Por Salvador Bernal, en Religión Confidencial, Tribunas, lunes, 17 de Mayo de 2010
La semana pasada leí el comentario de la defensora del lector del diario El País. Reconocía el amplísimo espacio dedicado a los escándalos sexuales: 141 noticias y reportajes desde principio de año. Y eso en un periódico que no tiene en sentido estricto información religiosa. Pero han debido de ser más numerosas aún las quejas de los lectores, especialmente ante los titulares empleados, más escandalosos aún que los hechos relatados.
Muchos de las excusas caían por su base unos días después, cuando se presentaba un comentario profundo del Papa sobre la vida de la Iglesia, como “dura condena de Benedicto XVI a la actitud de la curia ante los abusos”. Al leerlo, recordé la arcaica tendencia del fundamentalismo laicista a enfrentar a unos creyentes con otros, como si se tratase de juegos políticos, en la línea del “amigo y enemigo” de Karl Schmitt.
Y me vinieron a la memoria –cosas de la edad- los tiempos del Concilio Vaticano II. Las confrontaciones dialécticas eran casi diarias, no sólo en el terreno doctrinal de fondo. Casi siempre había una especie de jefes de fila que se oponían a otros. Si no eran los de la periferia contra Roma, era un obispo de Brasil contra un cardenal de Europa.
Ciertamente, a lo largo de la Iglesia hubo tristes y duros enfrentamientos, a pesar de ser la unidad una de sus notas. Casi desde el primer momento, el Concilio de Jerusalén tuvo que moderar las exigencias de los judaizantes, tan presentes luego en las cartas de san Pablo. El propio Saulo debió resistir en público a Pedro en Antioquía, como relata en Gálatas 2, 11 ss. También tuvo discrepancias con Bernabé, hasta el punto de separar sus caminos (Hechos, 15, 37 ss). Y no digamos de enemistades hoy difícilmente comprensibles como la que san Cirilo de Alejandría manifestó durante años hacia san Juan Crisóstomo.
Pero, en los tiempos que corren, observo con pena que se vuelve a reproducir la simplificación reductiva ante problemas o realidades de la Iglesia que ofrecen su propia complejidad. El aparente enfrentamiento del arzobispo de Viena, Christoph Schönborn, contra el anterior secretario de Estado, Cardenal Angelo Sodano, evoca las supuestas y antiguas querellas entre Franz König y Sebastiano Baggio.
En el fondo, se intenta dar la impresión una vez más de que el Papa no controla la curia vaticana. O de que se opone a los criterios vividos por Juan Pablo II. Como si pensase en eso cuando comentaba en el avión camino de Portugal que los ataques a la Iglesia no proceden sólo de fuera, sino que muchos sufrimientos vienen del interior, del propio pecado de sus miembros. De ahí la necesidad de conversión, tema central en Fátima, con un calado espiritual completamente ajeno a politiquillas de menor cuantía.
Desde luego, la comunicación resulta siempre mejorable. Pero Benedicto XVI está sufriendo cierto fariseísmo que emplea varas de medir insuficientes juzgar hechos de importancia teológica y pastoral de entidad, como la actitud ante los tradicionalistas de Lefebvre, o el diálogo con musulmanes y judíos. Ahora, su coraje ante los escándalos sexuales está sirviendo para enfrentarlo con obispos de aquí o allá, que formarían, en frase asombrosa aparecida en El País, “una jerarquía corrupta, inmoral y podrida”.
Ante estas cosas, parece como si hubiera caído en desuso el viejo principio de que los hechos son sagrados, y las opiniones libres. Acabaría teniendo razón aquello de Nietzsche de que “no hay datos, sólo interpretaciones”. Y seguiremos leyendo adjetivos y verbos que prejuzgan el contenido de las afirmaciones: el “prestigioso” teólogo que se opone al celibato sacerdotal; el “polémico” documento del Papa, calificado así antes de leerlo, cuando no titulado con un “arremete” contra…
A mi juicio, corresponde al fundamentalismo laicista la “aproximación anacrónica a la sociedad contemporánea” que suele reprochar a la Jerarquía. Desde luego, ésta no tiene ya ninguna “forma autoritaria de control de las conciencias”, ni se caracteriza por “referencias apocalípticas sobre el mundo moderno”. Acusan a la Iglesia de no cambiar. Pero sin argumentos: sólo con clichés y estereotipos.
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