Así titula Carlos Asenjo Sedano el artículo que publicó Ideal el pasado lunes 25 de mayo. El título me interesó, así que lo leí con atención, cosa que no suelo permitirme, por falta de tiempo.
Premio. No es que sea fan de Carlos Asenjo como sí lo soy de su hermano, el también escritor -ya fallecido- José Asenjo; pero cada vez me resulta más sugerente.
Total, que del artículo he entresacado estos tres párrafos, que van seguidos, porque me ha gustado lo que dicen y cómo se dice. El destacado en negrita es mío.
La Revolución, concretamente la francesa de 1789, alimentada por las teorías de la Ilustración, intentó –en su afán de dar la vuelta al proceso– crear un artilugio, el del ser supremo de Robespierre, que sustituyera el proceso tradicional, pero no funcionó, amén de utilizar la guillotina para ese cambio. Y dándole la vuelta a la pirámide, proclamaron que todo poder viene del pueblo –¡tan perecedero!...– dejando la religión en la base de la pirámide. Y como era lógico, enseguida, pasar a expulsarla de la estructura del Estado, de cualquier Estado.
El resultado ha sido, es, como es bien visible en el ejemplo de Europa, que los pueblos sin una base religiosa no aguantan mucho los avatares de la Historia, en su constante vendaval. No tienen ni la moral, ni el deseo, ni la fuerza suficientes para enfrentarse con las circunstancias adversas que se ofrecen cada día, mientras el hedonismo, la satisfacción personal, el placer, el sálvese quien pueda, el dar la espalda a toda batalla, el ignorar al próximo, el rehusar todo sacrificio y deber, sin esperar nada del mañana..., sin un agarradero religioso de mayor trascendencia como el de ayer, incapacita a los pueblos y a los hombres para enfrentarse con el enemigo que todo tiempo futuro lleva en sus entrañas.
En cualquier caso, entre aquella religión que ofrecía una esperanza a la postmortem que nos compensara de las muchas penalidades sufridas por todos los habitantes de esta tierra, en todos los tiempos, y este ateísmo de pan para hoy y nada para el mañana, es evidente que, hasta hoy, los pueblos han preferido aquella medicina, aunque muchos la tacharan de simple droga o un simple cabalgar sobre el mito de la ignorancia. Y así nos han privado de la esperanza posible de un mañana quizá más feliz, a cambio de una existencia siempre a caballo de la angustia vital.
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