En la revista Sevilla Nuestra, primavera de 2020
1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
Andrés Ollero |
Entre unas cosas y otras, es fácil que uno acabe oyendo de vez en cuando alguna tontería. Nunca he oído sin embargo que alguien defienda la conveniencia de una igualdad ideológica, salvo que pretenda reinventar el partido único. Pero la estadística no perdona: he oído a algunos que se quejan de que en España no hay igualdad religiosa. Asunto distinto es cómo convivir en una sociedad pluriconfesional.
Tan absurdo como impedir la libre manifestación de la propia concepción del mundo sería el intento laicista de privatizar la vivencia religiosa, como si se la considerara perturbadora de la convivencia social. Ya suena demasiado a viejo aquello de considerar a lo religioso como el opio del pueblo, pero -quizá inconscientemente- los laicistas parecen pretender replantearlo como si la religión debiera ser tratada como el tabaco del pueblo: fume usted poquito y en su casa.
El mantra que esgrime el laicista de turno es que no se puede imponer las propias convicciones a los demás; como si él mismo no tuviera convicciones. Ya Io escribió Machado: "Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: ¿y cuál es mi zapato? Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?".
Por si no quedara claro, la primera línea del precepto arriba citado incluye a la vez la libertad de culto, con su inevitable proyección pública; a la vez que deja bien claro que no se trata de una mera piadosa actividad individual sino que incluye manifestaciones comunitarias, como las tan gozosamente abundantes en Sevilla.
El Tribunal Constitucional, al referirse al ejercicio de los derechos fundamentales, no deja de avisar que no hay derechos ilimitados. Los derechos son siempre libertad delimitada, para hacer posible la convivencia, e igualdad delimitada, para no ahogar la libertad. Al fin y al cabo la justicia, que aparece con una y otra como valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1), no es sino el ajustamiento de libertad e igualdad.
El límite de las libertades ideológica y religiosa es sin embargo particularmente mínimo: lo estrictamente necesario para el mantenimiento del "orden público". (...) Tal orden es como el núcleo duro de los derechos fundamentales, ajenos a toda negociación. Por muy devotos que parecieran sus adeptos, no se consideraría constitucional una comunidad que se reuniera los miércoles para realizar sacrificios humanos, premiando al afortunado con pasar a mejor vida.
El segundo epígrafe de nuestro artículo es sin duda el menos conocido, lo que facilita que se vea con facilidad atropellado. Dice así: 2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
Lo que tiende a olvidarse es su consecuencia: atenta a la convivencia democrática quien descalifica inquisitorialmente opiniones ajenas echándole a su autor en cara sus creencias religiosas; como si con ello estuviera profanando un ámbito público presuntamente neutro. Algo tan poco elegante como nombrarle a la madre. Bien experimentado lo tendrán quienes se atrevan a defender la vida del no nacido o del enfermo terminal.
Una sociedad religiosamente neutra sería tan poco democrática como una sociedad ideológicamente neutra. La frontera entre lo neutro y la neutralización es muy tenue. Sobre todo cuando, opinando uno seis y otro tres, llega el neutral de turno y lo soluciona a su manera: cero y todos contentos...
El epígrafe más enjundioso del artículo 16 acabará siendo el tercero, que pone en cuestión el dogma laicista de una obligada separación entre lo religioso y los poderes públicos, entendida como no contaminación. Quizá por alergia al incienso, se pretende imponer un espacio social libre de humos. El término "separación" ni siquiera está presente en la Constitución, que lo sustituye -como veremos- por otro bien distinto: cooperación.
3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
Queda pues claro que el Estado español no es confesional. Cada ciudadano podrá tener la religión que libremente prefiera o no tener ninguna. Dejará en su contorno social, como es lógico, la huella de sus propias convicciones; como un ejemplo de pluralismo, reconocido también como valor superior del ordenamiento jurídico en el artículo que abre la Constitución.
Lejos de mostrarse ciegos ante lo religioso, los poderes públicos han de tenerlos en cuenta, no para ajustarle las cuentas, sino para ver el modo de atenderlos con la cooperación en cada caso más eficaz. A eso llama el Tribunal Constitucional laicidad positiva. Dado el pluralismo de confesiones religiosas, el resultado será obligadamente desigual; pero no de acuerdo con los caprichosos humores de quienes ejerzan el poder, sino del modo consiguiente a las creencias religiosas de sociedad española. De ahí la referencia a la Iglesia Católica, ausente en el anteproyecto de constitucional, pero incluida luego con el elocuente apoyo del mismísimo Santiago Carrillo.
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