Por JUAN MANUEL DE PRADA
ABC 13 de mayo de 2013
Cada vida humana deja de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros
ANDAN los dirigentes del Partido Popular dubitativos en torno a la cuestión del aborto, sobre la que no saben cómo legislar; y, a medida que se suceden las dubitaciones, parece cada vez más claro que, como el Bartebly de Melville, «preferirían no hacerlo». A poco que uno rasca, descubre que todas las disensiones de los dirigentes del Partido Popular evitan un juicio de principios, para aferrarse a razones pragmáticas: hay dirigentes que consideran que, siendo la reforma de la ley de plazos un compromiso asumido por el partido en su programa, su incumplimiento podría enajenarle el voto de una porción significativa de su electorado; y los hay que abogan por aparcar tal reforma, pues sólo acarreará un mayor «desgaste» a un Gobierno que ya tienen abiertos muchos frentes, dando alas a los socialistas. Este duelo de pragmatismos seguramente se resolverá en la solución de consenso o maquillaje que impulsan los «moderaditos» del partido, consistente en volver a la ley de supuestos de 1985, la misma que permitió perpetrar abortos a troche y moche durante los mandatos de Aznar. Ley que, a juicio de los «moderaditos» del Partido Popular, funcionó «razonablemente bien».
He aquí un ejemplo paradigmático de las «soluciones» a las que conduce una acción política que no se asienta sobre principios, sino sobre cálculos de conveniencia. En realidad, el aborto no es sino una consecuencia inevitable de la exaltación de la libertad individual que, como señalaba Benedicto XVI, «es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida». A esta rebelión le dio forma filosófica el racionalismo idealista, que declaró al hombre autónomo de toda ley moral, erigiéndolo en regla suprema de moralidad; y luego le daría carta de naturaleza política el liberalismo, consagrando una libertad de conciencia desarraigada de todo orden moral objetivo. Una consecuencia inevitable de tal rebelión es la pérdida del sentido de la inviolabilidad de la vida humana, que se considera supeditada a ese bien absoluto de la «libertad individual». Y cuando el bien supremo de la vida es supeditado a la libertad individual, es inevitable que se imponga una consideración meramente funcional y utilitaria de la vida; y todavía más si esa vida humana es todavía gestante, o si avanza hacia sus postrimerías. Cada vida humana deja entonces de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros; y así, la verdadera ética de la dignidad de la vida humana es suplantada por una falsa ética de la «calidad» de la vida humana, una calidad que es medida por criterios de utilidad. Sólo si una vida es útil, si es «deseada» por otros en razón de su utilidad, esa vida tiene valor; de lo contrario, podemos disponer de ella a nuestro antojo. ¡Con tal de que nadie nos obligue a abortar, oiga!
El progresismo contemporáneo no ha hecho sino acicalar este concepto de libertad individual con subproductos ideológicos derivados de la «revolución sexual» del 68, otorgando además al Estado la misión de auspiciar, promover y financiar el aborto, que queda así convertido en una suerte de «servicio público». Pero para combatir el aborto de forma no estrictamente retórica o farisaica habría que empezar por combatir, en el plano de los principios, esta concepción perversa de libertad que ha facilitado el eclipse de la conciencia moral. Todo lo demás son ganas de marear la perdiz, que a estas alturas ya está tan mareada y confusa como para aceptar soluciones de «consenso» o maquillaje que, como dicen los moderaditos del Partido Popular, han funcionado «razonablemente bien».
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