Por José Javier Esparza, en IDEAL, hoy
La fórmula no puede estar más de moda: 'laicidad positiva'. Se diría que hemos encontrado la receta para suturar una brecha en la cultura occidental. Pero ¿de qué estamos hablando exactamente? ¿Qué es la laicidad?
'Laico' viene del griego 'laikós', que significa 'alguien del pueblo'. A través del latín 'laicus' pasó a definir a las personas que no pertenecen al clero. Después, en la terminología moderna, 'laico' empezó a designar todo aquello que es ajeno -no necesariamente contrario- a las confesiones religiosas. Y aún más tarde, en el vocabulario político de la modernidad, y en particular en la Francia del XIX, lo laico y el 'laicismo' pasaron a denotar la iniciativa del Estado para sustraer competencias a la Iglesia. Así lo 'laico' dejó de ser un estatus -yo soy un laico- para empezar a ser una política -el laicismo- orientada al conflicto con la Iglesia. De este camino se deduce claramente la nuez del asunto: cuando la Iglesia dice 'laico', habla de lo que no es clerical pero convive al lado de la religión; por el contrario, cuando lo laico se enarbola como bandera política, suele implicar una actitud hostil hacia la presencia religiosa en la vida pública.
Para entender esta trayectoria etimológica hemos de situarnos en el gran movimiento histórico de la secularización, que es la clave de la modernidad: los antiguos órdenes, sustentados sobre el origen divino del poder y el papel preponderante de la Iglesia son sustituidos por órdenes nuevos que reclaman plena autonomía. Expliquémoslo siguiendo el patrón de Hegel: la modernidad representa la afirmación de la individualidad frente a Dios (Reforma protestante), frente al conocimiento (Ilustración) y frente al poder (Revolución); añadamos por nuestra cuenta la afirmación del interés individual y del dinero frente a la comunidad (capitalismo burgués). Ese gigantesco proceso de tres siglos implica por fuerza el destierro político de la religión, a la que ya no se reconoce derecho a estar en la plaza pública. El laicismo es la consumación política de este movimiento y se sustancia en una propuesta radical: confinar lo religioso a la vida privada.
La cuestión es que el mundo laico, al cabo, no ha sido capaz de generar una moral social firme más allá de un 'sistema de egoísmos'. Podríamos hablar de fracaso del 'Estado predicador'. La moral ilustrada se ha resuelto hoy en relativismo y en nihilismo, lo cual se hizo especialmente patente a partir de los años setenta del pasado siglo. Eso no estaba en el programa de los modernos y ha obligado a una profunda reflexión. Reflexión, por cierto, gemela de la que se estaba viendo forzada a hacer la Iglesia. A partir de aquí, el diálogo ha empezado a ser viable.
Tal diálogo se materializa de manera muy visible en el intercambio entre Sarkozy y Benedicto XVI, pero tiene un antecedente decisivo: el diálogo entre el propio Ratzinger y Jürgen Habermas, recogido en 'Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión' (Encuentro, Madrid 2006). Resumámoslo así: la sociedad democrática -elecciones, Estado de derecho, libertades fundamentales- se basa en principios ajenos a la propia democracia; sólo son posibles desde la creencia común en una serie de valores que no son religiosos, pero que han sido legados a Occidente por la tradición griega, romana y cristiana. En consecuencia, si en nombre del laicismo desterramos la tradición espiritual de nuestra civilización, estaremos destruyendo los propios fundamentos de la democracia y las libertades.
Cuando hablamos de 'laicidad positiva' nos movemos en este campo conceptual. Así Sarkozy en San Juan de Letrán: «La República tiene interés en que exista una reflexión moral inspirada en convicciones religiosas. En primer lugar, porque la moral laica corre el riesgo de agotarse o de transformarse en fanatismo cuando no está respaldada por una esperanza que llene la aspiración al infinito. Y también porque una moral desprovista de lazos con la trascendencia está más expuesta a las contingencias históricas». Y así Benedicto XVI en el Palacio del Eliseo: «Es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado ante ellos. Y, al mismo tiempo, valorar más claramente el papel insustituible de la religión en la formación de las conciencias y su aportación al consenso ético de fondo en la sociedad». De ambos planteamientos se deduce la conveniencia de una laicidad positiva que «al mismo tiempo que vela por la libertad de pensar, de creer y de no creer -así lo dice Sarkozy-, no considere que las religiones son un peligro, sino más bien una ventaja».
Probablemente estamos ante el tema de nuestro tiempo. Desde el lado del pensamiento cristiano, el cardenal Scola lo ha expresado de manera inmejorable en su libro Una nueva laicidad (Encuentro, Madrid, 2007). Y desde el lado del pensamiento civil moderno, el ex canciller alemán Helmut Schmidt abunda en lo mismo en su último libro, 'Ausser Dienst' ('Fuera de servicio'), con unas palabras que vienen a resumir una opinión que ya no es excepcional en Europa: «Pese a todo mi escepticismo hacia una serie de dogmas cristianos siempre me he sentido cristiano (..). Sigo en la Iglesia porque genera contrapesos a la descomposición moral en nuestra sociedad».
Esto es, en fin, la 'laicidad positiva'. Desde una cierta perspectiva, digamos 'progresista', puede ser percibida como un camino de vuelta, como un retorno después de un extravío. Por supuesto, desde esa misma perspectiva puede argüirse que eso no va con España, porque nosotros aún estamos en el camino 'de ida'. Pero, incluso si así fuera, surge la pregunta de si tiene sentido emprender un camino del que otros han vuelto ya con las manos vacías -ese camino que lleva del Estado recaudador y administrador al Estado predicador-. Nada obliga a pasar por el trance de un laicismo agresivo; no deberíamos volver al XIX.
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