lunes, 16 de diciembre de 2024

Humillando en nombre del feminismo

Artículo de Jacobo Bergareche en El Mundo, allá por octubre de 2024. Un botón de muestra de la dictadura que ejerce la ideología de género. Se comenta por sí solo.

foto atarifa CC
¿Dónde están los hombres?

Hace unos meses publiqué en Elle una columna titulada ¿Dónde están los hombres?. Era una reflexión que hice después de impartir el enésimo curso de escritura al que solo asistieron mujeres. Me ocurre todo el rato, cursos, clubes de lectura, presentaciones: apenas se ve un hombre. Constato que les pasa a muchos otros escritores y escritoras.

Me preocupa que mis congéneres piensen que la conversación en torno a la literatura no les incumbe. No hablo de literatura ligera, sino de aquella que aspira a interpelarnos sobre aquello que puede acontecernos: el amor, la paternidad, el duelo, la pertenencia, el deseo irreprimible o los miedos mal curados de la infancia. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros, nos pone en la piel del prójimo, nos invita a entender sus motivos. Es decir, nos aproxima de una manera aficionada a ser psicólogos con los personajes y también con las personas que nos rodean, a las que comparamos con los personajes de las novelas muchas veces. Nos desciframos a nosotros mismos cuando nos vemos retratados en las miserias, anhelos y contradicciones de un personaje.

Poco después de la publicación de esta columna recibí una invitación para participar en el Encuentro Internacional por la Coeducación, que organizaron el Ministerio de Igualdad y el de Educación. Me propusieron acudir con mi hija Pepa, que es una estudiante de Psicología y Criminología de 19 años, para tener una conversación con ella en el escenario. Nos daban libertad para expresar nuestras ideas e impresiones en torno a la educación por la igualdad, y yo creí que pensar con mi hija en voz alta y frente al público sobre este tema sería una buena experiencia para ambos. La experiencia resultó una pesadilla.

Una experiencia de pesadilla

Acudimos al Centro Niemeyer de Avilés, donde tuvo lugar el encuentro sin certezas ni convicciones, mi hija y yo no militamos en nada, procuramos simplemente aportar ideas y dudas que nos parecía interesante exponer en ese foro. Le propuse a Pepa relacionar de alguna manera mi experiencia como escritor que asiste frustrado a la deserción del hombre de las actividades literarias con la suya como estudiante de una carrera donde los hombres hoy suponen solo el 20% del alumnado. En su curso, de hecho, solo hay tres chicos. ¿Habría quizás alguna relación en estas ausencias que ambos percibimos ¿Tiene el hombre algún problema con la introspección y con la conversación sobre los sentimientos que le aleja tanto de la conversación en torno a la literatura como de la psicología? 

La idea final que quise plantear es que la promoción del hábito de leer narrativa contemporánea ayuda a desarrollar habilidades importantes -de alguna manera ligadas a la psicología- para que los jóvenes varones puedan entender mejor aspectos como el deseo femenino o los problemas de ciertas relaciones. En definitiva, que no se trata tanto de explicarle al hombre qué masculinidad es la deseable sino de darle herramientas para poder ver y entender a una mujer, y a sí mismo. Pensaba que reivindicar la novela podía aportar algo valioso para la educación en la igualdad y quería poner ejemplos concretos de títulos y de conversaciones esclarecedoras que se pueden tener en torno a ellos. 

Todo esto se truncó porque fuimos interrumpidos e increpados durante nuestra charla por una mujer vociferante que además era ponente y tenía un cargo público, y que venía con una claque de obedientes palmeros. Los ataques comenzaron cuando le pregunté a mi hija por qué pensaba que en Psicología las mujeres están tan sobrerrepresentadas, algo que también pasa en Medicina, Trabajo Social o Educación Infantil. Pepa dijo despreocupadamente que podría ser porque de manera ancestral las mujeres tenían una inclinación hacia los roles de cuidado. Aquí se inició la gresca: oímos un grito desgarrador que chillaba «¡nos están asesinando!». 

Pepa y yo nos quedamos descolocados, no entendíamos el porqué de ese grito o su relación con la charla. Más adelante nos harían saber que aquello que Pepa me había respondido era una provocación: expresar la idea de que las mujeres puedan tener una disposición biológica a roles de cuidado es anatema para quienes piensan que el cuidado es una imposición cultural del patriarcado. Para estas personas cualquier asociación de alguna característica biológica con el género femenino es poco menos que un intento de sometimiento. La ciencia, que es la que debiera dirimir cualquier polémica en torno a esta cuestión (de la que yo me considero completamente ignorante), solo es relevante para algunas en la medida en que desmienta la intuición expresada por mi hija, como comprobaríamos más adelante.

¿Por qué los jóvenes son cada día más conservadores?

La siguiente declaración inaceptable de mi hija, que ya nos valió gritos histéricos de «fuera de aquí, este foro no es para vosotros», llegó cuando le pregunté por qué pensaba ella que los jóvenes de su edad eran cada vez más conservadores, según aseguran estudios y encuestas del CIS y la FAD. Pepa dijo que tenía la sensación de que en los últimos años el feminismo había perdido su foco, que es la lucha por la igualdad de la mujer, y se había enredado en otro tipo de debates como el de definir masculinidades alternativas y deseables, y decir a hombres y mujeres cómo debían ser. «¡Levantémonos y vayámonos todas, así terminan antes!», gritó esa tipa a la que no podíamos ver a través de los focos que iluminaban el escenario. Hubo aplausos a su propuesta y una sensación terrible de hostilidad.

Ya sabemos que los radicales de cualquier signo creen que su verdad les autoriza a silenciar a los demás y a interrumpirles cuando exponen ideas que no son las suyas. Mi hija, que jamás había estado en un escenario, se sentía cada vez más tensa, las piernas empezaban a temblarle, algunas personas del público trataban de amedrentarla para que callara ante la absoluta pasividad de la presentadora del acto, Luján Argüelles, que no hizo intervención alguna mientras se nos vituperaba.

Turno de humillaciones finales

Cuando comprobé que mi hija ya se trababa hablando y que nuestra charla no iba a poder discurrir con normalidad, abrí el turno de preguntas para cerrar nuestra intervención. Solo un hombre alzó su mano, dirigió su pregunta a Pepa y comenzó diciendo: «No quiero hacer mansplaining, pero…». Y acto seguido hizo exactamente lo que decía que no quería hacer. Le explicó a mi hija cómo algunos antropólogos que olvidó citar han descubierto que las mujeres también cazaban y que no estaban en la cueva cuidando a los bebés, y que por tanto eso del rol del cuidado era un invento, y que qué tenía que decir ante eso. La claque le aplaudió con alegría, con eso ya le daban la última bofetada pública a mi hija y la callaban del todo.

Después intervino por fin Luján, le preguntó a Pepa su edad y, cuando se enteró de que tenía 19 años, ofreció entonces al público la  explicación de lo que pasaba: era una adolescente que aún no entendía nada, el producto de una educación sesgada, dijo. Sí, dijo eso. Añadió que se haría mayor y vería que ese «libro de la ley» que le han dado no es tal, y aprendería entonces a ver las cosas. Pepa se echó a llorar, nos levantamos y nos fuimos. Cuando la quise calmar me dijo que estaba llorando de rabia, no por la hooligan ni el mansplainer del final, sino por la humillación a la que la sometía la presentadora, que con toda la condescendencia del mundo apaciguó al público presentándola como el deshecho de una educación sesgada, faltándole así al respeto no solo a Pepa, sino a todos los que hemos participado en su educación.

A la salida, muchas personas del Ministerio de Igualdad abrazaron a Pepa, consternadas por lo que había pasado, ofreciendo cariño y disculpas que agradecimos mucho, pero sugiriendo que nos había faltado un poco de contexto. ¿Qué significa eso?, me pregunto. Supongo que significa que a estos foros no se viene a pensar en alto sino a hablar con sumo cuidado de no cruzar las líneas que trazan los radicales. Y yo les diría, con cariño también, que personas como las que humillaron a mi hija en nombre del feminismo son precisamente las que hacen que el sentimiento antifeminista crezca  preocupantemente entre los jóvenes, y aquellas que ponen en riesgo todo lo bueno que se ha logrado.

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Las entradillas y los destacados en negrita son del editor.
Foto: atarifa CC


lunes, 7 de octubre de 2024

HUMANISMO SEGÚN ILLA

Para Andrés Ollero -en política- el cristianismo es, ante todo, el inventor de la laicidad; o sea, de la autonomía de lo temporal: dar al césar lo indicado en la famosa moneda

«Resulta paradójico que en el mapa político sea un socialista catalán quien enarbole, oportuna o inoportunamente, la bandera del humanismo cristiano», ha afirmado alguien tan versado en la materia como Serrano Oceja.

Quizá porque mi debut parlamentario fue con la escarapela democristiana del PDP -de la mano de Alzaga- me llamó siempre la atención la referencia política al humanismo cristiano. Por entonces, era patrimonio político de AP, a la que nunca pertenecí, aunque si compartí con ella mis ajetreadas primeras elecciones.

Cuando la generosidad de Fraga permitió el nacimiento del hoy PP, yo no había aún superado mi profunda curiosidad por conocer, de primera mano, que podía significar aquel rótulo. Por fin, mi trato con los depositarios de la patente permitió que uno de ellos me desvelara un día los arcana imperii. El asunto consistía, por lo visto, en que no éramos marxistas.

Quedé un tanto perplejo, porque nunca había imaginado que Dios se hubiera hecho hombre para no ser marxista. Al ver ahora repetido el slogan, pensé frívolamente que Illa echaba su red barredera hacia los restos de Unió Democrática de Cataluña, teniendo en cuenta su hoy abandonado pedigrí. Como ya que son varios -y por mí respetados- los que se lo han comentado en serio, me animo a unirme a la causa.

Para mí -en política- el cristianismo es, ante todo, el inventor de la laicidad; o sea, de la autonomía de lo temporal: dar al césar lo indicado en la famosa moneda. Esto implica que hay un mínimo ético natural, defensor de lo humano, que toda confesión religiosa ha de respetar, se interese o no por la política. Ese mínimo es el que las constituciones de los países democráticos se esfuerzan en plasmar.

La nuestra -ya en su artículo 1.1- incluye, entre los «valores superiores de su ordenamiento jurídico», la igualdad. Como nunca faltará alguno al que le interese no darse por enterado, reitera en el artículo 149, como primera competencia exclusiva del Estado: «La regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales». Algo difícilmente compatible con el jardín en el que el señor Illa, con tal de disfrutar del poder, se está internando.

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Fuente: Andrés Ollero: Humanismo según Illa, Andrés Ollero en ABC, 3 de octubre de 2024
Foto: ABC

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Falacias de la "justicia social"

¿Tienen razón los defensores de la "justicia social"?, se pregunta Thomas Sowell en su ensayo Falacias de la justicia social. El problema es el apriorismo ideológico y la falta de realismo que manifiestan en muchos casos. Se debe luchar contra la segregación racial o la discriminación sexual, pero resulta ilusorio imponer la igualdad mediante una agenda que puede derivar en «ingeniería social» y que no siempre soluciona las injusticias, sino que más bien las agrava.


Thomas Sowell cuestiona, desde una perspectiva liberal, los presupuestos filosóficos y económicos de la "justicia social", según la definición actual del movimiento "woke", y lo hace negando la mayor: que todos seamos iguales. 

Nada hay más desigual, afirma, que la naturaleza, los factores geográficos, la demografía etc. Eso no quiere decir que no se deba luchar contra la segregación racial o las discriminaciones de sexo, pero resulta ilusorio imponer la igualdad mediante una agenda que, a su juicio, puede derivar en «ingeniería social» y que, a la postre, no siempre soluciona las injusticias sino que las agrava. El autor desmonta, a lo largo del ensayo, las cuatro falacias de la justicia social: las falacias de la igualdad de oportunidades, las falacias raciales, las falacias a la hora de aportar soluciones y las falacias del conocimiento.

En el mundo ideal rousoniano del que bebe la justicia social —señala Sowell— todos deberían tener los mismos resultados, independientemente de la clase o raza. La experiencia nos dice que no es así. Y ello no se debe a la discriminación ejercida por las mayorías dominantes contra las minorías, sino a un cúmulo de factores, incluidos la libertad humana y el azar. Pero la justicia social reduce «la búsqueda de causas a una búsqueda de culpables». 

Así, movimientos como el Black Lives Matter sostiene que las mayores tasas de pobreza de los negros son principalmente producto del persistente «racismo sistémico». Pero olvida otros factores no menos influyentes, objeta Sowell. Por ejemplo, las familias monoparentales, de EE.UU., independientemente de que sean blancas o negras, tienen una tasa de pobreza superior a las familias compuestas por parejas casadas. 

La trayectoria del propio Sowell, afroamericano y de origen humilde, sirve para desmontar determinados tópicos sobre el racismo en Norteamérica. Huérfano desde niño, no terminó el bachillerato y pudo matricularse en la universidad, gracias a una ley que beneficiaba a los veteranos de guerra como él, y con el tiempo llegó a ser un prestigioso académico.

Ingeniería social

A la hora de buscar soluciones, la justicia social recurre a los «decisores sustitutos» de la sociedad, es decir a élites expertas que aplican recetas creyendo que «pueden mover a las personas como se mueven las piezas de ajedrez», según el símil de Adam Smith. El ejemplo más gráfico es la confiscación y redistribución de la riqueza, «núcleo de la agenda de la justicia social». Según esta, «las subidas de impuestos y los ingresos fiscales se mueven automáticamente en la misma dirección, cuando a menudo se mueven en la dirección opuesta». No menos contraproducentes son otras medidas de los «decisores sustitutos» como el control de precios; el «impuesto» de la inflación; o la legislación del salario mínimo. 

Debido al conocimiento que acumulan, las elites expertas creen ser los que mejor saben lo que le conviene a la sociedad, pero no siempre sus políticas son acertadas. Cita el autor, entre otros ejemplos, el de los jueces del Supremo de EE.UU. que reinterpretaron la Constitución en los años 60 al considerar el delito como una enfermedad. Resultado: se duplicó la tasa de homicidios.

Y no es que no tengan razón los defensores de la justicia social al detectar lo que está mal, indica Sowell. El problema es el apriorismo ideológico y la falta de realismo que hace que, en muchos casos, sea peor el remedio que la enfermedad. Una irónica pregunta lo deja en evidencia. ¿Queremos que los pilotos de las aerolíneas sean elegidos por representar a diversos grupos demográficos o preferimos volar en un avión cuyo piloto sea capaz de llevarnos sanos y salvos a nuestro destino?

martes, 16 de abril de 2024

LA LAICIDAD, INVENTO CRISTIANO

Luigi Ferrajoli
(“Derecho y moral. A propósito del embrión”) no deja de admitir -explícitamente- que la laicidad es invento cristiano: “¿en qué consiste la laicidad del derecho y del Estado? Creo que la mejor definición es la ofrecida por la separación entre el César y Dios, expresada en la frase del Evangelio: Al César lo que es del César a Dios lo que es de Dios”. No era habitual, en efecto, en cualquier otra cultura afirmación semejante por aquellos idus.

Significativo, a la vez, de la consciente laicidad de D’Agostino es su convicción de que la expresión “jurista católico describiría de modo óptimo, mucho mejor que la de católico jurista, a un hombre que no esconde su identidad de creyente”. No en vano, para él, el derecho era una “práctica antropológica y no religiosa”. Estuvo convencido de que “lo justo radica en el bien y que este no tiene un carácter confesional; es siempre y en todo lugar bien humano, que todo hombre tiene el deber, en su relación con cualquier otro, de defender y promover”.

Conviene no olvidar, desde este comienzo, el alcance que el término laico cobra en la cultura italiana, que me llamó poderosamente la atención en mis primeros contactos con ella. D’Agostino resalta las “polémicas ásperas y contingentes que parecen, en ciertos casos, dividir a nuestro país en dos frentes contrapuestos: el de los progresistas, ilustrados, moralizadores, autores de las reformas y de la democracia y el de los conservadores, tradicionalistas, defensores de privilegios, del desgobierno y el oscurantismo cultural”. Sin duda, tal descripción le sonará familiar también a más de un español. 

Buen conocedor de la cultura clásica, añadiría socarronamente que “la pretensión de modernidad de privatizar la experiencia de la fe no es, pese a las apariencias, moderna del todo. Corresponde -al menos en parte- a una típica pretensión del mundo precristiano, para el que el carácter privado de la fe se fundaba en un principio bien preciso: los dioses no tenían interés alguno por nuestro mundo”. 

A la vez duda de la existencia de no creyentes. “La gran alternativa no estaría entre los que creen en Dios y los que no creen, sino entre los que creen en un Dios personal y los que creen en un dios impersonal (como la materia o la historia)” . 

ENTRE LAICIDAD Y LAICISMO 

Ferrajoli se adentrará en la delicada frontera entre la laicidad y el laicismo, apelando a que es en una “neutralidad moral, ideológica o cultural donde reside la laicidad del derecho y del Estado liberal, del mismo modo que es en la exclusión de todo apoyo jurídico o heterónomo donde reside la auténtica ética laica”. Se verá, sin embargo, de inmediato obligado a matizar -a pie de página- que “el principio de la neutralidad no quiere decir en modo alguno que la acción de las instituciones públicas y específicamente de las de gobierno sea, deba, o pueda ser ética y políticamente neutral, es decir, que no exprese, no deba o no pueda expresar, en cuanto, a los resultados alcanzados o las razones que la inspiran, determinadas opciones o concepciones ético-políticas del interés público, lo que sería una tesis carente de sentido”. 

D’Agostino, por el contrario, funda la laicidad “sobre la aceptación confiada del mundo y sus potencialidades por parte del hombre”, aunque la autonomía que de ello deriva “se entiende referida a la esfera eclesiástica, no respecto al orden moral. No cabe por tanto consentir que, en nombre de la laicidad, se neutralice el debate público sobre la identificación y promoción del bien humano y, menos aún, excluir a individuos o asociaciones (en particular a las confesiones religiosas) de la participación en tal debate”. A su juicio, el “mal entendimiento del principio de laicidad merece ser calificado de laicismo”. 

LAICIDAD Y VERDAD 

Puesto a profundizar, Ferrajoli plantea una conexión entre laicidad y teoría del conocimiento, girando en torno a un dilema entre lo que él -o su traductor- identifica como “cognoscitivismo” -que quizá podría podarse un poco y dejarlo en cognitivismo- al que considera abocado a convertirse en dogmatismo, y un anticognitivismo, que nos llevaría a la tolerancia. A su juicio, “la posición laica excluye que la verdad o falsedad pueda predicarse de los valores”, marcando, precisamente, distancia con el maestro de D’Agostino, al recordar que Sergio Cotta “proponía una ética basada en la verdad y llena de verdad” . Mientras, él apelará a Scarpelli , muy en la línea del "Contra la ética de la verdad" de Zagrebelsky

Actitud similar fue asumida en España por Peces Barba, al que la expresión “la verdad os hará libres” producía una alergia especial, que le llevaba a sustituirla por la de “la libertad os hará verdaderos”; utilizada quizá -en términos retóricos- por su maestro Ruiz Giménez. A propósito de ello solía yo preguntarle -en nuestros cordiales encuentros en el rectorado de la Carlos III- si la interdicción constitucional de la arbitrariedad, no rechazaba precisamente una libertad incompatible con la verdad. 

D’Agostino, por el contrario, resalta que la vinculación al logos lleva consigo una hondura antropológica, que enlaza derecho y verdad y nos adentra en el campo de la razón práctica. Hace suya la afirmación de que el “empeño por la verdad es el alma de la justicia. Quien está empeñado por la verdad tiene que rechazar la ley del más fuerte”. A su juicio, en la efectiva superación –y no mera remoción- de la escisión, típicamente moderna, entre derecho y verdad, es en lo que se juega en estos años el destino del pensamiento postmoderno. Por eso, para él, el derecho es laico, como es laica cualquier forma de la praxis constituida a través del recto uso de la razón, no a través de una referencia inmediata, prerracional o preconsciente a la palabra de Dios . 

A VUELTAS CON EL DERECHO NATURAL 

Coherente con sus planteamientos, Ferrajoli rechazaba “la pretensión iusnaturalista de la imposición jurídica de una determinada moral, religión o ideología, como fuentes exclusivas y exhaustivas del derecho justo”. D’Agostino, por su parte, por lo que llamamos derecho positivo no entiende un ordenamiento normativo separado y subordinado a un hipotético ordenamiento normativo natural, sino como la determinación histórico-contingente del principio natural de la juridicidad. Considera pues que “la actividad del jurista-intérprete será interpretativa, en la medida en que proponga la antecedencia del ius respecto a la lex, del derecho respecto a la ley positiva. Pero ese derecho, que antecede a la ley, es un derecho que no puede formularse positivamente, es un derecho no escrito, es -brevemente- el derecho natural, que confía precisamente a los intérpretes la defensa de sus exigencias

Para él, el -quizá modesto- “cometido del iusnaturalismo es lograr que el derecho sea siempre puesto frente al tribunal de la razón humana, y que ninguna dinámica histórica -fundada, por ejemplo, en tradiciones ancestrales - pueda nunca justificar la humillación de la razón”. Lo considera un logro esencial de la conciencia occidental. No lo entiende pues como un supercódigo, sino que radica en las mismas normas del derecho positivo, que -en su ausencia- quedarían privadas de sentido y perderían con facilidad su obligatoriedad social . 

De ahí que acabe sugiriendo que “esta época posmoderna esté, en consecuencia, necesitada de una nueva reflexión sobre el derecho, a la vez post-iusnaturalista y post-positivista . Sugiere que puede haber acabado generando un cansancio excesivo esta polémica, que considera hoy prácticamente abandonada por parte de los iusnaturalistas; (quizá) por la dificultad teórica de encontrar al derecho natural un fundamento adecuado; y, por parte de los positivistas, por la dificultad ética de hacer pesar únicamente sobre el derecho positivo todo el complejo mundo de valores que afectan al derecho. 

LAICIDAD Y DEMOCRACIA 

El reto final de la laicidad consistirá en descifrar si la democracia exige partir de una ética sin verdad o cabría una democracia basada en la argumentación de lo que cada cual considere más cercano a ella

Ferrajoli plantea un neto dilema: “Si la ética es verdad, se entenderá que equivalga a un sistema de preceptos heterónomos y que pretenda traducirse en normas de derecho. Al contrario, si la ética es sin verdad y con fundamento en la autonomía individual, es claro que el derecho, en cuanto sistema de normas válidas para todos debe secularizarse como convención, pacto de convivencia, capaz de garantizar a todos, cualesquiera que sean los valores profesados por cada uno, renunciando a invadir el terreno de la conciencia y limitándose a garantizar la convivencia pacífica y los derechos de todos, a comenzar por su libertad de conciencia. Por eso resulta incompatible con un ordenamiento liberal la pretensión de la Iglesia y de la religión de autoproponerse como depositarias de la verdad, y por ello de un derecho ‘natural’ basado en la ética religiosa, en cuanto a su vez basada en la verdad”. 

D’Agostino detecta en este dilema que “la alergia del laicismo a la Iglesia sería fruto de su fatiga ante los creyentes, por lo que considera una desconcertante paradoja: la Iglesia pretende estar en la historia, teniendo una raíz que la trasciende”. Él, sin embargo, considera -en una línea, por lo demás compartida por el alemán Habermas y el norteamericano Rawls- que “la animación religiosa es esencial para la democracia. Se equivoca -bien lo sabía Tocqueville- el que defiende, en nombre de un malentendido laicismo, que tal animación deba ser maginada o incluso sofocada: debe, por el contrario, ser aceptada e incluso favorecida, naturalmente en un pleno contexto de libertad”. Recurre incluso a lo que considera una constatación social: “el hecho de que preguntas básicas en la defensa de lo humano se vayan convirtiendo en empeño casi exclusivo de los cristianos debería constituir para los laicos una ocasión, si no de conversión, al menos de un radical y honesto replanteamiento de sus propias visiones del mundo. 

Personalmente, considero que el problema del laicismo deriva de que convierte lo político en criterio último de su enjuiciamiento. De ahí que la sociológica autoridad moral de la Iglesia la interprete como poder sin más; un poder que no ha pasado por las urnas. Para D’Agostino esto implicaría enquistarse en un retroceso, porque, “una vez demostrado que el fin último del hombre es más que político y que la vida humana tiene una excedencia respecto a la situación social en la que está enclavada, de ello derivaba fácilmente la reivindicación a cargo de la misma de una nueva dignidad, que la antigüedad no había conocido”  y ahora se estaría rechazando. 

Más de una vez he pensado que tal situación, en  España, no es tanto fruto de un empeño laicista con apoyo del poder -que en más de un momento no ha faltado- sino, sobre todo, de un laicismo autoasumido por no pocos católicos, al no encontrar respuesta al pintoresco tópico de que no cabe imponer las propias convicciones a los demás; cuando la democracia sirve de escenario para dictaminar cuáles habrá que imponer, si no se prefiere quedar en manos de los que -solo en teoría- no tendrían ninguna. 

D’Agostino se vale de la experiencia italiana, para describir las etapas de este proceso. “el cristiano sufre evidentes apuros. Corre el riesgo, a causa de su constante invocación al primado de la verdad, de verse asimilado a un movimiento fundamentalista”. “La lejanía material de cristianismo y fundamentalismo no excluye que uno y otro puedan reencontrarse en una preocupante vecindad formal”. “Dado que la asimilación al fundamentalismo es indebida y desagradable, los cristianos ceden frecuentemente a la tentación de transformarse -en contra de sus mejores intenciones- en pálidos, atrasados y un tanto pasivos apologistas de la democracia procedimental; aportando así agua a molino ajeno, sin recibir a cambio simpatías ni agradecimientos”. “No parecen ser pocos los cristianos convencidos de que el imperio planetario del modelo democrático hubiera de una vez por todas convertido en superfluo su empeño social como cristianos, ‘laicizando’ [en el peor sentido] así definitivamente la política”. 

No duda en suscribir que “la democracia es hoy universalmente considerada como la única forma de gobierno naturalmente justificable”. Descubre, sin embargo, en ello una paradoja, pues -a su juicio- “ninguna época como la nuestra ha erosionado tanto la idea de que existan valores o principios que se presentan como naturales, objetivamente compartidos por todos los hombres, independientemente de las relevantes diferencias en el plano religioso, político o cultural”. 
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Fragmentos de Andrés Ollero Tassara, LA LAICIDAD EN EL DIFÍCIL DIÁLOGO FILOSÓFICO-JURÍDICO ITALIANO. Ponencia en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Foto: atarifa CC


jueves, 4 de enero de 2024

Derecho y Moral

La relación entre el ámbito jurídico y el moral ha generado habitualmente polémica. Sin duda porque conceptos como Derecho, Moral y, por si fuera poco, Ética, se han prestado a posturas muy diversas; tanto en su propio contenido como en su mutua relación.

Derecho, moral y ética

Abordo el problema desde mi personal emplazamiento jurídico, consciente de que la óptica sería distinta desde un punto de vista diverso. Propongo entender por ético todo lo que hace referencia a cómo debe comportarse una persona. Esto tropezará con otras versiones terminológicas; por ejemplo, quien es, por el momento, el más prestigioso filósofo del Derecho nos hablará de planteamientos éticos denominándolos en alemán «normativos».

Sin salir de tan amplio territorio, es obligado distinguir entre el mínimo ético necesario para que resulte posible una convivencia que merezca considerarse humana y las exhortaciones maximalistas derivadas de uno u otro código moral. El Derecho no aspira a garantizar la felicidad, la utilidad o la santidad de los ciudadanos; aspira a ajustar las relaciones sociales para hacer más humana la convivencia. De ahí su parentesco –no siempre bien entendido– con la justicia. El Derecho pretende hacer justicia objetivamente, lo que no exige que el sujeto de la actividad jurídica sea moralmente justo, aunque no vendría nada mal. El Derecho, de relacionarse con alguna virtud moral, sería más bien inseparable de la prudencia; de ahí lo de jurisprudencia. El imprudente sería siempre un jurista perturbador. La virtud de la justicia, como nos enseñaron ya los romanos, es un hábito moral que inclina a dar a cada uno lo suyo; pero determinar lo suyo de cada uno es una actividad jurídica y no un meritorio esfuerzo moral.

La relación entre los tres conceptos planteados se complica aún más si entra en juego la religión. La justicia objetiva a la que nos hemos referido es, por definición, horizontal; de ahí el papel de la igualdad como valor superior del nuestro ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE). La religión, por el contrario, tiende a girar en torno a una tensión vertical, dado el habitual protagonismo de los dioses de turno. La respuesta exigible en el trato con ellos tenderá a resultar maximalista, desbordando los límites de lo jurídico. Esto explica que los planteamientos de herencia greco-romana, desarrollados luego por la escolástica cristiana, puedan identificar Ética con Moral y acabar concibiendo el Derecho como un mínimo ético alojado en el maximalismo de una Moral obligada a satisfacer a un dios celoso; aunque tal postura acabe también suscribiéndola un agnóstico y prestigioso teórico del Derecho, norteamericano en este caso.

Iusnaturalismo y positivismo

Lo curioso es que resultado similar acabe hoy derivando de planteamientos herederos del positivismo jurídico. En efecto, esta teoría del Derecho convirtió a la neta separación entre Derecho y Moral en su seña de identidad. Entendió el Derecho –con una querencia formalista– como la normativa puesta por una autoridad legitimada al efecto. Le preocupaba lo que, puesto con la forma homologada, era –de hecho– jurídico, mientras que consideraba moral y meta-jurídica cualquier propuesta sobre cómo debería ser el Derecho. Cuando la misma racionalidad científica ha hecho imposible seguir admitiendo que solo sea jurídico lo formalmente considerado como tal, ha acabado asumiendo, no que es obligado admitir la existencia de exigencias jurídicas antes de aparecer como formalmente puestas –lo que llevaría a rendirse al iusnaturalismo– sino que prefiere calificarlas como morales y dar por hecho que no pocas veces –por no decir todas– el juez, jurista por antonomasia, tendrá que recurrir a criterios morales para aplicar el Derecho. Tal conclusión, catalogada por algunos autores como post-positivista, no deja de tener su mérito.

Más allá del derbi que, durante siglos, ha ido enfrentando a iusnaturalismo y positivismo como eternos rivales, no faltará quien –dando pocas facilidades para acertar al atribuirle camiseta– considere, como los viejos escolásticos, que el Derecho se aloja en el ámbito de la Moral, haciendo así imposible la deseable frontera, dentro de lo ético, entre mínimo jurídico y maximalismo moral.

La cuestión se complicará si vuelve a entrar en liza lo religioso, dada la querencia a identificarlo con lo moral. Esto lleva a ignorar que el decálogo bíblico contiene preceptos jurídicos. Precisamente por tra- tarse de sugerencias de sentido común, ante la triste experiencia de que se trata del menos común de los sentidos, han sido revelados por vía religiosa tallados en sólida piedra. No matar, no robar o no mentir son contenidos básicos del mínimo ético que el Derecho aspira a garantizar. Lo jurídico no es un mero elemento coactivo, destinado a imponer las exigencias morales más relevantes; al contrario, es el mínimo ético jurídico –por ser, además de mínimo, indispensable– el que generará una obligación moral.

Objeción de conciencia

Es obvio que –de acuerdo con lo ya expuesto– cuando hablamos de Derecho no nos estamos refiriendo a cualquier contenido formalmente homologado, sino a exigencias éticas indispensables para lograr una convivencia humana; lo cual obliga, más allá de lo formal, a profundizar sustancialmente en lo material. A la vez, tampoco cabría considerar que la norma sustancialmente injusta no sea Derecho. Se trata de un Derecho deficiente, que sin duda perturbará y deshumanizará la convivencia; pero sería poco realista olvidar que, si no se logra sustituirlo, acabará imponiéndose de hecho. Asunto distinto es que, pese a ser Derecho, pueda generar paradójicamente una obligación moral de desobedecerlo, si el déficit democrático del ordenamiento jurídico deficiente no permite, al menos, ejercer el derecho a la objeción de conciencia.

Lo ya dicho lleva consigo una consecuencia de no menos sentido común. Ese mínimo ético ha de ser contenido indispensable de cualquier maximalismo moral. Pretender que una supuesta misericordia –que más de una vez puede ser mero síntoma de debilidad– pueda tolerar injusticias, desprecia el mínimo ético jurídicamente propuesto. Quizá una tendencia clerical a suscribirlo puede explicar que –incluso en ámbitos religiosos– haya incidido la lacra social de la pedofilia. No ha faltado algún pontífice que se haya visto obligado a recordar que con la injusticia no se juega, con ocasión de posibles «requerimientos seudopastorales».

La objeción de conciencia, a la que ya nos hemos referido, es campo en el que resulta frecuente malentender la relación entre Derecho y Moral. Cuando esto ocurre, se genera un vértigo que inclina a una actitud restrictiva. En el fondo late el olvido de que la objeción de conciencia es ante todo un derecho y no el fruto de una indebida supremacía de lo moral sobre lo jurídico. El derecho a la objeción es síntoma de la madurez democrática del ordenamiento, pues se trata de respetar con su reconocimiento el juego práctico de un derecho fundamental. Asunto distinto es que haya que constatar la seriedad de la actitud del objetor, evitando cualquier instrumentalización picaresca de actitud tan digna de respeto.

Normativismo

No deja, por último, de tener relación con el problema que abordamos una segunda polémica, menos resaltada, que juega en paralelo a la ya señalada entre iusnaturalismo y positivismo. Esta segunda matriz teórica tendía a caer en el normativismo, amparado en la existencia de un sistema jurídico cuya plenitud haría superfluo y malicioso cualquier intento de dar entrada a elementos no contenidos ya en la norma puesta. Napoleón hizo famosa tal postura con su pintoresca prohibición de que el Código Civil fuera  objeto de  interpretación. Cuando llegaba a admitirse la posible existencia de lagunas en el sistema, se confiaba su eliminación a la entrada en juego de unos principios generales del Derecho que –en teoría– no aportarían nada que no estuviera ya implícito en él. Algo así como un zumo obtenido de los contenidos legales convertido en espray con el que calafatear las porosidades advertidas. 

En realidad, buena parte de las actuales Constituciones, como refleja el capítulo tercero del título primero de la nuestra, reconocen la existencia de unos principios prelegales, cuyo respeto y protección «informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos» (art. 53.3 CE).