paso, del legado cultural de Vicente Rodríguez Casado, Unión Editorial publicó en 1995 un apasionante tomazo con el título El Espíritu de la Rábida.
Ahí va eso.
Don Jesús Arellano. Por Andrés Ollero Tassara.
Lo peculiar de mis ocasionales contactos con el profesor Arellano me sitúan en contextos que cabría considerar marginales. Ha de tenerse en cuenta que no tuve la suerte de ser alumno suyo, al cursar Derecho y no Letras. Esto en aquella época implicaba en la Universidad de Sevilla, pese a la cercanía física, vivir en mundos distintos desde todos los puntos de vista. Valga como anécdota que en mi primer curso éramos un centenar de alumnos y no más de trece alumnas, mientras en Letras la proporción podía ser radicalmente la inversa. Para colmo, mi curriculum estudiantil tuvo, por unas u otras razones, bastante de guadiana; lo que me llevaría a cursar en la Avenida del Cid solo dos cursos y medio.
Lo señalado puede convertirme sin embargo en testigo privilegiado de la onda expansiva que la tarea intelectual y universitaria de don Jesús acababa generando. Creo que pensó en alguna ocasión en que contribuyera a difundirla, pero me temo que por lo ya apuntado debí defraudarle un tanto. En todo caso, era difícil para cualquier joven e inquieto universitario de la época moverse en Sevilla por los más variados escenarios sin encontrar en ellos la huella del profesor Arellano.
Quizá donde con más frecuencia pude constatarlo fuera en el Aula de Cultura que impulsaba desde su Facultad, con el decidido empeño de rebasar sus fronte¬ras. Un estudiante de Derecho se convertía en factor de interés al respecto. De ahí que no solo recibiera invitaciones para las más diversas actividades, desde conferencias a sesiones de teatro leído, sino que con el tiempo acabara incluso haciendo de polizón en algún almuerzo en el Lar Gallego con el núcleo duro de sus discípulos; recuerdo entre los comensales a más futuros historiadores (Cuenca Toribio, Sánchez Mantero, Gómez Piñol...) que filósofos (José María Prieto, Pepe Villalobos...).
Probablemente mi primer encuentro personal con don Jesús había tenido ya lugar en un marco bien distinto: los bajos de la casa de Pilatos (!). Habían cedido allí unos locales al Círculo Balmes, sede de los juanistas sevillanos. La sala de estar de mi casa estaba presidida por una fotografía dedicada de don Juan, por¬que mi padre atendía como médico a la Infanta (en Sevilla no era preciso más detalle para identificar a la madre de la Condesa de Barcelona). Esa afinidad familiar no dejaba de generar simpatías políticas, así que acudí al reclamo de los que intentaban que la monarquía liberal encontrara eco entre jóvenes universita¬rios. Puestos a irlos formando, el primer invitado a impartir doctrina fue don Jesús. No creo que se debiera a que se le reconocieran confesas opciones juanis¬tas, sino a su sólida fama de humanista y maestro universitario. Quizá por dar por hecho que nuestra presencia por allí nos convertía en demócratas vocacionales, o por apuntar proféticamente al futuro, no nos habló tanto de democracia como, a modo de vacuna, sobre el peligro de que las oligarquías la acaben vampirizando. Sin duda los asistentes archivamos el mensaje.
Algún tiempo después encontraría huellas suyas más profundas en la calle Canalejas. Allí había dirigido el Colegio Mayor Guadaira, dejando una indeleble impronta personal. Coincidí ocasionalmente con él, con motivo de algún festejo colegial al que se apuntaban antiguos alumnos para acompañar a los de entonces: el ya mentado Villalobos o Antonio Ojeda, que llegaría a diputado, presidente del parlamento andaluz y más tarde del notariado español.
Al acabar el primer curso de carrera dediqué buena parte del verano a disfru¬tar de un inolvidable curso en la Universidad de La Rábida. Tampoco faltaba en ella el aliento de don Jesús; complementaba el asombroso empuje del rector Rodríguez Casado con mayor sintonía que Pérez Embid, un tanto abrumado por el exuberante despliegue de don Vicentón. Por allí andaba también Fernando Fernández, aunque no me enroló todavía en la obligada dedicación exclusiva que sus múltiples iniciativas acaban exigiendo.
El último escenario, duramente grabado en mi memoria, corresponde ya a la etapa final de su vida. Tuve ocasión de verlo en su casa, con toda su extraordina¬ria capacidad intelectual desmantelada, recorriendo el pasillo con un notable bloc y un lápiz con el que escribía sin descanso váyase a saber qué; él, que siempre fue más socrático que prolífico... Una imagen que en otro caso habría resultado paté¬tica, en el suyo más bien parecía paradigmática: alguien que por defecto (como diría un informático) escribe reclama un monumento al respeto intelectual.
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