Por Juan Manuel de Prada, en XLSemanal, sábado 11 de mayo de 2013
Escribía Chesterton que el mundo moderno había sido invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. A simple vista, parece tan solo una frase eufónica; pero creo que es el diagnóstico más certero y sintético que se puede ofrecer de nuestra época. Las virtudes se vuelven locas cuando son aisladas unas de otras, cuando son desgajadas del tronco común que les da sustento. Este aislamiento de las virtudes lo podemos contemplar por doquier: así, por ejemplo, la justicia sin misericordia no tarda en corromperse y volverse crueldad; y la misericordia sin justicia acaba degenerando en laxitud y buenismo.
Si analizamos las ideologías modernas (que alguien definió como «herejías cristianas»), comprobaremos que todas ellas son producto de esta escisión de las virtudes cristianas: la libertad sin verdad, la justicia sin caridad, etcétera. Pero la invasión de las virtudes locas no es un fenómeno propio tan solo del mundo secular, sino que extiende también su gangrena en el propio ámbito católico. Benedicto XVI lo denunció en diversas ocasiones, refiriéndose a la «esquizofrenia entre la moral individual y la pública» que aqueja a muchos creyentes, de tal modo que «en la esfera privada actúan como católicos, pero en la vida pública siguen otras vías que no responden a los grandes valores del Evangelio».
Según esta esquizofrenia propia de un mundo invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas, un empresario podría ser amantísimo esposo y padre de familia y, al mismo tiempo, defraudar el jornal de sus trabajadores. Y así ocurre con muchos; solo que quien defrauda el jornal al trabajador acaba también engañando a su mujer y a sus hijos, tarde o temprano. Sobre este peligro ya advertía Juan XXIII en su encíclica Mater et Magistra, cuando señalaba que «la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana»; y es que, en efecto, poco sentido tendría defender la vida y la familia si al mismo tiempo no se defendiera una concepción del trabajo que permita a las personas criar dignamente a sus hijos.
El trabajo nos recordaba Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens es una condición para hacer posible la fundación de una familia, ya que esta exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Defender la vida y la familia y, al mismo tiempo, callar ante la depauperación de las condiciones de trabajo es esquizofrénico.
En los últimos años he estudiado mucho la doctrina social de la Iglesia en torno al trabajo, para descubrir que sus enseñanzas han sido olvidadas incluso por los propios católicos. Esto es un triunfo del mundo invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas; y también una causa evidente de que la doctrina católica sobre la vida humana se haya vuelto ininteligible, incluso inhumana, a los ojos de muchos. Pues, ciertamente, resulta arduo combatir por ejemplo el aborto cuando no se combaten las condiciones laborales indignas que a mucha gente le impiden o dificultan tener más hijos.
Escribía Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus: «La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social. Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos».
El propio Juan Pablo II, en Laborem Exercens, recordaba que es obligación de los cristianos «recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad». Y añadía que la mayor verificación de su fidelidad a Cristo la muestra el cristiano en su compromiso con los pobres, que «aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo -es decir, por la plaga del desempleo-, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia». Quien tenga oídos para oír que oiga.
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